jueves, 1 de septiembre de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 33





Paula


Como cierran la oficina a final de mes, Juancho no ha podido cogerse las vacaciones que tenía planeadas. Se las pagarán con el finiquito y yo me las cogeré ahora, como había pedido. Él cerrará solo la oficina. Así que aquí estoy, en pleno mes de agosto, y sin haber disfrutado de un día libre excepto los que estuve hospitalizada.


Antes de salir del hospital, Maria y Juancho se pasaron a verme. ¡Gracias a Dios ellos no estaban enfadados! Por desgracia no eran portadores de buenas noticias…


Pedro sí estaba enfadado.


Lo entiendo. Si vio lo que yo creo que vio… Yo no estaría enfadada, estaría furiosa, iracunda y, casi con toda seguridad, con ganas de matar a alguien. Probablemente a la mujer que lo hubiera besado. Seguro que si Pedro se topara de nuevo con Santiago le partiría la cara bien a gusto.


A Santiago le puse los puntos sobre las íes y tuvo que meter el rabo entre las piernas y volver a Valencia, pero el mal ya estaba hecho.


Por desgracia, en lo que respecta al asunto de la oficina, no hay nada que hacer. Por lo visto, Santi sugirió el cierre y a los de arriba no les costó nada tomar la decisión de hacerlo. 


No es una oficina rentable y eso lo supe yo desde el primer día que puse un pie en ella. Antes o después tenía que suceder.


En cuanto a Pedro, hemos rescindido el contrato de alquiler. 


Fui a casa a recoger mis cosas aprovechando que él todavía seguía en el hospital. Ya me había dejado bien claro que no quería saber nada de mí y no quería encontrármelo. Habría sido demasiado duro.


Hice un par de intentos de hablar con él y arreglar las cosas mientras estuve ingresada en el hospital, pero no quiso tener nada que ver conmigo. ¡El muy imbécil llamó a la enfermera e hizo que me sacaran de la habitación!


He seguido probando por mensaje, teléfono… y nada. La callada por respuesta.


Sé que además de lo del beso está dolido porque me marcho. Sé que le cuesta asumirlo, pero no puedo creer que de verdad piense que esto es cosa mía. Creía que me conocía, que en estos meses que habíamos compartido se había dado cuenta de cómo era yo.


Pero no.


Maria me recomendó alojarme en un precioso hotelito que hay en el pueblo de Lekunberri, el hotel Ayestarán. Lo cierto es que este pueblo, no tiene nada que ver con el de Pedro


¡Esto es otra cosa! Aunque no tengo ningún Zara, sí dispongo de casi todos los servicios que una persona necesita en su día a día y a Pamplona se llega en un santiamén. No puedo negar que estoy a gusto. Además, el hotel tiene un restaurante en el que se come de vicio: entrante, primer plato, segundo y postre. No, si cuando llegue a Valencia al final me va a tocar renovar el vestuario como siga así… También tiene una piscina, en la que estoy ahora tomando el sol.


Sí, el mes de agosto ha traído consigo al sol y, como no sé cuánto durará, aquí estoy; intentando ponerme morena y quitarme el blanco nuclear que arrastro desde que llegué a Navarra.


Mañana hay mercado medieval en la ciudad. Me han dicho que es una pasada, que invade todas las calles del casco antiguo. Tengo ganas de verlo. De hecho, tenía tantas ganas de verlo que, en su momento, le dije a Pedro que no nos iríamos a Valencia hasta después de las fiestas. Ahora, la única que va a volver a la ciudad soy yo. Y sola.


No entiendo a Pedro. Se ha encerrado en sí mismo y no atiende a razones. Se ha cerrado en banda y así es imposible arreglar nada. ¿Cómo solucionar las cosas con alguien que se niega a verte y a dirigirte la palabra?


Ahora viene al banco cuando yo salgo a almorzar a media mañana. Lo sé porque el otro día volví más rápido de lo habitual y lo encontré allí, hablando con Juancho. Se sorprendió un poco al verme, pero enseguida se sobrepuso. 


