miércoles, 31 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 30





Pedro


La noche es larga y las copas se suceden. Mi chica y su amiguito Borjamari o como se llame beben gin-tonics, aunque se lamentan de que se los sirvan en vasos altos de plástico, los típicos vasos de cubata de toda la vida, en vez de en copas de balón de cristal.


Yo, sigo con el calimocho, es lo que se suele beber en fiestas y, aunque yo no soy de pasarme con la bebida, tener al tipo este enfrente toda la noche me está poniendo de una mala hostia que… o me evado con el alcohol o acabaré partiéndole la cara.


¿Quién cojones se ha creído que es?


Antes, cuando he vuelto de la barra he podido escuchar cómo le decía a Paula que ella no se quedará aquí mucho tiempo. ¿Qué sabe ese que yo no sepa? ¿Me está ocultando algo? Dijo que se quedaría dos años como mínimo y yo la creí, pero este tiene pinta de ser de esos que lo saben todo y no puedo dejar de pensar que si lo dice es por algo.


Las horas pasan y el alcohol hace mella en mí pero yo le digo a Paula que estoy de lujo. Pienso correr el encierro y pienso demostrarle a mi chica que yo soy un hombre, no como ese niñato con el que salía.


Van a ver el encierro desde la plaza. Me niego a meter al susodicho en casa de mi amigo Jacinto así que cuando yo vaya a prepararme les he dicho que se vayan a la plaza de toros a coger sitio. Mientras tanto, aquí estamos, en una de tantas verbenas, bailando canciones horteras que parecen gustarle a Paula porque desde que hemos llegado la he visto cantarlas todas. Santi le sigue el rollo y baila con ella. 


Para empeorar las cosas, estamos rodeados de una cantidad impensable de gente; hordas y hordas de personas, y yo, que odio las aglomeraciones, me pongo nervioso y para calmarme doy un trago, y otro, y otro…


A las siete de la mañana tengo muy claro que no estoy en condiciones de correr. No he dormido y debo llevar más alcohol en sangre que en toda mi vida. Sé que correr borracho es una irresponsabilidad, para mí y para los demás, así que tendré que conformarme con ver el encierro desde la plaza.


Al menos esa es mi firme intención hasta que Santi se acerca a mí y, borracho como una cuba, me dice que quiere correr.


—Ni de coña —sentencio—. No estás en estado de correr.


—¿Y tú sí? ¡Anda ya!


—He dicho que no.


—Tú no eres nadie para impedírmelo…


Le quito el cubata de las manos y me planto frente a él. No es que me importe mucho que entre ahí y lo pillen los toros pero sé que Paula sufriría y no quiero que eso pase. Por no hablar de que puede ser peligroso para el resto de corredores. De todas formas, incluso si lo intenta, será difícil que lo dejen pasar si va bebido porque hoy en día está todo mucho más controlado.


—¡Eh, tío! Tú no eres más que un ganadero de mierda, no eres nadie para decirme lo que puedo hacer.


Cuenta hasta tres, Pedro, o hasta mil, porque como no lo hagas el gilipollas este se va a llevar un buen mamporro. Por suerte, Paula interviene y se pone de mi parte.


—Puede que él no sea nadie para ti, Santiago, pero creo que yo sí lo soy. No puedes correr así. ¿No ves que Pedro tampoco va a hacerlo porque ha bebido?


—¿Ahora te has vuelto una mojigata? Antes eras más divertida…


Uf, qué ganas de partirle la cara a este impresentable. ¿Qué cojones vio Paula en él? Lo observo atentamente y, de pronto, se da la vuelta y echa andar en dirección a la puerta del vallado de la plaza del Mercado. ¡Mierda, mierda, mierda! 


Este no hace ni caso. Va a correr.


Veo que Paula empieza a llamarlo, alarmada, pero él la ignora y sigue caminando. Ella se pone nerviosa y, entonces, hago lo único que se me ocurre.


