jueves, 1 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 35






Paula


Llevo ya unos días en Valencia y estoy hasta las narices del calor. ¿Esto es lo que yo echaba de menos? Voy con la nuca chorreando todo el día lo que equivale a que cada noche tenga que lavarme el pelo y, eso, en Valencia, es otra historia. ¿Cómo no recordaba la cantidad de cal que tiene el agua de la ciudad? No hay manera… se me queda fatal el pelo todos los días. ¡Con lo bien que se me quedaba en Navarra!


Y mi casa… siento que me falta el aire. Ahora me siento encerrada en mi loft, pero, claro, hay que tener en cuenta que comparto cincuenta metros con mi hermana pequeña. 


¡Cama incluida! Y pensar que me sentí asfixiada cuando llegué al norte por estar en medio de la nada. ¡Quién me lo iba a decir!


De mi nuevo trabajo ni hablamos. Vuelvo a ejercer de subdirectora pero en una oficina en la que tenemos trabajo por arriba de nuestras cabezas y, para rematar la jugada, tengo un director adicto al trabajo que nos hace quedarnos todas las tardes hasta las ocho. Joder, que casi tenía más vida social en el campo…


La relación con Santi no pasa por su mejor momento. 


Hablamos un par de veces porque con mi reincorporación fue necesario por asuntos laborales pero no quiero volver a saber nada más de él.


Y luego está Pedro.


Me acuerdo de él todos los días. A todas horas.


Aunque mis últimas semanas en Navarra ya no las pasé a su lado, no puedo evitar recordar las rutinas que ambos compartíamos: los despertares a su lado, las comidas en la posada, las cenas en casa, las noches viendo las estrellas desde el prado… Apenas veo las estrellas aquí, las luces de la ciudad no me lo permiten.


Y así podría seguir con una larga, larga lista.


El problema no es mi vuelta a la ciudad, el problema es que Pedro ya no está conmigo. Y como no está, pues todo me parece un asco. Un auténtico asco.


—Vete a gastar la Visa un rato —sugiere mi hermana.


—Uf, no me apetece.


—¿Qué dices? —me mira como si me hubiera vuelto loca—. Pero si eras una loca de las compras. Venga, que te acompaño.


La miro sin responder. Me siento tan apática.


—Ni se te ocurra protestar. Hoy vamos a tener un día de chicas.


—Vale.


Me agarra de la mano, me saca de casa a rastras y me mete en el coche en dirección al centro. Si un día de compras compulsivas no me sube la moral ya no sé qué lo hará.


Unas horas más tarde, el balance de la jornada es bastante positivo: hemos recorrido las tiendas de la calle Colón y de la contornada y vamos cargadas con bolsas que contienen ropa, bolsos y zapatos. Al más puro estilo Pretty Woman pero sin nadie que nos cargue los trastos. Ahora nos disponemos a sentarnos en La Petite Brioche para tomar el brunch antes de ir a hacernos las uñas.


Nos pedimos unas quiches con ensalada y rezamos para que quede un hueco en nuestros estómagos para poder saborear una de las deliciosas tartas que tienen. La verdad es que me encanta el local: tiene una decoración vintage muy cuidada que lo convierte en un sitio de lo más acogedor. 


A mí me recuerda a las bakeries neoyorquinas. ¡Ay! Un viajecito a la Gran Manzana, eso sí que me subiría la moral.


—Va, confiesa —dice mi hermana a la vez que me escruta con la mirada desde detrás de sus gafas de pasta azules—. Confiesa que la terapia ha surtido efecto.


—No puedo decirte que no…


—¿Pero?


—Es muy sencillo, Isabel, lo que pasa es que aunque me siento más animada es imposible que unas compras me hagan olvidar mi ruptura con Pedro.


—¿Tan en serio ibas?


Puede que ni yo misma lo supiera al principio, pero así era. 


Cada día que pasaba estaba más y más convencida de que era el hombre de mi vida. Tanto, que me hubiera quedado si me lo hubiera pedido.


