sábado, 3 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 2




—¿Por qué acude a nosotros Dimitrios Alfonso? —preguntó Pedro Alfonso, caminando a lo largo de la terraza de su lujosa mansión ateniense. Luego se detuvo para estudiar la expresión de su padre; pero no notó nada. El hombre había aprendido desde muy joven a ocultar sus emociones—. La enemistad entre nuestras familias se remonta a tres generaciones.


—Al parecer, ésa es la razón de su acercamiento —dijo Leandros Alfonso—. Cree que es hora de arreglar las cosas. Públicamente.


—¿Y cómo es que Dimitrios Chaves quiere arreglar las cosas? Es un hombre malicioso y despiadado.


El solo hecho de que su padre estuviera dispuesto a encontrarse con aquel hombre lo sorprendía. Pero su padre se estaba haciendo viejo, pensó Pedro con pena, y la pérdida de la empresa familiar hacía muchos años siempre había sido una espina clavada en su corazón.


Su padre suspiró.


—Quiero que termine este odio, Pedro. Quiero jubilarme en paz con tu madre, sabiendo que lo que es nuestro por derecho ha vuelto a nosotros. Ya no estoy para peleas.


Pedro sonrió peligrosamente. Afortunadamente, él no las temía. Si Dimitrios Alfonso pensaba que podía intimidarlo, descubriría que había dado con la horma de su zapato.


Su padre recogió unos papeles.


—El acuerdo que ofrece es sorprendente.


—Razón de más para sospechar de sus motivos —dijo Pedro.


Su padre lo miró con cautela.


—Serías un necio si no escuchases lo que quiere decirte —dijo su padre—. Será lo que sea Dimitrios, pero es griego. Y es un halago que te ofrezca reunirte con él.


—El halago sería que desaparezca para siempre —respondió Pedro mirando a su padre.


De pronto se dio cuenta de que su padre había envejecido. 


Que la tensión de aquella eterna enemistad lo había ido consumiendo.


—He aceptado la reunión en nombre tuyo —su padre lo miró, cansado.


Pedro pensó que lo haría por su padre.


—Bien. Dime qué ofrece —dijo Pedro.


—Va a devolvernos la empresa —su padre se rió con desprecio y puso los papeles sobre la mesa—. Aunque sería mejor decir «nuestra empresa», puesto que lo era antes de que Chaves estafase a tu abuelo.


«¿Chaves ofrece devolver la empresa?», pensó Pedro, ocultando su sorpresa.


—¿Y a cambio de qué? —preguntó.


Su padre desvió la mirada de él.


—A cambio de casarte con su nieta.


—¡Estás de broma! —los ojos oscuros de Pedro lo miraron con incredulidad—. ¿En qué siglo estamos?


Sin mirarlo, su padre movió los papeles frente a él y respondió:
—Lamentablemente, ésas son las condiciones.


—No estás bromeando, ¿verdad? —dijo Pedro, petrificado, con expresión seria—. En ese caso, te diré que no hay nadie menos atractivo para mí como potencial consorte que un miembro de la familia Chaves.


Su padre se pasó la mano por detrás del cuello para aliviar la tensión.


—Tienes treinta y cuatro años, Pedro. En algún momento te tienes que casar con alguien. A no ser que quieras pasarte la vida solo y sin hijos.


—Quiero tener hijos. Me apetece mucho. Es la esposa el problema. Lamentablemente, no encuentro una mujer con las cualidades que exijo. No deben existir.


Recordó a las últimas mujeres con las que había salido: una gimnasta, una bailarina… Ninguna había despertado su atención más de unas semanas.


—Bueno, si no puedes casarte por amor, entonces, ¿por qué no por razones de negocios? —dijo su padre—. Si te casas con la chica, la empresa es nuestra.


—¿Así de sencillo? —preguntó Pedro achicando los ojos—. No puede ser tan sencillo.


—Es un hombre viejo. La empresa tiene problemas. Chaves sabe que tú eres un brillante nombre de negocios. Con la boda protege a su nieta económicamente, si quiebra la empresa. Y sabe que contigo a la cabeza, la empresa se salvará. Es una oferta generosa.


—Eso es lo que me preocupa. Dimitrios Chaves no es una persona que haga ofertas generosas.


—Ofrece un incentivo considerable por casarte con la chica.


