viernes, 19 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 25





Paula sentía una curiosa mezcla de nerviosismo y culpabilidad. Se moría por salir con Pedro, pero nunca había dejado a Emma sola.


—Sabes cuánto te quiero, ¿verdad? —le dijo a su hija, que estaba sentada en su sillita.


Emma pataleó y gorjeó, y acabó con un estornudo. Paula le tocó la frente y le pareció que estaba fría. Después colocó su conjunto nuevo sobre la cama y alisó la tela. Estaba tranquila porque sabía que Sarah tenía experiencia con niños y que su madre estaría cerca. Mientras se metía a la ducha se decía que no pasaría nada. Podría usar el móvil de Pedro para comprobar si todo iba bien.


Cuando salió se miró en el espejo cubierto de vapor y dijo:
—Esta noche vas a salir con uno de los solteros más codiciados de Philadelphia —así lo calificaba un artículo que había leído en una revista.


Él se lo había pedido sólo porque quería salir a celebrar lo de su libro, pero el caso era que se lo había pedido.


Ella, Paula Chaves, una mujer sin importancia iba a salir con el hombre más guapo del planeta. Nunca había tenido suerte, pero últimamente, las cosas no le iban mal del todo.


Paula se sentó en la cama en albornoz para darle el pecho a Emma mientras le contaba que sólo se iría unas pocas horas.


—Volveré a casa para darte de comer. Nunca te abandonaré. Nunca, nunca.


No podía comprender cómo su madre había podido hacer algo así. ¿Qué habría ocurrido? ¿Qué le habría hecho Paula para hacer que la abandonaran en una gasolinera en medio de la noche y no volvieran nunca por ella?


Decidió apartar aquellos pensamientos tan oscuros de su cabeza, dejó a la niña en la cuna y empezó a vestirse. 


Nunca tendría respuestas para esas preguntas, pero esa noche iba a salir a cenar con Pedro Alfonso.


Paula se puso el jersey y al ver el resultado quedó muy contenta de haberlo comprado. Se peinó los rizos con los dedos, pues hubiera necesitado horas de secador para alisárselo, y no tenía ni tiempo, ni práctica, ni el material necesario.


Cuando se puso los pantalones y se miró al espejo se dijo que era la ropa más bonita que había tenido nunca. Se calzó los únicos zapatos que tenía en buenas condiciones, unos mocasines que tenía desde el instituto. En ese momento oyó que llamaban a la puerta, así que agarró su chaqueta del extremo de la cama y salió corriendo.


Pedro había llegado antes que ella y había invitado a Sarah a entrar. La chica lo miraba sonriente y embobada, como la mayoría de las mujeres cuando lo veían de cerca. Antes de que Paula pudiera decir nada, él le pasó a la joven una lista con los sitios donde estarían y su número de móvil. Si aún no estaba enamorada de él, se había enamorado en ese preciso instante.


Pedro se giró y la vio, y se quedó muy asombrado. Era tan raro verlo inseguro que Paula pensó que tendría que ser por algo malo. Tal vez se había puesto demasiado elegante y había pensado que estaba tratando de impresionarlo. Ella no quería que pensase eso. No quería que supiera lo que sentía por él, sería demasiado incómodo.


Después, al verlo sonreír, se dio cuenta de que él también se había arreglado. Estaba recién afeitado y se había puesto una camisa de algodón y una bonita chaqueta de cuero.


Paula le dio las últimas recomendaciones a Sarah mientras Pedro le sujetaba la chaqueta. Estuvo a punto de cancelarlo todo y quedarse, pero lo miró y dijo:
—Estoy lista.


—Te recuerdo que vas al cine, no al matadero —dijo él, sacudiendo la cabeza.


Paula intentó sonreír. Si él no entendía cómo se sentía, ella no podía explicárselo. Se despidieron de Sarah y ésta cerró la puerta.


Pedro la condujo al deportivo y le abrió la puerta. Él se sentó en el asiento del conductor y arrancó el coche enseguida. 


Ella no había estado nunca en un coche así y tenía que resistirse para no pasar la mano por la madera del salpicadero y el cuero de los asientos.


—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que Emma vuelva a tener hambre?


