miércoles, 27 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 10





Tardaron dos días en terminar la puerta Oeste y enseguida pasaron a reconstruir la entrada para coches. Paula no podía negar que necesitaba reparación pues estaba llena de baches.


Tampoco podía quejarse de las verjas nuevas puesto que Colin Jones, el aparejador, se había personado en su casita para entregarle su propio mando a distancia. Al parecer, el señor Alfonso le había dado instrucciones cuando llamó desde los Estados Unidos para saber cómo iba la obra.


«No me dijo que volvería a marcharse», pensó Paula. Pero, ¿por qué iba a hacerlo? Ella no era nada para él.


Y él no era nada para ella.


Al saber que él no estaba allí, Paula cedió a su curiosidad y se acercó a la casa grande. Esperaba que hubiera cambios, pero se quedó perpleja al ver casi toda la parte trasera cubierta de andamiajes para limpiar la piedra y que la parte del establo estaba sin techo. Al parecer iban a reconvertirlo en casitas para invitados. Había todo un batallón de obreros.


Lo mismo pasaba con la parte frontal de la casa. Era cierto que Highfield necesitaba todo ese trabajo para sobrevivir, pero Paula lo sentía como si le estuvieran borrando el pasado y la dejaran a ella a la deriva.


Era imperativo que dejara la casita. No por Pedro y sus reformas, sino por percatarse de que su vida tenía que cambiar. Volvió a mirar a diario los anuncios y a visitar agencias. Dario, en silencio, parecía resignarse.


Pasaron varias semanas hasta que encontró algo medianamente aceptable. Claro que, después de los apartamentos tan sórdidos que había visto, sus exigencias habían bajado bastante. La cocina estaba sucia, la sala era diminuta y no tenía ducha. Pero estaba dentro de su presupuesto.


Intentó convencerse de que era el lugar adecuado y, tras dejar un depósito de cincuenta libras, se lo mostró a Dario.
Como Dario no había visto los otros para comparar, dijo lo que pensaba.


—¡Es horrible!


Esa vez Paula no apreció la franqueza de su hijo y no tuvo en consideración sus sentimientos ni su edad. Solo le dijo que tendría que gustarle porque la casita ya no era de la familia. Que era de Pedro y que tarde o temprano querría recuperarla. Para su ama de llaves, o para algún amigo, o simplemente porque era suya y no quería a dos extraños viviendo allí.


Era una dosis de realidad imperdonable ya que se había pasado los diez años de su vida protegiéndolo. Pero no había podido evitarlo pues estaba agobiada por las preocupaciones que se le acumulaban.


La reacción de Dario fue el silencio, y al llegar a casa corrió a su dormitorio. Ya más tranquila, Paula se sintió culpable y trató de contentarlo. Pero él la rehuyó y se mantuvo serio y cabizbajo todo el fin de semana.


No era la primera vez que dudaba de sí misma como madre. 


Se confirmaba lo que todos, incluso Pedro, decían: que era demasiado joven cuando tuvo a Dario.


Tres días después Dario anunció de repente:
—Mamá, creo que podremos quedarnos aquí.


—Oh, Dario. Quiero que dejes de preocuparte de esas cosas —le respondió—. No debía de haber dicho lo que te dije y, pase lo que pase, seguro que será para mejorar.


—Pero si pudiéramos quedarnos en la casita para siempre… —insistió el niño— ¿Es eso lo que te gustaría?


Paula no sabía qué contestar. Comenzar de nuevo en otra parte la atraía pero entendía que Dario rehusara desarraigarse.


—A decir verdad, ya no lo sé.


—¿Pero y si Pedro quiere que te quedes?


—¿Pedro? Querrás decir el señor Alfonso.


Dario asintió.


—Él me dijo que lo llamara Pedro.


—¿Cuándo? —Paula no recordaba haberlo oído.


—No me acuerdo. ¿Importa mucho? Mamá, si él no quiere que nos vayamos, entonces podemos quedarnos, ¿verdad?


—Es posible —contestó.


Su tono era evasivo, pero Dario no lo notó y su cara se alegró.