Ni una mirada, ni un gesto; nada. Absoluta indiferencia.


No puedo creer que eso sea lo que siente por mí. Pero es lo que trata de aparentar. Puede que él no me conozca a mí, pero yo sí lo conozco a él.


Por eso he decidido intentarlo una última vez.


Sé que mañana vendrá al mercado y yo voy a obligarlo a escucharme. ¡Tendrá que hacerlo quiera o no! Y, si después de oírme, sigue sin querer arreglar las cosas… ¡entonces se acabó! Prepararé la maleta y volveré a casa sin mirar atrás. Volveré a mi vida y olvidaré los acontecimientos de este último año.


El día siguiente amanece soleado y despejado, creo que hasta hace un poquitín de calor. ¡Qué gusto! Aprovecho el buen tiempo para ponerme unas sandalias, unos shorts y una blusa fresquita. Pensaba que nunca llegaría a usar esta ropa aquí.


Desayuno con tranquilidad y salgo al jardín, donde me siento a esperar a Maria y Juancho. Como mañana regreso, han decidido pasar el último día conmigo. ¡Son un encanto! Me percato de que ya están aquí cuando escucho el sonsonete de Maria riñendo a mi director. ¡Ay, qué mujer!


—Juan Ignacio —le reprende muy seria—, ni se te ocurra dejarnos ahora solas para irte a beber sidra y comer chistorra con tus amigos.


—¡Pero Maria! Si lo hago por vosotras, para que podáis hablar a gusto.


—Nada de excusas. Eres mi marido y tienes que estar conmigo.


—Pero…


—Pero nada. ¿Qué quieres, que todas las marujas del pueblo se piensen que estamos enfadados? Desde que te perdiste en el monte corre el rumor de que ibas a fugarte. No pienso darles más que hablar.


—Mira que eres exagerada.


—¡Tú no sabes la vergüenza que paso los domingos en la iglesia! —exclama ofuscada—. Si algún día pisaras la casa del Señor lo sabrías.


—Está bien, está bien. Me quedaré con vosotras —acepta de mala gana antes de girarse hacia mí—: Lo hago por ti, Paula, que conste. Porque es tu último día y me da mucha lástima que te vayas.


—¿En serio?


Asiente con la cabeza y puedo leer en su expresión que es la verdad. Juan Ignacio y yo nos hemos cogido mucho cariño.


—Bueno, ahora cuanto te den las vacaciones en septiembre os venís unos días a Valencia a disfrutar del sol y la playa.


—¡Y a comer paella! —dice Maria, emocionada.


—Y a probar el Agua de Valencia —añade Juan Ignacio.


—Por Dios, Juancho, ¿puedes pensar en algo que no tenga graduación alcohólica?


Mi director ha dejado de hacer sus saliditas nocturnas pero le sigue encantando la juerga.


Sin poder evitarlo, sonrío.


—Hombre, hacía días que no te veía hacerlo.


—Tampoco había demasiados motivos, ¿no?


—Bueno, vas a volver a tu tierra, ¿no te alegra eso? —inquiere.


Eso me hubiera dejado en éxtasis unos meses atrás pero ahora… ahora solo quiero volver con Pedro. Que me envuelva con sus fuertes brazos y que me bese hasta que ya no pueda más. Eso es lo único que quiero. Lo único que necesito. Y, por lo visto, lo único que no puedo tener.


Echamos a andar y empezamos a recorrer el mercadito. Su fama es merecida, ¡es enorme! Empezamos por la parte en la que venden comida y donde aprovecho para comprar algunas cosas para llevarles a mis padres y seguimos con los puestos de artesanía, donde cae alguna pulserita que otra. ¡Es imposible irse de aquí con las manos vacías!


El pueblo entero parece haberse transportado a otra época: las calles están llenas de balas de paja y banderas del medievo y cuelgan guirnaldas de las casas. Los puestos están todos hechos de madera, los animales invaden las calles y los aromas que se entremezclan dan la sensación de estar en la Edad Media.