La sujeto por los brazos y la obligo a mirarme. Tiene que tranquilizarse. Pero no, no se tranquiliza. Aunque no me haga gracia, parece tenerle una gran estima a Santiago y tiene miedo de que le pase algo.


—Shhh… tranquila. No pasará nada.


—¿Cómo puedes saberlo? Todos los años hay heridos en los encierros y ha bebido un montón.


—Voy a ir con él.


—¿Qué?


—Que voy a ir a buscarlo y correré el encierro con él. Me ocuparé de que no le pase nada.


No parece convencida.


—No —sacude con fuerza la cabeza—. Tú también has bebido, menos, pero también… me niego a sufrir por los dos.


—No tendrás que sufrir por nadie. Soy un corredor experimentado. —Y un poco borracho, es cierto, pero sé cómo hay que moverse y puedo apañármelas para devolverle al imbécil de Santiago sano y salvo.


—No… —insiste—. No voy a quedarme tranquila.


—Mira —le tiendo mi teléfono móvil—, llama a mi amigo Jacinto, el dueño de la casa en la que vimos ayer el encierro. Ve a su casa a verlo de nuevo y yo acudiré con Santiago cuando haya terminado. Estaremos bien, de verdad —enfatizo la última frase pero tengo ciertas dudas.


La dejo ahí, plantada y con los ojos llorosos y corro en busca del imbécil de su amigo. Cuando al fin lo encuentro y, puesto que no me va a hacer caso y piensa correr en el encierro, me centro en darle consejos.


—No te quedes parado a mitad del recorrido, no toques a los toros ni corras detrás de ellos, si te caes…


—Que sí, Pedro, que sí. No te preocupes tanto y déjame disfrutar del momento.


¡Acabáramos! Pues nada, si no quiere consejos allá él.


A las ocho, entre los cánticos frente a la hornacina con la imagen de San Fermín, da comienzo el encierro: salimos con el resto de corredores, entre los que hay de todo, desde gente experimentada y de toda la vida como yo hasta australianos y americanos. Pasamos el primer tramo, que suele ser el más peligroso porque es donde más rápido van los toros.


Santiago corre a mi lado. Mucho protestar antes pero ahora que estamos en el meollo creo que los tiene de corbata…


Llegamos al final del tramo de Mercaderes y estamos a punto de entrar en la calle Estafeta.


—¡La curva por la izquierda! —le grito a Santiago que, acojonado como está, asiente y obedece.


Es importante cogerla así porque los toros se estrellan contra el vallado en muchas ocasiones por culpa de la inercia y es fácil que se te lleven por delante si la coges por ese lado.


Llegamos a Estafeta y, aunque los toros aquí van más lentos, es un tramo peligroso. Es imposible aguantar toda la calle corriendo, en algún momento tienen que rebasarnos, así que tiro del brazo de Santiago y, junto a otro montón de corredores nos hacemos a un lado y dejamos que pasen.


Los toros nos adelantan y, entonces, justo cuando volvemos a ponernos en marcha, noto en la cara de Santi que se está mareando. Se tambalea y se cae al suelo.


—¡No te levantes! ¡No te levantes! —grito.


Un toro viene rezagado y, aunque el pisotón será doloroso, sería muchísimo peor que se llevara un astazo.


Todo pasa en décimas de segundo aunque en mi cabeza puedo verlo a cámara lenta. El toro se acerca. Santi ignora lo que le digo y trata de ponerse en pie. Y yo, gilipollas de mí, no se me ocurre mejor cosa que acercarme a ellos para tratar de ayudar a Santiago, que no ha hecho más que joderme desde que ha llegado. Al mismo tiempo, localizo a Paula en el balcón de Jacinto y, cuando sus ojos fijan la mirada en los míos, el toro me alcanza y me embiste.


Sigo mirándola.


Pese al dolor que siento no puedo dejar de hacerlo. ¿Y si no vuelvo a verla?


