martes, 20 de septiembre de 2016
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 2
Al día siguiente era sábado y Pedro, que se había despertado bastante tarde, decidió —cosa extraña en él— no ir a la oficina. Se dijo que se lo tomaría con calma, así que recogió el periódico que el conserje le había dejado sobre el felpudo de la puerta de entrada y se dirigió con él en la mano a la luminosa cocina, donde se preparó un abundante desayuno. Por fortuna la señora Jones, su ama de llaves, se ocupaba de que hubiera siempre alimentos frescos en la nevera y, por primera vez desde hacía mucho tiempo, Pedro se dio el lujo de desayunar tranquilamente hojeando el periódico y disfrutar de una larga ducha, sin tener que salir corriendo a ninguna reunión.
«Bajaré el ritmo», se prometió a sí mismo, aunque sabía bien que no lo haría.
Pedro encendió su portátil y estuvo trabajando durante unas cuantas horas. Más tarde, salió a la calle y, aprovechando que el sol lucía con fuerza, se sentó en la terraza de uno de los pintorescos restaurantes que poblaban la zona, cerca de una estufa de gas. Mientras contemplaba el relajante balanceo de los barcos en el pequeño puerto deportivo, decidió que al día siguiente saldría a dar una vuelta en su velero; hacía demasiado tiempo que no disfrutaba del placer de navegar. Dudó si llamar a su amigo Harry para que lo acompañara pero, finalmente, decidió que prefería estar solo. Pasaba tanto tiempo rodeado de gente, que pensó que un poco de soledad resultaría muy agradable, para variar.
—¡Hola, señor Alfonso! —Pedro reconoció sin problemas la voz femenina que sonó a su derecha y se levantó en el acto, mirando a la mujer que se acercaba con curiosidad.
—¡Buenos días, señorita Chaves! ¡Hola Milo! —saludó, mientras se inclinaba para acariciar al enorme dogo blanco con manchas negras que tiraba con fuerza de la correa sin parar de mover el rabo, excitado.
Pedro había imaginado que la joven sería bonita, pero no hasta ese punto. Su melena ondulada caía a su espalda en una gama de colores que iba del castaño al dorado; los ojos marrones, enmarcados por largas y espesas pestañas, eran inmensos y ligeramente rasgados, y unas motas de oro parecían chispear dentro de ellos. Paula Chaves era alta y vestía de manera muy informal con unos desgastados vaqueros que se ajustaban a la perfección a sus esbeltas caderas, una camiseta de tirantes blanca y un viejo jersey azul claro, de cuello de barco, bastante deformado.
—¿Cómo me ha reconocido? —preguntó Pedro—. Yo apenas pude verla en la oscuridad.
La chica le lanzó una alegre sonrisa que mostró unos dientes pequeños y muy blancos. Una de sus paletas se montaba ligeramente sobre la otra y eso, aunque le restaba perfección a su gesto, le añadía todavía más encanto.
—Confieso que no estaba segura del todo. Anoche en la terraza me pareció que tenía el pelo claro y, cuando lo he visto aquí sentado, he decidido arriesgarme. Además, me da la sensación de que Milo, aquí presente, también lo conoce a usted muy bien —declaró, divertida, acariciando al animal detrás de las orejas.
En efecto, Paula había pensado que Pedro Alfonso sería rubio, pero su pelo, que llevaba muy corto, resplandecía con el brillo de la plata a pesar de que no debía tener más de cuarenta años. Sus ojos también eran de un gélido tono gris acero y resaltaban en el rostro moreno, impenetrables.
Llevaba una elegante americana sobre su camisa azul y unos bien planchados pantalones beige, y el conjunto ponía de relieve su espléndida figura. Aunque reconocía que el señor Alfonso era muy atractivo, Pau no estaba segura de que aquel hombre le agradara. Parecía un elegante aristócrata recién salido de una revista de sociedad, todo afabilidad y buena educación, pero había algo en él que resultaba frío y extremadamente distante.
—¿Le apetece sentarse y tomar algo conmigo? ¿Una cerveza, una coca-cola? —preguntó Pedro con cortesía, aunque no estaba seguro de querer pasar la mañana con la amante veinteañera de su vecino.