Disfrutamos del paseo y las compras. Cuando ya estamos agotados nos detenemos en el puesto de sidra y chistorra con el que Juancho lleva dando el coñazo todo el santo día. Allí, efectivamente, están sus amigos acompañados de sus señoras. Se ponen a saludar y yo me aparto.


Recorro con la mirada la plaza en busca de Pedro. Sé que venía al mercadillo porque Maria y Juancho me lo han dicho. Como veo que están ocupados, me escabullo y me pongo a buscarlo. Tengo que hablar con él. Quiera o no.


Entonces, cerca de donde tienen a las aves rapaces localizo a su amigo, el del balcón de los sanfermines. Jacinto, creo que se llamaba. Lo saludo con la mano y me devuelve el saludo, así que me hago el ánimo y me acerco a él.


—¿Qué tal? Eras Paula, ¿verdad?


Asiento y luego le doy dos besos.


—¿Cómo te encuentras? ¡Menudo susto nos diste aquel día en el encierro!


Me sonrojo al recordar mi numerito en su terraza.


—Bien, bien. No fue para tanto. Unos pocos puntos y veinticuatro horas en observación por si las moscas.


—¡Me alegro! Menos mal que lo de Pedro tampoco fue grave.


—Sí, gracias a Dios. —Solo de recordar el momento de la cogida se me ponen los pelos de punta y se me encoge el corazón.


—La verdad es que fue muy aparatoso pero, bueno, tu hombre es fuerte. Lo he visto antes por ahí y está como una rosa.


Jacinto no sabe que hemos roto, ¿quiere eso decir que todavía tengo una oportunidad? Si quiero encontrarlo, tendré que mentir.


—Sí, está estupendo. —Venga, vamos a contar mentiras tralará—. Por cierto, ¿dónde dices que lo has visto? He ido a comprarme algo de bisutería y lo he perdido de vista.


—Está al fondo de la plaza, con un amigo suyo que también es ganadero pero de vacas lecheras.


—Ah, pues gracias. Me voy para allí a buscarlo antes de que se crea que se me ha tragado la tierra.


Me despido con la mano mientras camino hacia el lugar que me ha indicado. Lo localizo enseguida. Con su camisa de cuadros y sus vaqueros raídos; con su espalda ancha y su grave voz. Un escalofrío me recorre el cuerpo al verlo y recordar lo que era sentir sus labios sobre los míos.


Me coloco a su lado y musito en voz baja:
—Hola.


Pedro se gira sorprendido al escuchar mi voz y, aunque sé que no quiere responderme, lo hace, aunque en un tono irónico que me da ganas de vomitar.


—Hola, Paula. ¿Todavía por aquí?


—Mañana regreso a Valencia. Es mi último día.


Me mira serio, muy serio. Sé que no quiere hablarme, pero hay gente delante y si hay algo que no le gusta a Pedro son los numeritos.


—Es lo que querías, ¿no? —ironiza.


—No, no es lo que quería. —Me planto delante de él y lo miro a los ojos—. Lo que yo quiero es estar contigo.


—¡Ja!


Su risa falsa me cabrea. Él sabe que lo quiero.


Pedro, sabes que lo digo de la verdad.


—Si fuera verdad no habrías dejado que el baboso ese te besara… No me has respetado.


Vale, o sea que estaba en lo cierto, Pedro sí que vio todo lo del beso.


—No puedes ser tan injusto. Él me besó y no pude evitarlo. No es algo que yo quisiera.


—Claro, claro. Como tampoco querías regresar a tu ciudad, ¿no?


No piensa ceder. No piensa darme tregua. Se ha empecinado en que todo esto es cosa mía y de ahí no hay quien lo saque, pero he de intentarlo por última vez. No puedo darme por vencida a la primera de cambio.


