miércoles, 31 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 30





Pedro


La noche es larga y las copas se suceden. Mi chica y su amiguito Borjamari o como se llame beben gin-tonics, aunque se lamentan de que se los sirvan en vasos altos de plástico, los típicos vasos de cubata de toda la vida, en vez de en copas de balón de cristal.


Yo, sigo con el calimocho, es lo que se suele beber en fiestas y, aunque yo no soy de pasarme con la bebida, tener al tipo este enfrente toda la noche me está poniendo de una mala hostia que… o me evado con el alcohol o acabaré partiéndole la cara.


¿Quién cojones se ha creído que es?


Antes, cuando he vuelto de la barra he podido escuchar cómo le decía a Paula que ella no se quedará aquí mucho tiempo. ¿Qué sabe ese que yo no sepa? ¿Me está ocultando algo? Dijo que se quedaría dos años como mínimo y yo la creí, pero este tiene pinta de ser de esos que lo saben todo y no puedo dejar de pensar que si lo dice es por algo.


Las horas pasan y el alcohol hace mella en mí pero yo le digo a Paula que estoy de lujo. Pienso correr el encierro y pienso demostrarle a mi chica que yo soy un hombre, no como ese niñato con el que salía.


Van a ver el encierro desde la plaza. Me niego a meter al susodicho en casa de mi amigo Jacinto así que cuando yo vaya a prepararme les he dicho que se vayan a la plaza de toros a coger sitio. Mientras tanto, aquí estamos, en una de tantas verbenas, bailando canciones horteras que parecen gustarle a Paula porque desde que hemos llegado la he visto cantarlas todas. Santi le sigue el rollo y baila con ella. 


Para empeorar las cosas, estamos rodeados de una cantidad impensable de gente; hordas y hordas de personas, y yo, que odio las aglomeraciones, me pongo nervioso y para calmarme doy un trago, y otro, y otro…


A las siete de la mañana tengo muy claro que no estoy en condiciones de correr. No he dormido y debo llevar más alcohol en sangre que en toda mi vida. Sé que correr borracho es una irresponsabilidad, para mí y para los demás, así que tendré que conformarme con ver el encierro desde la plaza.


Al menos esa es mi firme intención hasta que Santi se acerca a mí y, borracho como una cuba, me dice que quiere correr.


—Ni de coña —sentencio—. No estás en estado de correr.


—¿Y tú sí? ¡Anda ya!


—He dicho que no.


—Tú no eres nadie para impedírmelo…


Le quito el cubata de las manos y me planto frente a él. No es que me importe mucho que entre ahí y lo pillen los toros pero sé que Paula sufriría y no quiero que eso pase. Por no hablar de que puede ser peligroso para el resto de corredores. De todas formas, incluso si lo intenta, será difícil que lo dejen pasar si va bebido porque hoy en día está todo mucho más controlado.


—¡Eh, tío! Tú no eres más que un ganadero de mierda, no eres nadie para decirme lo que puedo hacer.


Cuenta hasta tres, Pedro, o hasta mil, porque como no lo hagas el gilipollas este se va a llevar un buen mamporro. Por suerte, Paula interviene y se pone de mi parte.


—Puede que él no sea nadie para ti, Santiago, pero creo que yo sí lo soy. No puedes correr así. ¿No ves que Pedro tampoco va a hacerlo porque ha bebido?


—¿Ahora te has vuelto una mojigata? Antes eras más divertida…


Uf, qué ganas de partirle la cara a este impresentable. ¿Qué cojones vio Paula en él? Lo observo atentamente y, de pronto, se da la vuelta y echa andar en dirección a la puerta del vallado de la plaza del Mercado. ¡Mierda, mierda, mierda! 


Este no hace ni caso. Va a correr.


Veo que Paula empieza a llamarlo, alarmada, pero él la ignora y sigue caminando. Ella se pone nerviosa y, entonces, hago lo único que se me ocurre.


La sujeto por los brazos y la obligo a mirarme. Tiene que tranquilizarse. Pero no, no se tranquiliza. Aunque no me haga gracia, parece tenerle una gran estima a Santiago y tiene miedo de que le pase algo.