—Yo necesito un incentivo considerable para casarme con una mujer a la que no he visto siquiera —dijo Pedro, cavilando.


No podía comprender por qué Chaves le ofrecía la empresa. 


Ni por qué quería que se casara con su nieta.


—Es hora de dejar a un lado las sospechas y aprender a confiar. Chaves empezó ese negocio con mi padre y luego se lo arrebató. Dice que se arrepiente del pasado y que quiere enmendarlo antes de morirse.


—¿Y tú lo crees?


—Nuestros abogados tienen un borrador del acuerdo. ¿Qué razón tendría para no creerlo?


—Que Dimitrios Chaves es un megalómano malicioso que sólo actúa por interés propio —Pedro se quitó la corbata de seda y la tiró encima de una silla.


Sentía la adrenalina correr por sus venas—. ¿Es que te tengo que recordar sus pecados contra nuestra familia?


—Es un hombre viejo. Quizás se esté arrepintiendo.


Pedro echó atrás la cabeza y se rió maliciosamente.


—¿Arrepentirse? Ese mal nacido no sabe siquiera el significado de esa palabra. Estoy tentado de seguir adelante con esto sólo para saber qué está tramando —Pedro hizo señas discretamente a un empleado para que le llevase algo de beber mientras se desabrochaba los botones de arriba de la camisa. El calor en Atenas en julio era insoportable—. ¿Y por qué no puede conseguirse un marido su nieta? Chaves ha mantenido la existencia de la chica en silencio. Nadie sabe nada de ella. ¿Es fea o tiene alguna enfermedad que puedan heredar mis hijos?


—También serían sus hijos —señaló su padre—. Y tú no has sido capaz de encontrar esposa.


—No la he buscado. Y no quiero a una elegida por mi enemigo.


La idea casi le daba risa. La heredera de Chaves tenía que tener algún problema, si no, se habría casado hacía mucho tiempo, pensó.


—Estoy seguro de que es una chica encantadora —murmuró su padre.


Pedro alzó una ceja en señal de burla.


—No lo creo. Si fuera guapa, Chaves no la habría tenido oculta, y la prensa la habría acosado como a mí. Al fin y al cabo, es una mujer joven extremadamente rica.


—La prensa te persigue porque les das motivos… Mientras que la heredera de Chaves ha estado en Inglaterra.


—Inglaterra tiene la prensa rosa más indiscreta del mundo —murmuró Pedro frunciendo el ceño—. Si la han dejado en paz, será porque es un monstruo y no tiene personalidad.


—Evidentemente, lleva una vida discreta. No como tú. La chica estuvo en un internado inglés. Su madre era inglesa, si recuerdas.


—Por supuesto que lo recuerdo —Pedro acabó su copa, recordando—. También recuerdo que su madre murió cuando explotó nuestro barco. Junto con su marido, que era el hijo único de Dimitrios Chaves.


Pedro recordó a una criatura sin vida en sus brazos mientras la llevaba hasta la superficie… Caos, horror, sangre, gente gritando…


—La nieta perdió a sus padres y Chaves nos culpa por ello. ¿Y ahora quiere que me case con su nieta? Tendré que dormir con un arma debajo de la almohada, si acepto. Estoy sorprendido de que hayas aceptado su sugerencia con tanta ecuanimidad.


—Nosotros también perdimos familia en aquella explosión. Y el tiempo ha pasado. Es un hombre viejo.


—Es un hombre muy malo.


—Nosotros no fuimos responsables de la muerte de su hijo. Tal vez el tiempo le haya dado la oportunidad de reflexionar y ahora se dé cuenta —Leandros se pasó la mano por la frente, visiblemente afectado por los recuerdos—. Él quiere que su nieta tenga un marido griego. Desea volver a tener descendencia.


—¿Y la chica? ¿Por qué iba a querer aceptar semejante matrimonio? Ella es la nieta de Dimitrios Chaves. No creo que siéndolo tenga la estabilidad emocional que yo desearía en una esposa.


—Al menos, conócela. Siempre estás a tiempo de decir «no».


Pedro lo miró, pensativo. Era cierto que deseaba tener hijos. Y siempre había querido recuperar Industrias Chaves.


—¿Qué consigue ella? Chaves consigue descendencia. Yo consigo nuestra empresa e hijos… ¿Y ella?