—¡Por Dios, Pedro! Sabes que te quiero, que quiero estar contigo. No pude evitar lo que pasó y tú deberías saber que yo no quiero nada con Santi. Igual que sabes que lo del cierre de la oficina no es cosa mía. Yo no tengo la culpa.


Gruñe algo que no logro descifrar.


—Tengo que irme a Valencia, no me queda otra. Igual que tuve que venir a Navarra, ¿tanto cuesta de entender?


—Te vas porque quieres —afirma—. Y te vas con él.


—¡Claro que no! Me voy porque mi trabajo está ahora en Valencia. Y no me voy con él. Me voy sola y es culpa tuya, porque no quieres saber nada de mí. ¿Qué querías que hiciera?


Agacha la cabeza antes de responder:


—Quería que le dijeras que parase, que se alejara de ti, que era a mí a quien querías y que no pensabas volver a Valencia. Quería que te quedaras aquí, conmigo.


Pedro… yo traté de apartarme…


—A mí no me lo pareció. No vi que opusieras mucha resistencia.


—Sabes que te quiero.


No responde.


—Puede que me hubiera quedado contigo, Pedro, puede que lo hubiera hecho si no me hubieras apartado tan rápido de tu vida. Si me hubieras dado la oportunidad de explicarme…


Me mira con los ojos muy abiertos, sorprendido por mis palabras.


—Te he buscado para tratar de arreglar las cosas, pero me doy cuenta de que no vale la pena. Lo nuestro se acabó. Mañana vuelvo a casa y nunca volveremos a encontrarnos.


Me doy la vuelta y me alejo de él. De pronto siento que estira el brazo y me agarra la muñeca para que me detenga y noto que algo en él ha cambiado en los últimos segundos. 


Presiento como si hubiera una bomba a punto de explotar en cualquier momento.


—Paula.


Su voz es fría e impersonal. Ya no parece ni si quiera enfadado conmigo. Es como si no me conociera.


—¿Sí?


Me mira con un aire de superioridad que me enerva.


—Nada, solo que creía que eras diferente. Creía que dentro de tu bonito envoltorio había algo. Pero ya veo que no.


Estoy tan sorprendida por sus crueles palabras que ni siquiera le respondo.


—No me pongas tus ojitos de cordero degollado… No me he tragado nada de lo que me has dicho. Lo tenías todo perfectamente tramado desde el día que pusiste un pie en mi casa.


—¿Qué?


—Lo que oyes, bonita. Que todo eso de que me querías no eran más que cuentos —sisea con rabia—. He sido puro entretenimiento. Ahora que ya ha venido tu salvador a mí no me necesitas para nada, por eso te marchas.


Las lágrimas amenazan con asomar a mis ojos. Las palabras de Pedro son hirientes, muy hirientes. ¿Cómo puede pensar eso de mí? ¿Cómo?


Quiero responderle y mandarlo a la mierda. Decirle que es un capullo que no sabe lo que es el amor y que está tirando esta relación por la borda él solito. Pero las palabras no me salen. No puedo hablar.


Así que, como no puedo seguir escuchándolo, me doy la vuelta y me marcho.


Para siempre.




miércoles, 31 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 32




Pedro


No puedo creerlo, no puedo creerlo.


Estoy solo en una habitación de hospital. Bueno, si se puede llamar «solo» a estar escuchando el incesante parloteo de Maria. A lo que me refiero es a que soy el único enfermo de la habitación.



Estoy jodido. Sí. Y no solo por las heridas de asta, no. Estoy jodido de verdad por lo que acabo de presenciar en la habitación de Paula.


El baboso del pijo ese… casi tumbado sobre ella… ¡besándola! Y ella no ha dicho nada: ni una protesta, ni un gesto, ¡nada! ¿Qué clase de novia deja que un ex le meta la lengua hasta la campanilla y no lo para? Porque ese no era un beso de amistad… Ese tío quiere algo más y ese beso era el aperitivo.


No puedo dejar de recrear la imagen en mi cabeza. No lo soporto.