Paula decidió dejarlo con la idea hasta que pudiera ofrecerle otra alternativa mejor al apartamento que le había enseñado.


Pero aún no había encontrado nada cuando Pedro reapareció durante el fin de semana.


Era viernes por la tarde y Dario se había quedado a dormir en casa de un amigo. Paula había salido del baño, se había puesto una bata y se estaba secando el pelo cuando llamaron a la puerta.


La llamada la sobresaltó pues nunca tenía visitas inesperadas.


Apagó la luz y miró entre las cortinas. Estaba lloviendo pero había luz suficiente para reconocer al visitante.


El estómago se le encogió y consideró fingir que no había nadie.


Volvieron a llamar.


—Paula, soy Pedro —ella no se movió pensando que a lo mejor él desistiría y se marcharía—. Pau, sé que estás.


Pau. Solo él acortaba así su nombre. Antes le gustaba, pero en ese momento solo le causaba resentimiento. Se armó de valor y abrió.


—¿Sí?


—Hola —saludó él—. Yo también me alegro de verte.


Ella hizo una mueca ante el sarcasmo.


—¿Qué quieres? Son más de las nueve.


—Lo siento —se disculpó él—, pero acabo de llegar de Estados Unidos. Pensé que sería mejor que viniera ahora, por si no te veía por la mañana.


—Si es por el alquiler —tartamudeó Paula—, ya te lo habría pagado, pero no hemos acordado cuánto es.


—¿El alquiler? —repitió él—. No lo sé. ¿Cuánto le pagabas a tu madre?


—Ciento cincuenta libras —no podía decirle que nada y se inventó la cifra.


—De acuerdo —asintió él.


—Al mes —aclaró ella.


—De acuerdo —estaba claro que le era indiferente la cantidad—. En realidad quería hablarte de tu contrato.


—¿Y bien? —Paula se preparó. ¿Había llegado la hora del desalojo?


—¿Puedo entrar? —dijo acercándose.


Paula le habría cerrado la puerta en las narices, pero lo hizo pasar y lo acompañó hasta la sala, mientras se apretaba el cinturón de la bata, consciente de que no estaba vestida.


Él llevaba un traje formal, aunque tenía el cuello de la camisa desabrochado y la corbata floja.


—¿Quieres beber algo? —la oferta era de puro compromiso.


—Me gustaría —dijo mirando a su alrededor los cambios de la casita—. No es en absoluto como yo la recuerdo.


—La escalera es nueva —aclaró ella—. La hice construir para que Dario pudiera usar el ático como dormitorio. Cambié las paredes a su piedra original, y el resto lo pinté. Algunos muebles son los tuyos y el resto lo compré en una subasta.


—Es toda una transformación —parecía sincero en su admiración—. Es difícil de creer que sea el mismo sitio.


—Gracias —Paula aceptó el cumplido—. ¿Quieres café, té o algo más fuerte?


—Creo que té.


—Siéntate —le dijo señalando el sofá y salió hacia la cocina.


Cuando volvió con las tazas y el té, él estaba al lado de su mesa de trabajo hojeando algunos diseños.


—Parecen profesionales —comentó.


—Son para el dormitorio y vestidor de un cliente. Plano noventa y nueve más o menos.


Él sonrió.


—Así que esto es lo que querías decir con arreglar casas. Eres decoradora de interiores —declaró él, y ella asintió—. ¿Por qué no lo dijiste?


—Parecía que te divertía llegar a otras conclusiones.


Él la miró pero no dijo nada y siguió hojeando sus dibujos.


—¿Desde cuándo estás haciendo esto?


—¿Diseñar? Desde hace tres años —contestó—. Este encargo en particular, desde hace unas semanas, aunque me parece mucho más tiempo.


—¿Tienes problemas? —preguntó. Ella se encogió de hombros. ¿Qué le importaba a él? Recogió los dibujos y los metió en su carpeta, haciéndole señas a Pedro para que se sentara—. Me pregunto —continuó él cuando ella le dio su taza de té— si tendrías tiempo para hacer algún trabajo para mí… de diseño, quiero decir.


Ella no sabía qué contestar.


—¿Yo?… ¿En Highfield?


