viernes, 22 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 10





Los insistentes golpes en la puerta despenaron a Pedro de un sueño profundo. Agarró un almohadón y se cubrió la cabeza, esperando que fuera quien fuera se marchase.


A menos que fuera Paula, cuya desaparición en mitad de la noche había sido la causa principal de su inquietud desde que alargó el brazo para acariciarla y no encontró a nadie a su lado. Su olor aún impregnaba las sábanas, y cuando bajó corriendo las escaleras, pensando que la encontraría en la cocina, vio desde la ventana cómo cruzaba la calle. Pensó en ir tras ella, pero cuando volvió a la salita para recoger la película de vídeo, vio que Stanley estaba levantado.


Era muy significativo que estuviese despierto a las cuatro de la mañana, ya que siempre dormía hasta muy tarde, de modo que Pedro optó por hacer de policía durante unas horas. Esa elección lo dejó atónito. Estaba eligiendo entre el deber y el placer. ¿Era por el exceso de trabajo o por el encanto de su encantadora vecina?


Pedro no podía negar que había aprendido muchas cosas de Paula, y no todas relativas al sexo. Tenía sentido del humor, era valiente y desinhibida... El tipo de mujer con quien él querría tener una relación si tuviera tiempo.


Lo mejor que había conseguido en su vida eran los breves interludios amorosos entre caso y caso, y, por supuesto, su desastrosa relación con Marisel.Aquel fracaso lo convenció de que mientras trabajase de incógnito le resultaría imposible mantener una relación verdadera. Y Pedro no era ningún experto, pero estaba seguro de que una mujer tan tentadora e inteligente como Paula no se presentaba a diario. 


Tarde o temprano tendría que tomar una decisión crucial. 


Pero no aquella mañana. Los golpes en la puerta no cesaban, por lo que Pedro desistió de intentar ignorarlos y bajó las escaleras. Antes que Paula, ninguna mujer había conseguido escabullirse sin que él lo notara. Su trabajo le exigía estar siempre alerta, por lo que la sigilosa marcha de Paula no dejaba de sorprenderlo. ¿Tenía aquella mujer habilidades ocultas o se trataba de una distracción por su parte?


Bostezó y abrió la puerta. Se quedó decepcionado al ver a Stanley.


—Stan... Hola,amigo.


—¿Te he despertado? Lo siento. Pense que solías madrugar —dijo él metiéndose las manos en los bolsillos. Llevaba un traje de diseño, lo cual también era extraño, pues siempre vestía vaqueros y polos.


Pedro retrocedió y lo invitó a pasar. Sabía que su vecino no había dormido más de tres horas. Desde la desaparición de Paula, se había apostado en el balcón con el telescopio y había estado observando a Stan hasta la salida del sol. No le había ocultado a su vecino su afición por la astronomía, y además había encargado un telescopio con dos espejos interiores, para dar la sensación de que se estaba observando el cielo.


— ¿Has dormido mal esta noche? —le preguntó Stan.


—El insomnio, chico —respondió Pedro con un sonoro bostezo—. ¿Te apetece un café?


Stan asintió y lo siguió en silencio a la cocina, mirando a su alrededor. Era la primera vez que entraba en la casa, recordó Pedro mientras servía dos tazas y sacaba la leche, aunque sabía que Stan lo tomaba solo.


—¿Qué te ha hecho levantarse tan temprano? —le preguntó Pedro.


—Quería pedirte un favor. Hoy estoy esperando un pedido, pero me ha surgido un imprevisto de última hora, y me preguntaba si podrías recogerlo por mí.


Pedro tomó un sorbo de café. Perfecto. —Por supuesto, chico. ¿Tengo que ir a alguna parte?


—No, solo tengo que llamar y dar tu dirección. Es un equipo médico bastante caro. No quería estar siempre sentado en el porche.


—¿Equipo médico? ¿Estás bien?


Stan se encogió de hombros. Llevaba puestas unas gafas, lo que solo hacía cuando las lentillas lo molestaban, y tenía los ojos rojizos. ¿Sería por la falta de sueño o habría estado llorando?


—No del todo—respondió bebiendo de su taza—.Te conté lo del accidente, ¿recuerdas?