¿Es esto lo que ha querido todo el tiempo? ¿Que Santiago viniera cual príncipe azul a rescatarla y la llevara a su castillo? Pues ya tiene lo que quería… Se ha entretenido unos meses con el ogro y ahora que ha llegado el príncipe encantador va a abandonar la ciénaga.


Creía que era diferente. Durante meses, ¡meses!, he pensado que no se parecía en nada a Lucía, pero me equivoqué. En el fondo, es igual. Una mujer que haría cualquier cosa para conseguir lo que quiere.


Y lo que Paula quería era regresar a Valencia.


Si para ello ha tenido que llevarse por delante a Juancho y hacer que lo prejubilen, pues nada, que lo hagan. 


Remordimiento cero. Seguro que ella y su amiguito el de Recursos Humanos lo tenían todo más que hablado.


Y si tiene que liarse con Santiago para tenerlo contento y que le arregle la vida, pues hala, también. ¡Que no se diga!


Siento dolor. Y no es en las heridas que me han cosido con una cantidad considerable de puntos. Me duele el corazón. 


Una punzada que lo aprieta con fuerza y lo ahoga.


Me cuesta tanto creer lo que ha hecho Paula… No me lo esperaba.


Debí ser más cauto. Elena ya me advirtió que tuviera cuidado y yo, tonto de mí, la ignoré. Me lo tengo más que merecido.


Trato de apartarla de mi cabeza; no quiero pensar en ella, me niego. Lo curioso es que resulta difícil pensar con el pitido de la voz de la mujer de Juancho metido ahí dentro.


—¡Hostia, Maria! Calla de una vez…


Me mira sorprendida y agacha la cabeza al tiempo que murmura por lo bajo:
—Encima de que remuevo Roma con Santiago para conseguiros un cuarto juntos…


Al parecer piensa que Paula no tiene culpa de nada y que ha sido cosa de Santi que quiere reconquistarla. En realidad, lo que pasa es que está encantada de que va a tener a su maridito para ella las veinticuatro horas del día. No está enfadada, está como unas castañuelas. Y, claro, teniendo en cuenta que ni ella ni Juancho han presenciado lo del beso…


Yo no voy a contárselo. Puede que sea un cornudo pero me niego a que los demás lo sepan. Prefiero que se piensen que todo mi enfado viene por el cierre de la oficina y el traslado.


El pobre Juancho no se atreve ni a abrir la boca. Está cagado. Si trabajando en la oficina todavía tenía que escabullirse de la mandona de su mujer por las noches, ¿qué va a hacer ahora con ella detrás a todas horas?


Siento lástima por él.


Estoy seguro de que ahora mismo también está enfadado con Paula. Pero yo no estoy enfadado, no. Estoy mucho más que eso: estoy furioso. Y no creo que pueda perdonarla por esto.


Se vuelve a Valencia y no como me dijo ella dentro de dos años, no. Y, para más inri, se vuelve acompañada.


No quiero verla. He tomado una decisión y no quiero verla. 


Si la veo puedo flaquear y no pienso quedar como un bobo delante de ella. Lo mejor es cortar por lo sano. Antes de que recuerde que me he enamorado de ella hasta las trancas.


Si es que soy gilipollas.


—Maria, disculpa, estoy un poco nervioso con todo lo que ha pasado. —Más me vale tenerla de buen humor si quiero que me haga este favor.


—Disculpado.


—¿Puedo pedirte un favor?


—Claro, ¿no ves que me he desvivido para que te atendieran bien? ¿Qué más necesitas?


—Búscale a Paula un nuevo alojamiento.


—¿¿Qué?? —Por una vez, Maria y Juancho parecen estar de acuerdo en algo y no lo entiendo, la verdad. ¿Les parece mal? ¡Pero si Juan Ignacio es el primer damnificado por esta situación! Me juego el cuello a que si le preguntara a Paula diría que lo del director han sido… daños colaterales o algo así.