Pedro


—Dime…


—El día de la boda vas a tener que ingresar dinero en su cuenta personal —su padre volvió a mirar los papeles—. Una sustancial suma. Y esa suma se repetirá todos los meses durante el matrimonio.


Hubo un largo silencio. Luego Pedro se rió forzadamente.


—¿Dices en serio que la heredera de Chaves quiere dinero por casarse conmigo?


—La parte económica es una parte importante del acuerdo.


—La mujer es más rica que Midas —dijo Pedro con temperamento mediterráneo—. Y no obstante, ¿quiere más?


Su padre carraspeó.


—Los términos del acuerdo son muy claros. Ella recibe dinero.


Pedro caminó hacia el extremo de la terraza y miró la ciudad que tanto amaba.


Pedro


—No sé por qué dudo —Pedro se dio la vuelta con gesto de desprecio—. Todas las mujeres están interesadas en el dinero. El hecho de que ésta quiera más que la mayoría no cambia nada. Al menos, es sincera, algo que la honra. Como has dicho tú, éste es un negocio.


—La haces ver dura e interesada, pero, ¿por qué no te reservas el juicio? —le dijo su padre—. Cualquier pariente de Dimitrios va a estar acostumbrado al dinero y un estilo de vida extravagante. Su requerimiento de fondos tal vez no tenga nada que ver con su carácter. Ella podría ser dulce.


Pedro hizo un gesto de desagrado.


—Las chicas dulces no piden grandes sumas de dinero de futuros esposos. Y si ella es una Chaves seguramente tenga cuernos y cola, como todos los demonios…


Pedro


—Como tú, yo quiero recuperar la empresa, así que la veré porque estoy intrigado. Pero no te prometo nada —le dijo Pedro, dejando su copa vacía sobre la mesa—. Si ella será la madre de mis hijos, por lo menos no tendrá que darme dolor de estómago verla.






ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 1






—¿Con Pedro Alfonso? —Paula miró a su abuelo con sorpresa, un abuelo que había sido un extraño para ella, excepto en su reputación—. A cambio del dinero que necesito, ¿esperas que me case con Pedro Alfonso?


—Exactamente —sonrió el abuelo de Paula.


Paula intentó controlar sus emociones mientras trataba de recuperar la voz para enfrentarse a su abuelo.


Alfonso, el magnate griego que había tomado las riendas del moderadamente exitoso negocio de su padre y lo había transformado en una corporación que competía con la de su abuelo, el hombre que cambiaba de mujer más rápido que de coche.


—¡No puedes estar hablando en serio! —levantó la mirada y apretó los dientes. La sola idea la enfermaba—. La familia Alfonso fue la responsable de la muerte de mi padre…


Ella los despreciaba tanto como a su abuelo. Y a todo lo griego.


—Y por esa razón, se cortó mi descendencia —dijo su abuelo con dureza—. Quiero que la familia Alfonso tenga el mismo destino. Si él se casa contigo, no tendrá descendencia.


Paula dejó de respirar del shock. Su abuelo lo sabía. De algún modo lo sabía.


Paula se puso pálida y se le cayó la carpeta que tenía en la mano, y se desparramaron papeles por todo el suelo de mármol. Ella ni se dio cuenta.


—¿Sabes que no puedo tener hijos?


¿Cómo era posible que lo supiera si ella lo había mantenido en secreto?, se preguntó.


Paula lo miró con la respiración agitada. Se sentía vulnerable. Desnuda ante un hombre que, a pesar de tener su misma sangre, había sido un extraño desde su infancia. 


Un hombre que la miraba con satisfacción. Dimitrios Chaves, su abuelo.


—Yo me ocupo de saber todo de todo el mundo. La información es la llave del éxito en la vida.


Paula tragó saliva. Su abuelo era cruel.


Hacía mucho tiempo que había aceptado la idea de que no se casaría. Su futuro le depararía cualquier cosa menos el matrimonio. ¿Cómo iba a casarse una mujer en su posición?


—Si realmente sabes todo sobre mí, entonces también sabrás la razón por la que estoy aquí. Debes saber que mi madre está cada vez más enferma… Que necesita una operación.


—Digamos… que sabía que vendrías.


Paula se sintió furiosa interiormente. Lo odiaba.