Pedro negó con la cabeza. Nunca habían hablado de eso con detalle, aunque Stan lo había mencionado de pasada al mudarse.


—No, solo me dijiste que no podías trabajar por culpa de una lesión.


Stan asintió, y Pedro notó en su expresión que estaba considerando la posibilidad de revelarle más.


—Pero ahora estás bien, ¿verdad? —le preguntó, fingiendo la preocupación adecuada. Stan sospechaba con facilidad, señal de que era un ladrón y un embustero.


Su vecino se echó a reír con arrogancia, borrando la posibilidad de compartir más secretos.


—No creo que pueda correr pronto la maratón.


—Yo la he corrido muchas veces. No es para tanto.


Stan se quedó con la vista fija en el café, tomó un último sorbo y dejó la taza. —Bueno, tengo que irme ya. Gracias por tu ayuda; te debo un favor.


Pedro no se levantó.


Quería que Stan se sintiera cómodo, como un amigo en vez de un invitado.Alguien que pudiera confiarle sus problemas. 


—No me debes nada —le respondió—. Pero nunca rechazo una cerveza —añadió en voz alta mientras Stan cerraba la puerta.


Pedro había repasado muchas veces los informes del juicio, y siempre había dudado de las lesiones de Stan. Pero, tratando íntimamente con él, podía comprender por qué engañaba con tanta facilidad a las personas.


Tenía una mirada inocente.


Sin embargo, a pesar de sus ojos llenos de sentimiento, Pedro tenía que demostrar que era un fraude, y para concentrarse en su trabajo antes tenía que descubrir por qué Paula se había marchado.


Agarró el teléfono y marcó su número. Esperó cuatro tonos, hasta que saltó el contestador.


—Hola, No estoy en casa. Deja tu mensaje — una grabación fría y breve, no como la mujer a la que le había hecho el amor la pasada noche.


Colgó y dio gracias por que no estuviera en casa. 


Estupendo. Nadie para distraerlo. Llamó a Jake para avisarlo de la agenda modificada de Stanley, y subió las escaleras para hojear el informe médico. No sabía de cuánto tiempo dispondría para inspeccionar el misterioso envío de Stan, pero en cualquier caso necesitaba saber todos los detalles médicos posibles. Y echarle imaginación para deducir si el equipo médico era o no necesario para la supuesta recuperación de su vecino.



****

Paula salió del despacho de su tío, presionándose las sienes con los dedos.


Elisa, que se dirigía hacia los lavabos, la agarró del codo con firmeza y le hizo seguirla.


— ¡Cielos! Los Chaves no sabéis cuándo callaros —le dijo mientras se bajaba la cremallera—. Llevo veinte minutos aguantándome las ganas.


—No tenias por qué esperar—le dijo Paula. La reunión la había dejado con un fuerte dolor de cabeza, y también con el corazón destrozado. Se había enterado de que los dos hombres a los que más quería, su tío y su hermano, estaban confabulados para acabar con sus sueños. Y lo peor de todo era que no había conseguido imponerse.


Se inclinó sobre el lavabo para echarse agua fría por el rostro, preguntándose cómo podrían hacer eso las mujeres en el cine sin estropearse el maquillaje.


Necesitaba una aspirina. Y una copa.


¿Vodka con hielo, tal vez? ¿Mezclado con limonada?


Dios, cuánto echaba de menos a Pedro. Un hombre al que apenas conocía. Un hombre que estaba haciendo algo que tal vez acabaría con el breve romance, a pesar de no haber hecho promesas. Pero el recuerdo de su tacto aún ardía en ella, e iba a necesitar mucho más que una sospecha para terminar con todo.


— ¡Vaya, tienes un aspecto horrible! —Elisa salió del retrete y se lavó las manos.


—Gracias. Creo que ya me dijiste lo mismo durante el desayuno.


—No, esta mañana solo te dije que parecías cansada. ¿Qué te ha dicho el cretino de tu hermano? 


Paula miró alrededor.


No creía que su tío fuera tan mezquino como para poner micrófonos ocultos en el lavabo de señoras, pero no podía estar segura.


