viernes, 2 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 36





Pedro


Cuando pille a Maria me la cargo. ¡Joder, qué mujer! Ya podía haberme dejado en un hotel para que pudiera darme una ducha y me cambiara de ropa… ¡La hostia! ¿Pues no me deja en el centro de la ciudad hecho unas pintas y se larga a toda prisa no sea que pierdan alguna comida de la pensión completa?


Miro el pedazo de papel en el que me ha escrito la dirección de Paula. No sé dónde cojones está eso pero de momento más me vale buscarme un hotel y comprarme algo de ropa. 


Y darme una buena ducha porque apesto. Huelo a una mezcla de sudor, animal y estiércol que sacaría a un muerto de su tumba.


Y encima aquí hace un calor de narices. Me estoy cociendo dentro del mono y estoy sudando como un cerdo. Seguro que llevo los sobacos en plan Camacho. La gente me mira, joder, y no me extraña. El termómetro marca treinta y cuatro grados, aquí todo Dios va con ropa de verano y estoy seguro de que pueden olerme a más de un kilometro a la redonda.


Me paso la mano por la frente para secarme el sudor. ¿Me dejarán entrar en las tiendas o me echarán a patadas cuando me vean llegar?


Buf, no lo sé, pero o voy y me compro algo pronto o voy a morir de un golpe de calor. ¡Es insoportable! Así no se puede vivir.


Bueno, lo primero de todo es agenciarme algo de ropa. Al otro lado de la calle está Cortefiel, recuerdo que esa tienda le gustaba a Paula. Me parece un poco cara pero no tengo tiempo de andarme con bobadas, cuanto antes me quite el mono mejor.


Me doy la vuelta para cruzar el paso de peatones y, antes de que pueda dar un solo paso, la veo.


Está muy guapa. Lleva un vestido blanco y unas sandalias de cuña a juego. Está más delgada. Se nota que ha perdido peso desde que dejó de comer en la posada de Elena. O quizás es porque no lo ha pasado demasiado bien por mi culpa.


—Hola, Pedro.


Me mira con la nariz arrugada.


—Lo sé, apesto.


—¿Qué haces aquí?


—Pues… —¿Cómo explicarlo si ni yo mismo lo sé?


—Mi hermana —señala a una chica rubia y alta, con aspecto de intelectual que nos observa a unos metros de distancia—, dice que te has bajado del coche que conducía un matrimonio mayor.


—Me han traído Maria y Juancho. Se han ido de vacaciones a Benidorm.


—Curioso destino.


—No te creas. A ellos les ha parecido lo más.


Veo que sonríe al pensar en el director y su mujer. Cómo no. Son únicos.


—Bueno, ¿y a qué has venido? —pregunta de nuevo.


No sé a qué he venido. He venido traído a rastras por Maria, pero también he venido porque la echo de menos. He venido porque no me ha quedado otra opción y porque tampoco sabía qué otra cosa hacer. Pero no digo nada de esto. Yo prefiero cagarla un poco más. En mi línea.


—¿Sales con Santiago?


Toma, con esta preguntita la he espantado seguro. Si es que soy gilipollas. No me podía guardar los celos un ratito.


—No debería ni contestarte a eso, pero si tanto te preocupa, te diré que no. No solo no salgo con él, sino que ya no somos amigos.


—Y yo que creí que todo el rollo este de venirte a Valencia era para estar con él.


Me mira con rabia pero se contiene y responde muy digna:
—Si todas estas insinuaciones son por lo que creíste ver en el hospital deberías saber ya que estás muy equivocado. Yo nunca quise que Santi me besara.


Se aparta un poco de mí y veo que empieza a darse la vuelta.


—Cuando te he visto desde el otro lado de la acera me ha dado un vuelco el corazón. He pensado que venías a buscarme. A decirme que me querías. Pero ya veo que no. Maria te ha traído obligado y ahora estás enfurruñado. Pues que te den.