Miró a su abuelo, a quien acababa de conocer y se estremeció de repulsión. Tenía dolor de cabeza, y ahora le dolía el estómago, algo que le recordaba que había estado demasiado nerviosa como para comer en los pasados días.


Se jugaba mucho en todo aquello. El futuro de su madre estaba en sus manos, en su habilidad para negociar algún tipo de acuerdo con un hombre que era un monstruo.


Paula miró alrededor con desagrado. Aquel despliegue de riqueza la mareaba.


Aquel hombre no tenía vergüenza. ¿Sabía que ella tenía que tener tres trabajos para poder dar a su madre los cuidados que necesitaba? Cuidados de los que él tendría que haberse hecho cargo durante los pasados quince años.


Paula intentó calmarse. Un pronto no la llevaría a ningún sitio. Pero le daban ganas de marcharse y dejar solo a aquel tirano. Pero no podía hacerlo. Tenía que permanecer allí, concentrada en la tarea que tenía en sus manos.


Nada la distraería del motivo por el que estaba allí. Aquel hombre había ignorado las necesidades de su madre durante quince años; había negado su existencia, pero Paula no permitiría que la ignorase también a ella. Era hora de que se enterase de lo que era la familia.


—Borra esa expresión de tu cara. Tú has acudido a mí, ¿no lo recuerdas? Eres tú quien quiere el dinero —dijo Dimitrios con dureza.


Paula se puso rígida.


—Por mi madre.


Dimitrios pronunció un gruñido de desprecio y respondió.


—Podría habérmelo pedido ella misma si tuviera agallas.


Paula sintió rabia.


—Mi madre está muy mal…


Dimitrios la miró fijamente y sonrió con desprecio.


—Y ésa es la única razón por la que estás aquí, ¿verdad? Nada más te induciría a traspasar el umbral de mi casa. Me odias. Ella te ha enseñado a odiarme —se inclinó hacia delante—. Estás furiosa, pero intentas ocultarlo porque no quieres arriesgarte a ponerte en mi contra por si te niego mi ayuda.


Incapaz de creer que pudiera ser tan despiadado, Paula dijo:
—Ella era la esposa de tu hijo…


—No me lo recuerdes —respondió Dimitrios, serio, sin remordimientos ni lamentos—. Es una pena que no seas un chico. Me da la impresión de que has heredado el espíritu de tu padre. Incluso te pareces un poco a él físicamente, al margen de ese pelo rubio y esos ojos azules. Tendrías que haber tenido cabello oscuro y ojos marrones, y si mi hijo no hubiera sido seducido por esa mujer, tú tendrías el estatus que te mereces, y no habrías vivido los últimos quince años de tu vida en el exilio. Todo esto podría haber sido tuyo.


Paula miró «todo esto». El contraste entre sus circunstancias y las de su abuelo era impresionante. La prueba de su riqueza estaba en todas partes, desde las ostentosas estatuas que vigilaban casi todas las entradas de su mansión a la enorme fuente que presidía el patio.


Paula pensó en su hogar, un piso pequeño en una planta baja en una zona marginal de Londres, que había adaptado a la minusvalía de su madre.


Pensó en la lucha de su madre por la supervivencia, una lucha que aquel hombre podría haber suavizado.


Apretó los dientes e intentó controlarse nuevamente.


—Estoy contenta con mi estatus. Y me encanta Inglaterra.


—¡No me contestes! —la miró, furioso—. Si me contestas, él jamás se casará contigo. Aunque no tengas aspecto de griega, quiero que tu comportamiento sea totalmente el de una griega. Serás obediente y dócil, y no darás tu opinión sobre ningún tema, a no ser que se te pregunte. ¿Me oyes?


Paula lo miró, incrédula.


—¿Hablas en serio? ¿De verdad crees que voy a casarme con Alfonso?


—Si quieres el dinero, sí —Dimitrios sonrió desagradablemente—. Te casarás con Pedro Alfonso y te asegurarás de que él no se entere de tu infertilidad. Yo me encargaré de que los términos del acuerdo lo aten a ti hasta que tengáis hijos. Como tú jamás tendrás un heredero, él se verá sujeto a un matrimonio sin hijos para siempre —se echó hacia atrás y se rió—. El justo castigo. Siempre se dice que la venganza es un plato que se sirve frío. He esperado quince años este momento. Pero ha valido la pena. Es perfecto. Tú eres la herramienta de mi venganza.


