lunes, 25 de julio de 2016

¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 6






Paula dejó de pensar en los Alfonso y se concentró en preparar la cena.


Más tarde, con Dario ya en la cama y la casita en silencio, intentó pensar en su último proyecto. Le habían encargado diseñar el dormitorio principal para una casa estilo Tudor propiedad de un amigo de su padrastro, y de su esposa. Era un proyecto difícil puesto que los dos tenían ideas muy distintas de lo que querían. Paula tuvo que usar muchísimo tacto y paciencia, además de buen gusto e imaginación.


Trataba de inspirarse pero su mente estaba en aquel verano de diez años atrás.


Había vuelto a casa por vacaciones y se había encontrado con que Pedro había regresado de Irlanda para recoger las cosas de su difunta madre. Rosa le había permitido permanecer en la casita y le daba un pequeño sueldo a cambio de trabajos de jardinería y algunas reparaciones.


Para ella era el hijo de la cocinera y por lo tanto su trabajo debía ser de tipo manual. Paula lo conocía mejor y sabía que estaba más dotado para resolver los problemas de un ordenador que para arreglar los goznes de la puerta del establo. Sin embargo, él hacía su trabajo, cortaba el césped, daba de comer a los dos caballos y lavaba los coches.


Paula lo miraba desde lejos, deseosa de hacerle compañía como antes, pero algo había cambiado. Quizás era la situación.


Ella tenía muchas cosas que decirle. Pero le parecía que entre ellos había surgido un abismo. La edad, la situación social, la inteligencia…


¿O había sido Anabella? Ella también había vuelto de su colegio en Suiza. Se aburría mucho mientras esperaba a que le encontraran un trabajo socialmente aceptable en Londres, y para matar el tiempo se había fijado en Pedro.


Al principio, eso no le importó a Paula puesto que Pedro nunca había mostrado interés por Anabella. Pero quizás por eso ella se había encaprichado. Paula había estado siempre a la sombra de su hermana, excepto con Pedro que parecía preferirla a ella.


Hasta aquel verano en que agosto había entrado con una ola de calor y de locura y las cosas cambiaron. ¿O fue solo sexo?


Paula también lo había sentido. Le temblaban las rodillas cada vez que Pedro se le acercaba y enmudecía cuando él le sonreía. Y se sentía celosa al pensar que lo de Pedro y Anabella progresaba.


Lo habría tolerado mejor si Anabella hubiera sido más discreta. Pero su hermana había hecho hincapié en que se enterara de que se acostaba con el mozo de cuadra, como ella lo llamaba, dejando claro que era solo un pasatiempo para ella.


Paula se sentía tan dolida que decidió decirle la verdad a Pedro.


—Ya sé lo tuyo con Anabella —declaró—. No es que quiera entrometerme…


—Entonces, no lo hagas —le dijo él cortante.


Le había dolido mucho. Pedro nunca le había hablado así. 


Pero no había podido parar.


—Solo quería saber si te dabas cuenta de que mi hermana no se toma en serio lo tuyo con ella.


Él parecía muy molesto, pero contestó con una broma.


—Así que no debo comprar un anillo de compromiso, ¿no es así?


—Algo así —replicó ella.


Él se quedó mirándola, tratando de adivinar sus motivos y se rio.


—No te preocupes, todavía tengo el recibo.


—¿Qué? —Paula tardó un poco en entender—. Ah, sí…


—La cuestión es quién te ha mandado a decirme eso, ¿tu encantadora hermana o la matriarca de la familia?


—¿Quién?


—Tu madre.


—¡Oh! —Paula se sintió ridícula—. No nadie. Yo pensé… Déjalo… —sería imposible explicar lo que la preocupaba sin exponer sus propios sentimientos. Él la miraba de una forma extraña y ella se ruborizó—. Olvida lo que he dicho —lo apremió.


—De acuerdo —contestó él esbozando una sonrisa.


Ya no estaba molesto. Solo divertido, lo cual era peor. 


Humillada, dio media vuelta y se marchó.


Él la llamó.


—Paulita, espera —pero ella apresuró el paso y corrió hacia la casa a refugiarse en su cuarto.


Después de eso no pudo soportar verlo a él, ni tampoco a Anabella. Suponía que él se lo habría contado, y se mantuvo recluida.


Una semana después sucedió un incidente. Pedro llamó a la puerta y la nueva cocinera lo hizo pasar al comedor.


Anabella desapareció por una puerta y Rosa ordenó a Paula que mantuviera silencio.


Y así lo hizo. Silenciosa y olvidada en un extremo de la mesa.


Pedro apenas la miró.


—Han cambiado la cerradura —dijo dirigiéndose a la madre—. ¿Qué pensaba? ¿Qué iba a tirar la casa abajo?


—Por lo que yo sé —contestó Rosa Chaves-Hamilton—, eres capaz de hacerlo… ahora que se te han desbaratado tus planes.


—¿Desbaratado? ¿Qué quiere decir eso?


—Quiere decir, jovencito —contestó Rosa mirándolo con altanería—, que tus intentos de comprometer a mi hija han sido frustrados.


—¿Comprometer? —esa era una palabra muy anticuada.


—Pero por si acaso no lo has entendido bien… —la madre se lanzó a recriminarlo dejando bien claro que Pedro no era adecuado para pretender a su hija mayor.


