martes, 30 de agosto de 2016

ESCUCHA TU CORAZON: CAPITULO 27




Paula


Pedro y yo ya no nos tomamos ese café. Regresamos al pueblo en silencio. Él conduce mirando fijamente la carretera sin abrir la boca. Tiene el ceño fruncido y está claro que no está de buen humor. Yo no quiero preguntar nada, al menos, todavía no. Algo grave pasó cuando él y Lucía rompieron. 


Puedo intuir lo que es, pero quiero que sea él quien me lo cuente. Cuando esté preparado.


De pronto empieza a llover y eso parece aumentar su enfado. Lo escucho maldecir por lo bajo y murmurar entre dientes.


La lluvia azota el coche con fuerza. Cada vez arrecia más y pese a que el limpiaparabrisas se mueve a toda velocidad es casi imposible ver a través del cristal. La conducción empieza a ser peligrosa y noto que Pedro está tenso. 


Sostiene el volante con manos firmes pero lo noto nervioso. Incluso asustado.


Cinco minutos más tarde, poco después de haber pasado el pueblo de Lekunberri, nos cruzamos con un área de servicio y, a pesar de que ya no nos queda mucho camino, Pedro se detiene en ella. Apaga el motor del coche y, cuando lo único que se escucha son las gotas de agua golpeando la carrocería del vehículo, apoya la cabeza sobre el volante y suspira aliviado.


—Cariño, ¿qué te ocurre? —No soporto verlo así.


—Lo siento, Paula. Siento haber estropeado el día.


—No tienes que sentirlo. Lo que yo siento es que estés tan disgustado. ¿Quieres hablar de ello?


—Hasta que esto no se calme no nos moveremos. —gesticula en referencia a la tormenta—. Nos veo durmiendo en el coche.


—Anda, no te preocupes por eso y dime qué te pasa.


—Son demasiadas cosas.


—Tú mismo has dicho que tenemos tiempo, así que empieza a desahogarte.


Pedro se desabrocha el cinturón de seguridad y tira el asiento hacia atrás para ponerse cómodo.


—Ya sabes que heredé el caserío de mis padres cuando ellos fallecieron. —Asiento—. Lo que probablemente no sepas es que murieron en un accidente de tráfico en una noche muy parecida a esta y en una carretera muy parecida a esta.


Ahora comprendo su obsesión y preocupación a la hora de conducir en ocasiones anteriores.


—Esto sucedió hace dos años.


Vaya, vaya, ¿a la par que su ruptura con la víbora rubia de antes?


—Si estás haciendo cuentas, sí, fue entonces cuando Lucía y yo rompimos. Nos conocimos en la universidad. Mis padres querían que yo fuera algo más que un simple ganadero, así que me enviaron a Madrid a estudiar y allí me convertí en Ingeniero Agrónomo.


—¿Por qué no me lo habías dicho?


—Quería saber que tú sí podías quererme siendo un simple ganadero.


—Tú no eres un simple ganadero.


Enarca una ceja.


—¿Ah, no?


—¡Claro que no! Eres mucho más que eso. Eres una persona maravillosa. Eres atractivo, divertido, inteligente, valiente… ¿quieres que siga?


—Déjalo.


Pedro, tú eres grande. Eres el rey de mi mesa redonda.
No puede evitar soltar una carcajada ante esta afirmación y, mientras se inclina a besarme, murmura:
—Mientras no te busques a ningún Lancelot…


Se entretiene con el lóbulo de mi oreja. Lo mordisquea, lo lame con avidez y luego pasa a mi cuello. Un hormigueo recorre mi cuerpo y en menos que canta un gallo estoy totalmente excitada. La conversación queda en un segundo plano porque lo único que deseo en este momento es sentir el cuerpo de Pedro pegado al mío.


Pero este no es el lugar. Ni el momento.


Así que lo aparto con suavidad de mí, le señalo el cielo con la mano para mostrarle que solo hay un poco de llovizna y, de nuevo en silencio, reemprendemos la marcha.