El final de esta conversación me recuerda demasiado a la que tuvimos en el mercadillo. Sé que de un momento a otro se va a alejar de mí y esta vez no volveré a tener la oportunidad de decirle lo que realmente siento.


Pero, una vez más, me callo.


—Joder, Pedro —murmura Paula con voz ronca—. Te lo he puesto en bandeja y ni aun así.


Nos miramos. Este es el final.


Paula echa a andar y no vuelve la vista atrás.


Yo me quedo ahí, plantado, sin saber qué hacer.


Entonces escuchó los pitidos de un coche y los gritos inconfundibles de la celestina más metomentodo que jamás he conocido.


Me giro para verla bajar la ventanilla y asomar medio cuerpo por fuera del vehículo.


—¡Serás tarugo! ¡Ya sabía yo que no te podía dejar solo! —chilla—. He perdido una comida de la pensión completa porque sabía que la ibas a liar. ¡Quieres comportarte como un hombre y decirle lo que sientes!


Paula se da la vuelta al escuchar los gritos y se queda parada, sin saber muy bien qué hacer.


Por fin, reacciono y me acerco a ella. La cojo de la mano por si siente la tentación de alejarse de nuevo. Ahora tengo que decir algo. Tengo que decirle que la quiero.


—Solo te lo voy a repetir una vez más, Pedro, ¿a qué has venido? —me pregunta muy seria.


—A esto.


Y, como el macho que soy, la atraigo hacia mí y la beso. 


Hace tanto que no la besaba. Cómo he añorado sus labios.


Para mi sorpresa, pese a mi estúpido comportamiento, el olor que desprendo y el sudor que sigue cayendo por mi frente Paula no se aleja. Me rodea el cuello con los brazos y, olvidando que está en una de las zonas más céntricas de Valencia, que todo el mundo nos mira y que yo voy guarro perdido responde al beso.


Sus labios buscan los míos con desesperación y nuestras lenguas se enredan haciendo que nos olvidemos de todo lo que hay a nuestro alrededor. Solo estamos nosotros. Esto es, hasta que empezamos a oír aplausos.


Nos separamos un poquito y vemos que Maria y Juancho se han bajado al coche y han empezado a aplaudir, la hermana de Paula ha hecho lo mismo y, claro, la gente que pasaba por la calle, al ver semejante espectáculo se les ha unido.


¡Dios, qué vergüenza!


Cuando nos soltamos del todo, Paula me suplica con la mirada:
—Quiero oírlo. Esta vez quiero que me lo digas.


Es tan cierto lo que voy a decirle que no puedo callarlo y, si por mí fuera, lo gritaría a los cuatro vientos. Pero creo que ya he montado bastante numerito.


—Lo siento, nunca debí desconfiar de ti.


Paula espera expectante. Sé que, aunque le gusta oír mis disculpas, no es eso lo que quiere escuchar, así que decido dejar de hacerla esperar. Ya la he hecho esperar demasiado para escucharlo. Tendría que habérselo dicho hace ya mucho tiempo.


—Te quiero. Te quiero como nunca he querido a nadie, chica de asfalto.


—Yo también te quiero.


—Y, ahora, ¿qué hacemos?


—Por lo pronto, buscar el modo de que te laves. Luego pienso rociarte con Armani… y ya sabes lo que me pasa cuando hueles a esa colonia —dice con voz sexy.


Una ducha y medio bote de gel más tarde asomo la cabeza por la puerta del baño:
—Ya no huelo, ¿verdad?


Paula, que está sentada sobre la cama de la habitación hace como que olfatea el aire y pone caras raras.



—Es imposible que todavía huela mal…


Sonríe y sé que bromea.


Después del número en pleno centro, Paula me ha comprado algo de ropa y hemos reservado una habitación para un par de días en el hotel Hospes Palau de la Mar. Ir al loft con su hermana no era lo que más nos apetecía, necesitamos un poco de intimidad, pero no me ha dejado acercarme a ella hasta que no me duchara.