—Oh, no, muchas gracias. —Paula sacudió la cabeza en una negativa, de forma que Pedro pudo aspirar el agradable aroma de su pelo recién lavado—. Tengo que ir a comprar un montón de cosas. Esta noche he invitado a unos cuantos amigos a casa, espero no molestarlo. Si lo desea puede pasarse a tomar una copa, será algo muy informal...
—Gracias por la invitación, señorita Chaves, pero lo más seguro es que me acueste temprano. Mañana quiero salir a navegar.
—¿Tiene barco? —preguntó Pau, curiosa.
—Es ese de ahí. —Indicó Pedro señalando con el dedo un pequeño velero que se balanceaba con suavidad, mecido por las ligeras olas que levantaba la brisa en el río.
—¡Siempre he deseado navegar por el Támesis! —afirmó Paula con entusiasmo.
Molesto ante su nada disimulada indirecta, Pedro se vio obligado a invitarla a regañadientes:
—Si lo desea puede venir conmigo...
La joven se quedó mirando los rasgos severos de su vecino y no pudo evitar lanzar una nueva y contagiosa carcajada, que consiguió irritar aún más al hombre que se encontraba frente a ella.
—Me imagino cómo ha sonado lo que acabo de decir —comentó Paula sin dejar de sonreír de esa manera cálida y afectuosa que a Pedro le ponía a la defensiva—. Si me hubiera oído mi madre habría dicho que no tengo ningún tacto. Pero no se preocupe, señor Alfonso, no me aprovecharé de su buena educación. —Le lanzó una mirada burlona y, diciéndole adiós con la mano, siguió su camino.
Alfonso volvió a sentarse y permaneció con la vista clavada en la grácil figura que se alejaba con rapidez, llevando al inmenso dogo de la correa. Debía reconocer que la señorita Chaves le desconcertaba; le parecía increíble que una joven como ella fuera la amante de un hombre que podría ser su padre. Pedro esbozó una mueca cínica y se regañó a sí mismo por ser tan ingenuo. Hasta la persona más inocente sabía que el dinero era un poderoso afrodisíaco, se dijo, y había cientos de miles de Paula Chaves en el mundo.
Sin embargo, no sabía por qué, pero le disgustaba pensar en la señorita Chaves como la amante de un hombre mayor.
«Tonterías». Irritado, Pedro trató de cortar en seco la corriente de sus pensamientos. «Reconozco que es una mujer bonita y agradable, pero hay algo en ella que me resulta exasperante».
Con un movimiento algo brusco, Pedro cogió el ejemplar de The Times que había dejado sobre la mesa y lo abrió por la sección de economía, decidido a no pensar más en su misteriosa vecina.
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 1
La noche de finales de octubre era fresca pero agradable. A esas alturas del otoño, el cielo londinense, cuajado de brillantes estrellas, resultaba poco corriente. Recostado sobre una tumbona en la oscuridad, Pedro intentaba desconectar su mente de su último negocio sin conseguirlo.
Estaba agotado, pero reconocía que había valido la pena; tras casi un mes sin parar de viajar de costa a costa de los Estados Unidos, había conseguido cerrar la operación de forma muy satisfactoria para su empresa. El hombre suspiró; era consciente de que esa noche le costaría conciliar el sueño, la adrenalina aún fluía por sus venas a toda velocidad.
De pronto, escuchó cómo se abría la puerta corredera de cristal del piso de al lado y vio salir a una mujer apenas envuelta por una toalla de baño. La sugerente figura, ajena por completo a su presencia, se apoyó sobre la baranda de acero y cristal y permaneció inmóvil, mientras contemplaba la vista espectacular de los rascacielos de Canary Wharf y los muelles a sus pies.
A pesar de la oscuridad, Pedro admiró las largas piernas, esbeltas y bien torneadas, que asomaban bajo la toalla blanca que apenas le llegaba a medio muslo; era evidente que acababa de salir de una ducha caliente y, a pesar de la ligera brisa que subía desde el río, la posibilidad de coger un resfriado no parecía preocuparle lo más mínimo. La chica —tampoco podía estar seguro de su edad, pero algo le decía que era joven— llevaba el cabello recogido en un improvisado moño del que escapaban varios mechones de pelo, pero a la escasa luz de la terraza él no pudo distinguir su color.