Paula lo miró, horrorizada. No le extrañaba que su madre le hubiera advertido que su abuelo era el mismo demonio.


—No puedes pedirme que haga esto.


No podía casarse con Pedro Alfonso. Tenía todas las características que ella despreciaba en un hombre. No podía pedirle que compartiese la vida con él.


—Si quieres el dinero, tendrás que hacerlo.


—Está mal…


—Se trata de justicia. Lo justo hubiera sido castigar a la familia Alfonso hace mucho tiempo. Los griegos siempre vengan a sus muertos y tú, aunque sólo seas medio griega, deberías saberlo.


Paula lo miró, impotente. No podía decir nada que pudiera indisponer a su abuelo contra ella. Haría cualquier cosa por conseguir el dinero para su madre. Y tener a aquel hombre de enemigo no le convenía. Luego se rió de su propia ingenuidad: ya eran enemigos. Lo habían sido desde que su madre había sonreído a su padre y había conquistado su corazón, estropeando los planes de Dimitrios de boda con una buena chica griega.


—Alfonso jamás aceptará casarse conmigo —dijo ella serenamente.


Y ella no tendría que pasar el resto de su vida con un hombre que le habían enseñado a odiar. Pedro Alfonso era un mujeriego, se consoló. No le interesaba el matrimonio.


Además, ¿cómo se iba a casar con ella, si sus familias estaban enfrentadas?


—Ante todo, Pedro Alfonso es un hombre de negocios. Y el incentivo para que se case con mi nieta será demasiado tentador como para que lo rechace.


—¿Qué incentivo?


Su abuelo sonrió con desprecio.


—Digamos, simplemente, que yo tengo algo que él quiere, lo que es la base de cualquier negociación. Y también es un hombre que no puede dejar pasar una mujer atractiva sin intentar seducirla. Por alguna razón, tiene preferencia por las rubias, así que estás de suerte, o lo estarás cuando te quitemos esos vaqueros y te pongamos ropa decente. Y si quieres ese dinero, no harás nada para ahuyentarlo. Y ahora, recoge esos papeles que has tirado al suelo.


«¿De suerte?», pensó Paula. ¿Su abuelo realmente pensaba que atraer a ese arrogante y despiadado griego era una suerte?


Con mano temblorosa, Paula recogió automáticamente los papeles que se le habían caído. ¿Qué alternativa tenía? No tenía otra forma de conseguir el dinero que necesitaba, se dijo. Y se consoló diciendo que no sería un matrimonio en el verdadero sentido de la palabra. Probablemente, apenas hablasen.


—Si lo hago, si digo «sí», ¿me darás el dinero?


—No… Pero, Alfonso te lo dará. Te dará una suma de dinero todos los meses. En qué te lo gastes, será decisión tuya.


Paula se quedó con la boca abierta. Su abuelo había planeado un acuerdo en el que ni siquiera tenía que poner su dinero.


Pedro Alfonso no sólo iba a tener que casarse con la nieta de su peor enemigo, sino que tendría que pagar por ese privilegio.


¿Por qué aceptaría una idea tan disparatada?


¿Cuál era exactamente el incentivo al que se había referido su abuelo?


Pero una cosa estaba clara: si quería el dinero, tendría que hacer algo que se había prometido no hacer jamás: tendría que casarse. Y no sólo eso. Sino que se casaría con el responsable de la muerte de su padre. Un hombre al que odiaba.




ENAMORADA DE MI MARIDO:SINOPSIS




Quizá fuera a casarse de blanco, pero la novia había sido comprada por placer…


Nadie habría pensado que aquella boda tendría lugar; estaban a punto de unirse dos de las familias más antiguas de Grecia. Llevaban siglos enemistadas, pero parecía que el conflicto había llegado a su fin. Pedro Alfonso iba a casarse con Paula Chaves.


Sin embargo, aquel matrimonio no era lo que parecía… 


Paula no deseaba casarse, sino que había sido comprada por su esposo. ¿Qué exigía? Un heredero que uniera ambas familias para siempre… Pero lo que Pedro no sabía era que su esposa jamás daría a luz un niño engendrado sin amor.





viernes, 2 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: EPILOGO




Ha pasado un año desde que Pedro y yo nos reconciliamos. 