—Shhh… tranquila. No pasará nada.


—¿Cómo puedes saberlo? Todos los años hay heridos en los encierros y ha bebido un montón.


—Voy a ir con él.


—¿Qué?


—Que voy a ir a buscarlo y correré el encierro con él. Me ocuparé de que no le pase nada.


No parece convencida.


—No —sacude con fuerza la cabeza—. Tú también has bebido, menos, pero también… me niego a sufrir por los dos.


—No tendrás que sufrir por nadie. Soy un corredor experimentado. —Y un poco borracho, es cierto, pero sé cómo hay que moverse y puedo apañármelas para devolverle al imbécil de Santiago sano y salvo.


—No… —insiste—. No voy a quedarme tranquila.


—Mira —le tiendo mi teléfono móvil—, llama a mi amigo Jacinto, el dueño de la casa en la que vimos ayer el encierro. Ve a su casa a verlo de nuevo y yo acudiré con Santiago cuando haya terminado. Estaremos bien, de verdad —enfatizo la última frase pero tengo ciertas dudas.


La dejo ahí, plantada y con los ojos llorosos y corro en busca del imbécil de su amigo. Cuando al fin lo encuentro y, puesto que no me va a hacer caso y piensa correr en el encierro, me centro en darle consejos.


—No te quedes parado a mitad del recorrido, no toques a los toros ni corras detrás de ellos, si te caes…


—Que sí, Pedro, que sí. No te preocupes tanto y déjame disfrutar del momento.


¡Acabáramos! Pues nada, si no quiere consejos allá él.


A las ocho, entre los cánticos frente a la hornacina con la imagen de San Fermín, da comienzo el encierro: salimos con el resto de corredores, entre los que hay de todo, desde gente experimentada y de toda la vida como yo hasta australianos y americanos. Pasamos el primer tramo, que suele ser el más peligroso porque es donde más rápido van los toros.


Santiago corre a mi lado. Mucho protestar antes pero ahora que estamos en el meollo creo que los tiene de corbata…


Llegamos al final del tramo de Mercaderes y estamos a punto de entrar en la calle Estafeta.


—¡La curva por la izquierda! —le grito a Santiago que, acojonado como está, asiente y obedece.


Es importante cogerla así porque los toros se estrellan contra el vallado en muchas ocasiones por culpa de la inercia y es fácil que se te lleven por delante si la coges por ese lado.


Llegamos a Estafeta y, aunque los toros aquí van más lentos, es un tramo peligroso. Es imposible aguantar toda la calle corriendo, en algún momento tienen que rebasarnos, así que tiro del brazo de Santiago y, junto a otro montón de corredores nos hacemos a un lado y dejamos que pasen.


Los toros nos adelantan y, entonces, justo cuando volvemos a ponernos en marcha, noto en la cara de Santi que se está mareando. Se tambalea y se cae al suelo.


—¡No te levantes! ¡No te levantes! —grito.


Un toro viene rezagado y, aunque el pisotón será doloroso, sería muchísimo peor que se llevara un astazo.


Todo pasa en décimas de segundo aunque en mi cabeza puedo verlo a cámara lenta. El toro se acerca. Santi ignora lo que le digo y trata de ponerse en pie. Y yo, gilipollas de mí, no se me ocurre mejor cosa que acercarme a ellos para tratar de ayudar a Santiago, que no ha hecho más que joderme desde que ha llegado. Al mismo tiempo, localizo a Paula en el balcón de Jacinto y, cuando sus ojos fijan la mirada en los míos, el toro me alcanza y me embiste.


Sigo mirándola.


Pese al dolor que siento no puedo dejar de hacerlo. ¿Y si no vuelvo a verla?


El toro se ensaña conmigo. La ingle, el muslo… siento como, al final, varios corredores lo alejan de mí y me arrastran para sacarme de ahí. Ni rastro de Santi. Ese se ha puesto en pie y se ha largado como alma que lleva el diablo. Menudo cobarde.


Estoy a punto de perder la consciencia, pero antes de hacerlo miro por última vez a mi chica de asfalto.



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