A Pedro le picó la curiosidad. Le sorprendía que su vecino Alberto Winston, que ya debía de haber cumplido los sesenta y cinco años, se hubiera echado una joven amante.
En realidad no era un hecho extraordinario, simplemente, nunca le había parecido ese tipo de hombre. Aunque estaba de espaldas, había algo en la figura femenina, tan quieta y relajada, que lo atraía con fuerza y, de pronto, sintió un intenso deseo de ver su rostro.
—Es una noche preciosa, ¿no es cierto?
La chica se volvió hacia él, visiblemente sobresaltada, y un grito ahogado escapó de su garganta.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace ahí escondido?
A pesar de la desazón que detectó en su tono, la voz femenina, dulce y picante como un buen coñac, hizo que a Pedro se le erizaran los pelos de la nuca. Seguía sin poder distinguir bien sus rasgos, pero percibió que era bonita y que sus ojos eran muy grandes, aunque tampoco fue capaz de adivinar su color esta vez.
—No me escondo —respondió con tranquilidad—. Soy su vecino y me limitaba a disfrutar de esta noche tan agradable.
La joven trató de atravesar las tinieblas con sus pupilas, pero lo único que distinguía entre las sombras era el tono de los cabellos masculinos y una silueta poderosa.
—No sabía que tenía un vecino. Llevo viviendo aquí casi un mes y nunca he visto ninguna luz en su piso —comentó ella al fin.
—Acabo de regresar de Estados Unidos por motivos de trabajo —explicó Pedro.
—¿Viaja mucho? —preguntó, curiosa, sin que el hecho de estar medio desnuda pareciera importarle demasiado.
—Bastante, sí. —Pero Pedro no se dejó distraer y volvió al tema que le interesaba—. Así que ha venido a vivir con Alberto...
—¿Alberto? —Por un segundo, la joven pareció confundida. —¡Ah, claro, Alberto! Verá, yo siempre lo he llamado tío Al.
Su interlocutora esbozó una sonrisa divertida y a Pedro le chocó la desvergonzada actitud de que hacía gala al revelarle a un extraño, con semejante desparpajo, los apelativos cariñosos que utilizaba con su añoso amante. Él mismo estaba sorprendido de lo escandalizado que se sentía. ¡Por Dios, ya era mayorcito y sabía de sobra cómo funcionaba el mundo! Sin embargo, estaba claro que la joven no sufría ningún tipo de incomodidad ante la situación. A pesar de todo, la chica no le había dado en ningún momento la impresión de ser una persona vulgar; más bien al contrario, su entonación era correcta y refinada. Además, tenía la sensación de que era una mujer preciosa y, no sabía por qué, eso le hacía sentirse aún más molesto.
—Sí —continuó diciendo ella sin percatarse de su incomodidad—. Me he trasladado a vivir a este piso, aunque no sé por cuanto tiempo. Todo depende de tío Al.
«Si ella está cómoda con la situación, yo no voy a ser menos», se dijo Pedro, decidido a mantener la calma.
—Como va a ser mi nueva vecina, será mejor que nos presentemos. Soy Pedro Alfonso —declaró y le tendió una mano por encima de la ligera barandilla de cristal que separaba ambas terrazas.
—Paula Chaves. —Paula quiso estrechar su mano, pero el movimiento provocó que se le aflojara la toalla y si no hubiera sido por los rápidos reflejos de su vecino, que agarró la tela en el último momento, el paño habría caído al suelo.
—¡Caramba, gracias! —exclamó la chica, al tiempo que soltaba una alegre una carcajada—. Si no llega a ser por usted, señor Alfonso, habría dado todo un espectáculo.
El hombre volvió a colocar el pico de la toalla en su sitio sin poder evitar que el dorso de su mano rozara uno de los firmes pechos femeninos y una fuerte descarga de deseo lo atravesó de improviso. A Pedro le sorprendió notar su grado de excitación; no recordaba una respuesta tan rápida ante los encantos de una mujer, sobretodo teniendo en cuenta lo cansado que estaba y que apenas había entrevisto su rostro.
Sin embargo, ella seguía tan fresca como si, en vez de un hombre hecho y derecho, hubiera sido su abuela centenaria la que acabara de tocarla. Pedro procuró tranquilizarse y dio un paso atrás, estaba claro que la tensión de los últimos días le había afectado más de lo que pensaba.
