miércoles, 31 de agosto de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 31
Paula
Estoy segura de que mi grito resuena por todo Pamplona.
Pedro, mi hombretón del norte, mi ganadero, mi… empitonado por un toro por salvar al imprudente de Santiago que nunca debería haber corrido en su estado.
Grito, grito como una loca y, luego, cuando veo que los servicios sanitarios se lo llevan me callo.
De pronto siento que me empiezan a sudar las manos y se me nubla la vista. Todo se pone negro pero puedo ver los ojos de Pedro mirándome desde la calle, diciéndome que me quiere. Porque eso es lo que dicen sus ojos. Dicen: puede que no salga de esta, pero recuerda que te quiero.
Lo sé.
Y lo sé porque los míos le responden que yo también le quiero.
Al final, los ojos de Pedro se desvanecen y solo queda la oscuridad. En medio de ella, me desvanezco. Vamos, que caigo redonda del susto.
Cuando abro los ojos ya no estoy en casa de Jacinto. Estoy en una cama de hospital con la cabeza vendada. Me la toco.
¡Ay, duele! Parece ser que me he dado un buen golpe. ¿Qué ha pasado? Y, lo más importante ¿cómo está Pedro?
Me incorporo un poco y veo que sentado junto a la cama está mi director.
—¡Ahí va, la hostia! —exclama cuando se percata de que lo miro—. Menudo susto nos habéis dado chavales.
—¿Qué haces aquí, Juancho? ¿Qué ha pasado?
—Te caíste en la terraza de Jacinto y al parecer te golpeaste con una maceta. Te has hecho una buena brecha. Te han tenido que poner puntos y has estado inconsciente un buen rato.
Lo miro sin decir nada. Todavía estoy un poco confusa.
—Jacinto no sabía a quién llamar porque como no tienes familia aquí… entonces alguien le recordó que trabajas en la oficina del pueblo y, como me conoce, se le ocurrió llamarme.
Asiento. ¿Y Pedro? Juancho parece leerme la mente porque responde sin que tenga que preguntárselo siquiera.
—No te preocupes. Ha sido menos grave de lo que parecía, al parecer las heridas son superficiales.
Suspiro aliviada. ¡Está bien, está bien, está bien!
—Cuando terminen de curarlo lo traerán aquí.
—¿Aquí? —pregunto sorprendida.
—Maria anda por ahí, haciendo uso de sus contactos. Trabajó un tiempo como enfermera pero lo dejó para criar a nuestros hijos. Por eso ahora me controla tanto… No tiene nada más que hacer en casa y se aburre. Antes era una mujer muy activa, ¿sabes?
Esbozo una sonrisa al pensar en lo mandona que es y la imagino riñendo a los pacientes.
—Ahora andará por los pasillos saludando a todas las enfermeras y médicos de su época que todavía trabajan aquí. Ha sido ella la que ha liado a medio hospital para que os pongan en la misma habitación.
—Dale las gracias de mi parte.
—Quita, quita. En breve se las podrás dar tú. No creerás que no quiere que le cuentes la historia de primera mano, ¿verdad?
—Cómo iba a quedarse ella sin el cotilleo.
—¡Pues eso! —exclama Juancho levantando los brazos al aire y poniendo los ojos en blanco.
—Oye… —acabo de darme cuenta de que mi director ni me lo ha nombrado y no sé nada de él desde que en el encierro siguió corriendo y abandonó a Pedro a su suerte—, ¿sabes algo de Santiago?
—¿Santiago? —se pasa la mano por la barbilla, pensativo—. ¿Es el chico del banco? ¿El de Recursos Humanos? ¿Ese que era amigo tuyo?
—Sí. También estaba en el encierro.
—Pues…
—Aquí estoy —dice una voz acaramelada desde la puerta—. Sano y salvo.
Santiago se pasea hasta el borde de mi cama, con un café en la mano y una cara en la que no se dibuja la preocupación, precisamente. Ya no va vestido con la ropa de anoche y tiene el pelo húmedo. ¡Este ha pasado por casa para ducharse y arreglarse! ¡Será…! Se me agolpan tantos insultos en la cabeza que no soy capaz de procesarlos.
—Pero… —estoy tan cabreada que me cuesta expresar lo que siento.
—Siento no haber venido antes. —Se disculpa, aunque no parece sentirlo demasiado—. Cuando terminó el encierro, llamé a tu móvil y no lo cogiste. Así que decidí irme para casa. Pensé que nos veríamos allí o que ya me llamarías.
—¡No te cogí el teléfono porque del susto que me llevé con la cogida de Pedro un poco más y yo tampoco lo cuento!
—Ya… volví a llamar más tarde, cuando ya estaba cambiado y me descolgó una señora —se gira hacia Juan Ignacio—. ¿Su mujer quizás?