Me emociono al recordarlo ahí, en medio de la calle Colón, con una peste a vaca que echaba para atrás y sudando la gota gorda con ese horrible mono azul.


Me giro hacia él y le doy un buen repaso. Nuestras tardes de shopping han tenido su efecto, atrás han quedado las camisas de cuadros y ahora se decanta por las camisetas surferas. Claro que, con el calor que hace en Valencia, a ver quién es el guapo que se planta una camisa en pleno mes de agosto. Sin embargo, no es la camiseta ni los pantalones, ni siquiera sus deportivas, lo que me llama la atención de la indumentaria de Pedro. No.


Es esa cosita redonda y brillante que desde hace dos días luce en el dedo anular de la mano izquierda. Miro mi mano y observo el anillo idéntico que luzco en el dedo. Todavía no me lo creo. Marido y mujer. Hombretón del norte y chica de asfalto.


Este último año ha sido algo duro por la distancia, pero lo hemos sobrellevado bastante bien. Todos los jueves por la noche, Pedro cogía el autobús nocturno y aparecía en mi casa de buena mañana y el domingo por la noche me tocaba despedirlo para que, en ese mismo autobús nocturno, regresara a Navarra.


Nos hemos echado mucho de menos pero no ha habido día que no hablásemos por teléfono, cosa que ha fortalecido nuestra relación y ha hecho que estemos muy unidos.


Por fortuna, lo hemos solucionado todo y, a partir de ahora, solo tendremos que ir de vez en cuando para el norte. Pedro ha contratado a un ganadero de la zona para que le lleve las vacas y, como el caserío entero está vacío, lo hemos transformado en una casa rural que regenta un matrimonio de lo más simpático que logró recuperar las brasas del amor en un sencillo viaje a Benidorm.


Maria y Juancho están como locos de contento. Esta segunda oportunidad que se han dado les ha hecho muy felices y se lo pasan en grande sintiéndose los amos y señores del caserío. Sí, especialmente Maria, a la que le encanta mangonear.


Ahora estamos en el aeropuerto de Valencia, esperando en la cola del mostrador de facturación esperando para facturar el equipaje directo a Nueva York, aunque hacemos escala en Madrid. Las tarjetas de embarque las saqué anoche, que a mí eso de ser overbooking no me gusta nada. El tío que tenemos delante en la cola no ha sido tan previsor y le está echando una bronca a la pobre azafata…


Cuando la chica consigue despacharlo, sonríe y nos pregunta:
—Buenos días, ¿adónde vuelan?


—A Nueva York, con escala en Madrid. Ya tenemos las tarjetas de embarque —me apresuro a añadir.


La chica nos pesa el equipaje, le pone las etiquetas y manda las maletas por la cinta.


—No puedo creerme que no haya tenido que pagar exceso de equipaje —suelta medio en broma medio en serio mi recién estrenado marido cuando estamos llegando ya al filtro de pasajeros.


—¿Estás de guasa? Llevo lo imprescindible, no sé si lo sabes, pero la jungla de asfalto es el paraíso de las compradoras compulsivas como yo.


Sonríe.


—Me temo que tendrás que pagar el exceso de equipaje a la vuelta.


Se acerca a mí, me pasa el brazo por la cintura, y me besa con pasión antes de decir:
—Eso ya lo veremos. Tengo unas técnicas que quizás consigan evitar que salgas de la habitación del hotel.


—Mmm. No sé si lo conseguirás, pero lo que sí sé es que quiero que las pruebes. Todas. Y tantas veces como sea necesario. ¿Te parece bien?


Cruzamos por fin el control de seguridad y nos sentamos frente a la puerta de embarque. Pedro me acaricia la barriga mientras se queda pensativo.


—¿Qué pasa?


—Nada. Solo que estoy pensando que puede que al final sí que regreses del viaje con algo de exceso de equipaje.


Al principio no sé a qué se refiere pero la ilusión de su rostro me hace comprender que es un exceso de equipaje por el que no se paga en facturación. ¡Quiere ser padre! Y yo no puedo estar más contenta, porque no creo que pueda haber nada mejor en el mundo que formar una familia con él; así que me preparo para disfrutar de nuestra luna de miel, de nuestro matrimonio y de todas las cosas que nos depare la vida.