—Paula... es un nombre curioso —comentó tratando de disimular su ardor.
—Soy medio española. Mi madre vino a trabajar a Inglaterra cuando tenía veinte años y aquí conoció a mi padre y se casó con él. —Paula se frotó los brazos con las manos—. Vaya, empiezo a tener frío, será mejor que vuelva adentro.
Me alegro de conocerlo señor Alfonso, imagino que nos veremos de vez en cuando por aquí. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió él, sin quitarle la vista de encima mientras la joven entraba en su piso y cerraba la puerta de cristal.
«Creo que va siendo hora de que yo también vuelva adentro», se dijo.
A pesar de la fatiga y del desfase horario, a Pedro no le costó mucho dormirse, aunque sus sueños se vieron invadidos por una tentadora y misteriosa presencia femenina cuyo rostro permanecía oculto entre las sombras.
MAS QUE VECINOS: SINOPSIS
Pedro Alfonso, un rico hombre de negocios inglés de familia aristocrática, serio y obsesionado por el trabajo, conoce una noche en la terraza de su casa a la que, en un principio, toma por la amante de su viejo vecino. Paula Chaves, la nueva habitante del piso de al lado, es una joven extrovertida y generosa que disfruta ayudando al prójimo.
En cuanto cruza dos palabras con su estirado vecino decide que, aunque él mismo no lo sepa, el señor Alfonso es un hombre infeliz que necesita ser salvado de sí mismo.
A pesar de la arrolladora atracción que surge entre ellos, Pedro trata de mantener a la impertinente y alocada Pau a distancia; no está dispuesto a que su irritante vecina, por muy adorable que sea, derribe las barreras que tanto le ha costado erigir a su alrededor. Sin embargo, el destino parece tener otros planes...
lunes, 19 de septiembre de 2016
EL ANONIMATO: EPILOGO
Era algo muy extraño. Una vez que Pedro y Paula accedieron a casarse, ella empezó a no mostrar demasiada prisa por organizar la ceremonia. No hacía más que poner excusas: el nacimiento del bebé de Karen o el matrimonio de Gina. Aquel retraso estaba volviendo locas a sus amigas y a Pedro. Llevaban meses presionándola para que pusiera fecha o para que explicara por qué se mostraba tan reacia a vestirse de blanco y a contraer matrimonio con el hombre que amaba.
La verdad era que los dos matrimonios de Paula habían sido un completo frenesí por los medios de comunicación. Ella quería que el día de su boda con Pedro fuera especial y que un momento tan íntimo no se convirtiera en un circo. Cuando se lo explicó a Pedro, a él se le ocurrió la sugerencia perfecta: celebrarían una boda íntima en su propia casa, solo con amigos y familiares. Lo mejor de todo era que ni siquiera les dirían a los invitados que iban a asistir a una boda, para que así no hubiera posibilidad alguna de que la prensa se enterara. Además, eligieron una fecha antes del nacimiento del bebé de Emma, para no restarle protagonismo.
—¿Estás segura de que no te importa que todo sea un secreto? —le preguntó Pedro, una vez más.
—Estoy encantada.
—A Gina le va a dar un ataque cuando sepa que has contratado a un restaurador para que se ocupe del banquete.
—No podía ser ella. Además, Gina tiene otras cosas de las que ocuparse. Ella y todas las demás son mis damas de honor. Solo espero que Emma se pueda poner el vestido que le he encargado. Resulta muy difícil encontrar algo bonito para una mujer que está embarazada de ocho meses.
—Estoy seguro de que estará estupenda Una mujer embarazada tiene algo… Yo no puedo esperar.
—Pero tendrás que hacerlo, cariño. No nos vamos a quedar embarazados hasta que termine la época de cría de los potros. No me imagino cómo se me pudo ocurrir organizar una boda en estas fechas. Estoy tan agotada que casi no veo.
—Por eso vas a entrar en la casa para darte un largo baño y meterte en la cama. Yo me ocuparé de Señorita Molly.
—Pero quiero estar presente cuando tenga el potro de Medianoche —protestó ella—. Será el primero.
Pedro ni siquiera pudo oponerse. Por eso, Paula se vio sometida a un ritmo frenético al día siguiente, hasta una hora antes de que llegaran los invitados y dos horas antes de la ceremonia.