Anabella estaba escuchando desde la habitación contigua y no había interrumpido ni desafiado a la madre. Quedaba claro que estaba de acuerdo con lo que ella decía.


Paula observaba cómo Pedro se iba poniendo furioso, y se regocijó cuando él ridiculizó la soberbia de Rosa con unas palabras muy bien escogidas, dejándola con la boca abierta.


Paula se dispuso a levantarse, pero la madre la interrumpió.


—Y tú, ¿adónde vas?


—A mi cuarto.


—Bueno, vale —concedió cuando Anabella entró de nuevo al comedor.


Paula se apresuró tras Pedro hacia la puerta principal, pero como él no estaba allí, se dirigió a la cocina.


Al verla, Maggie, la nueva cocinera, le indicó la puerta trasera.


—Se ha ido hacia el granero.


—¿El granero?


—Sí. Le di una botella para que se le quitara el frío.


—¿Una botella? ¿Una botella de qué?


—Whisky de la despensa. Yo la reemplazaré, claro.


Pedro no bebe.


Maggie la miró con indulgencia.


—Todos los hombres beben. Créeme. Y hoy la necesita si tiene que dormir en el granero.


—¿Pero por qué? —Paula no entendía nada.


—No tiene otro sitio adonde ir —explicó Maggie—. Tu madre sacó todas sus cosas e hizo venir a un cerrajero. Parece que no le gustaba que él y tu hermana fueran tan amigos. Le guardé esa manta, pero se ha ido sin ella.


—Yo se la llevaré —dijo Paula agarrándola.


—¿Estás segura? —Maggie no intentó detenerla—. No cerraré con llave.


—Gracias —contestó Paula, y fue hacia el granero. Abrió la puerta y lo llamó—. ¡Pedro!


—Aquí arriba.


Paula entró. Había muy poca luz, pero se sabía el camino de memoria. Llegó hasta la escalera y comenzó a subir.


—Soy yo, Paula —se identificó por si acaso él esperaba a otra persona.


—Ya sé que eres tú. ¿Qué quieres? —el tono de su voz era hosco y cortante.


—Yo… yo…—¿qué quería? Decirle que lo sentía, pero no le pareció apropiado.


—Mientras lo decides, sube o baja antes de que te caigas y te rompas el cuello —su tono dejaba claro que le era indiferente lo que hiciera, pero encendió una linterna para que ella pudiera ver.


Paula trepó hasta arriba y le entregó la manta.


—Gracias —dijo Pedro, apagando la linterna—. Ya casi no tiene pilas.


—Ya… —Paula no sabía qué más decir. Sintió que él levantaba un brazo y bebía. Nunca lo había visto beber alcohol. Se estremeció y volviéndose atrevida le pidió—: ¿Me puedes dar un poco de eso?


—Creo que no. No tienes la edad legal, ¿verdad?


—Tengo dieciocho años —aseveró ella.


—Más bien diecisiete —contradijo él.


—De acuerdo. Diecisiete —Paula no dijo más. Si decía dieciséis le hubiera parecido una niña—. Ya he bebido otras veces.


—¿De veras?


—Sí —insistió ella—. En el internado. Las chicas siempre están bebiendo.


—Entre otras cosas —murmuró él—. Bueno, te dejaré dar un trago para que te dejen de rechinar los dientes, pero la bruja de tu madre podría acusarme de pervertir también a su hija pequeña.


—Tú no pervertiste a Anabella —Anabella nunca había ocultado que hacía tiempo que se acostaba con chicos.


—Ya lo sé —exclamó él.


—Pero aun así te gustaba.


—No estoy seguro de que el gustarme fuera un factor importante.


—Oh… —Paula dedujo que era un sentimiento más fuerte.


No sabía qué decir. Había ido angustiada por cómo lo había tratado su familia, pero tenía claro que no podía mostrarle lástima. Comenzó a temblar. Hacía mucho frío y su vestido de verano no la abrigaba.


—Toma —Pedro le pasó la botella, le puso su chaqueta sobre los hombros y la tapó con la manta.


—Gracias —enseguida entró en calor. Tenía la botella en la mano y tomó otro trago. El licor le quemaba la garganta. 


Nunca hasta ese día había bebido más que un vaso ocasional de vino blanco. El whisky era mucho más potente, sabía muy mal pero tenía un maravilloso efecto calmante. Le devolvió la botella.


—¿Y dónde estaba Anabella? —le preguntó él.


—Umm… —Paula no sabía si debía decir la verdad.


—¿En la sala de al lado? —sugirió él.


—¿Por qué piensas eso? —preguntó ella sorprendida.


—Tengo razón, ¿verdad? Con la oreja pegada a la puerta, sin duda.


El tono de su voz era de enfado, más que de desengaño.


—Si sabías que estaba allí, ¿por qué no dijiste nada?


Él se encogió de hombros.


—Por dejar que se divirtiera.


—No entiendo —admitió Paula.


—No, claro —respondió él.


Pedro la consideraba demasiado joven para entender la complejidad de las relaciones adultas. Pero sus propios sentimientos sí que los entendía: una mezcla de celos, lástima y pasión.


Fueron los celos los que la hicieron decir:
—¿Es aquí donde os encontrabais tú y Anabella?