Cojo el pequeño bote negro y me hecho un poco de colonia en el cuello. Me acerco a ella y dejo que me huela.


—Mmm.


Llevo el pelo mojado y tan solo una toalla atada a la cintura. 


Paula coge la toalla de un extremo y, como quien no quiere la cosa, tira de ella, haciendo que caiga al suelo dejando todo mi cuerpo al descubierto frente a ella.


Muy bien, Pedro, ¡ya tienes vía libre!



jueves, 1 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 35






Paula


Llevo ya unos días en Valencia y estoy hasta las narices del calor. ¿Esto es lo que yo echaba de menos? Voy con la nuca chorreando todo el día lo que equivale a que cada noche tenga que lavarme el pelo y, eso, en Valencia, es otra historia. ¿Cómo no recordaba la cantidad de cal que tiene el agua de la ciudad? No hay manera… se me queda fatal el pelo todos los días. ¡Con lo bien que se me quedaba en Navarra!


Y mi casa… siento que me falta el aire. Ahora me siento encerrada en mi loft, pero, claro, hay que tener en cuenta que comparto cincuenta metros con mi hermana pequeña. 


¡Cama incluida! Y pensar que me sentí asfixiada cuando llegué al norte por estar en medio de la nada. ¡Quién me lo iba a decir!


De mi nuevo trabajo ni hablamos. Vuelvo a ejercer de subdirectora pero en una oficina en la que tenemos trabajo por arriba de nuestras cabezas y, para rematar la jugada, tengo un director adicto al trabajo que nos hace quedarnos todas las tardes hasta las ocho. Joder, que casi tenía más vida social en el campo…


La relación con Santi no pasa por su mejor momento. 


Hablamos un par de veces porque con mi reincorporación fue necesario por asuntos laborales pero no quiero volver a saber nada más de él.


Y luego está Pedro.


Me acuerdo de él todos los días. A todas horas.


Aunque mis últimas semanas en Navarra ya no las pasé a su lado, no puedo evitar recordar las rutinas que ambos compartíamos: los despertares a su lado, las comidas en la posada, las cenas en casa, las noches viendo las estrellas desde el prado… Apenas veo las estrellas aquí, las luces de la ciudad no me lo permiten.


Y así podría seguir con una larga, larga lista.


El problema no es mi vuelta a la ciudad, el problema es que Pedro ya no está conmigo. Y como no está, pues todo me parece un asco. Un auténtico asco.


—Vete a gastar la Visa un rato —sugiere mi hermana.


—Uf, no me apetece.


—¿Qué dices? —me mira como si me hubiera vuelto loca—. Pero si eras una loca de las compras. Venga, que te acompaño.


La miro sin responder. Me siento tan apática.


—Ni se te ocurra protestar. Hoy vamos a tener un día de chicas.


—Vale.


Me agarra de la mano, me saca de casa a rastras y me mete en el coche en dirección al centro. Si un día de compras compulsivas no me sube la moral ya no sé qué lo hará.


Unas horas más tarde, el balance de la jornada es bastante positivo: hemos recorrido las tiendas de la calle Colón y de la contornada y vamos cargadas con bolsas que contienen ropa, bolsos y zapatos. Al más puro estilo Pretty Woman pero sin nadie que nos cargue los trastos. Ahora nos disponemos a sentarnos en La Petite Brioche para tomar el brunch antes de ir a hacernos las uñas.


Nos pedimos unas quiches con ensalada y rezamos para que quede un hueco en nuestros estómagos para poder saborear una de las deliciosas tartas que tienen. La verdad es que me encanta el local: tiene una decoración vintage muy cuidada que lo convierte en un sitio de lo más acogedor. 


A mí me recuerda a las bakeries neoyorquinas. ¡Ay! Un viajecito a la Gran Manzana, eso sí que me subiría la moral.


—Va, confiesa —dice mi hermana a la vez que me escruta con la mirada desde detrás de sus gafas de pasta azules—. Confiesa que la terapia ha surtido efecto.