Él asintió.


—Los constructores están renovando la estructura de la casa, pero tarde o temprano habrá que amueblarla y decorarla de arriba a abajo.


—¿Y por qué yo?


—¿Y por qué no? Tú conoces Highfield y pienso que podrías mejor que nadie hacer algo en sintonía con el estilo y los años de la casa.


Era una proposición tentadora. Un proyecto como Highfield era el sueño de cualquier decorador, pero ¿no sería demasiado para ella?


—Solo he diseñado una habitación por vez —confesó Paula—. Creo que te iría mejor contratando a una empresa grande.


—Ya han venido dos —dijo Pedro haciendo una mueca—. Casa de campo al estilo de un piso de Nueva York…


—¿Minimalista? —el estilo estaba haciendo furor.


—Desnuda es la palabra que yo aplicaría —respondió él—. Aunque, para ser justo, tampoco les di muchas explicaciones. Pensé que ofrecerían algo en consonancia con el estilo de la casa.


—Tendrás que dar alguna breve sugerencia sobre lo que prefieres o la mayoría de los diseñadores tratarán tu casa como una obra de arte más que como un sitio para vivir.


—Bien. No me gusta nada muy florido, ni los tonos pastel, ni la madera clara, ni el pino, ni los muebles de reproducción. ¿Es suficiente?


—Es un comienzo —acordó Paula.


—Entonces, ¿cuándo podrías?


—¿Qué?


—Comenzar.


¿Había ido para eso? No, porque acababa de descubrir que era diseñadora.


Habría sido fácil aceptar, pero no podía obviar los inconvenientes. Ella necesitaba confianza mutua para trabajar, y en ese caso carecía de ella.


—No podría —contestó por fin—. No tengo ni tiempo ni medios.


—Ni ganas —añadió él.


Paula no contestó y se limitó a preguntar:
—¿No querías hablar del contrato?


—Tengo entendido que te preocupa la seguridad de tu arrendamiento.


Paula lo miró tratando de entender.


—Esto qué es, ¿la hora de la liquidación? —preguntó ella refiriéndose a una conversación anterior.


Pedro hizo una mueca y luego recordó.


—¿Acaso prefieres un arreglo económico?


Paula, que había hecho una broma, lo miró sorprendida. ¿Iba a hacerle eso? ¿Darle dinero para que se fuera? Eso era lo que parecía.


—No quiero que me des dinero —dijo despreciativa—. Si decido marcharme será porque yo lo quiera.


—Será mejor que se lo digas a Dario —contestó él en tono cortante.


—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula irritada.


Pedro metió una mano en el bolsillo, sacó un papel doblado y se lo entregó.


Era un mensaje electrónico impreso. Paula lo leyó rápidamente, y luego lo releyó, incrédula.


—¿Has estado escribiéndote con mi hijo? —no tenía que fingir su indignación.


—No. Él se ha estado comunicando conmigo. Yo solo le acusé recibo.


—¿Pero cómo?


¿Cómo podía haber enviado Dario ese mensaje? ¡Un ruego a Pedro para que no los echara de la casita!


—Pues con mucha iniciativa, diría yo. Al parecer habló con Jones, el constructor, quien lo dirigió a Rebecca, la mujer de mi socio. ¿Te acuerdas de ella? Y con un poco de insistencia la persuadió para que le diera mi dirección electrónica. Supongo que tiene acceso a un ordenador.


—Tiene uno en su dormitorio —confirmó Paula.


—¿Con un módem? ¿Está conectado a internet?


Ella asintió.


—Lo usa a veces para los deberes, pero la compañía que lo instaló me dijo que le pondrían un filtro para que no pudiera entrar en los chats ni recibir páginas inapropiadas.


Paula se quedó pensando preguntándose por qué tenía que justificarse ante Pedro como madre. Ni que él fuera un buen padre. Simplemente no lo era.


—Eso no le impediría enviar mensajes —explicó Pedro—. Y sospecho que Dario es suficientemente listo para saltarse todos los filtros. De todos modos, no ha pasado nada malo.


¿Nada malo? ¡Una carta de súplica al casero! ¿Y la respuesta?