—¿Para cometer el sucio delito, quieres decir? —ella no cesaba de sonrojarse—. ¡Qué va! Tu hermana empieza a gritar solo porque una araña le roce una pierna —Paula dedujo que habían utilizado la casa, pero no quiso preguntar más—. Supongo que no me creerás, si te digo que no hicimos nada.


—No —Paula no quería parecer tonta—. ¿Tenemos que hablar de eso?


—Por mí, no —contestó él y se llevó la botella a los labios.


—¿Bebes mucho? —preguntó ella.


—Solo en ocasiones especiales —Paula lo interpretó como un sarcasmo—. ¿Y tú?


—¿Yo?


—¿Bebes mucho?


Le estaba tomando el pelo. Era seis años mayor que ella y pensaba que tenía derecho a hacerlo.


—Depende de lo que llames mucho —dijo ella con cautela—. Los fines de semana siempre hay botellas por el colegio. Las chicas las traen de sus casas —eso era cierto, pero ella solía evitar a esas chicas.


—Y ahí estaba yo, creyendo que para vosotros los ricos todo eran fiestas y palos de hockey —«los ricos». Él nunca la había llamado así, pero tampoco su familia lo había llamado a él ordinario hasta ese día—. ¿Y de hombres, qué?


—¿Hombres?


—Chicos —matizó él—. ¿También intervienen en las orgías de borrachera?


Su tono era irónico y divertido. Era obvio que aún la consideraba una chiquilla que jugaba a ser mayor.


Con la idea de sorprenderlo, ella le contestó:
—Deering College está solo a una milla. Nos encontramos con los chicos en el pabellón de deportes. Ahí es donde cometemos el sucio delito.


Usaba sus mismas palabras. Claro que ella solo había besado a algún chico, pero nada más.


—Parece que no te he juzgado bien, Paulita —comentó él tras un silencio.


¿Qué quería decir? ¿Que hasta ese momento siempre había creído que era una buena chica, pero que ya no lo creía?


—Pero no soy una chica fácil, ni nada parecido —respondió ella sonrojándose.


—No. Claro que no —su tono era exageradamente serio.


—¿Me das un poco más de eso?


—¿Tú crees que es una buena idea?


—Puedo aguantarlo —declaró ella.


—No estoy seguro de que yo pueda —dijo él riendo—. Pero como es tuyo ya que proviene de tu despensa… —dijo Pedro pasándole la botella—. No más —la amonestó él al ver que daba dos largos tragos—. No quiero tener que llevarte a casa.


—No podrías —Paula sabía que pesaba más que su hermana.


—Probablemente no.


—Gracias —murmuró ella ofendida.


—Estaba dándote la razón…


—Pues preferiría que no me la dieras.


—Me parece que no entiendo a las mujeres —comentó él, recuperando la botella.


—Está claro que no —respondió ella.


—¿A qué te refieres?


Estaba claro que él no tenía ni idea de los sentimientos de Paula.


—A Anabella —contestó.


—No fue uno de mis mejores momentos —concedió él—. Me habría ido mejor si me hubiera acostado con ella.


«¿Mejor que qué? ¿Qué enamorarse?», pensó Paula. No parecía que él estuviera muy afectado. Quizás era por el poder reconstituyente del whisky.


—Pues todos los demás lo han hecho.


—Así es —respondió él riendo.


No era la reacción que ella esperaba. «No hay forma de entender a los hombres», pensó.


—Y en cuanto a la casita —dijo ella cambiando de tema—, no creo que mi madre pueda echarte así como así. Debe de haber alguna ley que lo impida. Búscate un abogado. Yo tengo algo de dinero si…


—¡Ni hablar! Eres muy buena, Paula, pero no es necesario. Me pensaba ir de todos modos. Tengo un trabajo en los Estados Unidos.


—Yo… yo… —Paula se sentía como si le hubieran dado una patada.


—Suponía que Anabella te lo habría dicho.


No le había dicho nada, pero también era cierto que Paula no consentía hablar sobre Pedro con Anabella.


—¿Y cuándo vas a regresar? —consiguió preguntar.


—No pienso regresar. Por lo menos no a este sitio. Ahora no tengo ninguna razón para volver.


«Estoy yo», deseaba decir Paula, pero él habría pensado que estaba loca. Y quizás lo estuviera. Había pasado infinitas horas soñando con el día en que Pedro se diera cuenta de que ella existía. El día en que él abriera los ojos y viera que ella era la elegida. Pero en un instante todos sus sueños se habían desvanecido.


Tenía que decir algo, para llenar el silencio y que él no oyera los latidos de su corazón.


—Tengo que irme —dijo de repente y se puso de pie—. Toma tu chaqueta.


—¡Espera! —él la agarró de un brazo e hizo que perdiera el equilibrio, cayendo de rodillas.


—Me has hecho daño —se quejó, disimulando sus sentimientos.


—Mira… lo siento si te he disgustado.


—No me has disgustado —negó Paula, pero el tono de su voz la delataba.


—Te lo habría dicho, pero…


—Pero yo no soy nadie —completó Paula la frase—. Solo soy la hermana pequeña de Anabella.


—No, no lo eres —contestó él con tanta dulzura que hizo que le brotaran las lágrimas.


—Déjame ir.


—Aún no —se quedó mirándola con fijeza—. No debes pensar eso, Paula. Ya sé que a veces puede parecer que estés a su sombra…


—¿A su sombra? —él no sabía cuánto—. No soy ni siquiera eso. Soy invisible. Totalmente nula. A veces me parece que ni siquiera estoy.


