martes, 20 de septiembre de 2016
MAS QUE VECINOS: CAPITULO 1
La noche de finales de octubre era fresca pero agradable. A esas alturas del otoño, el cielo londinense, cuajado de brillantes estrellas, resultaba poco corriente. Recostado sobre una tumbona en la oscuridad, Pedro intentaba desconectar su mente de su último negocio sin conseguirlo.
Estaba agotado, pero reconocía que había valido la pena; tras casi un mes sin parar de viajar de costa a costa de los Estados Unidos, había conseguido cerrar la operación de forma muy satisfactoria para su empresa. El hombre suspiró; era consciente de que esa noche le costaría conciliar el sueño, la adrenalina aún fluía por sus venas a toda velocidad.
De pronto, escuchó cómo se abría la puerta corredera de cristal del piso de al lado y vio salir a una mujer apenas envuelta por una toalla de baño. La sugerente figura, ajena por completo a su presencia, se apoyó sobre la baranda de acero y cristal y permaneció inmóvil, mientras contemplaba la vista espectacular de los rascacielos de Canary Wharf y los muelles a sus pies.
A pesar de la oscuridad, Pedro admiró las largas piernas, esbeltas y bien torneadas, que asomaban bajo la toalla blanca que apenas le llegaba a medio muslo; era evidente que acababa de salir de una ducha caliente y, a pesar de la ligera brisa que subía desde el río, la posibilidad de coger un resfriado no parecía preocuparle lo más mínimo. La chica —tampoco podía estar seguro de su edad, pero algo le decía que era joven— llevaba el cabello recogido en un improvisado moño del que escapaban varios mechones de pelo, pero a la escasa luz de la terraza él no pudo distinguir su color.
A Pedro le picó la curiosidad. Le sorprendía que su vecino Alberto Winston, que ya debía de haber cumplido los sesenta y cinco años, se hubiera echado una joven amante.
En realidad no era un hecho extraordinario, simplemente, nunca le había parecido ese tipo de hombre. Aunque estaba de espaldas, había algo en la figura femenina, tan quieta y relajada, que lo atraía con fuerza y, de pronto, sintió un intenso deseo de ver su rostro.
—Es una noche preciosa, ¿no es cierto?
La chica se volvió hacia él, visiblemente sobresaltada, y un grito ahogado escapó de su garganta.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace ahí escondido?
A pesar de la desazón que detectó en su tono, la voz femenina, dulce y picante como un buen coñac, hizo que a Pedro se le erizaran los pelos de la nuca. Seguía sin poder distinguir bien sus rasgos, pero percibió que era bonita y que sus ojos eran muy grandes, aunque tampoco fue capaz de adivinar su color esta vez.
—No me escondo —respondió con tranquilidad—. Soy su vecino y me limitaba a disfrutar de esta noche tan agradable.
La joven trató de atravesar las tinieblas con sus pupilas, pero lo único que distinguía entre las sombras era el tono de los cabellos masculinos y una silueta poderosa.
—No sabía que tenía un vecino. Llevo viviendo aquí casi un mes y nunca he visto ninguna luz en su piso —comentó ella al fin.
—Acabo de regresar de Estados Unidos por motivos de trabajo —explicó Pedro.
—¿Viaja mucho? —preguntó, curiosa, sin que el hecho de estar medio desnuda pareciera importarle demasiado.
—Bastante, sí. —Pero Pedro no se dejó distraer y volvió al tema que le interesaba—. Así que ha venido a vivir con Alberto...
—¿Alberto? —Por un segundo, la joven pareció confundida. —¡Ah, claro, Alberto! Verá, yo siempre lo he llamado tío Al.
Su interlocutora esbozó una sonrisa divertida y a Pedro le chocó la desvergonzada actitud de que hacía gala al revelarle a un extraño, con semejante desparpajo, los apelativos cariñosos que utilizaba con su añoso amante. Él mismo estaba sorprendido de lo escandalizado que se sentía. ¡Por Dios, ya era mayorcito y sabía de sobra cómo funcionaba el mundo! Sin embargo, estaba claro que la joven no sufría ningún tipo de incomodidad ante la situación. A pesar de todo, la chica no le había dado en ningún momento la impresión de ser una persona vulgar; más bien al contrario, su entonación era correcta y refinada. Además, tenía la sensación de que era una mujer preciosa y, no sabía por qué, eso le hacía sentirse aún más molesto.
—Sí —continuó diciendo ella sin percatarse de su incomodidad—. Me he trasladado a vivir a este piso, aunque no sé por cuanto tiempo. Todo depende de tío Al.
«Si ella está cómoda con la situación, yo no voy a ser menos», se dijo Pedro, decidido a mantener la calma.
—Como va a ser mi nueva vecina, será mejor que nos presentemos. Soy Pedro Alfonso —declaró y le tendió una mano por encima de la ligera barandilla de cristal que separaba ambas terrazas.
—Paula Chaves. —Paula quiso estrechar su mano, pero el movimiento provocó que se le aflojara la toalla y si no hubiera sido por los rápidos reflejos de su vecino, que agarró la tela en el último momento, el paño habría caído al suelo.
—¡Caramba, gracias! —exclamó la chica, al tiempo que soltaba una alegre una carcajada—. Si no llega a ser por usted, señor Alfonso, habría dado todo un espectáculo.
El hombre volvió a colocar el pico de la toalla en su sitio sin poder evitar que el dorso de su mano rozara uno de los firmes pechos femeninos y una fuerte descarga de deseo lo atravesó de improviso. A Pedro le sorprendió notar su grado de excitación; no recordaba una respuesta tan rápida ante los encantos de una mujer, sobretodo teniendo en cuenta lo cansado que estaba y que apenas había entrevisto su rostro.
Sin embargo, ella seguía tan fresca como si, en vez de un hombre hecho y derecho, hubiera sido su abuela centenaria la que acabara de tocarla. Pedro procuró tranquilizarse y dio un paso atrás, estaba claro que la tensión de los últimos días le había afectado más de lo que pensaba.
—Paula... es un nombre curioso —comentó tratando de disimular su ardor.
—Soy medio española. Mi madre vino a trabajar a Inglaterra cuando tenía veinte años y aquí conoció a mi padre y se casó con él. —Paula se frotó los brazos con las manos—. Vaya, empiezo a tener frío, será mejor que vuelva adentro.
Me alegro de conocerlo señor Alfonso, imagino que nos veremos de vez en cuando por aquí. Buenas noches.
—Buenas noches —respondió él, sin quitarle la vista de encima mientras la joven entraba en su piso y cerraba la puerta de cristal.
«Creo que va siendo hora de que yo también vuelva adentro», se dijo.
A pesar de la fatiga y del desfase horario, a Pedro no le costó mucho dormirse, aunque sus sueños se vieron invadidos por una tentadora y misteriosa presencia femenina cuyo rostro permanecía oculto entre las sombras.
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