El toro se ensaña conmigo. La ingle, el muslo… siento como, al final, varios corredores lo alejan de mí y me arrastran para sacarme de ahí. Ni rastro de Santi. Ese se ha puesto en pie y se ha largado como alma que lleva el diablo. Menudo cobarde.


Estoy a punto de perder la consciencia, pero antes de hacerlo miro por última vez a mi chica de asfalto.



martes, 30 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 29




Paula



Uno de enero,
dos de Febrero,
tres de Marzo,
cuatro de Abril
cinco de Mayo,
seis de Junio,
siete de Julio,
San Fermín.
A Pamplona hemos de ir,
con una media, con una media.
A Pamplona hemos de ir
con una media y un calcetín.


La canción resuena en mi cabeza y es casi imposible sacarla, así que la tarareo mientras corto el bacón a trocitos para cocinar unos espaguetis carbonara. Estoy preparando la cena mientras Pedro y el veterinario atienden el parto de una vaca. No puedo evitar recordar la noche en la que el veterinario se encontraba de boda y tuve que echar una mano.


Todo cambió a partir de ahí.


Además de nuestra relación, empecé a verle el lado bueno a la vida rural; aunque no negaré que no me he acostumbrado del todo y que no es lo que a mí me gusta. Da igual. En estos meses me he dado cuenta de que viviría en la selva si tuviera a Pedro a mi lado.


Por eso estoy un poco intranquila.


Tengo ganas de disfrutar de las fiestas pero el hecho de que Santiago vaya a venir ha dejado de ilusionarme y ha empezado a preocuparme. Tengo la sensación de que la cosa no va a ser fácil cuando estemos los tres.


Pedro ya me lo dejó claro la otra noche. Y en Santi prefiero ni pensar porque nuestra última conversación no hace presagiar nada bueno.


En fin, que sea lo que Dios quiera.


Escucho a Pedro entrar por la puerta. Está guarro, guarro. Y apesta. Lo veo que se acerca hacia mí para darme un beso pero salgo corriendo. Él me persigue y al final logra darme caza.


—¡Pedro! —protesto.


Él no se da por aludido y me abraza por detrás mientras intenta besarme en el cuello.


—¡Quita, cochino! —Lo aparto de mí y vuelvo a la cocina—. Directo a la ducha. No quiero verte hasta que huelas de arriba abajo a esa colonia que tanto me gusta.


—Y te pone.


Al decir esto me guiña un ojo y no puedo evitar soltar una carcajada porque es la verdad. Me pone. Es un olor tan masculino.


—Sí. Me pone mucho… pero tu olor de ahora no, así que corre al baño. Además, he de terminar la cena.


Pedro se resigna y obedece. Yo sigo preparando la pasta y cuando lo oigo salir le grito sin girarme:
—¿Te puedes creer que en el ultramarinos no tienen bacón a taquitos? He tenido que ir a por panceta a la carnicería.


Suelta una carcajada.


—Creía que ya habías superado esos problemillas de chica de ciudad.


—Se ve que no —suspiro—. En fin, qué le vamos a hacer. Anda, ya está la cena. Cuéntame el planning de mañana.


—Todo depende de cuándo llegue nuestro querido Santiago —ironiza.


Quiero cabrearme con él porque, pese a todo, Santi es mi amigo y siempre se ha portado bien conmigo. Pero lo entiendo. Yo también estaría celosa si viniera a pasar los sanfermines alguna amiguita de Pedro. No me haría ni pizca de gracia.


Lo que pasa, es que en el fondo me encanta que mi hombretón del norte esté celoso.


—Cariño, sabes que no tienes de qué preocuparte —afirmo—. Y, como respuesta a tu pregunta, Santi llega mañana por la tarde así que por la mañana podemos ir solos al encierro.


—En ese caso iremos a ver el encierro al balcón de unos amigos y luego te llevaré a almorzar. Así podrás vivir la parte tranquila de las fiestas y la que a mí me gusta.