—¿Qué le contestaste? —inquirió ella.


—No lo recuerdo, pero seguramente estará aún en el disco duro si quieres leerlo —Paula guardó silencio—. La esencia era que no se preocupara, que tenéis el arrendamiento asegurado y que aclararía las cosas en cuanto regresara.


—¡Qué magnánimo! —dijo Paula pensando que Dario creería que si se iban era por culpa de ella.


El sarcasmo sorprendió a Pedro, pero al rato concluyó:
—Ya entiendo. Tú querías marcharte y yo era una buena excusa. Y si el chico piensa que yo soy el casero malo, ¿a quién le importa? —era obvio que a él sí le importaba y Paula se sonrojó—. ¿Has encontrado algún sitio?


—Aún no.


—¿Pero estás buscándolo? —Paula asintió—. Pero ¿por qué razón? ¿Por eso que hubo entre tú y yo?


Paula alzó la vista ante la franqueza de la pregunta. Sus miradas se encontraron. Quería fingir que no tenía ni idea de qué quería decir eso. Pero eso había vuelto a la vida en cuanto ella había visto de nuevo a Pedro y estaba acechando ante la mirada gris de él.


—Todo no gira alrededor tuyo, Pedro Alfonso —mintió—. He estado encerrada aquí casi ocho años y ya es hora de moverme.


—No puedo contradecirte —replicó él, pero ¿estás segura de que el apartamento de Southbury es el sitio adecuado?


Paula maldijo a Dario. ¿No podía guardar secretos?


—Es lo que puedo pagar —se justificó—. ¿Cómo supiste eso? ¿Está en el mensaje?


—Dario estaba conectado a la red cuando le envié la contestación anoche —«así que tuvieron una charla», pensó Paula—. Siento mucho si no lo apruebas, pero…


—¿Cómo voy a aprobar que mi hijo pase las noches revelándole nuestra vida privada a un extraño?


—Vamos, Paula. Yo no soy un extraño —contradijo Pedro—. Y el chico estaba pensando en vuestro interés. No puedes culparlo por ello.


Estaba claro que Pedro pensaba que ella iba a castigar a Dario. Y quizás lo haría, desconectándole el ordenador unos días, pero eso no era asunto de Pedro.


—Ya arreglaré las cosas con Dario como me parezca oportuno —contestó Paula incorporándose.


Él fue más rápido y se interpuso entre ella y la puerta.


—Mira, yo no he venido aquí para meter al chico en problemas. Es un chico estupendo y puedes estar orgullosa de él. Tienes mucho mérito. No debe ser fácil educar a un hijo sola.


Paula consideró que el cumplido era en tono paternalista y su resentimiento se desbordó.


—Como si te importara mucho…


—En realidad sí me importa —la miró fijamente—. ¿Por qué otro motivo crees que estoy aquí? Quiero ayudarte.


La preocupación de Pedro parecía auténtica, pero Paula vio algo distinto en sus ojos. ¿Acaso pensaba que era tonta?


—Quieres decir que deseas acostarte conmigo.


Pedro iba a negarlo pero recordó que siempre la tenía en mente mientras estuvo fuera. Quizás sería bueno decir las cosas claras.


—Eso también —aceptó él—. Pero no es un requisito. Te ayudaré de todos modos.


—Así que si te digo ahora que nunca voy a acostarme contigo y te pido, por ejemplo, dinero para el depósito de un apartamento decente, ¿me lo vas a dar? —ella preguntaba por preguntar, pero se quedó perpleja cuando él alcanzó su chaqueta y buscó su cartera.


—¿Cuanto necesitas?


—¡No quiero tu dinero! —espetó ella—. Era solo un supuesto. Debes de creer que estoy desesperada.


—Creo que estás sin blanca —rectificó él.


—¡Pues no lo estoy! Y aunque lo estuviera, no podrías comprarme.


—No era mi intención. Si mal no recuerdo —contestó él en tono cortante—, no necesito comprarte.


Paula se puso roja de rabia.


—¡Canalla!


—Posiblemente.