—No, Paula, por Dios —dijo él enjugándole las lágrimas con la mano—. Tú estás más de lo que ella estará jamás. Tú eres más amable, más divertida, más dulce.


Él trataba de hacerla sentirse mejor, pero no lo conseguía. 


No quería que pensara así de ella. Quería ser para él lo que había sido Anabella: sexy y bonita, y que él la deseara.


—Si soy tan maravillosa, ¿por qué nunca me invitaste a salir contigo?


—Yo… tú… —estaba claro que estaba sorprendido—. Paula, eres demasiado joven. Tienes que entenderlo.


Ella no lo entendía por mucho que lo intentara. Era suficientemente mayor para sentir un nudo en la garganta cuando él estaba cerca.


—¡Eres un cobarde! —lo acusó enfadada—. No eres capaz de decir: No me gustas Paula. No eres lo bastante bonita ni inteligente.


—Es que no pienso así —insistió él.


—¡Entonces, bésame! —las palabras se escaparon de sus labios antes de que pudiera evitarlo, pero era lo que deseaba.


—Paula —el tono de su voz era amenazante—. Si estás jugando, este es un juego peligroso para jugarlo con los hombres.


—Olvídalo —su renuencia era como una bofetada. Ella no quería un sermón. Se sentía herida y humillada y respondió con lo más desagradable que se le ocurrió—. De todos modos, tú no eres un hombre. Es por eso que Anabella te dejó.


—Te lo estás buscando —dijo él, murmurando una imprecación.


Paula sintió que las manos de él la apretaban con fuerza, pero no sintió miedo sino excitación.


—Adelante, entonces…


—¡De acuerdo!


Ella sintió cómo él estrechaba su cuerpo contra el suyo y le cubría la boca con sus labios. Era algo inesperado que ella deseaba, una mezcla de amenaza y de lección.


No había nada dulce ni amoroso en el beso. Los labios de él apretados contra los suyos, su lengua intentando introducirse entre los dientes. Ella intentó separarse, pero la mano de él la sujetaba por los cabellos mientras su boca se movía sobre la de ella, saboreando, invadiendo, dándole vida y aliento hasta que ella gimió de placer.


Nunca la habían besado de esa manera. Era como una revelación. Su cuerpo, rígido un momento, laxo al siguiente, asiéndose a él, a sus hombros, a su cuello, ansiando tocarlo, mientras él le acariciaba uno de sus senos y le frotaba el pezón, túrgido y erecto bajo el vestido.


Fue Pedro quien finalmente se separó, pero solo para apoyar su frente sobre la de ella mientras los dos tomaban aliento.


—¿Ves lo que te decía? —dijo él cuando por fin pudo hablar.


—No —ella se obcecaba en no entender.


—Otro hombre no se hubiera parado aquí —dijo mientras la besaba en la frente


—Entonces, no te pares.


—Paula… —él pronunciaba su nombre como una protesta, mientras ella buscaba su boca una vez más.


Era tal su ansia que perdieron el control, mientras se besaban y acariciaban explorando sus cuerpos. Tímida y reservada con otros, con él Paula sentía un deseo insoportable. Era como si hubiera nacido para él, y hubiera esperado toda su vida para ese día.


Él tendió la manta sobre el suelo y se recostaron.


Se besaron de nuevo y él le susurró:
—¿Tomas protección?


—¿Protección?


—Sí…, la píldora…


Temerosa de que él se detuviera, Paula contestó sin vacilar:
—Sí.


Con las piernas entrelazadas, él comenzó a desvestirla y se desabrochó la camisa. El frío que Paula sentía se había convertido en fuego y sus cuerpos desnudos ardían el uno contra el otro.


Él le bajó los tirantes de la combinación hasta que sus senos quedaron expuestos, llenos y maduros como los de una mujer. Su piel era tierna y suave, y aunque nunca la había tocado un hombre, arqueó el cuerpo de placer cuando él le besó un pezón, trazando a su alrededor círculos con la lengua hasta que se puso duro y ella no lo podía soportar más. Entonces, más por instinto que por experiencia, ella le ofreció con ansia el otro seno para que la acariciara.


Pedro estaba demasiado excitado para no hacerlo. Su miembro viril estaba erecto desde hacía rato y empeoraba mientras él succionaba los pechos turgentes de Paula y ella se arqueaba para que sus cuerpos se juntaran.


Estaba sorprendido de que ella estuviera tan ansiosa. Él pensaba que ella era distinta de Anabella, pero no era así, y cegado por el alcohol y el deseo no pensó más en que Paula era demasiado joven.


Habían llegado demasiado lejos para detenerse y, de todos modos, Paula no lo hubiera permitido. Y cuando él comenzó a acariciarla entre los muslos, ella se estremeció. Tuvo suerte. Lo hacía con tanta delicadeza que ella sentía que su cuerpo se abría para él y lo dejó introducir un dedo, quedándose sin aliento cuando comenzó a prepararla.


Pero no lo estaba y, cuando Pedro la penetró, le dolió tanto que quería gritar. Se mordió los labios para no hacerlo, hasta que cesó la sensación de desgarro. Él se quedó quieto, como si dudara.


