sábado, 3 de septiembre de 2016

ENAMORADA DE MI MARIDO:CAPITULO 1






—¿Con Pedro Alfonso? —Paula miró a su abuelo con sorpresa, un abuelo que había sido un extraño para ella, excepto en su reputación—. A cambio del dinero que necesito, ¿esperas que me case con Pedro Alfonso?


—Exactamente —sonrió el abuelo de Paula.


Paula intentó controlar sus emociones mientras trataba de recuperar la voz para enfrentarse a su abuelo.


Alfonso, el magnate griego que había tomado las riendas del moderadamente exitoso negocio de su padre y lo había transformado en una corporación que competía con la de su abuelo, el hombre que cambiaba de mujer más rápido que de coche.


—¡No puedes estar hablando en serio! —levantó la mirada y apretó los dientes. La sola idea la enfermaba—. La familia Alfonso fue la responsable de la muerte de mi padre…


Ella los despreciaba tanto como a su abuelo. Y a todo lo griego.


—Y por esa razón, se cortó mi descendencia —dijo su abuelo con dureza—. Quiero que la familia Alfonso tenga el mismo destino. Si él se casa contigo, no tendrá descendencia.


Paula dejó de respirar del shock. Su abuelo lo sabía. De algún modo lo sabía.


Paula se puso pálida y se le cayó la carpeta que tenía en la mano, y se desparramaron papeles por todo el suelo de mármol. Ella ni se dio cuenta.


—¿Sabes que no puedo tener hijos?


¿Cómo era posible que lo supiera si ella lo había mantenido en secreto?, se preguntó.


Paula lo miró con la respiración agitada. Se sentía vulnerable. Desnuda ante un hombre que, a pesar de tener su misma sangre, había sido un extraño desde su infancia. 


Un hombre que la miraba con satisfacción. Dimitrios Chaves, su abuelo.


—Yo me ocupo de saber todo de todo el mundo. La información es la llave del éxito en la vida.


Paula tragó saliva. Su abuelo era cruel.


Hacía mucho tiempo que había aceptado la idea de que no se casaría. Su futuro le depararía cualquier cosa menos el matrimonio. ¿Cómo iba a casarse una mujer en su posición?


—Si realmente sabes todo sobre mí, entonces también sabrás la razón por la que estoy aquí. Debes saber que mi madre está cada vez más enferma… Que necesita una operación.


—Digamos… que sabía que vendrías.


Paula se sintió furiosa interiormente. Lo odiaba.


Miró a su abuelo, a quien acababa de conocer y se estremeció de repulsión. Tenía dolor de cabeza, y ahora le dolía el estómago, algo que le recordaba que había estado demasiado nerviosa como para comer en los pasados días.


Se jugaba mucho en todo aquello. El futuro de su madre estaba en sus manos, en su habilidad para negociar algún tipo de acuerdo con un hombre que era un monstruo.


Paula miró alrededor con desagrado. Aquel despliegue de riqueza la mareaba.


Aquel hombre no tenía vergüenza. ¿Sabía que ella tenía que tener tres trabajos para poder dar a su madre los cuidados que necesitaba? Cuidados de los que él tendría que haberse hecho cargo durante los pasados quince años.


Paula intentó calmarse. Un pronto no la llevaría a ningún sitio. Pero le daban ganas de marcharse y dejar solo a aquel tirano. Pero no podía hacerlo. Tenía que permanecer allí, concentrada en la tarea que tenía en sus manos.


Nada la distraería del motivo por el que estaba allí. Aquel hombre había ignorado las necesidades de su madre durante quince años; había negado su existencia, pero Paula no permitiría que la ignorase también a ella. Era hora de que se enterase de lo que era la familia.


—Borra esa expresión de tu cara. Tú has acudido a mí, ¿no lo recuerdas? Eres tú quien quiere el dinero —dijo Dimitrios con dureza.


Paula se puso rígida.


—Por mi madre.


Dimitrios pronunció un gruñido de desprecio y respondió.


—Podría habérmelo pedido ella misma si tuviera agallas.


Paula sintió rabia.


—Mi madre está muy mal…


Dimitrios la miró fijamente y sonrió con desprecio.


—Y ésa es la única razón por la que estás aquí, ¿verdad? Nada más te induciría a traspasar el umbral de mi casa. Me odias. Ella te ha enseñado a odiarme —se inclinó hacia delante—. Estás furiosa, pero intentas ocultarlo porque no quieres arriesgarte a ponerte en mi contra por si te niego mi ayuda.


Incapaz de creer que pudiera ser tan despiadado, Paula dijo:
—Ella era la esposa de tu hijo…


—No me lo recuerdes —respondió Dimitrios, serio, sin remordimientos ni lamentos—. Es una pena que no seas un chico. Me da la impresión de que has heredado el espíritu de tu padre. Incluso te pareces un poco a él físicamente, al margen de ese pelo rubio y esos ojos azules. Tendrías que haber tenido cabello oscuro y ojos marrones, y si mi hijo no hubiera sido seducido por esa mujer, tú tendrías el estatus que te mereces, y no habrías vivido los últimos quince años de tu vida en el exilio. Todo esto podría haber sido tuyo.


