Paula
Uno de enero,
dos de Febrero,
tres de Marzo,
cuatro de Abril
cinco de Mayo,
seis de Junio,
siete de Julio,
San Fermín.
A Pamplona hemos de ir,
con una media, con una media.
A Pamplona hemos de ir
con una media y un calcetín.
Todo cambió a partir de ahí.
Además de nuestra relación, empecé a verle el lado bueno a la vida rural; aunque no negaré que no me he acostumbrado del todo y que no es lo que a mí me gusta. Da igual. En estos meses me he dado cuenta de que viviría en la selva si tuviera a Pedro a mi lado.
Por eso estoy un poco intranquila.
Tengo ganas de disfrutar de las fiestas pero el hecho de que Santiago vaya a venir ha dejado de ilusionarme y ha empezado a preocuparme. Tengo la sensación de que la cosa no va a ser fácil cuando estemos los tres.
Pedro ya me lo dejó claro la otra noche. Y en Santi prefiero ni pensar porque nuestra última conversación no hace presagiar nada bueno.
En fin, que sea lo que Dios quiera.
Escucho a Pedro entrar por la puerta. Está guarro, guarro. Y apesta. Lo veo que se acerca hacia mí para darme un beso pero salgo corriendo. Él me persigue y al final logra darme caza.
—¡Pedro! —protesto.
Él no se da por aludido y me abraza por detrás mientras intenta besarme en el cuello.
—¡Quita, cochino! —Lo aparto de mí y vuelvo a la cocina—. Directo a la ducha. No quiero verte hasta que huelas de arriba abajo a esa colonia que tanto me gusta.
—Y te pone.
Al decir esto me guiña un ojo y no puedo evitar soltar una carcajada porque es la verdad. Me pone. Es un olor tan masculino.
—Sí. Me pone mucho… pero tu olor de ahora no, así que corre al baño. Además, he de terminar la cena.
Pedro se resigna y obedece. Yo sigo preparando la pasta y cuando lo oigo salir le grito sin girarme:
—¿Te puedes creer que en el ultramarinos no tienen bacón a taquitos? He tenido que ir a por panceta a la carnicería.
Suelta una carcajada.
—Creía que ya habías superado esos problemillas de chica de ciudad.
—Se ve que no —suspiro—. En fin, qué le vamos a hacer. Anda, ya está la cena. Cuéntame el planning de mañana.
—Todo depende de cuándo llegue nuestro querido Santiago —ironiza.
Quiero cabrearme con él porque, pese a todo, Santi es mi amigo y siempre se ha portado bien conmigo. Pero lo entiendo. Yo también estaría celosa si viniera a pasar los sanfermines alguna amiguita de Pedro. No me haría ni pizca de gracia.
Lo que pasa, es que en el fondo me encanta que mi hombretón del norte esté celoso.
—Cariño, sabes que no tienes de qué preocuparte —afirmo—. Y, como respuesta a tu pregunta, Santi llega mañana por la tarde así que por la mañana podemos ir solos al encierro.
—En ese caso iremos a ver el encierro al balcón de unos amigos y luego te llevaré a almorzar. Así podrás vivir la parte tranquila de las fiestas y la que a mí me gusta.
Asiento con la cabeza.
—Por la noche, cuando él haya llegado podemos ir a cenar, ver los fuegos artificiales y salir de fiesta.
—Vale.
—Te aviso que los sanfermines por la noche son una locura.
—Las Fallas de Valencia también, gente por todos lados.
—No creo que sea tan tremendo como esto. Por eso a mí me gusta ir durante el día. Es otro ambiente. La noche se ha convertido en algo —se queda pensativo—, casi grotesco. La gente se pasa tres pueblos, pero ya lo comprobarás por ti misma.
—¿Tan exagerado es?
—Ya me lo contarás. Espero que a tu amiguito le guste la fiesta porque la va a tener. Para eso ha venido, ¿no?
Asiento de nuevo. ¿Ha venido para eso? No estoy segura del todo. Tengo un poco de miedo de que traiga otras intenciones pero el autoconvencimiento es lo mejor para estar tranquila. Santiago solo viene porque nunca ha estado en un encierro y ¿qué mejor momento que ahora que yo vivo en Navarra?
A la mañana siguiente me planto mi modelito rojiblanco y nos vamos a la ciudad. ¡Lástima que no sea para ir de compras!
Aun así, disfruto muchísimo. Los amigos de Pedro tienen un piso en la calle Estafeta así que tenemos una visión estupenda del encierro.
Jacinto es un tío muy majo, de la edad de Pedro, pero ya con todo el cabello canoso lo que le hace parecer mayor de lo que es y le da un toque interesante. Su casa está a reventar de gente: amigos, familiares, compañeros de trabajo. ¡A tope! Es el primer encierro y todo el mundo tiene muchas ganas. Me recuerda a la primera mascletà.
Nos dan de desayunar bien tempranito y luego nos posicionamos en el balcón para ver a esos locos que se ponen a correr delante del toro.
—A lo mejor mañana corro en el encierro —le suelta Pedro a Jacinto como quien no quiere la cosa.
—¿Qué? —pregunto alarmada interrumpiendo la conversación de los dos amigos.
—Que casi seguro que mañana correré en el encierro.
—Ni hablar —le digo muy seria. Es muy peligroso.