—No suele despertarse hasta que me voy a acostar, sobre las once.


—Bien. Tenemos mucho tiempo hasta entonces. ¿Soportarás estar tanto tiempo sin ella?


—¿Me dejarás tu teléfono móvil para ver si todo va bien dentro de una hora?


—Puedes usarlo todo lo que lo necesites —le dijo, mirándola a los ojos.


—Gracias por comprenderlo —dijo ella, después de aclararse la garganta.


—No lo entiendo, pero eso no es lo que importa.


Tras esas palabras, ella se sintió aún más enamorada de él. ¿Quién podría resistirse a un hombre como Pedro?


Hicieron el viaje en silencio, pero sin sentirse tensos por ello, y ella decidió no pensar en la niña y disfrutar el momento.


—¿Te gusta la comida italiana? —dijo él al llegar frente a un restaurante con nombre italiano.


—Sí —le gustaba todo lo que no cocinase ella, especialmente la comida italiana.


De repente, la puerta del coche se abrió, sorprendiéndola. 


Un joven con una camisa blanca la esperaba para ayudarla a bajar. Ella no hizo caso de su mano y salió del deportivo como pudo. Pedro la esperaba en la acera, y mientras ella se acercaba, le pasó las llaves del coche al joven.


Pedro la tomó por el codo y la condujo al interior mientras ella miraba hacia atrás, asombrada.


—¿En serio vas a dejarle a ese chico tu coche? Ni siquiera lo conoces.


—Su trabajo es aparcar los coches de los clientes. ¿En serio crees que va a fugarse con él? —Paula se sintió una idiota, pero lo cierto era que había conocido a alguno que hubiera renunciado a un trabajo mal pagado por robar coches de lujo—. Si no vuelve, llamaremos a un taxi para que nos lleve al cine —añadió él, riendo.


—No te rías de mí —dijo ella. Empezaba a sentirse fuera de lugar.


—No me estaba riendo de ti —dijo él, callando inmediatamente—. Pero no quiero que te preocupes por nada. Te mereces pasar una noche agradable.


Paula no dijo nada y entró en el restaurante, que olía a ajo, a queso y pan recién hecho.


La camarera los condujo a una mesa junto a la ventana e Pedro le retiró la silla. La mantelería era de lino y cuando Paula vio los precios del menú se dio cuenta de que, de pagar ella, la cena le costaría el sueldo de media semana. 


Se sintió aterrada. ¿Pagaría Pedro? Había sido él quien lo había propuesto…


—¿Qué te apetece?


—¡Todo! —respondió ella, incapaz de pronunciar los nombres de los platos, pero las descripciones sonaban a gloria.


—¿Quieres que pida por ti? —se ofreció él.


Ella se lo pensó un momento y después decidió que disfrutaría más de la comida si no sabía lo que costaba, así que accedió. Cuando apareció el camarero, Pedro pidió vino y agua con gas para ella.


—¿Te importa que llame a Sarah? No me entretendré mucho.


—Claro que no —dijo, pasándole el diminuto teléfono.


Como ella no había usado nunca un móvil, él le explicó que tenía que marcar el número y apretar el botón verde de llamada. Sarah contestó a la primera y le aseguró que Emma seguía dormida, así que Paula le dio las gracias y colgó.


Cuando el camarero apareció con una copa de vino en una bandeja de plata, Pedro le dijo lo que querían en italiano y el camarero, sonriente, le respondió que las ensaladas estarían enseguida.


—¿Hablas italiano? —preguntó ella, impresionada.


—Lo suficiente como para pedir la comida. Pasé un verano allí cuando estaba en la universidad. Se suponía que iba a estudiar el idioma, pero me despisté un poco…


Paula estaba segura de que las italianas debían de considerarlo tan guapo como las americanas.


Cuando llegaron las ensaladas, él la entretuvo con la historia de un pequeño monasterio a las afueras de Palermo. Ella no había estado en ningún sitio hasta que llegó a la granja, a una hora de Philadelphia y le encantaría viajar por Europa, por los lugares históricos que conocía por los libros.


—Paula —la voz de Pedro la trajo de nuevo a la realidad. 


Se sonrojó al notar la presencia del camarero.


—¿Ha terminado, señorita?