Paula trató de disimular. Era su regalo para él, pero tenía que ser un secreto. Se movió y acercó sus caderas aún más. 


Era una invitación sensual que ningún hombre podía rehusar. Y Pedro no lo hizo. Giró la cabeza para besarla, alzó la cadera y empujó, penetrándola. Ella se puso tensa esperando el dolor, pero solo sintió placer. Un placer distinto de cualquier otro y que la invadía por todo el cuerpo, creciendo con cada movimiento y llenándola hasta que, anhelante y jadeante, sintió que se convertían en un solo ser.


Era la primera vez que hacían el amor. Y la última. Paula lo recordaría durante los diez años siguientes.


Para él había sido un engaño. Para ella, algo que la dejaba herida de por vida.


Pero ella no culpaba a Pedro, aunque él había sido capaz de marcharse y dejarle a ella las consecuencias.


No solo Dario, sino otras cosas. Por ejemplo, que no hubiera querido salir con ningún hombre durante años, y si alguna vez se había acostado con alguno, no había disfrutado. 


Como si su vida sexual hubiera nacido y muerto aquella noche.


Quizás solo estaba adormecida. Como en un cuento de hadas, esperando al príncipe azul que la despertara. Solo que el príncipe había vuelto para darle una dosis de realismo.


Quizás era bueno que Pedro hubiera vuelto, permitiéndole enfrentarse al pasado. Pero tenía que quedarse allí y fuera de su vida para siempre.


Volvió a pensar en la posibilidad de que comprara Highfield, pero no le pareció probable. Él no era un sentimental y Highfield necesitaba muchas reparaciones. Como él había dicho, había muchos otros sitios.


Por lo tanto, no había ningún problema.




¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 5




Cuando llegaron a la casa, Dario dejó su mochila en el vestíbulo y subió a su habitación en el ático.


Paula sabía que iba derecho a su ordenador. No podía impedirlo ya que no tenía ni hermanos ni amigos cercanos con quien jugar.


La madre de Paula había sugerido muchas veces que lo mandara a un colegio interno, pero Paula no tenía dinero para ello y tampoco quería hacerlo ya que ella había odiado los internados.


Además, no podía imaginarse la vida sin él. Los primeros años habían sido muy difíciles. En el colegio y siendo aún adolescente había pasado mucho miedo cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Siempre se encontraba mal. Como había adelgazado mucho, no se le notó hasta los siete meses, pero cuando lo descubrieron, la mandaron a casa. Primero hubo recriminaciones. Luego intentaron arreglar la desgracia. Una prima de la madre estaba dispuesta a adoptar a su hijo y Paula podría olvidarse de todo.


Paula había aceptado, hasta que un parto de veinticuatro horas la había lanzado a la vida adulta. Entonces, todo cambió y, mirando al recién nacido, consiguió fuerzas para desafiar el ultimátum de su madre: «vuelve a casa sin el bebé, o no vuelvas».


Los servicios sociales la habían ayudado a encontrar un albergue. Su nueva responsabilidad la había hecho entrar en la vida real de forma muy dura. Pero dejó de sentirse desgraciada al oír las historias de las otras chicas. Novios irresponsables, padrastros que abusaban de ellas, o madres ebrias. Comparada con ellas, su niñez parecía un cuento de hadas.


En el albergue aprendió a cocinar y a limpiar. También a maldecir y a luchar por sí misma. Luego se mudó a un apartamento en Bristol.


Allí estuvo hasta que un día, cuando Dario tenía dos años, el niño se cayó en la escalera y se hizo una herida en la rodilla. 


Nada especial, pero al lado había una jeringa.


Eso la impulsó a tragarse el orgullo y volver a casa. Al verla, su madre no la reconoció de lo delgada y mal vestida que estaba, pero, después de repetirle mil veces «yo ya te lo había dicho», la dejó entrar en casa.


Rosa Chaves-Hamilton se había comportado tal y como Paula esperaba. Pero su reacción ante Dario fue una gran sorpresa. No le había hecho ningún caso mientras estuvo dormido en su coche, pero cuando se despertó y se quedó mirándola no pudo resistirse a su encanto.


—¡Qué niño tan guapo! —había exclamado sorprendida.


Paula había entendido la indirecta. ¿Cómo podía ser que alguien tan ordinario como su hija pequeña hubiera traído al mundo a un hijo así?


Aunque no permitía que la llamara abuela, y aparentaba indiferencia, Dario había conseguido ganársela.


Paula había vuelto al rebaño, pero solo en parte. Se había instalado en la casita y recibía algo de dinero de su madre a cambio de sus habilidades domésticas, hasta que por fin, al cumplir veintiún años, recibió un pequeño fondo de su madrina.


No era una vida muy emocionante, pero había sido satisfactoria. Pero ese día la aparición de Pedro representaba una amenaza. No pudo esperar para llamar a su madre.


—Cariño —Rosa Chaves-Hamilton llamaba así a casi todas las mujeres—. Iba a telefonearte esta noche. ¿Qué tal fue la entrevista?


Paula respiró hondo y sin contestar preguntó:
—Mamá, ¿sabías quién era el interesado?


Rosa hizo una pausa para pensar.


—Algún millonario de internet, creo. Alguien que paga al contado, según dijo el agente. ¿Por qué?


—Es Pedro Alfonso —espetó Paula.


—¿Pedro Alfonso? —la madre estaba intentando recordar el nombre.