—Lo que oís. No quiero verla cuando me den el alta —recalco—. Maria, estoy seguro de que le encontrarás un hueco en casa de algún familiar o de alguna amiga.


Me miran incrédulos.


—Lo digo en serio. ¿Podrás hacerlo?


—Sí, claro… pero… ¿hijo, tú estás seguro? Mira que esa chica te quiere…


—¿Es que no ves lo que ha hecho? ¡Por su culpa van a cerrar la oficina y a Juancho lo mandan para casa!


Juancho se acerca a nosotros para apaciguar mis ánimos.


—Venga, Pedro, no te pongas así. En primer lugar, no creo que la chica tenga tantas influencias como para conseguir que cierren una oficina. Si las tuviera nunca la hubieran trasladado aquí. Y en segundo lugar —me manda callar cuando se percata de que voy a intervenir—, aunque hubiera sido cosa suya tampoco es para tanto.


—Claro que me ha hecho algo —gruño por lo bajo al tiempo que mi mente reproduce a toda velocidad las imágenes del beso entre Paula y Santiago—. Claro que me ha hecho algo.


—¿Qué problema tienes tú? ¿Tanto te molesta tener que ir hasta la oficina de Lekunberri? No está tan lejos…


—¿Qué cojones dices, Juancho?


—Pues que no sé qué ha hecho para que tú te enfades tanto.


—¿Que qué ha hecho?


Cierro los ojos y cojo aire tratando de calmarme antes de decirlo en voz alta. Al final, decido no contarles el verdadero motivo. Es mejor que no lo sepan, así que en lugar de eso digo:
—Se marcha a Valencia. Se va.


Ante esta afirmación, ambos se callan, por fin, y se miran con complicidad. Ahora lo entienden. Lo extraño es que Juancho no parece estar enfadado con ella. Es más, le ha restado importancia a lo que va a pasar. Pero yo no puedo. Imposible.


No es porque cierren la oficina.


No es porque prejubilen a Juan Ignacio.


No es porque esto lo haya tramado a mis espadas con el capullo de Santiago.


No. Esto es porque se supone que me quería y estaba ahí, tan tranquila, besándose con otro tío en mis narices. Y encima, para terminar de rematarme, se va de mi lado.


Y yo no puedo hacer nada por evitarlo. Así, que hago lo que mejor sé hacer: romper todo contacto.



ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 31




Paula


Estoy segura de que mi grito resuena por todo Pamplona. 


Pedro, mi hombretón del norte, mi ganadero, mi… empitonado por un toro por salvar al imprudente de Santiago que nunca debería haber corrido en su estado.


Grito, grito como una loca y, luego, cuando veo que los servicios sanitarios se lo llevan me callo.


De pronto siento que me empiezan a sudar las manos y se me nubla la vista. Todo se pone negro pero puedo ver los ojos de Pedro mirándome desde la calle, diciéndome que me quiere. Porque eso es lo que dicen sus ojos. Dicen: puede que no salga de esta, pero recuerda que te quiero.


Lo sé.


Y lo sé porque los míos le responden que yo también le quiero.


Al final, los ojos de Pedro se desvanecen y solo queda la oscuridad. En medio de ella, me desvanezco. Vamos, que caigo redonda del susto.


Cuando abro los ojos ya no estoy en casa de Jacinto. Estoy en una cama de hospital con la cabeza vendada. Me la toco. 


¡Ay, duele! Parece ser que me he dado un buen golpe. ¿Qué ha pasado? Y, lo más importante ¿cómo está Pedro?


Me incorporo un poco y veo que sentado junto a la cama está mi director.


—¡Ahí va, la hostia! —exclama cuando se percata de que lo miro—. Menudo susto nos habéis dado chavales.


—¿Qué haces aquí, Juancho? ¿Qué ha pasado?


—Te caíste en la terraza de Jacinto y al parecer te golpeaste con una maceta. Te has hecho una buena brecha. Te han tenido que poner puntos y has estado inconsciente un buen rato.