Paula miró a su plato, completamente vacío.


—Sí.


—¿Aún sigues preocupada por haber dejado a Emma en casa? —le preguntó Pedro cuando el camarero se hubo marchado.


—No —estaba mucho más cómoda de lo que había creído en un principio—. Sarah puede llamar si tiene algún problema.


—Bien, porque quiero que vengas a la fiesta de lanzamiento de mi libro que será dentro de dos semanas. La editorial quiere darle un poco de publicidad.


A ella le costó un momento procesar toda esa información.


—¿Dónde va a ser?


—En Nueva York.


—No puedo dejar a Emma para marcharme a Nueva York —deseaba decir que sí, pero tenía que ser realista—. Estaríamos fuera horas.


Pedro sacudió la cabeza.


—Días. Nos llevaríamos a Emma, y a Sarah, si su madre está de acuerdo. Puede quedarse en la habitación del hotel con la niña mientras nosotros vamos a la fiesta.


Nueva York. Quería llevarla a Nueva York. A un hotel. No tenía palabras.


El camarero llegó con los segundos platos y él empezó a comer como si nada.


—¿Qué dices? ¿Vendrás?


—¿Quién se ocupará de la granja? —se refería a los animales, pero no los quería mencionar abiertamente porque sabía que a él no le gustaban.


—Sólo serán un par de días, y seguro que algún amigo de Sarah puede pasar a dar de comer a tus mascotas —Paula asintió, como fulminada por la invitación. Nueva York…—. ¿Qué te parece?


—Me encantaría ir —dijo asintiendo. Y él no tenía ni idea de cuánto.


—Bien —sonrió, y como si su respuesta no fuera realmente importante, añadió—: Ahora, come.


La cena fue maravillosa. Comieron en silencio mientras ella pensaba en su invitación. Ella se sentía Cenicienta en el momento en que el Príncipe le daba la invitación para el baile.


El camarero acudió a recoger sus platos y a ofrecerles postre. Pedro pidió cannolli de chocolate.


—¿Seguro que no quieres nada?


—No, gracias. Estoy demasiado llena.


El camarero se apresuró a atender la petición de Pedro.


—Podemos llegar a la ciudad el viernes y volver el domingo. Podemos buscar a alguien que venga un par de veces al día.


Paula sentía que iba a explotar de alegría. Tomó aliento y asintió con la cabeza.


—Le preguntaré a Sarah esta noche.


Pedro pagó la cuenta. Ella estaba deseando hacerle mil preguntas sobre la fiesta, pero no quería parecer demasiado inocente.


El resto de la velada pasó en un suspiro. A ella le gustó la película, a pesar de los ocasionales comentarios de Pedro, pero le gustó aún más sentir el calor y el aroma de su cuerpo.


—¿No te ha gustado? —preguntó ella a la salida del cine. Él se encogió de hombros—. El libro es mejor —añadió ella.


—Ya lo sé —dijo él, y ella envidió su seguridad en sí mismo.


De camino a casa, ella se dio cuenta de que no sabía qué ropa llevar a la fiesta. ¿Cómo de elegante sería? En ese momento tenía puesto su mejor conjunto, y estaba segura de que no sería lo suficientemente elegante para la fiesta.


—¿Qué ocurre? —dijo Pedro, interrumpiendo el curso de sus pensamientos.


—Nada. Bueno, sí. No realmente —se sintió un poco tonta—. No sé qué ponerme para la fiesta.


Él se encogió de hombros como si eso no tuviera ninguna importancia.


—Un vestido de cóctel será perfecto.


Ella sonrió y asintió. Claro. Un vestido de cóctel. Cuando fuera a la compra, tendría que echar un vistazo en la tienda de ropa usada. Sería un gran dispendio para su ajustado presupuesto, pero no iba a perderse una fiesta en Nueva York por no tener vestido. Como dudaba que su hada madrina se presentara próximamente, decidió que visitaría la tienda de ropa usada.









MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 24





Pedro llevaba cuatro horas trabajando en la revisión de su borrador y el resultado era mucho mejor de lo que se hubiera atrevido a imaginar. Nunca hasta entonces había podido escribir con compañía, y aunque en la granja se sucedían las interrupciones, el borrador le había salido solo.