El potro de Señorita Molly era precioso, pero había nacido al alba, lo que había retrasado mucho a Paula.
La cocina era un caos. El chef de Beverly Hills, el mismo que había preparado la boda de Carla dos años antes, se quejaba de los milagros que la gente esperaba de él.
—Hazlo —le ordenó Paula—. No tengo tiempo para aplacarte. Puedes luego volver a Los Ángeles y decirle a todo el mundo que conoces que la razón por la que me marché es que estoy completamente loca.
Aquellas palabras le hicieron sonreír. Entonces, se puso a terminar el pastel de bodas mientras Paula subía corriendo a su dormitorio para arreglarse. Estaba dándose los últimos toques, cuando sonó el timbre. Tras dejar a un lado la laca de uñas, volvió a bajar a toda velocidad. Eran sus amigas.
Todas la miraban muy fijamente.
—¿Qué pasa? —preguntó ella.
—¿Llegamos pronto? —quiso saber Gina.
—Exactamente a tiempo.
—Entonces, ¿por qué no estás vestida?
—Porque necesito un poco de ayuda de mis damas de honor para eso.
—¿Damas de honor?—. Repitió Emma, colocándose la mano en el abultado vientre—. ¿Te vas a casar hoy?
—Sí. ¡Sorpresa! —exclamó Paula, con una sonrisa.
Pedro no había creído nunca que su vida pudiera mejorar, pero cuando vio a Paula avanzar hacia él, vestida como una princesa, supo que se había equivocado. Iba ataviada tal y como se la había imaginado, con metros y metros de raso blanco y un hermoso velo en la cabeza. Ella lo había dejado tan perplejo que tendría que esforzarse para no equivocarse a la hora de decir los votos matrimoniales.
A su madre le había ocurrido todo lo contrario. Cuando le presentó a Paula se quedó completamente atónita.
Resultaba que Irene era una de sus mayores admiradoras.
No parecía hacerse a la idea de que su ídolo fuera a casarse con su hijo. En aquellos momentos, la mujer lo contemplaba llena de orgullo.
Cuando Paula llegó a su lado, ya no tuvo ojos para nadie más. Sin embargo, a partir de entonces, todo pareció sumirse en una profunda confusión, desde el intercambio de votos, a las felicitaciones de todos los invitados. El corazón de Pedro parecía estar tan lleno que no podía alojar nada más. Lo único que quería hacer era contemplar a su esposa… ¡Su esposa! Jamás se podría hacer a la idea…
—Dios mío… —susurró Emma.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó él.
Enseguida, se dio cuenta de que estaba algo pálida.
—Lo siento mucho… —musitó, mordiéndose el labio.
—¿Qué es lo que sientes?
—Restar protagonismo a vuestra boda. Creo que mi hijo viene de camino…
—¿Ahora? —preguntó Pedro, atónito—. ¿Qué vas a tener el niño ahora?
—Me temo que sí. ¿Podrías ir a buscar a Fernando?
—Claro. Voy también a buscar a Paula. Creo que está dentro de la casa.
Al cabo de una hora, la comitiva de bodas al completo se había trasladado a la sala de espera del hospital, para perplejidad del resto de las familias.
—¿No es maravilloso? —preguntó Paula a su esposo—. Emma va a tener a su hijo el día de nuestra boda. Yo tenía tanto miedo de quitarle protagonismo y ahora va y nos lo quita ella a nosotros.
—Si quieres saber mi opinión —respondió él—, nos lo tendríamos que haber imaginado.
—¿Por qué?
—Porque nada es sencillo para las componentes del Club de la Amistad, ¿no es así? ¿No es esto un ejemplo de las calamidades que os solían pasar?
—Tienes razón, pero lo mejor que ha ocurrido hoy es que te hayas casado conmigo.
—Cariño, yo no hubiera consentido que fuera de otro modo. Me imagino que Rafael, Esteban, Joaquin y Fernando sienten exactamente lo mismo que yo.
—Estoy de acuerdo —dijo Joaquin, haciendo que Carla se le sentara en el regazo, mientras Rafael abrazaba a Gina y Esteban besaba a Karen.
Justo en aquel momento, Fernando salió de la sala de partos.
—¡Es un niño! —exclamó, muy emocionado.
—Un niño —dijo Catalina, con repugnancia—. Yo quería una hermanita.