Asiento con la cabeza.


—Por la noche, cuando él haya llegado podemos ir a cenar, ver los fuegos artificiales y salir de fiesta.


—Vale.


—Te aviso que los sanfermines por la noche son una locura.


—Las Fallas de Valencia también, gente por todos lados.


—No creo que sea tan tremendo como esto. Por eso a mí me gusta ir durante el día. Es otro ambiente. La noche se ha convertido en algo —se queda pensativo—, casi grotesco. La gente se pasa tres pueblos, pero ya lo comprobarás por ti misma.


—¿Tan exagerado es?


—Ya me lo contarás. Espero que a tu amiguito le guste la fiesta porque la va a tener. Para eso ha venido, ¿no?


Asiento de nuevo. ¿Ha venido para eso? No estoy segura del todo. Tengo un poco de miedo de que traiga otras intenciones pero el autoconvencimiento es lo mejor para estar tranquila. Santiago solo viene porque nunca ha estado en un encierro y ¿qué mejor momento que ahora que yo vivo en Navarra?


A la mañana siguiente me planto mi modelito rojiblanco y nos vamos a la ciudad. ¡Lástima que no sea para ir de compras! 


Aun así, disfruto muchísimo. Los amigos de Pedro tienen un piso en la calle Estafeta así que tenemos una visión estupenda del encierro.


Jacinto es un tío muy majo, de la edad de Pedro, pero ya con todo el cabello canoso lo que le hace parecer mayor de lo que es y le da un toque interesante. Su casa está a reventar de gente: amigos, familiares, compañeros de trabajo. ¡A tope! Es el primer encierro y todo el mundo tiene muchas ganas. Me recuerda a la primera mascletà.


Nos dan de desayunar bien tempranito y luego nos posicionamos en el balcón para ver a esos locos que se ponen a correr delante del toro.


—A lo mejor mañana corro en el encierro —le suelta Pedro a Jacinto como quien no quiere la cosa.


—¿Qué? —pregunto alarmada interrumpiendo la conversación de los dos amigos.


—Que casi seguro que mañana correré en el encierro.


—Ni hablar —le digo muy seria. Es muy peligroso.


—Sabes que soy de riesgos. ¡Hace años que soy corredor!


Lo miro asustada. No, no quiero que corra. No quiero que le pase nada.


—No me va a pasar nada —añade leyéndome la mente—. Tengo experiencia y sé cómo hay que hacerlo.


Resoplo. No me gusta nada la idea pero tampoco puedo atarle a una silla e impedir que vaya.


—Tranquila, Paula —añade Jacinto—. Si te apetece puedes venir a verlo aquí y así estarás menos nerviosa.


—Gracias por la invitación, pero esta noche llega un amigo y todavía no sé cómo nos organizaremos.


Cuando Jacinto se aleja le hablo molesta a Pedro.


—Pues sí que tienes ganas tú de hacerme sufrir.


—¿Yo? ¿Qué me dices de ti? ¿Crees que yo no voy a sufrir hoy teniendo que compartirte con tu ex?


Touché. Paula, mejor cierra la boca si no quieres más líos. 


Levanto la vista al cielo y me encomiendo a Dios para que tengamos una nochecita tranquila y Santi venga con los ánimos calmados.


Dios debe haber ignorado mis peticiones porque desde que ha llegado, Santi y Pedro parecen dos machos alfa enfrentados. Los dos quieren marcar el territorio y las conversaciones van de pullita en pullita y ya empiezan a incomodarme.


Al final, terminamos de cenar y vemos los fuegos artificiales en silencio. Yo apoyo la cabeza sobre el pecho de Pedro y miro al cielo. Por fin un momento de paz. Dura muy poco porque pronto siento los ojos de Santi clavados en mí. Me giro con discreción y veo que pone mala cara. ¿Qué demonios le pasa?


En un momento dado, entramos en un bar a tomar algo. 