—Tenía dieciséis años y estaba borracha —Paula estaba cansada de que siempre sacara a relucir el pasado—. Por eso creo que no puedes considerarte irresistible.


—Y el mes pasado… y la semana pasada… —la agarró por el brazo—. ¿Estabas borracha? Y desde luego ya no tienes dieciséis años.


Paula no malgastó sus energías tratando de zafarse.


—No. Tienes razón. Soy una madre soltera de veintiséis años que no se ha acostado con un hombre hace años, y como tal es posible que esté desesperada. No es un gran reto, ¿verdad?


Ella pretendía molestarlo y ridiculizarlo, pero él pareció complacido.


—Muy interesante —comentó—. ¿Y qué esperáis tú y Carlos? ¿A la noche de bodas?


Paula se quedó sorprendida. Se había olvidado de que le había hablado de Carlos.


—¿Eso sería tan terrible? Carlos es un caballero —Pedro solo contestó con un chasquido de desagrado—. Claro que tú no podrás apreciar esa cualidad…


—Tienes razón. No puedo —afirmó Pedro haciéndola girar para que lo mirara—. Yo solo soy el hijo de la cocinera, ¿recuerdas? No un idiota de clase alta sin sexo… Pero sí, sería terrible estar casada con alguien que puede esperar para hacerte el amor, que no ansía llevarte a la cama y oírte gemir cuando…


—¡Cállate! —eran demasiadas verdades para Paula—. ¿Por qué haces esto?


—Tú sabes por qué —él intentó abrazarla pero ella lo impidió poniéndole un puño sobre el pecho. Bajo el puño, latía el corazón de Pedro de modo tan salvaje como el de ella—. ¿Necesitas que te lo diga?


Una dulce amenaza que ella no contestó. No tenía palabras para rebatir lo que él la hacía sentir, y cómo su mirada le destruía la voluntad.


¿Por qué seguía mirándolo y dejaba que le agarrara las manos y la llevara cerca de la chimenea? ¿Y por qué se quedaba quieta mientras él le daba un beso tierno en la mejilla?


Ya no tenía voluntad. Había cerrado los ojos y como un alma hambrienta buscaba la boca de él.





martes, 26 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 9




Los trabajos en la finca comenzaron a la semana siguiente. 


El lunes, cuando Paula acompañó a Dario a la puerta Oeste, ya había camiones, una grúa y una perforadora estacionadas dentro y fuera de la finca.


Aunque pensaba que no era asunto suyo, después de dejar a Dario en el autobús, se dirigió al encargado a preguntar.


—Hay que quitar las verjas —la informó.


Era lo que Paula temía. Los destrozos habían comenzado.


—A mí me parece que son unas buenas verjas —comentó mirando hacia las magníficas puertas de hierro forjado.


—Están oxidadas —dijo el hombre—. Pueden ser peligrosas.


—Tonterías. Han estado ahí desde hace noventa años.


—Entonces, están viejas —el hombre estaba convencido—. Será mejor que hable con su marido. Son órdenes suyas.


—¡No es mi marido! —negó Paula.


—Lo que sea. Él es el jefe —dijo el hombre con indiferencia.


Paula se marchó, enfadada por haber iniciado la conversación.


Pedro podía hacer lo que quisiera con Highfield. ¿Quién iba a evitarlo?


Ella no, desde luego. Tras su último encuentro con él, había decidido eludirlo hasta encontrar otro sitio donde vivir. Se olvidaría de sus derechos adquiridos porque pensaba que si Pedro quería echarla no se pararía ante nada. Desde luego, no iba a esperar a que él tomara la iniciativa.


Estuvo mirando los anuncios clasificados y las casas estaban fuera de sus posibilidades. Tendría que ser un apartamento. Apuntó algunas direcciones, cerró la casita y se metió en su viejo coche. Al pasar por delante de las antiguas verjas, vio que solo había agujeros.


Durante el trayecto trató de ser más optimista. Ya era hora de que Dario y ella se despidieran de su antigua vida y comenzaran de nuevo.


Pero su optimismo se agotó cuando en la primera agencia le dijeron: «¿Un hijo? Eso puede ser un problema». También le pidieron sus cuentas del último año y referencias del arrendador actual. Difícil. Todo muy difícil.