Deseaba salir a celebrarlo, pero entendía que Paula no pudiera llevar a Emma, pues se podía echar a llorar en mitad de la película y el resto de espectadores no tendrían por qué ser comprensivos con la situación.


Entonces vio el autobús escolar que dejaba a dos chicos en la carretera, en la entrada de la granja de los vecinos. El chico debía de tener unos diez años y la chica debía de estar en la adolescencia. ¿No solían las chicas hacer de canguros a esa edad? Tal vez pudiera convencer a Paula de que dejaran a Emma con una canguro, pero primero tendría que ver a la chica. Si llevaba un pendiente en la nariz y pintalabios negro, el trato sería inviable.


Pedro bajó y oyó que Paula estaba charloteando con Emma en su cuarto. Como deseaba que la velada fuera una sorpresa, no le dijo adonde iba y, después de abrigarse, salió de la casa.


Pedro se dirigió a la granja de los vecinos, cruzó la cerca y vio unos quince ponis que salieron corriendo y relinchando hacia el establo al verlo. Cuando Pedro llegó frente a la casa, una mujer salió al porche. Probablemente el ruido de los ponis la hubiera alertado.


—¿Puedo ayudarlo en algo? —dijo sonriendo.


Pedro se presentó, ella le dijo que era Ellen Schmidt y le dio la bienvenida a la comarca. Después Pedro le explicó el motivo de su visita y le preguntó si su hija cuidaba niños. La mujer le explicó que sí, que tenía bastante experiencia con los cinco niños de los vecinos y que a pesar de sus quince años era muy madura y responsable.


—¿Puedo hablar con ella? —preguntó Pedro, sonriendo ante el orgullo de madre de Ellen.


—Claro. Está en el establo, dando de comer a los ponis. Iré con usted.


La madre la llamó e inmediatamente una cabecita morena asomó por la puerta del establo. Pedro se fijó en que no llevaba piercing ni maquillaje.


—Sarah, éste es Pedro Alfonso. Vive en la casa de en frente y quiere saber si querrías cuidar a Emma.


—¿A la niña de Paula? Claro que sí.


—¿Estás libre esta noche? —preguntó Pedro sin dejar de estudiarla.


—Sí.


—¿Estará usted en casa? —le preguntó a la madre—. Por si su hija necesita ayuda…


La mujer asintió. Parecía divertida.


—Mi marido y yo estaremos aquí toda la noche.


—Ahora sólo tengo que convencer a Paula de que deje a la niña en casa.


—Buena suerte —recomendó la mujer—. Paula es muy protectora. Tal vez se sentirá más cómoda si Sarah va un rato antes y puede hablar con ella.


Pedro le pareció bien y volvió a casa.


Paula lo esperaba en el porche con Emma en brazos.


—Acaban de traer un paquete para ti.


—¿Lo has dejado en la oficina? —llevaba tiempo esperando las pruebas de su último libro.


—No creo que quepa —dijo ella, sonriendo.


En la entrada Pedro vio una enorme cesta de fruta envuelta en papel de celofán, tres ramos de flores y dos cajas muy grandes. Pedro leyó las tarjetas y vio que los regalos eran de su agente, su editor, el estudio y su cuñado, que estaba empeñado en producir su siguiente película.


—Parece que están contentos con el éxito que ha tenido la película —dijo él.


Ella sonrió y asintió con la cabeza. Después le dijo:
—¿Has salido a dar un paseo porque no te está yendo bien la corrección?


Él se sintió conmovido porque se preocupase por él.


—No. De hecho, va mejor de lo que esperaba. He ido a casa de los vecinos a ver si Sarah quería cuidar a Emma esta noche para que nosotros saliéramos a celebrarlo —y esperó su reacción.


Paula agarró con más fuerza a su hija.


—Oh… no sé, nunca la he dejado sola. Sólo tiene tres meses.


Pedro recordó a su madre contando con orgullo cómo había conseguido recuperar la figura y ponerse su traje de esquí sólo dos semanas después de tenerlo. Lo dejó con una niñera y se marchó dos semanas a esquiar. Su madre no había sido una madre tan entregada como Paula.