Paula miró «todo esto». El contraste entre sus circunstancias y las de su abuelo era impresionante. La prueba de su riqueza estaba en todas partes, desde las ostentosas estatuas que vigilaban casi todas las entradas de su mansión a la enorme fuente que presidía el patio.


Paula pensó en su hogar, un piso pequeño en una planta baja en una zona marginal de Londres, que había adaptado a la minusvalía de su madre.


Pensó en la lucha de su madre por la supervivencia, una lucha que aquel hombre podría haber suavizado.


Apretó los dientes e intentó controlarse nuevamente.


—Estoy contenta con mi estatus. Y me encanta Inglaterra.


—¡No me contestes! —la miró, furioso—. Si me contestas, él jamás se casará contigo. Aunque no tengas aspecto de griega, quiero que tu comportamiento sea totalmente el de una griega. Serás obediente y dócil, y no darás tu opinión sobre ningún tema, a no ser que se te pregunte. ¿Me oyes?


Paula lo miró, incrédula.


—¿Hablas en serio? ¿De verdad crees que voy a casarme con Alfonso?


—Si quieres el dinero, sí —Dimitrios sonrió desagradablemente—. Te casarás con Pedro Alfonso y te asegurarás de que él no se entere de tu infertilidad. Yo me encargaré de que los términos del acuerdo lo aten a ti hasta que tengáis hijos. Como tú jamás tendrás un heredero, él se verá sujeto a un matrimonio sin hijos para siempre —se echó hacia atrás y se rió—. El justo castigo. Siempre se dice que la venganza es un plato que se sirve frío. He esperado quince años este momento. Pero ha valido la pena. Es perfecto. Tú eres la herramienta de mi venganza.


Paula lo miró, horrorizada. No le extrañaba que su madre le hubiera advertido que su abuelo era el mismo demonio.


—No puedes pedirme que haga esto.


No podía casarse con Pedro Alfonso. Tenía todas las características que ella despreciaba en un hombre. No podía pedirle que compartiese la vida con él.


—Si quieres el dinero, tendrás que hacerlo.


—Está mal…


—Se trata de justicia. Lo justo hubiera sido castigar a la familia Alfonso hace mucho tiempo. Los griegos siempre vengan a sus muertos y tú, aunque sólo seas medio griega, deberías saberlo.


Paula lo miró, impotente. No podía decir nada que pudiera indisponer a su abuelo contra ella. Haría cualquier cosa por conseguir el dinero para su madre. Y tener a aquel hombre de enemigo no le convenía. Luego se rió de su propia ingenuidad: ya eran enemigos. Lo habían sido desde que su madre había sonreído a su padre y había conquistado su corazón, estropeando los planes de Dimitrios de boda con una buena chica griega.


—Alfonso jamás aceptará casarse conmigo —dijo ella serenamente.


Y ella no tendría que pasar el resto de su vida con un hombre que le habían enseñado a odiar. Pedro Alfonso era un mujeriego, se consoló. No le interesaba el matrimonio.


Además, ¿cómo se iba a casar con ella, si sus familias estaban enfrentadas?


—Ante todo, Pedro Alfonso es un hombre de negocios. Y el incentivo para que se case con mi nieta será demasiado tentador como para que lo rechace.


—¿Qué incentivo?


Su abuelo sonrió con desprecio.


—Digamos, simplemente, que yo tengo algo que él quiere, lo que es la base de cualquier negociación. Y también es un hombre que no puede dejar pasar una mujer atractiva sin intentar seducirla. Por alguna razón, tiene preferencia por las rubias, así que estás de suerte, o lo estarás cuando te quitemos esos vaqueros y te pongamos ropa decente. Y si quieres ese dinero, no harás nada para ahuyentarlo. Y ahora, recoge esos papeles que has tirado al suelo.


«¿De suerte?», pensó Paula. ¿Su abuelo realmente pensaba que atraer a ese arrogante y despiadado griego era una suerte?


Con mano temblorosa, Paula recogió automáticamente los papeles que se le habían caído. ¿Qué alternativa tenía? No tenía otra forma de conseguir el dinero que necesitaba, se dijo. Y se consoló diciendo que no sería un matrimonio en el verdadero sentido de la palabra. Probablemente, apenas hablasen.


—Si lo hago, si digo «sí», ¿me darás el dinero?


—No… Pero, Alfonso te lo dará. Te dará una suma de dinero todos los meses. En qué te lo gastes, será decisión tuya.


Paula se quedó con la boca abierta. Su abuelo había planeado un acuerdo en el que ni siquiera tenía que poner su dinero.


Pedro Alfonso no sólo iba a tener que casarse con la nieta de su peor enemigo, sino que tendría que pagar por ese privilegio.


¿Por qué aceptaría una idea tan disparatada?


¿Cuál era exactamente el incentivo al que se había referido su abuelo?


Pero una cosa estaba clara: si quería el dinero, tendría que hacer algo que se había prometido no hacer jamás: tendría que casarse. Y no sólo eso. Sino que se casaría con el responsable de la muerte de su padre. Un hombre al que odiaba.




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