Pedro se levanta a pedir a la barra a regañadientes. Sé que no nos quiere dejar solos pero yo necesito cruzar un par de palabras con Santi sin que él esté delante. E intuyo que, por la forma en que me sigue mirando, Santi también.


—¿Qué cojones haces con este tío? ¿Tú has visto la ropa que lleva?


—Sí, la he visto. ¿Qué pasa?


—Pau—me llama por mi diminutivo para marcar el territorio y dejar claro que tiene razón. Que él sabe lo que me conviene—, ¿desde cuándo te van las camisas de cuadros y el look leñador?


—Desde que quiero al hombre que las lleva.


—No me jodas. ¿Ahora resulta que el hombre de tu vida es un ganadero?


—Eso parece.


—¿Me vas a decir que tienes intención de quedarte en ese pueblo de mierda el resto de tus días?


—No sé si el resto de mis días. No sé cómo nos organizaremos Pedro y yo en un futuro, pero, sí, pienso quedarme en ese pueblo porque estar a su lado hace que merezca la pena. Y, para que lo sepas, no es un pueblo de mierda. Puede que sea pequeño pero tiene muchas cosas buenas.


—No me lo trago, Paula, no me lo trago —niega con la cabeza a la vez que frunce el ceño—. Nadie cambia tanto en tan pocos meses.


—El amor hace cambiar a las personas.


—Venga ya…


—¿Qué te pasa, Santi? —lo interrumpo—. ¿Desde cuándo te importa tanto lo que yo haga o deje de hacer?


—Desde que… —Se lo piensa un poco antes de continuar—. Hace no mucho me estabas llamando para que viniera a rescatarte de tu nueva vida. ¿Recuerdas que querías ir a un hotel conmigo? Imagino que no sería para jugar al parchís.


Suspiro.


—Sí, Santi, te pedí que vinieras y sabes perfectamente lo que quería entonces. Lo hemos hecho muchas veces y no era nada serio


—Puede que no, pero hubo un tiempo en el que lo fue y quizá podría volver a serlo.


No respondo porque veo que Pedro se acerca a la mesa con las bebidas y no quiero que nos escuche pero Santi no tiene pinta de callarse.


—De todas formas, no te quedarás aquí mucho tiempo… —gruñe.


Yo le pego un pisotón por debajo de la mesa para que cierre la boca de una puñetera vez y lo hace a regañadientes.


Pedro nos da los gin-tonics que hemos pedido y deja caer sobre la mesa su vaso de calimocho.


—Curiosa elección —no puede evitar soltar Santiago.


—¿Te refieres a esto? —dice mostrándole el vaso—, porque es la bebida que más vasos verás llenar en estas fiestas. ¿O quizás te refieres a esto?


Mi chico de campo, se sienta y se acerca a mí, me rodea con el brazo y, ante la atónita mirada de Santi, me besa. Pero no es un beso sin más. No. Pedro se recrea en el beso, pasando su lengua por encima de mis labios y recorriendo lenta pero apasionadamente mi boca. Es un beso que me deja muy, pero que muy claro lo que quiere de mí y yo me revuelvo inquieta en la silla, pensando que no voy a soportar todas las horas que quedan hasta llegar a casa.


Luego me suelta y, girándose hacia Santiago como quien no quiere la cosa, coge el vaso de calimocho y da un largo trago.


—Y bien, ¿ya sabes a qué te referías?


Santi lo mira con rabia y él se yergue satisfecho. Dios, esto se me está yendo de las manos. Queda mucha noche por delante y temo lo que pueda pasar.


Voy a tener que encomendarme a San Fermín.






ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 28





Pedro


Es curioso lo rápido que ha pasado el tiempo desde que Paula llegó a mi vida. Parece que fue ayer cuando apareció para ocupar el piso de arriba del caserío allá por febrero.


Estábamos en pleno invierno, en temporada de sidrerías y ya tenemos los sanfermines a la vuelta de la esquina.