Él asiente pero no dice nada más. Noto que Santiago no le ha caído precisamente bien.
—Me explicó con todo lujo de detalles lo que había pasado y, como ya se me había bajado la borrachera, vine hacia aquí.
—Ahora no querrás dártelas de prudente, ¿no? —siseo—. Insinuando que no hubieras cogido el coche si no hubieras estado bien. Y para correr el encierro, ¿qué? ¿No te das cuenta de que has puesto en peligro la vida de Pedro?
—Son cosas que pasan. Todos los años hay heridos por asta en los encierros.
—No me fastidies, Santiago, sabes que lo que le he ha pasado a Pedro ha sido culpa tuya. No me vengas con chorradas y con datos estadísticos.
—No son datos. Es la pura realidad.
Si pudiera levantarme de esta cama le daba un bofetón. Juancho sí que se levanta y se gira hacia mí:
—Paula, voy a ver por dónde anda Maria, vendré dentro de un rato a ver cómo te encuentras.
Juancho en su línea. Huyendo y dejándome sola con el marrón. Aunque, este marrón está aquí por mi culpa.
Santiago se acerca a la cama y me coge la mano, que yo aparto de sopetón.
—No sé qué te han hecho en ese pueblo de mierda —dice en tono ofensivo—, pero ya no eres la misma. Pensé que querías que viniera a rescatarte.
—Santiago, tú no eres ningún príncipe azul y yo no soy una princesa indefensa.
—Puede que no, pero bien que me llamaste para que viniera a pasar un fin de semana contigo. ¿No era eso lo que querías?
—Quería, Santiago, tú lo has dicho, quería.
—¿Entonces?
—Entonces, ¿no te llamé hace algún tiempo para decirte lo feliz que era? ¿Desde cuándo hay que rescatar a la gente de la felicidad?
—Desde que no saben lo que es bueno para ellos —responde mirándome con suficiencia.
—¿Eso quiere decir que tú si sabes lo que es bueno para mí?
—Sí —afirma convencido.
Y, cómo para demostrarme que lo que dice es cierto, acerca su cara y posa sus labios sobre los míos. Intento apartarme.
No quiero que Santiago me bese. Por desgracia, estoy tan tumbada en la cama que apenas puedo moverme y mi amigo aprovecha para hacerse con la situación.
Me pasa la mano por detrás del cuello y, sujetándome por la nuca, me acerca a él con tanta fuerza que soy incapaz de evitar que me bese de nuevo. Esta vez, su hambrienta lengua se abre paso en mi boca.
No quiero besarlo, no quiero. No le devuelvo el beso, pero no puedo evitar que él se recree con mis labios.
Al cabo de lo que a mí me parece una eternidad, Santi se aparta de mí con una sonrisa de satisfacción en la boca. Se le ve tan seguro de sí mismo. No puedo creer que de verdad piense que esto es lo que yo quiero.
—Esto es lo que yo necesitaba, ¿verdad? —ironizo.
Santiago no parece captar el sarcasmo porque me mira satisfecho y responde:
—Sí. Por eso lo he solucionado todo. En septiembre estarás de vuelta en Valencia.
Ahogo un grito.
—Lo que oyes. Van a prejubilar a Juan Ignacio y a cerrar la oficina del pueblo. Está todo más que atado. Imagino que se lo comunicarán en un par de semanas.
Estoy a punto de responderle que tiene que arreglarlo, que eso no puede quedar así… cuando por detrás de la repeinada cabeza de Santi veo a Pedro tumbado en una cama en la puerta de la habitación. Ya lo han traído.
Su expresión no augura nada bueno y yo me pregunto: ¿cuánto rato lleva ahí? ¿Qué es lo que ha visto?
Maria y Juancho aparecen tras de él. Mi director y su mujer han escuchado la última frase de Santi y las expresiones de su cara son un poema, pero estoy segura de que no han presenciado el beso. No puedo decir lo mismo de Pedro.
Antes de que yo pueda dar alguna explicación, escucho cómo Pedro se gira hacia Maria y dice:
—Sé que te has tomado muchas molestias para conseguirme esta habitación pero, ¿podrías conseguirme otra? Me niego a permanecer bajo el mismo techo que según que personas e imagino que vosotros opinaréis como yo.
Sin mediar palabra, los tres intercambian una mirada y salen de la habitación.
Pedro no me ha dicho ni una sola palabra pero he podido mirarle a los ojos y lo que me han dicho esta vez es muy diferente a lo que me decían antes del encierro. Cree que lo del cierre de la oficina y la prejubilación ha sido cosa mía.
Pondría la mano en el fuego.
En el beso prefiero ni pensar.
Ahora mismo, sus ojos me dicen que me odia.
Gracias, Santiago, muchas gracias por la encerrona.
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