Pedro iba a protestar cuando sonó el timbre.


—Espero que no sea otra cesta de fruta —dijo Paula, y abrió la puerta.


Era Sarah. Pedro las observó un rato mientras jugaban con Emma y después decidió subir a trabajar. No quería presionar a Paula a hacer algo que la hiciera sentirse incómoda. No entendía sus pocas ganas de separarse del bebé, pero era su elección. Al cabo de un rato llamaron a la puerta.


—Sarah está libre esta noche. ¿Tu oferta de ir al cine sigue en pie?


Pedro no quiso valorar la alegría que sintió en ese momento. 


Después de todo, era sólo una película.


Él se encargó de buscar los horarios de las películas en Internet y cuando ella se ofreció a preparar la cena temprano, él sacudió la cabeza.


—No, vamos a cenar fuera. Será tu noche libre —se la tenía merecida—. Dile a Sarah que venga a las seis y así nos dará tiempo a cenar y ver la película.





jueves, 18 de agosto de 2016

MI MEJOR HISTORIA: CAPITULO 23





Paula tenía el New York Times extendido sobre la mesa de la cocina mientras leía la crítica de la película basada en el libro de Pedro. Los comentarios eran inmejorables y la recaudación de taquilla del primer día había sido un récord.


Llevaba puesta la bonita camiseta que él le había comprado bajo la camisa de franela y estaba deseando que el tiempo mejorara para poder llevarla sin nada encima. Había pensado en ella lo suficiente como para traerle un regalo. Y también había traído otro para Emma. Para él probablemente no fuera nada, pero para ella era algo importantísimo. Nunca recibía regalos. Paula volvió a llevar sus pensamientos al periódico. No podía creer que conociera a alguien famoso y era de lo más emocionante que Pedro hubiera conocido a los actores de la película.


Oyó que Pedro bajaba las escaleras y dio un salto para saludarlo.


—Estaba leyendo la crítica de tu película. Las críticas son muy buenas y las salas se han llenado de espectadores.


Pedro se quedó mirándola.


—¿Mi película?


No podía haberlo olvidado ya. Había vuelto el día anterior del preestreno.


—¡Sí! La que tú escribiste.


—Yo escribí el libro en el que está basado el guión.


—¿Tan distinto es el guión del libro?


—No lo sé. Normalmente sí lo son. No he visto la película —¿qué estaba diciendo? Había estado en el preestreno…—. Fui a cenar con unos amigos.


Paula intentó no pensar en que probablemente Joyce estaría entre esos amigos.


¿Cómo podía haberse perdido la película? Aquél era el tercero de sus libros que había sido llevado al cine.


—¿Has visto las otras dos?


—Sí. Y en algún momento veré esta también. ¿Has visto las otras dos?


Ella asintió, sonriendo.


—Y me parecieron buenas. No tanto como los libros, pero buenas.


Él pareció sorprendido.


—¿Has leído los libros?


—He leído todos tus libros.


—Bien… gracias —dijo él, aparentemente complacido.


Paula se giró para servirle una taza de café y se preguntó por qué habría reaccionado de ese modo. Vendía millones de libros y tenía que encontrarse con admiradores cada dos por tres.


Él tomó la taza de café y la miró.


—Deberíamos celebrarlo. Salgamos esta noche. Podemos ir a cenar y después ver la película.


Su tono era tan brusco que ella tardó un momento en darse cuenta de que la estaba invitando a salir. Antes de poder responder, él añadió:


—¿Crees que Emma aguantará un par de horas en el cine?


La desilusión llegó lentamente. Emma volvía a estar resfriada.


—Normalmente sí, pero tiene un catarro y está un poco protestona.


Como para darle la razón a su madre, Emma se despertó y empezó a llorar. Paula corrió a la habitación y la tomó en brazos para llevarla al salón.


—¿Quieres desayunar? He hecho la masa para tortitas.


—Suena bien —dijo él después de observarla un segundo—, pero creo que iré a dar un paseo primero, ¿dentro de media hora está bien?


—Perfecto —así tendría tiempo para dar de comer a la niña.
Pedro dejó la taza en el fregadero y salió al porche.