La primavera ha sido fría y Paula está como loca por empezar las vacaciones y bajar unos días a Valencia. Dice que aquí ni hay primavera, ni verano, ni nada… que siempre está nublado y hace frío.


—Si no puedes ponerte sandalias sin que se te congelen los pies, ¡no es verano!


—Pero si esto es lo ideal, un clima suave y templado. Allí os achicharráis.


—¡Es que eso es lo que quiero! —protesta—, tostarme al sol y sudar como un cerdo.


—Mira que eres bruta.


—Estoy harta de pasar frío. Quiero ponerme vestidos de tirantes, sandalias, estar morena y comer arroz —explica—. Me gusta la comida del norte pero necesito un poquito de dieta mediterránea.


Estoy a punto de protestar cuando me interrumpe.


—Y, además, podrás hacer surf. Las playas de allí no serán como las de aquí, pero, por ejemplo, la del Dosel es más que suficiente para que te quites el mono. Allí hace mucho viento, podemos hacer kite surf.


—Está bien, está bien —acepto, dando la batalla por perdida—. ¿Cuándo te dan las vacaciones?


—Juancho me ha dado el mes de agosto para irse él en julio. ¡Justo lo contrario de lo que pasaría en una oficina normal! El director siempre se va en agosto…


—¿Y por qué ese cambio? —inquiero con curiosidad.


—Maria y su viaje prometido. Como agosto es temporada alta y le parece que va a haber mucha gente se van a ir en julio. Aunque si quieres saber la verdad, tampoco es que haya una gran diferencia.


—¿Así que en agosto voy a conocer a mis suegros y a mi cuñada?


—La segunda semana de agosto.


—¿Por qué la segunda? —Creí que estaba deseando largarse de aquí.


—Pues… —se sonroja—, es que quiero quedarme aquí la primera semana para ver el mercado medieval de Lekunberri. Juancho me ha dicho que es una pasada.


—¡Acabáramos! ¿Y se puede saber qué es lo que te atrae a ti de un mercado medieval? Ahí no hay nada de marca que puedas comprar.


—Lo sé —admite—. Pero me encantan las mermeladas caseras, los quesos y todas esas cosas. ¡Por no hablar de las pulseras, collares y demás abalorios que hay en los puestecillos más hippies!


Desde luego, en eso no ha cambiado en estos meses, es una loca por las compras.


—Bien, en ese caso, si vas a estar aquí hasta la primera semana de agosto…


—Vamos —me interrumpe con el ceño fruncido—. Vamos a estar. Después tú te vienes conmigo a Valencia.


—Que sí, mujer, no te preocupes. Ya sé que me vas a presentar en sociedad.


—Lo dices como si te fuera a llevar al matadero.


Mientras mantenemos esta conversación, Paulaa y yo estamos sentados en la hierba frente al caserío. Ya ha oscurecido y contemplamos las estrellas. Le encanta y es una de las cosas que más le gusta de vivir aquí. Así que ahora que ha llegado el buen tiempo, cada noche, después de cenar, cumplimos nuestro ritual y salimos a buscar constelaciones.


—Ahí está el cinturón de Orión —señalo.


Pedro no me cambies de tema. Estábamos hablando de la visita a Valencia.


Apoyo mi mano sobre la suya y mantengo la mirada fija en el cielo.


—Mmm.


Entonces, se gira hacia mí y me aparta la mano de un manotazo.


—¿Se puede saber qué pasa? ¿Tanto problema te supone pasar unos días con mi familia y amigos? —espeta enfadada.


No es que me suponga un problema. Es más, me apetece ver cómo era su vida antes de venir aquí y estoy seguro de que me llevaré bien con su familia pero tengo más dudas con respecto a su círculo de amigos. A veces pienso que sería más fácil que se fuera sola de vacaciones y que nos viéramos a la vuelta. Sería un alivio y me quitaría un peso de encima. Además de ahorrarme tener que dejar a alguien a cargo de la ganadería.


