jueves, 1 de septiembre de 2016
ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 33
Paula
Como cierran la oficina a final de mes, Juancho no ha podido cogerse las vacaciones que tenía planeadas. Se las pagarán con el finiquito y yo me las cogeré ahora, como había pedido. Él cerrará solo la oficina. Así que aquí estoy, en pleno mes de agosto, y sin haber disfrutado de un día libre excepto los que estuve hospitalizada.
Antes de salir del hospital, Maria y Juancho se pasaron a verme. ¡Gracias a Dios ellos no estaban enfadados! Por desgracia no eran portadores de buenas noticias…
Pedro sí estaba enfadado.
Lo entiendo. Si vio lo que yo creo que vio… Yo no estaría enfadada, estaría furiosa, iracunda y, casi con toda seguridad, con ganas de matar a alguien. Probablemente a la mujer que lo hubiera besado. Seguro que si Pedro se topara de nuevo con Santiago le partiría la cara bien a gusto.
A Santiago le puse los puntos sobre las íes y tuvo que meter el rabo entre las piernas y volver a Valencia, pero el mal ya estaba hecho.
Por desgracia, en lo que respecta al asunto de la oficina, no hay nada que hacer. Por lo visto, Santi sugirió el cierre y a los de arriba no les costó nada tomar la decisión de hacerlo.
No es una oficina rentable y eso lo supe yo desde el primer día que puse un pie en ella. Antes o después tenía que suceder.
En cuanto a Pedro, hemos rescindido el contrato de alquiler.
Fui a casa a recoger mis cosas aprovechando que él todavía seguía en el hospital. Ya me había dejado bien claro que no quería saber nada de mí y no quería encontrármelo. Habría sido demasiado duro.
Hice un par de intentos de hablar con él y arreglar las cosas mientras estuve ingresada en el hospital, pero no quiso tener nada que ver conmigo. ¡El muy imbécil llamó a la enfermera e hizo que me sacaran de la habitación!
He seguido probando por mensaje, teléfono… y nada. La callada por respuesta.
Sé que además de lo del beso está dolido porque me marcho. Sé que le cuesta asumirlo, pero no puedo creer que de verdad piense que esto es cosa mía. Creía que me conocía, que en estos meses que habíamos compartido se había dado cuenta de cómo era yo.
Pero no.
Maria me recomendó alojarme en un precioso hotelito que hay en el pueblo de Lekunberri, el hotel Ayestarán. Lo cierto es que este pueblo, no tiene nada que ver con el de Pedro.
¡Esto es otra cosa! Aunque no tengo ningún Zara, sí dispongo de casi todos los servicios que una persona necesita en su día a día y a Pamplona se llega en un santiamén. No puedo negar que estoy a gusto. Además, el hotel tiene un restaurante en el que se come de vicio: entrante, primer plato, segundo y postre. No, si cuando llegue a Valencia al final me va a tocar renovar el vestuario como siga así… También tiene una piscina, en la que estoy ahora tomando el sol.
Sí, el mes de agosto ha traído consigo al sol y, como no sé cuánto durará, aquí estoy; intentando ponerme morena y quitarme el blanco nuclear que arrastro desde que llegué a Navarra.
Mañana hay mercado medieval en la ciudad. Me han dicho que es una pasada, que invade todas las calles del casco antiguo. Tengo ganas de verlo. De hecho, tenía tantas ganas de verlo que, en su momento, le dije a Pedro que no nos iríamos a Valencia hasta después de las fiestas. Ahora, la única que va a volver a la ciudad soy yo. Y sola.
No entiendo a Pedro. Se ha encerrado en sí mismo y no atiende a razones. Se ha cerrado en banda y así es imposible arreglar nada. ¿Cómo solucionar las cosas con alguien que se niega a verte y a dirigirte la palabra?
Ahora viene al banco cuando yo salgo a almorzar a media mañana. Lo sé porque el otro día volví más rápido de lo habitual y lo encontré allí, hablando con Juancho. Se sorprendió un poco al verme, pero enseguida se sobrepuso.
Ni una mirada, ni un gesto; nada. Absoluta indiferencia.
No puedo creer que eso sea lo que siente por mí. Pero es lo que trata de aparentar. Puede que él no me conozca a mí, pero yo sí lo conozco a él.
Por eso he decidido intentarlo una última vez.
Sé que mañana vendrá al mercado y yo voy a obligarlo a escucharme. ¡Tendrá que hacerlo quiera o no! Y, si después de oírme, sigue sin querer arreglar las cosas… ¡entonces se acabó! Prepararé la maleta y volveré a casa sin mirar atrás. Volveré a mi vida y olvidaré los acontecimientos de este último año.
El día siguiente amanece soleado y despejado, creo que hasta hace un poquitín de calor. ¡Qué gusto! Aprovecho el buen tiempo para ponerme unas sandalias, unos shorts y una blusa fresquita. Pensaba que nunca llegaría a usar esta ropa aquí.