—El hijo de la señora Alfonso.


—¿De la señora Alfonso? —repitió Rosa.


Paula suspiró.


—La señora Alfonso. Nuestra cocinera. La que vivía en la casita.


—Sí… sí… Ya sé quien dices. ¡Quién iba a pensarlo! ¡Después de tantos años e interesado en comprar! ¿Dijo que estaba interesado en Highfield?


—No, mamá. No lo dijo —la conversación no seguía el curso que Paula había previsto.


—Pues debe de estarlo —continuó la madre—. Él ya sabe cómo es Highfield puesto que no ha cambiado mucho desde que él era niño. La cuestión es si puede permitírselo o solo estaba haciendo una visita sentimental. Quizás Robin puede hacer alguna averiguación en la City.


La City era el centro financiero de Londres donde el padrastro de Paula hacía sus negocios.


—Aunque estuviera interesado, no querrías venderle Highfield a Pedro Alfonso, ¿verdad? —inquirió Paula.


—¿Y por qué no?


—Por todas las cosas que dijiste sobre él…


Para su madre, Pedro era un chico de clase obrera que se había atrevido a pensar que era adecuado para una de sus hijas, solo porque había sacado sobresalientes en Oxford.


—¿Dije cosas? —murmuró Rosa entre dientes—. ¿Quieres decir aquella vez que creyó que podría casarse con Anabella? Sí, aquello era absurdo. Pero mirando hacia atrás, seguramente le habría salido mejor que con el tipo ese con quien se casó —Paula se quedó sin habla. ¡Cómo habían cambiado las cosas! Su madre había estado encantada cuando Anabella se había casado con Franklin Homer, supuesto heredero de una fortuna estadounidense. Solo que la fortuna se había disuelto al tiempo que el matrimonio—. De todos modos —continuó Rosa—, si Pedro Alfonso quiere comprar Highfield, pues buena suerte.


—No lo dirás en serio, mamá.


—¿Por qué no? —Rosa sonaba impaciente—. Me sorprendes, Paula. Pensaba que estarías encantada. Tú eres quien siempre ha abogado por los de abajo, y mantenido que no hay diferencia entre la clase obrera y nosotros, aparte del dinero. Además, necesito el dinero. Y tú lo sabes, cariño. Ya te lo he explicado.


Paula podría haber dicho que no. Que Rosa tenía un marido rico. Pero su madre veía Highfield como su póliza de seguros en caso de que pasara algo con su segundo matrimonio.


—No tardarás en venderlo. No tienes que vendérselo a Pedro Alfonso


—No, pero sería perverso rechazar una oferta suya —arguyó Rosa—. Y no veo cuál es el problema. No es como si él y tú hubierais tenido algo que ver.


Hubo un silencio. Paula podía haberlo roto contándole a su madre lo que nunca le había contado, pero consideró que no cambiaría nada.


Cambió de táctica.


—Al menos, asegúrate de que el agente le deja bien claro lo que está incluido en la venta.


—¿Qué quieres decir, cariño?


—Él cree que la casita también está incluida. Le dije que no lo estaba, pero no me creyó. Quizás Cornell, Richards & Baines podrían aclarárselo.


—Sí… bueno… —hubo una pausa mientras la madre escogía las palabras.


—¿Mamá? —apremió Paula intranquila—. ¿No habrás cambiado de opinión? Dijiste que podía tenerlo de por vida.


—Lo sé, cariño, y lo dije en serio, pero James Cornell dice que no es posible parcelar la finca de ese modo. Pero no te preocupes, no te pasará nada. Tú tienes derechos adquiridos y no te pueden desalojar.


Paula no estaba convencida.


—Y si nos pasa, ¿qué vamos a hacer Dario y yo?


—Pues tendréis que buscaros otro sitio —replicó Rosa suspirando—. Pero eso no sería tan terrible, ¿no? Lo que quiero decir es que la casita es demasiado sencilla. Solo es una vivienda para empleados.


—A nosotros nos gusta —protestó Paula, furiosa—. Y si se compara con un albergue para mendigos, es un palacio.


—¡No seas ridícula, cariño! —replicó Rosa—. Tú tienes otras alternativas.


—¿Por ejemplo? —Paula estaba segura de que su madre no iba a invitarlos a Dario y a ella a vivir en su casa de cuatro pisos en Londres.


—No lo sé. Pero estoy segura de que hay muchos sitios donde podríais ir si dejaras de hacerte la mártir. He oído decir que Carlos Bell Fox se casaría contigo y no está nada mal.


Paula sabía que era cierto, pero no era un asunto de la incumbencia de su madre.


—Carlos y yo solo somos amigos.


—Solo porque no dejas que el pobre chico sea algo más —contradijo la madre—, y quién sabe por qué. Es rico, está soltero y es bastante guapo. ¿A qué esperas?


—A nada —replicó Paula contrariada—. Voy a llamarlo, ¿te parece?, y le pregunto si quiere que vivamos juntos.


Rosa suspiró impaciente.


—¿Pretendías ser graciosa?


—No en particular.


—Es que no lo has sido. Sabes muy bien que yo estaba hablando de matrimonio y no de cohabitar. De eso creo que ya has hecho bastante, ¿no te parece?