En la segunda agencia ya sabía a qué atenerse y contestó que sí. «Ya me las arreglaré luego», pensó. De todas formas, no había nada dentro de sus posibilidades.


Volvió a casa decepcionada e intentó concentrarse en su único encargo de trabajo.


Cuando fue a recoger a Dario, una pequeña grúa estaba colocando una verja nueva. Tuvo que mirar dos veces. Era igual que las antiguas.


—¿Le gusta? —preguntó el encargado cuando pasaba.


—Está bien —concedió a regañadientes.


—Debería estarlo. Encargadas especialmente en el mejor forjador del país.


—¿En serio?


—No quiero ni mencionar lo que cuestan.


—¿Habrán acabado esta noche?


—Ni por asomo. Pero no se preocupe. Dejaremos las máquinas bloqueando la entrada. Y uno de nosotros se quedará de guardia como acordamos con su hombre.


Ella hizo un gesto y contestó exasperada:
—Si quiere decir Pedro Alfonso, el propietario, no es nada mío. Hay una casita en la finca y yo soy su inquilina. Eso es todo.


—Seguro. Lo siento —el hombre contestaba con media sonrisa—. Pensé que usted y él… sería natural.


Paula quería decir que no había nada natural en ello, aparte de que Pedro era un hombre y ella una mujer, pero en lugar de decirlo se sonrojó.


—Casi no lo conozco —dijo mientras se marchaba.


Eso era cierto. Conocía al antiguo Pedro. Inteligente, amable, divertido. Pero el nuevo era un extraño. Inteligente, pero no amable, y no era nada divertido que estuviera allí.


Cuando llegó el autobús del colegio, el único en bajarse fue Dario pero Paula oyó que otros chicos se burlaban de él.


—¿A qué viene eso? —preguntó cuando un chico dio un golpe en el cristal de su ventanilla.


—A nada —contestó Dario encogiéndose de hombros y concentrándose en mirar cómo los obreros colocaban la nueva verja.


—No sé por qué se habrán molestado en cambiarla. Es igual que las otras.


—Son automáticas —apuntó Dario—. Seguro que tienen mando a distancia.


—¿Cómo lo sabes? —preguntó Paula.


—Porque están colocando cables —contestó Dario señalando.


—Pues qué bien —murmuró con sarcasmo.


—Pues sí que está bien —discutió Dario—. Tú siempre decías que eran muy pesadas y ahora podrás abrirlas con solo tocar un botón.


—Si tuviera un botón, claro.


Dario entendió enseguida.


—El nuevo dueño seguro que te da un mando para que puedas hacerlas funcionar —Paula lo dudaba, pero no iba a confesarle sus temores a Dario que solo tenía diez años—. Si no, no podrías sacar tu coche.


—Cierto —sentenció ella con una sonrisa y aprovechó la ocasión—. Claro que siempre podríamos mudarnos a otro sitio, ¿verdad?


—¿Mudarnos? ¿Mudarnos adónde? —era obvio que nunca se le había ocurrido.


—No sé… Algún lugar en Southbury que no fuera tan aislado.


—Me gusta estar aquí —sentenció Dario con una mueca.


—Pero podías estar más a gusto en la ciudad —insistió Paula—. A veces debes de sentirte muy solo conmigo como única compañía.


—No —insistió con terquedad.


Paula suspiró y decidió dejar el tema. Al menos le había sugerido la posibilidad para que se fuera acostumbrando a la idea.





¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 8






Pedro continuó mirándolos. Era toda una sorpresa que Paula viviera en la casita. Se preguntaba por qué no se lo había dicho. ¿Por temor a perder sus derechos como inquilino?


—Qué, ¿dándole un repaso a tu pasado? —preguntó Rebecca que acababa de llegar.


—No exactamente. El lugar ha cambiado demasiado.


—¿Y la chica? —preguntó Rebecca con una sonrisa.


—Especialmente la chica —a Pedro no le coincidía la nueva Esme con la antigua. Alta, delgada y rubia, estaba mucho más bonita que la niña regordeta que solía acompañarlo. ¿Pero a qué precio?