—No puedo decirte que no…


—¿Pero?


—Es muy sencillo, Isabel, lo que pasa es que aunque me siento más animada es imposible que unas compras me hagan olvidar mi ruptura con Pedro.


—¿Tan en serio ibas?


Puede que ni yo misma lo supiera al principio, pero así era. 


Cada día que pasaba estaba más y más convencida de que era el hombre de mi vida. Tanto, que me hubiera quedado si me lo hubiera pedido.


—¡No me jodas, Paula! ¿Tú viviendo para siempre en un pueblo perdido en medio de un valle? Discúlpame pero no lo veo —exclama mientras se aparta su rubia melena de la cara.


—Te confieso que he echado de menos el día a día de la ciudad, pero, ¿sabes qué? He sido muy feliz allí.


Mi hermana coge mi bolso de golpe y se pone a rebuscar.


—¿Qué haces?


—Buscar tu móvil. Quiero ver a ese tío. Muy bueno debe estar para que estés así.


Suelto una carcajada ante la ocurrencia de mi hermana y pienso que sí, que Pedro estaba más que bien. Pero que aunque eso fue lo que primero me llamó la atención de él no fue su físico lo que me enamoró, fue su personalidad.


Recuerdo la primera bronca que me echó por malgastar agua y es inevitable que las lágrimas asomen a mis ojos. Al final, consigo contenerlas y, con una sonrisa en la cara, le cuento a mi hermana cosas de mi hombretón del norte: su afición por el surf y el montañismo, sus pectorales de tableta de chocolate, su sacrificio para sacar adelante la granja de sus padres, el horrible mono azul que usaba para trabajar en la granja… y sigo y sigo hasta que no queda comida en la mesa.


Mi hermana mira el reloj y decide que es hora de irse.


—No querrás que lleguemos tarde a Paniselo. Llevas unas uñas horrendas.


Asiento porque tiene razón. Creo que no me he hecho ni una manicura desde que me fui a Navarra.


Nos ponemos en pie y recorremos la calle Sorní hasta llegar al cruce con Colón y Jorge Juan. Estamos a punto de girar hacia esta última cuando mi hermana se detiene de sopetón, deja caer las bolsas al suelo y, con la boca muy abierta, señala hacia el otro lado de la calle Colón, en la plaza de los Pinazo.


Yo miro también pero no entiendo que es lo que la tiene tan asombrada. En esta plaza hay una boca de metro y está una de las entradas al Corte Inglés por lo que suele ser un lugar abarrotado de gente. Está claro que, entre el gentío, algo ha llamado la atención de mi hermana. Por su cara, debe ser bastante escandaloso.


—El mono ese que dices que llevaba Arturo, ¿es así, de tipo albañil?


—Sí —respondo sin hacerle mucho caso porque estoy más centrada en localizar lo que sea que ha visto mi hermana—. ¿Por?


—Pues… porque me parece que tu ganadero ha venido a visitarte y no se ha quitado la ropa de trabajo.


—¿Qué dices?


—¡Es como en la peli de Cocodrilo Dundee!


Mi hermana me coge de la barbilla y gira mi cabeza hacia el paso de peatones. Ahí un hombre rubio y con un mono azul se pasea nervioso y algo desorientado, como si no supiera dónde está. No puedo verle la cara entre tanta gente.


—Acaba de bajar del coche que conducía un matrimonio de unos sesenta años. La mujer ha salido, le ha abierto la puerta y lo ha obligado a salir del coche. Luego, se han largado a toda prisa.


—Maria y Juancho —murmuro para mí.


—¿Tu director y la mujer? Pues puede ser que fueran ellos, se parecían a los que he visto antes en las fotos del móvil y ese —señala al chico del mono—, también se parece a tu hombretón del norte.


En ese preciso momento, el semáforo se pone verde y mi hermana, en otro arranque, recoge las bolsas del suelo a toda prisa y se dispone a cruzar, derechita hacia él.