—Sabes que soy de riesgos. ¡Hace años que soy corredor!
Lo miro asustada. No, no quiero que corra. No quiero que le pase nada.
—No me va a pasar nada —añade leyéndome la mente—. Tengo experiencia y sé cómo hay que hacerlo.
Resoplo. No me gusta nada la idea pero tampoco puedo atarle a una silla e impedir que vaya.
—Tranquila, Paula —añade Jacinto—. Si te apetece puedes venir a verlo aquí y así estarás menos nerviosa.
—Gracias por la invitación, pero esta noche llega un amigo y todavía no sé cómo nos organizaremos.
Cuando Jacinto se aleja le hablo molesta a Pedro.
—Pues sí que tienes ganas tú de hacerme sufrir.
—¿Yo? ¿Qué me dices de ti? ¿Crees que yo no voy a sufrir hoy teniendo que compartirte con tu ex?
Touché. Paula, mejor cierra la boca si no quieres más líos.
Levanto la vista al cielo y me encomiendo a Dios para que tengamos una nochecita tranquila y Santi venga con los ánimos calmados.
Dios debe haber ignorado mis peticiones porque desde que ha llegado, Santi y Pedro parecen dos machos alfa enfrentados. Los dos quieren marcar el territorio y las conversaciones van de pullita en pullita y ya empiezan a incomodarme.
Al final, terminamos de cenar y vemos los fuegos artificiales en silencio. Yo apoyo la cabeza sobre el pecho de Pedro y miro al cielo. Por fin un momento de paz. Dura muy poco porque pronto siento los ojos de Santi clavados en mí. Me giro con discreción y veo que pone mala cara. ¿Qué demonios le pasa?
En un momento dado, entramos en un bar a tomar algo.
Pedro se levanta a pedir a la barra a regañadientes. Sé que no nos quiere dejar solos pero yo necesito cruzar un par de palabras con Santi sin que él esté delante. E intuyo que, por la forma en que me sigue mirando, Santi también.
—¿Qué cojones haces con este tío? ¿Tú has visto la ropa que lleva?
—Sí, la he visto. ¿Qué pasa?
—Pau—me llama por mi diminutivo para marcar el territorio y dejar claro que tiene razón. Que él sabe lo que me conviene—, ¿desde cuándo te van las camisas de cuadros y el look leñador?
—Desde que quiero al hombre que las lleva.
—No me jodas. ¿Ahora resulta que el hombre de tu vida es un ganadero?
—Eso parece.
—¿Me vas a decir que tienes intención de quedarte en ese pueblo de mierda el resto de tus días?
—No sé si el resto de mis días. No sé cómo nos organizaremos Pedro y yo en un futuro, pero, sí, pienso quedarme en ese pueblo porque estar a su lado hace que merezca la pena. Y, para que lo sepas, no es un pueblo de mierda. Puede que sea pequeño pero tiene muchas cosas buenas.
—No me lo trago, Paula, no me lo trago —niega con la cabeza a la vez que frunce el ceño—. Nadie cambia tanto en tan pocos meses.
—El amor hace cambiar a las personas.
—Venga ya…
—¿Qué te pasa, Santi? —lo interrumpo—. ¿Desde cuándo te importa tanto lo que yo haga o deje de hacer?
—Desde que… —Se lo piensa un poco antes de continuar—. Hace no mucho me estabas llamando para que viniera a rescatarte de tu nueva vida. ¿Recuerdas que querías ir a un hotel conmigo? Imagino que no sería para jugar al parchís.
Suspiro.
—Sí, Santi, te pedí que vinieras y sabes perfectamente lo que quería entonces. Lo hemos hecho muchas veces y no era nada serio
—Puede que no, pero hubo un tiempo en el que lo fue y quizá podría volver a serlo.
No respondo porque veo que Pedro se acerca a la mesa con las bebidas y no quiero que nos escuche pero Santi no tiene pinta de callarse.
—De todas formas, no te quedarás aquí mucho tiempo… —gruñe.
Yo le pego un pisotón por debajo de la mesa para que cierre la boca de una puñetera vez y lo hace a regañadientes.
Pedro nos da los gin-tonics que hemos pedido y deja caer sobre la mesa su vaso de calimocho.
—Curiosa elección —no puede evitar soltar Santiago.
—¿Te refieres a esto? —dice mostrándole el vaso—, porque es la bebida que más vasos verás llenar en estas fiestas. ¿O quizás te refieres a esto?
Mi chico de campo, se sienta y se acerca a mí, me rodea con el brazo y, ante la atónita mirada de Santi, me besa. Pero no es un beso sin más. No. Pedro se recrea en el beso, pasando su lengua por encima de mis labios y recorriendo lenta pero apasionadamente mi boca. Es un beso que me deja muy, pero que muy claro lo que quiere de mí y yo me revuelvo inquieta en la silla, pensando que no voy a soportar todas las horas que quedan hasta llegar a casa.
Luego me suelta y, girándose hacia Santiago como quien no quiere la cosa, coge el vaso de calimocho y da un largo trago.
—Y bien, ¿ya sabes a qué te referías?
Santi lo mira con rabia y él se yergue satisfecho. Dios, esto se me está yendo de las manos. Queda mucha noche por delante y temo lo que pueda pasar.
Voy a tener que encomendarme a San Fermín.