Desayuno con tranquilidad y salgo al jardín, donde me siento a esperar a Maria y Juancho. Como mañana regreso, han decidido pasar el último día conmigo. ¡Son un encanto! Me percato de que ya están aquí cuando escucho el sonsonete de Maria riñendo a mi director. ¡Ay, qué mujer!
—Juan Ignacio —le reprende muy seria—, ni se te ocurra dejarnos ahora solas para irte a beber sidra y comer chistorra con tus amigos.
—¡Pero Maria! Si lo hago por vosotras, para que podáis hablar a gusto.
—Nada de excusas. Eres mi marido y tienes que estar conmigo.
—Pero…
—Pero nada. ¿Qué quieres, que todas las marujas del pueblo se piensen que estamos enfadados? Desde que te perdiste en el monte corre el rumor de que ibas a fugarte. No pienso darles más que hablar.
—Mira que eres exagerada.
—¡Tú no sabes la vergüenza que paso los domingos en la iglesia! —exclama ofuscada—. Si algún día pisaras la casa del Señor lo sabrías.
—Está bien, está bien. Me quedaré con vosotras —acepta de mala gana antes de girarse hacia mí—: Lo hago por ti, Paula, que conste. Porque es tu último día y me da mucha lástima que te vayas.
—¿En serio?
Asiente con la cabeza y puedo leer en su expresión que es la verdad. Juan Ignacio y yo nos hemos cogido mucho cariño.
—Bueno, ahora cuanto te den las vacaciones en septiembre os venís unos días a Valencia a disfrutar del sol y la playa.
—¡Y a comer paella! —dice Maria, emocionada.
—Y a probar el Agua de Valencia —añade Juan Ignacio.
—Por Dios, Juancho, ¿puedes pensar en algo que no tenga graduación alcohólica?
Mi director ha dejado de hacer sus saliditas nocturnas pero le sigue encantando la juerga.
Sin poder evitarlo, sonrío.
—Hombre, hacía días que no te veía hacerlo.
—Tampoco había demasiados motivos, ¿no?
—Bueno, vas a volver a tu tierra, ¿no te alegra eso? —inquiere.
Eso me hubiera dejado en éxtasis unos meses atrás pero ahora… ahora solo quiero volver con Pedro. Que me envuelva con sus fuertes brazos y que me bese hasta que ya no pueda más. Eso es lo único que quiero. Lo único que necesito. Y, por lo visto, lo único que no puedo tener.
Echamos a andar y empezamos a recorrer el mercadito. Su fama es merecida, ¡es enorme! Empezamos por la parte en la que venden comida y donde aprovecho para comprar algunas cosas para llevarles a mis padres y seguimos con los puestos de artesanía, donde cae alguna pulserita que otra. ¡Es imposible irse de aquí con las manos vacías!
El pueblo entero parece haberse transportado a otra época: las calles están llenas de balas de paja y banderas del medievo y cuelgan guirnaldas de las casas. Los puestos están todos hechos de madera, los animales invaden las calles y los aromas que se entremezclan dan la sensación de estar en la Edad Media.
Disfrutamos del paseo y las compras. Cuando ya estamos agotados nos detenemos en el puesto de sidra y chistorra con el que Juancho lleva dando el coñazo todo el santo día. Allí, efectivamente, están sus amigos acompañados de sus señoras. Se ponen a saludar y yo me aparto.
Recorro con la mirada la plaza en busca de Pedro. Sé que venía al mercadillo porque Maria y Juancho me lo han dicho. Como veo que están ocupados, me escabullo y me pongo a buscarlo. Tengo que hablar con él. Quiera o no.
Entonces, cerca de donde tienen a las aves rapaces localizo a su amigo, el del balcón de los sanfermines. Jacinto, creo que se llamaba. Lo saludo con la mano y me devuelve el saludo, así que me hago el ánimo y me acerco a él.
—¿Qué tal? Eras Paula, ¿verdad?
Asiento y luego le doy dos besos.
—¿Cómo te encuentras? ¡Menudo susto nos diste aquel día en el encierro!
Me sonrojo al recordar mi numerito en su terraza.
—Bien, bien. No fue para tanto. Unos pocos puntos y veinticuatro horas en observación por si las moscas.
—¡Me alegro! Menos mal que lo de Pedro tampoco fue grave.
—Sí, gracias a Dios. —Solo de recordar el momento de la cogida se me ponen los pelos de punta y se me encoge el corazón.
—La verdad es que fue muy aparatoso pero, bueno, tu hombre es fuerte. Lo he visto antes por ahí y está como una rosa.
Jacinto no sabe que hemos roto, ¿quiere eso decir que todavía tengo una oportunidad? Si quiero encontrarlo, tendré que mentir.
—Sí, está estupendo. —Venga, vamos a contar mentiras tralará—. Por cierto, ¿dónde dices que lo has visto? He ido a comprarme algo de bisutería y lo he perdido de vista.
—Está al fondo de la plaza, con un amigo suyo que también es ganadero pero de vacas lecheras.