—¡No me jodas, Paula! ¿Tú viviendo para siempre en un pueblo perdido en medio de un valle? Discúlpame pero no lo veo —exclama mientras se aparta su rubia melena de la cara.


—Te confieso que he echado de menos el día a día de la ciudad, pero, ¿sabes qué? He sido muy feliz allí.


Mi hermana coge mi bolso de golpe y se pone a rebuscar.


—¿Qué haces?


—Buscar tu móvil. Quiero ver a ese tío. Muy bueno debe estar para que estés así.


Suelto una carcajada ante la ocurrencia de mi hermana y pienso que sí, que Pedro estaba más que bien. Pero que aunque eso fue lo que primero me llamó la atención de él no fue su físico lo que me enamoró, fue su personalidad.


Recuerdo la primera bronca que me echó por malgastar agua y es inevitable que las lágrimas asomen a mis ojos. Al final, consigo contenerlas y, con una sonrisa en la cara, le cuento a mi hermana cosas de mi hombretón del norte: su afición por el surf y el montañismo, sus pectorales de tableta de chocolate, su sacrificio para sacar adelante la granja de sus padres, el horrible mono azul que usaba para trabajar en la granja… y sigo y sigo hasta que no queda comida en la mesa.


Mi hermana mira el reloj y decide que es hora de irse.


—No querrás que lleguemos tarde a Paniselo. Llevas unas uñas horrendas.


Asiento porque tiene razón. Creo que no me he hecho ni una manicura desde que me fui a Navarra.


Nos ponemos en pie y recorremos la calle Sorní hasta llegar al cruce con Colón y Jorge Juan. Estamos a punto de girar hacia esta última cuando mi hermana se detiene de sopetón, deja caer las bolsas al suelo y, con la boca muy abierta, señala hacia el otro lado de la calle Colón, en la plaza de los Pinazo.


Yo miro también pero no entiendo que es lo que la tiene tan asombrada. En esta plaza hay una boca de metro y está una de las entradas al Corte Inglés por lo que suele ser un lugar abarrotado de gente. Está claro que, entre el gentío, algo ha llamado la atención de mi hermana. Por su cara, debe ser bastante escandaloso.


—El mono ese que dices que llevaba Arturo, ¿es así, de tipo albañil?


—Sí —respondo sin hacerle mucho caso porque estoy más centrada en localizar lo que sea que ha visto mi hermana—. ¿Por?


—Pues… porque me parece que tu ganadero ha venido a visitarte y no se ha quitado la ropa de trabajo.


—¿Qué dices?


—¡Es como en la peli de Cocodrilo Dundee!


Mi hermana me coge de la barbilla y gira mi cabeza hacia el paso de peatones. Ahí un hombre rubio y con un mono azul se pasea nervioso y algo desorientado, como si no supiera dónde está. No puedo verle la cara entre tanta gente.


—Acaba de bajar del coche que conducía un matrimonio de unos sesenta años. La mujer ha salido, le ha abierto la puerta y lo ha obligado a salir del coche. Luego, se han largado a toda prisa.


—Maria y Juancho —murmuro para mí.


—¿Tu director y la mujer? Pues puede ser que fueran ellos, se parecían a los que he visto antes en las fotos del móvil y ese —señala al chico del mono—, también se parece a tu hombretón del norte.


En ese preciso momento, el semáforo se pone verde y mi hermana, en otro arranque, recoge las bolsas del suelo a toda prisa y se dispone a cruzar, derechita hacia él.


Yo, que temo lo que mi hermana pueda decir, la sigo. Ya casi estamos a su altura cuando mi hermana hace una mueca y se gira hacia mí:
—¡Qué asco! Pero si huele fatal…


Olfateo el aire y reconozco ese característico aroma a vaca.


Me acercó a él, que sigue de espaldas y no me ve. Quiero decirle algo pero no me atrevo. ¿Qué hace aquí? ¿Lo han obligado a venir o quiere arreglar las cosas? Y, lo más importante de todo… ¿por qué lleva esas pintas?





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