Pedro ha dejado su historia a medias pero hoy no va a salirse con la suya. Va a contármelo todo. Va contarme el porqué de su tristeza, el porqué de sus prejuicios, el porqué de su vuelta al pueblo. Y si no lo hace no va a haber mambo. 


¡He dicho!


Llegamos a casa y Pedro se entretiene de nuevo en besarme el cuello. Sé adónde quiere ir a parar, pero no es la solución a sus problemas. Puede que sea un alivio temporal pero no quiero estar con él hasta que no vea que vuelve a ser el mismo.


—No has terminado de contarme tu historia…


—Está bien.


Pedro se deja caer sobre el sofá.


—En realidad no hay mucho más que contar. Cuando mis padres fallecieron y se hizo la lectura del testamento yo quedé como único heredero. El problema es que, además del caserío y la ganadería, heredé un montón de deudas. —Suspira—. Si quería salvar lo que a mis padres les había llevado una vida construir no me quedaba otra que volver a mi lugar de origen y continuar con lo que ellos habían empezado.


—¿Lucía lo dejó contigo por eso?


—Hay veces que los astros se conjugan y hacen que, cuando las cosas van mal, vayan todavía peor.


Se lleva las manos a la cabeza y su cara de amargura hace que se me encoja el corazón.


—Unas semanas después del fallecimiento de mis padres, Lucía descubrió que estaba embarazada. La sola idea de venirse conmigo y criar a un niño en el campo la horrorizaba. Así que cortó por lo sano: rompió conmigo y abortó. Sin más.


No tengo respuesta para eso porque puedo imaginar el dolor que aquello supuso para él y más en un momento tan duro como que estaba pasando.


Pedro continúa:
—No quiso ni pensárselo. Ni siquiera cuando le dije que yo me haría cargo —sacude la cabeza—. Su respuesta fue que no iba a criar a su hijo como un pueblerino en medio de las vacas.


Le pongo la mano en el hombro pero sigo callada, sé que todavía no ha terminado.


—Yo regresé a Navarra, roto, y no volví a saber nada más de ella. Hasta hoy.


Ahora entiendo el dolor de Pedro. La chica llevaba un bebé en sus brazos. Ha tenido un hijo y, en cambio, no quiso tener al que podría haber sido el suyo.


—Ahora ella es madre y yo estoy solo.


—No estás solo.


No hay consuelo para la rabia y la impotencia que siente, así que hago lo único que puedo hacer: lo abrazo. Lo abrazo y le acaricio la espalda con suavidad mientras le digo al oído que lo quiero. Nunca se lo había dicho hasta ahora, pero es lo que yo siento.


Lo quiero.


Así, con mayúsculas y creo que necesita saberlo.


Pedro se abraza a mí con fuerza, esconde la cabeza en mi cuello y, entonces, por fin, se libera: rompe a llorar con fuerza. Nunca lo había visto llorar y me parte el alma. Estoy segura de que es la primera vez en mucho tiempo.


Al cabo de unos instantes, el llanto se detiene y levanta despacio la cabeza. Me mira avergonzado.


—¡Joder, los hombres no lloran! —gruñe cabreado al tiempo que se seca las lágrimas.


—Te equivocas. Un hombre de verdad llora si hay un motivo realmente importante para hacerlo.


Veo en su cara la sombra de una sonrisa.


—Yo…


—Shhh —murmuro—, no hace falta que me digas nada.


—Claro que sí —protesta.


—Calla. Ya sé lo que sientes. Platón decía que la mayor declaración es aquella que no se hace; el hombre que siente mucho, habla poco.


Pedro sonríe y se seca las lágrimas.


—Muy sabio, ese tal Platón.


Acerco mis labios a los suyos en un suave y cálido beso que deseo le reconforte.


No hay más que decir. Aunque sí mucho por hacer. Todavía es temprano y tenemos toda la noche por delante…


Con nuestros besos borraremos el sabor agridulce del final de este día. Nos queda mucho por vivir y sé que puedo hacer feliz a Pedro.




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