—¿La conocías muy bien? ¿Fue una víctima del famoso encanto de Pedro, o no debería preguntarlo? —Rebecca se moría de curiosidad.


Pedro negó con la cabeza. Podía haberle dicho la verdad. 


Rebecca y su marido eran sus amigos íntimos, pero no le pareció bien confesar su único encuentro amoroso con Paula aunque luego ella hubiera continuado con otros, como atestiguaba el hijo. Por un momento se preguntó si… Pero no. No podía ser por la edad.


—Señorita Paula —dijo con ironía—. Me temo que tiene demasiada alcurnia para un chico como yo.


—Ahora no, señor adinerado —dijo Rebecca riendo.


—Me parece que eso no la impresiona.


—¿Y te gustaría impresionarla?


—Quizás —asintió Pedro, pero no reveló lo que sentía de verdad.


De vuelta a la casita, Paula tampoco revelaba sus sentimientos, pero no podía engañar a Dario.


—¿Qué pasa? —rara vez había visto a su madre tan nerviosa.


—Nada —alegó ella cuando llegaba a la puerta.


Una vez dentro, Dario insistió.


—¿Es ese hombre? ¿No te gusta?


Gustar o no, no describía lo que ella sentía por Pedro: una poderosa mezcla de temor, ira y química sexual.


—No mucho —contestó por fin.


—¿Porque compró la casa?


—En parte.


—Alguien tenía que comprarla —la lógica de Dario era aplastante.


—Sí, claro, pero hubiera preferido que fuera otra persona. Y ahora, ¿podemos cambiar de tema?


Dario le hizo caso diciéndole:
—Tienes una telaraña en el pelo.


—¡Puaj! —Paula se pasó la mano por la cabeza, pensando en el aspecto que tenía: vaqueros viejos, camiseta enorme, el cabello en cola de caballo. Horrible comparada con la amiga estadounidense. Pero él la había besado.


«¿Y qué?», se preguntó. Solo indicaba que Pedro no había cambiado. Seguía siendo un oportunista, dispuesto a tomar lo que estuviera en oferta.


Pero ella no lo estaba. Y cuanto antes él lo supiera, mejor.


El problema era que él seguía pensando en ella como Paulita, la hermana pequeña de la atractiva Anabella. ¿O quizás, lo que recordaba era la chica fácil del granero?


Volvió a pensar en la noche en que concibió a Dario y se obligó a recordar el resto…


Permanecieron juntos unos instantes tomando aliento, recuperando la razón.


Entonces él susurró:
—¡Qué bien ha estado!


Paula asimiló las palabras. Bien como si fuera una nota, no era que la amara. El sueño idiota de una colegiala.


—¿Estás bien? —dijo él apartándole el pelo de la cara.


—Sí, muy bien —«no llores. No debes llorar», pensó. 


Después de todo ella lo había incitado, le había rogado. ¿Cómo iba a saber que la dejaría tan vacía?


—Por un momento pensé que… que te había hecho daño —en el fondo estaba preguntándole si era virgen.


—No. Solo que tengo frío —dijo tiritando.


Él la abrazó contra su pecho y ella notó el vello y la piel caliente sobre su piel desnuda.


—Toma —le pasó el vestido y la ayudó a ponérselo. Se puso la camisa y le echó la chaqueta sobre los hombros.


Todavía sentía frío y, lo que era aún peor, estaba completamente sobria.


—Vayamos a algún lugar más caliente —le calzó los zapatos y la ayudó a bajar la escalera, guiándola peldaño a peldaño.
Ya en tierra firme, Paula deseaba huir. Llegó a la puerta pero él la agarró por el brazo.


—¿Paula? —la enfocó con la linterna.


—¿Sí? —ella se volvió esperando las palabras que arreglarían la situación.


—Ya sabes que yo no tenía intención de que pasara esto.


No había dicho las palabras mágicas.


—¿Y?


—Me gustas —añadió él—. Me gustas mucho —«pero no lo suficiente», pensó Paula—. Y quién sabe —continuó con dulzura—, quizás vuelva algún día y podamos…


—Mira —ella no quería promesas vacías—, tuvimos una relación sexual. No es nada especial —intentaba que su tono fuera indiferente.