Lo miro sin decir nada. Todavía estoy un poco confusa.


—Jacinto no sabía a quién llamar porque como no tienes familia aquí… entonces alguien le recordó que trabajas en la oficina del pueblo y, como me conoce, se le ocurrió llamarme.


Asiento. ¿Y Pedro? Juancho parece leerme la mente porque responde sin que tenga que preguntárselo siquiera.


—No te preocupes. Ha sido menos grave de lo que parecía, al parecer las heridas son superficiales.


Suspiro aliviada. ¡Está bien, está bien, está bien!


—Cuando terminen de curarlo lo traerán aquí.


—¿Aquí? —pregunto sorprendida.


—Maria anda por ahí, haciendo uso de sus contactos. Trabajó un tiempo como enfermera pero lo dejó para criar a nuestros hijos. Por eso ahora me controla tanto… No tiene nada más que hacer en casa y se aburre. Antes era una mujer muy activa, ¿sabes?


Esbozo una sonrisa al pensar en lo mandona que es y la imagino riñendo a los pacientes.


—Ahora andará por los pasillos saludando a todas las enfermeras y médicos de su época que todavía trabajan aquí. Ha sido ella la que ha liado a medio hospital para que os pongan en la misma habitación.


—Dale las gracias de mi parte.


—Quita, quita. En breve se las podrás dar tú. No creerás que no quiere que le cuentes la historia de primera mano, ¿verdad?


—Cómo iba a quedarse ella sin el cotilleo.


—¡Pues eso! —exclama Juancho levantando los brazos al aire y poniendo los ojos en blanco.


—Oye… —acabo de darme cuenta de que mi director ni me lo ha nombrado y no sé nada de él desde que en el encierro siguió corriendo y abandonó a Pedro a su suerte—, ¿sabes algo de Santiago?


—¿Santiago? —se pasa la mano por la barbilla, pensativo—. ¿Es el chico del banco? ¿El de Recursos Humanos? ¿Ese que era amigo tuyo?


—Sí. También estaba en el encierro.


—Pues…


—Aquí estoy —dice una voz acaramelada desde la puerta—. Sano y salvo.


Santiago se pasea hasta el borde de mi cama, con un café en la mano y una cara en la que no se dibuja la preocupación, precisamente. Ya no va vestido con la ropa de anoche y tiene el pelo húmedo. ¡Este ha pasado por casa para ducharse y arreglarse! ¡Será…! Se me agolpan tantos insultos en la cabeza que no soy capaz de procesarlos.


—Pero… —estoy tan cabreada que me cuesta expresar lo que siento.


—Siento no haber venido antes. —Se disculpa, aunque no parece sentirlo demasiado—. Cuando terminó el encierro, llamé a tu móvil y no lo cogiste. Así que decidí irme para casa. Pensé que nos veríamos allí o que ya me llamarías.


—¡No te cogí el teléfono porque del susto que me llevé con la cogida de Pedro un poco más y yo tampoco lo cuento!


—Ya… volví a llamar más tarde, cuando ya estaba cambiado y me descolgó una señora —se gira hacia Juan Ignacio—. ¿Su mujer quizás?


Él asiente pero no dice nada más. Noto que Santiago no le ha caído precisamente bien.


—Me explicó con todo lujo de detalles lo que había pasado y, como ya se me había bajado la borrachera, vine hacia aquí.


—Ahora no querrás dártelas de prudente, ¿no? —siseo—. Insinuando que no hubieras cogido el coche si no hubieras estado bien. Y para correr el encierro, ¿qué? ¿No te das cuenta de que has puesto en peligro la vida de Pedro?


—Son cosas que pasan. Todos los años hay heridos por asta en los encierros.


—No me fastidies, Santiago, sabes que lo que le he ha pasado a Pedro ha sido culpa tuya. No me vengas con chorradas y con datos estadísticos.


—No son datos. Es la pura realidad.