Yo, que temo lo que mi hermana pueda decir, la sigo. Ya casi estamos a su altura cuando mi hermana hace una mueca y se gira hacia mí:
—¡Qué asco! Pero si huele fatal…


Olfateo el aire y reconozco ese característico aroma a vaca.


Me acercó a él, que sigue de espaldas y no me ve. Quiero decirle algo pero no me atrevo. ¿Qué hace aquí? ¿Lo han obligado a venir o quiere arreglar las cosas? Y, lo más importante de todo… ¿por qué lleva esas pintas?





ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 34



Pedro


Observo a Paula alejarse de mí con paso decidido. La he perdido, la he perdido para siempre. Y lo peor es que he sido yo el que la he apartado de mí. He sido cruel y no creo que lo que le he dicho sea cierto, pero estaba tan enfadado que quería que se sintiera igual de mal que yo y, por lo visto, lo he conseguido.


Han pasado ya varios días desde que Paula se marchó. Lo sé porque el mismo Juancho me lo ha confirmado. Al día siguiente del mercado cargó sus cosas en el Golf y cogió la carretera de camino a Valencia.


Pienso en ella y me cuesta creer que estamos separados por más de quinientos kilómetros. No es lo único que nos separa. También estamos separados por el muro infranqueable que yo mismo construí al verla besarse con Santiago y que terminé de rematar con nuestra discusión.


Es un muro insalvable.


Aunque quisiera arreglar las cosas, aunque quisiera retractarme; ya no hay nada que hacer.


Estoy bien jodido.


Sé que le he hecho mucho daño. Puede que incluso más del que ella me ha hecho a mí. Ahora, solo me queda esperar a que pase el tiempo, que como no dejan de recordarme Maria y Juancho, todo lo cura.


Sé que ya nunca seré feliz. Si ahí fuera había una mujer para mí, era Paula. Nadie podrá llenarme nunca como ella lo hacía. Así que a partir de ahora seguiré solo. Con mi ganadería y mis aficiones. El montañismo y el surf me relajan. Me pierdo en los bosques a pensar o me dejo llevar por las olas para poner la mente en blanco. Y, cuando llegue el otoño, iré a recoger setas.


Mi amigo Jacinto me ha llamado para quedar un par de veces, pero no me apetece. Quiero estar solo. Algo que Maria y Juancho no parecen entender porque recibo invitaciones para quedar con ellos noche sí, noche también. 


Y a Maria no hay quien le diga que no. Como, además, a Juancho le queda un telediario en la oficina, me sabe mal negarme.


Están planificando sus vacaciones. Se van a Benidorm y no hacen más que insistirme para que me una. ¡Lo que me faltaba! Soportar a Maria noche tras noche bien, pero toda una semana… No, yo también tengo un límite. Además, no quiero estar en la misma comunidad que Paula. Resultaría insoportable pensar que, a pesar de estar tan cerca, no vamos a vernos.


Pero ellos, o mejor dicho, Maria, erre que erre.


—Tú sabes lo bien que te vendría… Vamos a alojarnos en el hotel Bali. Nos dan pensión completa y luego a tomar el sol a la playita. Con lo que te gusta a ti el mar… —insiste una noche que he ido a cenar.


—Joder, Maria, ya está bien. He dicho que no.


—Mujer, deja al pobre Pedro —interviene Juancho—. Si no quiere venir que no venga… aunque a mí me encantaría.


Me parto. El pobre lo deja caer así, como quien no quiere la cosa. Anda que no agradecería tener la compañía de otro hombre y no solo la de la marisabidilla de su mujer. Pero oye, que él la eligió. Ahora que se la coma con patatas.


—Pues yo creo que te equivocas al no venir, Pedro.


Y dale, a esta mujer parece que le hayan puesto pilas Duracell. Hay que ver lo bien que cocina y lo mal que me acaban sentando todas sus cenas. ¡Siempre consigue indigestarme con sus comentarios!


—Es verdad, lo digo en serio.