—Pues debería serlo —le dijo él endureciendo el tono de su voz—. El mundo no ha cambiado mucho y si te dedicas a tener relaciones sexuales promiscuas… Los chicos hablan. No me gustaría que acabaras con una mala reputación.


Paula se sintió enrojecer. Una mezcla de vergüenza e ira.


 ¿Cómo se atrevía a tener una relación con ella y luego amonestarla?


—¡Eres un hipócrita! —le espetó—. Un canalla mojigato.


—Tienes razón. Yo no soy quien —admitió él—, sabiendo que solo eres una niña… Pero sí, lo disfruté. Y tanto, que si no fuera porque me marcho, mañana volvería otra vez. Pero tú no eres Anabella. Tú eres…


«¡Anabella!», Esme no quería oír cómo la comparaba con su hermana.


—Eres tan patético como yo. ¿De verdad crees que le importas algo? —inquirió Paula queriendo hacerle tanto daño como él le hacía a ella.


—Esa no es la cuestión —la sujetaba por el brazo mientras ella intentaba soltarse—. Lo que quiero decir es que…


—¡No me importa lo que digas! —ella lloraba, humillada.


—Oye, cálmate. A menos que quieras que todo el mundo te oiga —señaló con la cabeza hacia la casa grande, que tenía las luces encendidas. Pero Paula no se calmó y, en cuanto pudo zafarse, salió corriendo. Él corrió tras ella, pero no pudo alcanzarla antes de que entrara en la cocina y echara el cerrojo—. ¡Paula! —la instaba desde fuera—. Déjame entrar. Tenemos que hablar —ella no contestó—. ¡Paula! —ella esperó llorando hasta que por fin él se alejó…


Y allí estaba, diez años después, sintiendo aún la misma humillación. Sabía que no había sido a propósito. Y no era lo del sexo lo que la preocupaba. Era la lástima que él había sentido por ella. Eso era lo peor.


El que al día siguiente Pedro se acercara a la casa grande a despedirse no la había consolado. De hecho, ella no estaba allí. Había ido a Londres a casa de una amiga. Él le dejó un mensaje con Maggie, pero no una carta como él alegaba.


—Dile a Paula que se merece algo mejor.


Al oírlo, ella se había sonrojado. Por fortuna, Maggie no había pedido explicaciones.


Paula no estaba segura de lo que significaba. ¿Mejor que qué? ¿Que él? ¿O mejor que convertirse en una mujer que se acostaba con todos?


Ella nunca lo había hecho. Él la había confundido con Anabella. Solo que, en el caso de Anabella, estaba dispuesto a perdonar la promiscuidad.


¿Porque la amaba?


No podía haber otra explicación y Paula todavía sentía celos. 


Era ridículo. ¡Y ella que creía que ya lo tenía superado!


Y así fue mientras que Pedro solo era un recuerdo en su memoria. Pero al verlo reaparecer en su vida, más atractivo que nunca, seguro de su lugar en el mundo y rico, ella sentía la necesidad de humillarlo. Sin escrúpulos. Después de todo, la vida de ella ya tenía pocas perspectivas. ¿Acaso creía Pedro que ella iba a agradecerle las invitaciones a comer, o cualquier otra oferta?


Estaba equivocado. Tenía aún más dignidad que cuando era niña. Estaba educando a un hijo sola, estaba estableciendo su propio negocio y se estaba abriendo camino en el mundo. Aunque a veces se sentía sola, era lo bastante fuerte para sobrevivir sin arriesgar el orden de su vida por una relación sin sentido.


Dejaría que Pedro se instalara en la casa grande e hiciera el papel de señor, pero ella no le debería nada excepto el alquiler.


¿Y Dario? Ese obstáculo ya estaba superado. Pedro lo había visto y no había reconocido su sangre en él. No tenía por qué imaginar que eso cambiaría, y ella no iba a decírselo. 


¿Para qué? ¿Para ver la cara de horror que ponía? No le haría eso a Dario. Él también se merecía algo mejor.