—Patricio no ha dicho mucho, Ha sido Noah quien más ha hablado. Vamos a mi despacho.


Atravesaron el pasillo y Paula tecleó el código de acceso en la puerta. Tenía demasiados documentos en su mesa como para no disponer de cierta seguridad. Ojalá su corazón tuviera unas medidas de semejante...


Elisa sacó dos gaseosas de la pequeña nevera y el frasco de aspirinas de un cajón. Paula sonrió y se sentó junto a ella en el sofá.


—Bueno, ¿qué te ha dicho Noah? 


—Ha dicho que Patricio y yo tenemos que aprender a trabajar juntos. 


—¿Eso es todo? 


Paula se encogió de hombros. Había simplificado mucho el discurso de su tío, pero el punto crucial era que su futuro en Chaves Group no iba a ser como llevaba planeando desde que tenía doce años.


—Patricio quiere entrar. Tiene años de experiencia y un profundo conocimiento del sistema judicial y los procedimientos policiales


—EnAtlanta —señaló Elisa. 


—Tiene amigos por todo el país, gracias a las investigaciones interestatales. Lo que no sepa lo puede aprender.


—Chaves Group no se caracteriza especialmente por seguir métodos legales.


Paula asintió. De hecho, su tío Noah había impuesto ia prohibición de cooperar con cualquier representante de la ley, desde que una de sus ex novias, una abogada, acusó a la compañía de realizar escuchas ilegales.


—No, pero Noah se imagina que Patricio podrá pedir algunos favores cuando sea necesario. Los viejos contactos de Noah ya no sirven para nada.


Elisa se recostó en los cojines con un bufido de indignación.


—¿De modo que Noah va a pasarle el control a Patricio, sin nada más que un «gracias, muchacha», por todos tus años de duro trabajo?


Paula le puso la mano en la rodilla, agradecida por su apoyo incondicional. —Sabe que trabajo duro.Y quiere que los dos compartamos el trabajo.


—¿Compartir?


Elisa era hija única, por lo que aquel concepto siempre le había resultado extraño. Pero tampoco era uno de los puntos fuertes de Paula, a pesar de tener varios hermanos. Mientras que ella era la única que mostraba interés en la empresa de su tío, Patricio jugaba al fútbol o participaba en los campeonatos de tiros que patrocinaba la policía. Mientras él salía con chicas o se iba los fines de semana a casa de algún amigo, ella se quedaba leyendo novelas de espionaje o repasando cualquier informe de Chaves Group que pudiera encontrar.


Y mientras Patricio defendía la justicia como miembro de la brigada de élite de la policía de Atlanta, Paula se encargaba de controlar las operaciones de la empresa, enmendando los frecuentes errores de Noah. ¿Y Noah se lo agradecía haciéndole compartir el trabajo con Patricio?


No era justo.


Era una decisión muy inteligente, sí, pero no era justa.


—¿A qué se refiere exactamente con «compartir»Paula?


Paula hizo un movimiento con las manos. Era mejor no hacerlo con la cabeza, ya que seguía doliéndole una barbaridad. —Cree que Patricio debería dirigir todas las investigaciones como detective jefe, y que yo debería dedicarme al trabajo de oficina, ya que es lo mejor que sé hacer, Y lo peor es que tiene razón, y que todo es por mi culpa.


—Vamos, Paula. Ya has llevado antes otras investigaciones.


—Solo en casos pequeños —le recordó ella. Tomó un largo trago de gaseosa, que le quemó la garganta—. Casos domésticos entre matrimonios ricos.


—Y niños perdidos.Tú misma encontraste a la chica de Marbury.


Paula escondió la cara entre las manos, incapaz de reprimir la satisfacción que le producía el recuerdo de aquel caso, a pesar de que lo había conseguido consultando las bases de datos.


—La encontré a través del ordenador.


—¡Llevaste a la policía hasta la casa! Después de tres días de vigilancia, cuando Noah ya pensaba que era un caso perdido. ¿Se lo has recordado hoy? Paula, ¿lo has hecho?