Juancho y yo nos miramos y dejamos que siga con su perorata. Es imposible callarla así que mejor que cuente lo que le venga en gana. Al menos habrá alguien contento.


—Es más —continúa—, lo que en realidad deberías hacer es bajarte con nosotros en el coche y que te dejemos en Valencia.


Al escuchar la última palabra un trocito de carne se me va por el otro lado y me atraganto. Empiezo a toser como una bestia y Juancho me pasa un vaso de agua que bebo de golpe.


—Pero, hijo, no te pongas así… Es que no entiendo por qué no has ido ya a buscarla.


—Maria, te tengo mucho aprecio pero no voy a consentir que te metas en mi vida.


—Pues es que alguien tiene que decirte las cosas claritas y como Juancho no va a ser…


Niego con la cabeza y replico:
—No voy a buscar a Paula. No tengo nada que hablar con ella.


—Pues yo creo que sí.


¡Hostia! Esta mujer es incombustible. Ahora empiezo a entender las escapadas de Juancho… estoy por salir por patas yo también.


—Que sí, que sí y que sí. A ver, ¿por qué estás tan enfadado como para no poder hablar siquiera con ella?


Ya estamos con lo mismo.


—Joder, pues por el cierre de la oficina; porque se marcha. ¿Por qué va a ser?


Maria se levanta, retira los platos y se dirige a la cocina para traer el postre. Antes de salir del comedor se gira hacia mí y, como quien no quiere la cosa, dice:
—¡Y yo que pensaba que era por lo del beso con su amigo Santiago!


¿Qué dice? Estoy boquiabierto, pero no hace falta que diga nada. Ya tenemos a Maria para eso.


—¡Ay, Pedro! Juancho y yo lo vimos todo. Que seamos muy discretos y no hayamos dicho nada es diferente… pero vuestro enfado está durando ya demasiado. No me queda otra que tomar cartas en el asunto. No puedo callarme más tiempo.


Juancho me mira y se disculpa con la mirada. No hay nada que hacer con Maria.


—Está todo decidido. Mañana sábado salimos para Benidorm y haremos escala en Valencia.


Muy bien, Pedrito, a ver quién es el guapo que le dice que no a esta mujer.


En un último intento de escapar de las tretas de Maria, me visto con el mono azul y me dirijo a la granja a ver a las pocas vacas que tengo ahí; el resto campan a sus anchas en los prados colindantes como siempre que llega el buen tiempo. Al cabo de una hora, estoy tan enfrascado en mi tarea que no me entero de que llegan.


—¿Pero se puede saber qué haces con esas pintas?


La voz de Maria resuena por toda la granja y mis vacas, que habitualmente son tranquilas, empiezan a mugir alteradas. 


¡Hostia! Si es que esta mujer sacaría de quicio al mismísimo Job.


—Te dije ayer que estuvieras preparado y ¡mírate! Estás hecho un asco…


—Muchas gracias por la parte que me toca.


—Pues no hay tiempo —sentencia—, tendrás que venirte así a Valencia.


—¡Ni hablar! Ya os dije que no pensaba ir.


Me callo al ver a Juancho que asoma la cabeza por la puerta.


—¿Queréis daros prisa? Tengo el coche en marcha y hemos de estar en Benidorm a mediodía.


Lo miro sin comprender.


—Tenemos pensión completa —explica—, hay que llegar para comer.


—Pues no os preocupéis por mí, haced camino. Yo tengo mucho trabajo.


Maria se me acerca y, decidida, me suelta una colleja de las buenas.


—¡Joder! —exclamo al tiempo que me froto la nuca.


—Tira para el coche —ruge—. Y no quiero escuchar ni una sola queja más. Que nos va a tocar viajar con este magnífico aroma a res y pienso hacer el sacrificio por vosotros porque, leñe, parece que los empujoncitos no te valen, hijo.


Se ve que no.


Y, Maria, para solucionarlo ha decidido empujarme al vacío.