—Ah, pues gracias. Me voy para allí a buscarlo antes de que se crea que se me ha tragado la tierra.
Me despido con la mano mientras camino hacia el lugar que me ha indicado. Lo localizo enseguida. Con su camisa de cuadros y sus vaqueros raídos; con su espalda ancha y su grave voz. Un escalofrío me recorre el cuerpo al verlo y recordar lo que era sentir sus labios sobre los míos.
Me coloco a su lado y musito en voz baja:
—Hola.
Pedro se gira sorprendido al escuchar mi voz y, aunque sé que no quiere responderme, lo hace, aunque en un tono irónico que me da ganas de vomitar.
—Hola, Paula. ¿Todavía por aquí?
—Mañana regreso a Valencia. Es mi último día.
Me mira serio, muy serio. Sé que no quiere hablarme, pero hay gente delante y si hay algo que no le gusta a Pedro son los numeritos.
—Es lo que querías, ¿no? —ironiza.
—No, no es lo que quería. —Me planto delante de él y lo miro a los ojos—. Lo que yo quiero es estar contigo.
—¡Ja!
Su risa falsa me cabrea. Él sabe que lo quiero.
—Pedro, sabes que lo digo de la verdad.
—Si fuera verdad no habrías dejado que el baboso ese te besara… No me has respetado.
Vale, o sea que estaba en lo cierto, Pedro sí que vio todo lo del beso.
—No puedes ser tan injusto. Él me besó y no pude evitarlo. No es algo que yo quisiera.
—Claro, claro. Como tampoco querías regresar a tu ciudad, ¿no?
No piensa ceder. No piensa darme tregua. Se ha empecinado en que todo esto es cosa mía y de ahí no hay quien lo saque, pero he de intentarlo por última vez. No puedo darme por vencida a la primera de cambio.
—¡Por Dios, Pedro! Sabes que te quiero, que quiero estar contigo. No pude evitar lo que pasó y tú deberías saber que yo no quiero nada con Santi. Igual que sabes que lo del cierre de la oficina no es cosa mía. Yo no tengo la culpa.
Gruñe algo que no logro descifrar.
—Tengo que irme a Valencia, no me queda otra. Igual que tuve que venir a Navarra, ¿tanto cuesta de entender?
—Te vas porque quieres —afirma—. Y te vas con él.
—¡Claro que no! Me voy porque mi trabajo está ahora en Valencia. Y no me voy con él. Me voy sola y es culpa tuya, porque no quieres saber nada de mí. ¿Qué querías que hiciera?
Agacha la cabeza antes de responder:
—Quería que le dijeras que parase, que se alejara de ti, que era a mí a quien querías y que no pensabas volver a Valencia. Quería que te quedaras aquí, conmigo.
—Pedro… yo traté de apartarme…
—A mí no me lo pareció. No vi que opusieras mucha resistencia.
—Sabes que te quiero.
No responde.
—Puede que me hubiera quedado contigo, Pedro, puede que lo hubiera hecho si no me hubieras apartado tan rápido de tu vida. Si me hubieras dado la oportunidad de explicarme…
Me mira con los ojos muy abiertos, sorprendido por mis palabras.
—Te he buscado para tratar de arreglar las cosas, pero me doy cuenta de que no vale la pena. Lo nuestro se acabó. Mañana vuelvo a casa y nunca volveremos a encontrarnos.
Me doy la vuelta y me alejo de él. De pronto siento que estira el brazo y me agarra la muñeca para que me detenga y noto que algo en él ha cambiado en los últimos segundos.
Presiento como si hubiera una bomba a punto de explotar en cualquier momento.
—Paula.
Su voz es fría e impersonal. Ya no parece ni si quiera enfadado conmigo. Es como si no me conociera.
—¿Sí?
Me mira con un aire de superioridad que me enerva.
—Nada, solo que creía que eras diferente. Creía que dentro de tu bonito envoltorio había algo. Pero ya veo que no.
Estoy tan sorprendida por sus crueles palabras que ni siquiera le respondo.
—No me pongas tus ojitos de cordero degollado… No me he tragado nada de lo que me has dicho. Lo tenías todo perfectamente tramado desde el día que pusiste un pie en mi casa.
—¿Qué?
—Lo que oyes, bonita. Que todo eso de que me querías no eran más que cuentos —sisea con rabia—. He sido puro entretenimiento. Ahora que ya ha venido tu salvador a mí no me necesitas para nada, por eso te marchas.
Las lágrimas amenazan con asomar a mis ojos. Las palabras de Pedro son hirientes, muy hirientes. ¿Cómo puede pensar eso de mí? ¿Cómo?
Quiero responderle y mandarlo a la mierda. Decirle que es un capullo que no sabe lo que es el amor y que está tirando esta relación por la borda él solito. Pero las palabras no me salen. No puedo hablar.
Así que, como no puedo seguir escuchándolo, me doy la vuelta y me marcho.
Para siempre.
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