Porque, al final, una urbanita sí puede enamorarse de un chico de campo y un ganadero sí puede enamorarse de una chica de ciudad: solo hay que olvidar los prejuicios y conocer a las personas porque quien menos te lo esperas puede darte la felicidad.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 36





Pedro


Cuando pille a Maria me la cargo. ¡Joder, qué mujer! Ya podía haberme dejado en un hotel para que pudiera darme una ducha y me cambiara de ropa… ¡La hostia! ¿Pues no me deja en el centro de la ciudad hecho unas pintas y se larga a toda prisa no sea que pierdan alguna comida de la pensión completa?


Miro el pedazo de papel en el que me ha escrito la dirección de Paula. No sé dónde cojones está eso pero de momento más me vale buscarme un hotel y comprarme algo de ropa. 


Y darme una buena ducha porque apesto. Huelo a una mezcla de sudor, animal y estiércol que sacaría a un muerto de su tumba.


Y encima aquí hace un calor de narices. Me estoy cociendo dentro del mono y estoy sudando como un cerdo. Seguro que llevo los sobacos en plan Camacho. La gente me mira, joder, y no me extraña. El termómetro marca treinta y cuatro grados, aquí todo Dios va con ropa de verano y estoy seguro de que pueden olerme a más de un kilometro a la redonda.


Me paso la mano por la frente para secarme el sudor. ¿Me dejarán entrar en las tiendas o me echarán a patadas cuando me vean llegar?


Buf, no lo sé, pero o voy y me compro algo pronto o voy a morir de un golpe de calor. ¡Es insoportable! Así no se puede vivir.


Bueno, lo primero de todo es agenciarme algo de ropa. Al otro lado de la calle está Cortefiel, recuerdo que esa tienda le gustaba a Paula. Me parece un poco cara pero no tengo tiempo de andarme con bobadas, cuanto antes me quite el mono mejor.


Me doy la vuelta para cruzar el paso de peatones y, antes de que pueda dar un solo paso, la veo.


Está muy guapa. Lleva un vestido blanco y unas sandalias de cuña a juego. Está más delgada. Se nota que ha perdido peso desde que dejó de comer en la posada de Elena. O quizás es porque no lo ha pasado demasiado bien por mi culpa.


—Hola, Pedro.


Me mira con la nariz arrugada.


—Lo sé, apesto.


—¿Qué haces aquí?


—Pues… —¿Cómo explicarlo si ni yo mismo lo sé?


—Mi hermana —señala a una chica rubia y alta, con aspecto de intelectual que nos observa a unos metros de distancia—, dice que te has bajado del coche que conducía un matrimonio mayor.


—Me han traído Maria y Juancho. Se han ido de vacaciones a Benidorm.


—Curioso destino.


—No te creas. A ellos les ha parecido lo más.


Veo que sonríe al pensar en el director y su mujer. Cómo no. Son únicos.


—Bueno, ¿y a qué has venido? —pregunta de nuevo.


No sé a qué he venido. He venido traído a rastras por Maria, pero también he venido porque la echo de menos. He venido porque no me ha quedado otra opción y porque tampoco sabía qué otra cosa hacer. Pero no digo nada de esto. Yo prefiero cagarla un poco más. En mi línea.


—¿Sales con Santiago?


Toma, con esta preguntita la he espantado seguro. Si es que soy gilipollas. No me podía guardar los celos un ratito.


—No debería ni contestarte a eso, pero si tanto te preocupa, te diré que no. No solo no salgo con él, sino que ya no somos amigos.


—Y yo que creí que todo el rollo este de venirte a Valencia era para estar con él.


Me mira con rabia pero se contiene y responde muy digna:
—Si todas estas insinuaciones son por lo que creíste ver en el hospital deberías saber ya que estás muy equivocado. Yo nunca quise que Santi me besara.


Se aparta un poco de mí y veo que empieza a darse la vuelta.


—Cuando te he visto desde el otro lado de la acera me ha dado un vuelco el corazón. He pensado que venías a buscarme. A decirme que me querías. Pero ya veo que no. Maria te ha traído obligado y ahora estás enfurruñado. Pues que te den.


El final de esta conversación me recuerda demasiado a la que tuvimos en el mercadillo. Sé que de un momento a otro se va a alejar de mí y esta vez no volveré a tener la oportunidad de decirle lo que realmente siento.