Si pudiera levantarme de esta cama le daba un bofetón. Juancho sí que se levanta y se gira hacia mí:
—Paula, voy a ver por dónde anda Maria, vendré dentro de un rato a ver cómo te encuentras.


Juancho en su línea. Huyendo y dejándome sola con el marrón. Aunque, este marrón está aquí por mi culpa.


Santiago se acerca a la cama y me coge la mano, que yo aparto de sopetón.


—No sé qué te han hecho en ese pueblo de mierda —dice en tono ofensivo—, pero ya no eres la misma. Pensé que querías que viniera a rescatarte.


—Santiago, tú no eres ningún príncipe azul y yo no soy una princesa indefensa.


—Puede que no, pero bien que me llamaste para que viniera a pasar un fin de semana contigo. ¿No era eso lo que querías?


—Quería, Santiago, tú lo has dicho, quería.


—¿Entonces?


—Entonces, ¿no te llamé hace algún tiempo para decirte lo feliz que era? ¿Desde cuándo hay que rescatar a la gente de la felicidad?


—Desde que no saben lo que es bueno para ellos —responde mirándome con suficiencia.


—¿Eso quiere decir que tú si sabes lo que es bueno para mí?


—Sí —afirma convencido.


Y, cómo para demostrarme que lo que dice es cierto, acerca su cara y posa sus labios sobre los míos. Intento apartarme. 


No quiero que Santiago me bese. Por desgracia, estoy tan tumbada en la cama que apenas puedo moverme y mi amigo aprovecha para hacerse con la situación.


Me pasa la mano por detrás del cuello y, sujetándome por la nuca, me acerca a él con tanta fuerza que soy incapaz de evitar que me bese de nuevo. Esta vez, su hambrienta lengua se abre paso en mi boca.


No quiero besarlo, no quiero. No le devuelvo el beso, pero no puedo evitar que él se recree con mis labios.


Al cabo de lo que a mí me parece una eternidad, Santi se aparta de mí con una sonrisa de satisfacción en la boca. Se le ve tan seguro de sí mismo. No puedo creer que de verdad piense que esto es lo que yo quiero.


—Esto es lo que yo necesitaba, ¿verdad? —ironizo.


Santiago no parece captar el sarcasmo porque me mira satisfecho y responde:
—Sí. Por eso lo he solucionado todo. En septiembre estarás de vuelta en Valencia.


Ahogo un grito.


—Lo que oyes. Van a prejubilar a Juan Ignacio y a cerrar la oficina del pueblo. Está todo más que atado. Imagino que se lo comunicarán en un par de semanas.


Estoy a punto de responderle que tiene que arreglarlo, que eso no puede quedar así… cuando por detrás de la repeinada cabeza de Santi veo a Pedro tumbado en una cama en la puerta de la habitación. Ya lo han traído.


Su expresión no augura nada bueno y yo me pregunto: ¿cuánto rato lleva ahí? ¿Qué es lo que ha visto?


Maria y Juancho aparecen tras de él. Mi director y su mujer han escuchado la última frase de Santi y las expresiones de su cara son un poema, pero estoy segura de que no han presenciado el beso. No puedo decir lo mismo de Pedro.


Antes de que yo pueda dar alguna explicación, escucho cómo Pedro se gira hacia Maria y dice:
—Sé que te has tomado muchas molestias para conseguirme esta habitación pero, ¿podrías conseguirme otra? Me niego a permanecer bajo el mismo techo que según que personas e imagino que vosotros opinaréis como yo.


Sin mediar palabra, los tres intercambian una mirada y salen de la habitación.


Pedro no me ha dicho ni una sola palabra pero he podido mirarle a los ojos y lo que me han dicho esta vez es muy diferente a lo que me decían antes del encierro. Cree que lo del cierre de la oficina y la prejubilación ha sido cosa mía. 


Pondría la mano en el fuego.


En el beso prefiero ni pensar.


Ahora mismo, sus ojos me dicen que me odia.


Gracias, Santiago, muchas gracias por la encerrona.