—A mí me parece que estará muy bien que haya otro niño —dijo Jake—. Con el niño de la tía Karen, mi hermano y ahora este, ya somos cuatro. Tal vez podamos ser como vosotras, chicas. Seremos el Club de la Amistad masculino.
—Ni hablar —dijo Carla—. Este grupo es único.
Pedro observó cómo Paula, Gina, Carla y Karen se daban un fuerte abrazo. Entonces, miró al resto de los maridos.
—No me cabe la menor duda de que son únicas.
—No lo dudes —respondieron todos, al unísono.
Entonces, Rafael esbozó una sonrisa.
—Y nosotros tenemos mucha suerte por haberlas cazado —dijo.
Pedro negó con la cabeza.
—Lo siento, compañero. Estoy seguro al cien por cien de que fue al revés. Creo que nunca tuvimos oportunidad de escapar.
EL ANONIMATO: CAPITULO 38
Una hora más tarde, Pedro llegó a la entrada del nuevo rancho P&P. Notó las mejoras inmediatamente. Había nuevas vallas y los pastos estaban más verdes.
Efectivamente, tenían unos caballos estupendos.
La casa también había sido mejorada. La habían pintado de amarillo con las contraventanas blancas. Había un par de cómodas mecedoras en el porche, desde las que se divisaban los pastos. Quien hubiera comprado la casa había metido mucho dinero y lo había convertido en un bonito lugar para que pudiera vivir una familia. Pedro lamentaba que no fueran él y Paula. Evidentemente, alguien había captado el potencial de aquel rancho y lo había sabido aprovechar.
Cuando aparcó la furgoneta al lado del corral, se dio cuenta que el caballo que estaba dentro era Medianoche. No le cabía la menor duda. Igualmente, estaba seguro de que no se equivocaba sobre quién era la que estaba a punto de sentarse en la silla que el animal tenía puesta. El pánico se apoderó de él.
Estuvo a punto de echar a correr hacia ellos, pero vio que el semental se había quedado perfectamente inmóvil. Paula le acarició el cuello suavemente y le dedicó unas palabras al oído. Como le había ocurrido meses atrás, Pedro envidió al animal. Seguía estando celoso de un caballo cuando, seguramente, la mujer que lo montaba no le había dedicado a él ni un solo pensamiento.
—Bienvenido a casa —dijo Paula, al verlo. Pedro no comprendió del todo aquellas palabras—. ¿Quieres venir conmigo a dar un paseo?
Pedro no sabía qué decir. Aquella Paula no era la superestrella que había visto en las revistas o en la pantalla de su televisor. Aquella era la mujer que había amado con todo su corazón. ¿De qué servía negarlo? Si la profundidad de su amor no había cambiado en tantos meses, no iba a hacerlo nunca más.
—¿Por qué estás aquí?
—Este rancho es mío. Bueno, soy dueña a medias. El otro dueño ha estado fuera.
—¿Y eso? —preguntó él, sintiendo que se le aceleraba el corazón.
—Estaba esperando que volviera para quedarse. ¿Es así?
—¿De qué estás hablando, Paula? —quiso saber él, sin comprender.
—La mitad de este rancho te pertenece.
—¿Por qué?
—Porque me parece que una escritura de propiedad debería de estar a nombre del marido y de la mujer, para que no haya duda alguna de que los dos lo poseen a medias. ¿Es que no has visto la puerta? Ahora este es el rancho P&P.
—¿Qué me has comprado un rancho? —inquirió él, lleno de incredulidad.
—Nos he comprado un rancho. ¿Qué te parece?
—Si estás actuando, resultas muy convincente.
—Me lo han dicho antes, pero ahora deberíamos dejar a un lado mis habilidades para la interpretación. Eso es lo que nos ha causado los problemas —afirmó ella, desmontando el caballo—. Bueno, vaquero, ¿qué me dices? ¿Quieres casarte conmigo? ¿O no?
—Un momento. Me está costando entender todo esto. ¿Tienes la intención de quedarte aquí?
—Sí.
—¿Y tu profesión?
—Esta es mi profesión. La única que quiero…
—¿Te darás por satisfecha siendo la mujer de un ranchero? —preguntó él, sin poder creer lo que ella estaba diciendo.