Pero, una vez más, me callo.


—Joder, Pedro —murmura Paula con voz ronca—. Te lo he puesto en bandeja y ni aun así.


Nos miramos. Este es el final.


Paula echa a andar y no vuelve la vista atrás.


Yo me quedo ahí, plantado, sin saber qué hacer.


Entonces escuchó los pitidos de un coche y los gritos inconfundibles de la celestina más metomentodo que jamás he conocido.


Me giro para verla bajar la ventanilla y asomar medio cuerpo por fuera del vehículo.


—¡Serás tarugo! ¡Ya sabía yo que no te podía dejar solo! —chilla—. He perdido una comida de la pensión completa porque sabía que la ibas a liar. ¡Quieres comportarte como un hombre y decirle lo que sientes!


Paula se da la vuelta al escuchar los gritos y se queda parada, sin saber muy bien qué hacer.


Por fin, reacciono y me acerco a ella. La cojo de la mano por si siente la tentación de alejarse de nuevo. Ahora tengo que decir algo. Tengo que decirle que la quiero.


—Solo te lo voy a repetir una vez más, Pedro, ¿a qué has venido? —me pregunta muy seria.


—A esto.


Y, como el macho que soy, la atraigo hacia mí y la beso. 


Hace tanto que no la besaba. Cómo he añorado sus labios.


Para mi sorpresa, pese a mi estúpido comportamiento, el olor que desprendo y el sudor que sigue cayendo por mi frente Paula no se aleja. Me rodea el cuello con los brazos y, olvidando que está en una de las zonas más céntricas de Valencia, que todo el mundo nos mira y que yo voy guarro perdido responde al beso.


Sus labios buscan los míos con desesperación y nuestras lenguas se enredan haciendo que nos olvidemos de todo lo que hay a nuestro alrededor. Solo estamos nosotros. Esto es, hasta que empezamos a oír aplausos.


Nos separamos un poquito y vemos que Maria y Juancho se han bajado al coche y han empezado a aplaudir, la hermana de Paula ha hecho lo mismo y, claro, la gente que pasaba por la calle, al ver semejante espectáculo se les ha unido.


¡Dios, qué vergüenza!


Cuando nos soltamos del todo, Paula me suplica con la mirada:
—Quiero oírlo. Esta vez quiero que me lo digas.


Es tan cierto lo que voy a decirle que no puedo callarlo y, si por mí fuera, lo gritaría a los cuatro vientos. Pero creo que ya he montado bastante numerito.


—Lo siento, nunca debí desconfiar de ti.


Paula espera expectante. Sé que, aunque le gusta oír mis disculpas, no es eso lo que quiere escuchar, así que decido dejar de hacerla esperar. Ya la he hecho esperar demasiado para escucharlo. Tendría que habérselo dicho hace ya mucho tiempo.


—Te quiero. Te quiero como nunca he querido a nadie, chica de asfalto.


—Yo también te quiero.


—Y, ahora, ¿qué hacemos?


—Por lo pronto, buscar el modo de que te laves. Luego pienso rociarte con Armani… y ya sabes lo que me pasa cuando hueles a esa colonia —dice con voz sexy.


Una ducha y medio bote de gel más tarde asomo la cabeza por la puerta del baño:
—Ya no huelo, ¿verdad?


Paula, que está sentada sobre la cama de la habitación hace como que olfatea el aire y pone caras raras.



—Es imposible que todavía huela mal…


Sonríe y sé que bromea.


Después del número en pleno centro, Paula me ha comprado algo de ropa y hemos reservado una habitación para un par de días en el hotel Hospes Palau de la Mar. Ir al loft con su hermana no era lo que más nos apetecía, necesitamos un poco de intimidad, pero no me ha dejado acercarme a ella hasta que no me duchara.


Cojo el pequeño bote negro y me hecho un poco de colonia en el cuello. Me acerco a ella y dejo que me huela.


—Mmm.


Llevo el pelo mojado y tan solo una toalla atada a la cintura. 


Paula coge la toalla de un extremo y, como quien no quiere la cosa, tira de ella, haciendo que caiga al suelo dejando todo mi cuerpo al descubierto frente a ella.


Muy bien, Pedro, ¡ya tienes vía libre!