—Pues…


—No me fastidies. Todos van a estar encantados de conocerte. Mis padres, mi hermana, mis amigas, Santi… —se calla de pronto al ver que ha metido la pata.


Vale, si me apetecía poco bajar a la «terreta» como lo llama ella, ahora todavía me apetece menos. Si por algo me caracterizo es por mi sinceridad y estoy seguro de que el tal Santi me va a caer como el culo. Me niego en redondo a reírle las gracias a un pijo que ha estado beneficiándose cuando le ha dado la gana a la que es mi novia. Me niego.


—Mira, Paula —digo en tono suave pero firme—. Voy a ir a Valencia y voy a conocer a tu familia y a tus amigas, pero en lo que respecta a…


Entonces, de pronto, en medio del silencio sepulcral del campo, la canción Always empieza a sonar y veo que Paula rebusca en su bolsillo y saca el móvil. Antes de que descuelgue no puedo evitar quedarme parado con una de las frases de Bon Jovi: And I will love you, baby, always.


—¿Santi? ¿Pasa algo? No es habitual que llames a estas horas… —hace una larga pausa—, ¿para San Fermín? Pues… no, no, claro… —una nueva pausa y Paula me mira incómoda—. Muy bien, pues ya concretamos.  Hablamos a lo largo de la semana. Un beso —y, como quién no quiere la cosa, cuelga y se queda callada.


—¿No vas a decirme nada?


—¿De qué?


—Pues para empezar, de por qué llevas esa canción de tono de móvil para tu amiguito Santiago y, en segundo lugar…


—Santi va a venir de visita para San Fermín —me interrumpe.


—¿Cómo? ¿Qué tu ex y amigo con derechos va a venir a pasar en mi casa las fiestas? ¡Ni hablar! —me cruzo de brazos y frunzo el ceño. ¡Lo que me faltaba!


Pedro, es mi casa —lo dice conciliadora, pero no me gusta su tono y mucho menos que el tipejo ese esté bajo el mismo techo que ella—, todavía te pago el alquiler.


—¡Pues ya puedes dejar de pagármelo hoy mismo! No lo quiero cerca de ti.


—¡No me seas antiguo! Santi solamente es un amigo. Llevo más de medio año aquí y es normal que quiera visitarme.


A mí no me la da. Sé que quiere convencerme de lo que dice pero noto en su voz que ni siquiera ella se cree del todo lo que está diciendo. Por lo que he oído del tal Santiago, es un conquistador nato y, esos, no van solo de visita… Nunca.


—Está bien —acepto—. Os quedaréis los dos en mi piso. Y tú dormirás conmigo.


—Pero, a ver, ¿tú con quién te crees que iba a dormir yo? No me puedo creer que seas tan celoso.


Paula se acerca a mí y me besa con ternura, luego me empuja para que quede tumbado sobre la fresca hierba y se tumba sobre mí. Sonrío al sentir su cuerpo sobre el mío y sonrío todavía más al ver que empieza a desabrocharme la camisa.


—Estoy harta de tanto cuadro —murmura entre beso y beso—. Quiero la camisa fuera.


Yo me dejo hacer.


—Ves como el campo no está tan mal —digo con voz ronca al sentir que Paula me baja la cremallera y toma mi miembro con sus manos.


—Tienes razón. —Se separa de mis labios y se centra en proporcionarme las mismas caricias en otra parte de mi cuerpo—. Es cuestión de aprovechar las posibilidades.


Joder, qué bien lo hace. Me estoy volviendo loco y no puedo pensar en otra cosa que no sea estar dentro de ella.


Y, así, en medio del prado y con la única luz que nos proporciona el cielo estrellado, hacemos el amor hasta que caemos rendidos y ya no podemos más.


Paula tiene razón, no tengo motivos para estar celoso. Aun así, me toca los cojones que el tal Santi vaya a estar bajo el mismo techo que ella.


Hay que joderse.