—¿Qué? —Paula se quedó extrañada. Nunca había vivido con nadie que no fuera su familia—. ¡Ah, sí! Mi caída en desgracia. No creo que tener sexo ocasional cuente como cohabitar.


—De verdad, Paula —dijo la madre en tono de censura—. Tener un hijo con alguien que apenas conoces no es como para estar orgullosa. ¿Qué le has contado a Carlos sobre Dario?


—Nada —Carlos siempre había evitado el tema.


—Bueno. Espero que cuando le digas algo —continuó Rosa—, lo adornes un poco. Meterse en la cama con un chico italiano que conociste en un café suena un poco mal.


Paula tuvo que controlarse para no soltar una carcajada. No conseguía entender que su madre se creyera una historia tan tonta.


—De acuerdo, mamá —contestó Paula con ironía—. Lo tendré en cuenta cuando Carlos me pida que me case con él.


—Me parece muy bien —la madre parecía no darse cuenta del tono irónico—, porque Carlos es tu mejor opción. No puedes esperar que sea yo quien siempre te saca de apuros. Bueno, ahora tengo que dejarte. Hay invitados para cenar.


Paula estuvo a punto de decir una impertinencia, pero su madre ya había colgado. Oyó un ruido detrás de ella y se volvió. Dario estaba en el rellano y parecía preocupado.


 ¿Habría oído algo? Se quedó mirándola.


—Tengo hambre. ¿Qué hay para cenar?


Las dudas de Paula se disiparon. Esa era la pregunta normal de un niño. Se dirigió hacia la cocina, mientras decía:
—Podemos escoger entre pizza, pizza y pizza.


Era la broma de costumbre y Dario hizo una mueca.


—Quiero la segunda.


—Eso es pizza con pimientos y aceitunas.


—¡Puaj! Cambié de opinión. Prefiero la primera.


—Dos veces puaj.


—¿Jamón y champiñones?


—Sí, supongo que no queda más remedio. Pero no vale quitar los champiñones —advirtió ella mientras sacaba la pizza del frigorífico—. Y tendrás que tomar zumo de naranja para que tomes algo saludable.


—Ya comí patatas fritas. Eso es una verdura.


—Las patatas sí, pero si las fríes ya es otra cosa —contestó Paula mientras luchaba con una bandeja del horno.


La cocina estaba anticuada. Ya lo estaba en tiempos de los Alfonso. Demasiado para una mujer como Maria Alfonso que era una cocinera estupenda.


Y una persona estupenda. Amable y comprensiva, y con muchísima paciencia. Así era como Paula la recordaba.


Había muerto el mismo año en que ella había concebido a Dario, así que no había conocido a su nieto.


La madre de Paula no dejaba que Dario la llamara abuela, lo cual era triste, pero con Maria Alfonso seguro que habría sido diferente.


¿Habría podido decírselo? Paula sospechaba que no habría sido necesario. Ella se habría dado cuenta. La sonrisa del niño era igual a la de Pedro, y el carácter también. 


Quizás reconocer los genes comunes era un instinto.


Por fortuna esa tarde no había ocurrido. ¿Pero y si Pedro compraba Highfield?


¿Sería inevitable el encuentro entre el hombre y el niño?


Paula pensó que sería inevitable, pero que no iba a suceder. 


No podía permitirlo.


No había ninguna razón lógica para esa certeza, pero Paula no quería creer otra cosa.






¿LO DESCUBRIRA?: CAPITULO 4




Paula no estuvo llorando mucho rato. No podía permitírselo. 


Era por la tarde y tenía que ir a buscar a Dario.


Se lavó la cara con agua fría en el grifo de la cocina y guardó la tónica y la bandeja del hielo. Arrinconó la botella de ginebra pensando que si hubiera bebido tendría alguna excusa para su estúpido comportamiento.


La reaparición de Pedro en su vida no la había pillado totalmente desprevenida. Había imaginado miles de veces la escena, pero en su versión él había cambiado, no era tan atractivo ni tan listo, ni tan superior a otros hombres. Ella se preguntaba qué había visto en él y se había mostrado distante y digna. Ya no sentía el enamoramiento de adolescente, porque ya no era una niña.


Pero la realidad había puesto en ridículo a su imaginación. Él no había cambiado. La mayor parte del tiempo era frío y comedido, pero tenía una vena apasionada que daba miedo.


 ¿Y ella? Ella todavía reaccionaba como una niña, aunque había reemplazado el amor infantil por resentimiento.


O quizás era lo que él había insinuado, que su vida privada era demasiado tranquila. Hacía mucho tiempo, desde que había hecho el amor. Tres años de abstinencia eran la causa de que se hubiera dejado besar.


Era una buena explicación y Paula casi quedó convencida de que era verdad, si no hubiera sido por Carlos Bell Fox, lo más parecido a un novio que tenía. Lo conocía hacía años, siempre le había gustado y, animada por su madre, le había parecido un posible marido. Pero siempre había rechazado sus avances.


Carlos era un caballero. Nunca la besaba contra su voluntad, nunca la apremiaba para más intimidad. Quizás si lo hubiera hecho su relación habría progresado.


Paula comprobó que Pedro se hubiera marchado, cerró la puerta con pestillo y conectó la alarma antirrobo. Salió por la puerta de la cocina y, atravesando la parte trasera, llegó a su casa.