Paula volvió a acostar a la niña, enchufó la plancha para hacer las tortitas y retiró el periódico de la mesa, intentando no mostrar su desilusión. Desde luego, le hubiera encantado salir con Pedro a cenar y a ver la película, pero si Emma no se sentía bien, era imposible.


Mientras preparaba la mesa con el sirope y el zumo de naranja, lo oyó llegar.


Él entró en la cocina con el pelo revuelto y la cara congestionada por el frío.


—Huele genial ahí fuera. Estoy muerto de hambre.


¡Ella tuvo ganas de comérselo a él!


—¿Ha estado bien el paseo? —dijo ella, deseando que no fuera tan guapo y tan inalcanzable.


—Frío, pero muy bonito. Me gustan los paisajes invernales.


A Paula el frío le resultaba deprimente y siempre estaba deseando que llegara la primavera.


—¿Has desayunado ya? —preguntó él con el ceño fruncido después de mirar a la mesa.


—No, aún no —respondió ella, sorprendida. Ella siempre comía después que él. Esperarlo era parte de su trabajo.


—¿Y cómo es que la mesa está puesta para uno?


La mesa siempre estaba puesta para uno. Ella intentó buscar una respuesta que no lo dejara en evidencia cuando él añadió:
—Quiero hablar contigo. Siéntate.


—De acuerdo —dijo ella, poniéndose en guardia al instante.


¿Qué era todo aquello? Él siempre comía solo y no parecía gustarle conversar mientras tanto. Muchas veces se llevaba su plato de comida al piso superior o le pedía que le llevara la comida a su oficina.


¿De qué quería hablar?


Sintiéndose ridículamente nerviosa, Paula sacó un cubierto y un plato para ella, junto con la bandeja de tortitas.


¿Para qué quería sentarse con ella?


Después de sentarse, se acordó del café. Fue a buscarle una taza limpia y se sentó. Entonces sintió sed y se levantó a por un vaso de agua para ella, justo cuando se sentaba, el indicador de la plancha se iluminó, avisando de que las tortitas estaban listas, así que retiró la silla de la mesa.


—¡Siéntate! —exclamó Pedro, frustrado haciendo un gesto con la mano.


—Pero el resto de las tortitas ya están hechas.


—Bien —dijo con firmeza—, pero es la última vez que te levantas. Me vas a provocar una indigestión.


Paula retiró las últimas tortitas de la plancha y volvió a su sitio a escuchar las malas noticias que Pedro estaba seguramente a punto de darle.


Él acabó con tres tortitas y ella aún estaba con la primera. 


Aparentemente era incapaz de tragar.


Él se reclinó en la silla y declaró.


—He acabado mi primer borrador.


Aquello no parecían malas noticias. Paula consiguió tragar por fin.


—Eso está bien, ¿no? —entraba en territorio desconocido.


 Él no le había hablado de su trabajo hasta entonces.


—Es genial. Nunca había coincidido todo como en este libro.


—No pareces muy contento —dijo ella, después de estudiar la expresión de su rostro.


—Tengo miedo de que cuando empiece a revisarlo, lo acabe estropeando todo y tenga que empezar desde el principio.


Paula estaba asombrada. ¿Había escrito un libro entero y no sabía si le gustaba?


—¿Te ha pasado antes? Me refiero a lo de tener que empezar desde el principio.


—Nunca.


—¿Cuándo vas a empezar a revisar el borrador?


—Ahora —dijo él retirando la silla y levantándose.


—¿Cuándo sabrás si es bueno?


Él se echó a reír.


—Lo sabré enseguida. No estás comiendo.


Ahora que estaba tranquila, el apetito le vino de repente y se sirvió otra tortita.


—¿Me avisarás si es bueno?


—Lo sabrás. Si sigo ahí arriba mucho rato, es que todo va bien. Si no… ya me oirás.


Al levantarse él, ella empezó a retirar la mesa.


—Por favor, Paula siéntate y acaba. Necesitas comer. Una madre que está amamantando a su bebé necesita novecientas calorías extra.


Ella se quedó tan asombrada que no pudo ni protestar. 


¿Cómo demonios sabía él eso? Tomó otro bocado de tortita y se dijo que no era algo que los hombres supieran por sistema.