—Por supuesto. Ya había tomado esa decisión antes de que nos conociéramos, no había venido aquí a pasar una temporada, Pedro. Había vuelto a casa. Tú me confirmaste que había hecho lo correcto.
—Pero, ¿y las emociones, el glamour, el dinero…? ¿Cómo puedes darle la espalda a todo eso?
—No me importa nada. Te lo contaré todo si lo quieres saber, pero por ahora solo tienes que comprender que nunca busqué nada de eso. Fue divertido durante un tiempo, pero esta es la vida real. La gente aquí es de verdad… Y el hombre que amo también está aquí… y también es real.
Pedro examinó su rostro para asegurarse de que no estaba mintiendo, pero solo encontró sinceridad. Quería creerla.
Dios sabía lo mucho que quería creerla…
—La única cuestión es si tú puedes vivir con la etiqueta de ser el marido de la estrella, como te llamarán todas las revistas del país. Te aseguro que llegará eso. Casi te lo puedo garantizar.
Pedro lo pensó. Pensó en aprender a vivir con la verdadera Paula Chaves. Entonces, comprendió que la auténtica Paula era la que él siempre había conocido, no la que había conocido en las películas que había visto una y otra vez.
—¿Y si te dijera que no? ¿Seguirías aquí?
—Sí —respondió ella—, pero te echaría de menos todos los días de mi vida.
Aquellas palabras actuaron sobre Pedro como una bendición y borraron todas sus dudas. Le prometían todo lo que había soñado siempre.
—De acuerdo. Me casaré contigo con una condición.
—¿De qué se trata?
—Prométeme que me llevarás a la entrega de los Oscar algún día, para que les pueda contar a nuestros hijos que he estado.
—Iremos montados en un par de caballos blancos. Se hablará de ello durante toda la eternidad.
—¿Seguro que serás feliz, Paula? ¿Te satisfará no ser nadie?
—¡No te atrevas a decir eso, Pedro Alfonso! Claro que seré alguien. Seré ranchera, madre y, lo mejor de todo, tu esposa.
Pedro asintió. Entonces, la tomó en sus brazos y la besó dulcemente.
—En ese caso, me importa un pepino lo que me llamen los de la prensa, cariño —susurró—, porque tú y yo nos vamos a casar.
—Gracias a Dios —bromeó ella—. Durante un minuto, me tuviste algo preocupada.
—No tienes de qué preocuparte. No eres la única de la familia que tiene talento para el Séptimo Arte. Yo reconozco un final feliz en cuanto lo veo. De hecho, esto me recuerda un poco al final de Besa las estrellas.
—¿Has visto esa película? ¿Cuándo?
—Sería mejor preguntarme cuántas veces. Puede que probablemente una media docena. Creo que es mi favorita —admitió él.
—La mía también, pero a la crítica no le gustó. Dijeron que era demasiado sentimental.
—¿Y qué saben los críticos? Son solo guionistas frustrados que se sienten celosos de lo que es bueno.
—¡Vaya! ¿Desde cuándo sabes tanto sobre cine?
—Desde el día en que me enamoré de ti —susurró Pedro.
—Entonces, te aseguro que esta es la mejor película que he hecho nunca.
—Y es mejor que ninguna película que se haya grabado en la historia del cine. Por supuesto, yo solo conozco bien las películas de Paula Chaves. Tal vez mi opinión no cuente tanto.
—A mí me parece que vale mucho. Después de todo, me elegiste a mí…
—No recuerdo haber tenido posibilidad de elección. Te me metiste en el corazón… Por cierto, ¿has arreglado ya el dormitorio de tu rancho?
—Oh, sí. A pesar de que Gina insistió en que debía de hacer primero la cocina, me decidí por hacer primero el dormitorio. Sabía que sería el primer lugar que querrías ver.
—Eres una mujer muy lista…
—La que más…
Paula lo agarró de la mano y lo llevó al interior de la casa.
Allí, los dos se pasaron el día demostrándose lo inteligentes que eran.
Pedro acababa de conseguir que una superestrella de Hollywood se casara con él… ¿O acaso había sido al revés?
Al sentir que una mano se metía por debajo de las sábanas y le acariciaba el muslo, se echó a reír. ¿Qué importaba?
Evidentemente, aquella era la vida para la que los dos estaban destinados.
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