Construida en piedra tosca a finales del diecinueve, no era una casa bonita. Paula había intentado mejorar el exterior pintándolo de color terracota, un azul fuerte para las puertas y poniendo tiestos de flores a su alrededor. Estaba segura de que Pedro no la habría reconocido.


Se puso zapatos bajos, agarró una chaqueta, y sin molestarse en cerrar la puerta con llave se apresuró por un atajo a través del bosque. No quería arriesgarse a que el autobús escolar llegara pronto y dejara a Dario solo al borde de la carretera.


Como la verja estaba cerrada, salió de la finca por una puerta pequeña que había en el muro, y al llegar a la carretera observó que había un coche estacionado cerca de la verja.


Era un automóvil deportivo verde oscuro con cristales ahumados, por lo que no pudo ver al conductor. Pero intuyó quién era. ¿Quién si no iba a estar estacionado frente a Highfield, en una carretera de segunda donde no había nada interesante?


Seguramente él la habría visto, por lo que no podía volverse atrás. Además, el autobús estaba a punto de llegar.


—¡Vete! —murmuró entre dientes, y como por arte de magia el coche se puso en marcha. Pero su alegría duró poco, pues el coche giró en redondo y se paró junto a ella.


—¿Esperas a alguien? —preguntó Pedro con una de sus sonrisas. Paula asintió con la cabeza—. ¡Qué falta de responsabilidad, dejarte aquí sola! Podría venir cualquiera.


Su preocupación parecía falsa. Ella le contestó en tono cortante.


—Ya ha venido.


Él ignoró el comentario.


—Puedo llevarte a donde vayas.


—No, gracias.


—De acuerdo. Como quieras —dijo encogiéndose de hombros—. Esperaré aquí hasta que venga.


—No. No debes hacerlo.


Él la miró con curiosidad.


—¿Es celoso?


Estaba completamente equivocado, pero Paula no lo sacó de su error. Lo importante era que se fuera antes de que llegara el autobús.


—Sí, sí lo es. De verdad. Llegará de un momento a otro y si te ve…


Paula dejó que él completara la frase.


—¿Por eso te alteraste tanto cuando te besé?


Paula asintió. Era una excusa estupenda que no debía desperdiciar.


—Es muy posesivo. No le gusta que hable con otros hombres. Así que, Pedro, por favor, vete —imploró mirándolo con sus preciosos ojos azules. Pedro vislumbró a la pequeña Paula y le dolió. Se sentía responsable de ella y tenía la certeza de que un hombre tan posesivo no era algo bueno. 


¿Pero qué derecho tenía a inmiscuirse después de tanto tiempo de estar fuera?—. Por favor… —repitió Paula encarecidamente al oír que se acercaba el autobús.


—De acuerdo —se quedó mirándola unos instantes y arrancó.


Paula se sentía culpable, pero pensó que tenía razón. El coche de Pedro y el autobús se cruzaron.


—¿Qué te pasa? —preguntó Dario cuando ella prácticamente lo arrancó del autobús y lo hizo entrar por la puerta del muro.


—Nada —contestó Paula. Tenía miedo de que Pedro cambiara de opinión y regresara. Recordaba que a veces se sentía muy protector hacia ella y la cuidaba cuando se lastimaba, física o sentimentalmente—. ¿Qué tal el cole? —preguntó en tono forzado.


—Como siempre.


—¿Y esos chicos? —mostraba preocupación verdadera. Él contestó con una mueca que Paula interpretó como que algo iba mal—. Mira, si me dejas que vaya al colegio…


—¡No! —Dario la interrumpió—. Solo conseguirás empeorar las cosas.


Quizás él tuviera razón. Paula lo entendía. El que fuera la madre a quejarse de los gemelos Dwayne y Dean que provenían del barrio más duro de Southbury no iba a mejorar su imagen. Ella se sentía indefensa.


—¡Vale! ¡Vale! —le rodeó los hombros con un brazo y le dio un apretón—. Pero, si la situación empeora, tienes que decírmelo —él asintió y Paula prosiguió—: Por empeorar quiero decir…


—Lo sé, mamá. Que si me amenazan con una pistola debo decírtelo —Dario le sonrió con picardía.


—Ya sé que bromeas, Dario, pero ¿alguno de ellos lleva armas?


—No está permitido.


Eso no contestaba la pregunta. Su escuela tenía todo tipo de reglas contra el acoso y la intimidación, pero eso no había impedido que los chicos del curso superior tomaran a Dario como blanco de sus intimidaciones.


Paula lo observaba mientras caminaba delante de ella. No había motivo para que se burlaran de él. Era alto para su edad, bastante guapo. De pelo rubio y la cara delgada e inteligente, sin gafas ni defectos físicos ni amaneramientos que lo hicieran parecer raro.


Su profesor había sugerido que podía tratarse del acento, pues Dario hablaba en un inglés preciso y sin acento local. 


Pero eso no era todo. Era un chico inteligente. Aunque había aprendido a no levantar la mano ni llamar la atención en clase, no lo podía ocultar y lo asimilaba todo sin gran esfuerzo.


Paula no sabía si eso era una ventaja o no. Lo que sí sabía era que el mérito no era suyo. Ella solo era responsable del pelo rubio y la tez clara. En realidad se parecía al padre. No demasiado, pero sí en los ojos grises y algunos gestos. Lo suficiente como para que ella sintiera que debía mantenerlos alejados.