—¿De qué hubiera servido? Uno o dos casos míos no se pueden comparar al centenar que Patricio tiene en su haber. Noah tiene razón, Elisa. Es lo mejor para la empresa.


—Pero no es lo mejor para ti. Ni es lo que tú quieres.


—No —corroboró ella. La combinación de cafeína y analgésicos empezaba a hacer efecto, pero no era suficiente. Aún le quedaba el tema de Pedro—. Parece que voy a tener que replantearme desde el principio lo que quiero, ¿verdad? 


—No tienes por qué —le dijo Elisa sacando una golosina del bolsillo—. ¿Qué pasa con el caso Davison? ¿También va a hacerse cargo Patricio?


—Ni hablar. Ya estoy metida en ella, y estoy consiguiendo progresos —agarró el informe que Jase le había enviado antes de la reunión—. Esto les demostrará a mi tío y a Patricio que también puedo desenvolverme fuera de la oficina. 


—¿En serio?


Paula esbozó una sonrisa.


—¿Sabías que el médico de Stan, el que testificó a su favor, se fue de la ciudad hace dos días? Después de liquidar los préstamos de sus alumnos y la hipoteca de la clínica.


El rostro de Elisa se iluminó.


—¿De dónde ha sacado el dinero?


—Buena pregunta. Nadie parece saberlo. He mandado a Jase a la clínica esta mañana.Todos están atónitos. Se han quedado sin médico y tienen que mantener abierto el local.


—¿Crees que Stan le ha pagado por su testimonio?


Paula se encogió de hombros.


—Esa es mi sospecha. Espero descubrirlo esta noche, cuando Stan venga a mi casa para una barbacoa.


—Pero si ni siquiera has hablado aún con Stanley.


—¿Tan difícil es decir: «Hola, ¿quieres venir a mi casa a probar unas deliciosas costillas de Tenessee?».


—¿Eso es lo que le dijiste a Pedro? —le preguntó Elisa moviendo las cejas. 


Paula le había dado algunos detalles de su cita con Pedro, pero no le había dicho que hicieron el amor ni que io sorprendió espiando a Stanley. Mientras menos supiera, mejor.


—No, pero tal vez lo haga. Puede que una reunión informal de vecinos sea la clave. Además, Pedro y Stan parecen llevarse muy bien. Si logro introducirme en su relación, quizá descubra algo. «Algo sobre ellos dos», pensó Paula. Al igual que Stanley, Pedro también era un misterio. Un caso que tendría que investigar ella sola. En cuanto volviera a casa.



*****


Pedro no podía creer su suerte. Allí estaba, viendo a los Yankees por televisión junto a Stanley que ya iba por su tercera cerveza. Y viendo por las persianas cómo Paula se acercaba, llevando un delantal, un top de color pálido y seguramente unos pantalones cortos o una minifalda.


—Parece que es nuestra vecina —dijo Stan apartando la vista del televisor. 


Pedro se levantó al instante y fué a abrir.


—Hola —la saludó, sin saber si invitarla a pasar antes de ver aquella sonrisa letal.


—Hola. Siento haberme ido así esta mañana — le susurró ella, viendo a Stan por encima del hombro de Pedro—. Estabas durmiendo tan profundamente que no quise despertarte.


—La próxima vez despiértame.


—¿Habrá una próxima vez?


—¡Está fuera! —gritó Stanley levantando los brazos, con la vista fija en la pantalla. Paula le hizo un guiño a Pedro. — Pedro, ¿no vas a presentarme?


—Vamos, pasa. Paula, este fanático del béisbol es Stanley Davison.Vive en la casa de al lado.


—¡El jardinero! —exclamó ella extendiendo la mano


—.Tienes un jardín precioso. Me llamo Paula Chaves.


—¿Chaves? —él la miró con ojos muy abiertos, antes de ponerse en pie. Pedro había notado que su cojera parecía más pronunciada desde que se marchó aquella mañana. Por desgracia, no nabía sacado nada en claro del envío médico.


 La caja solo contenía un kit para análisis de sangre.


—De los Chaves de Nueva Jersey —bromeó Paula.


Stan asintió y pareció relajarse. —Mi madre es de Long Island.


—Pero tú has elegido Florida, igual que yo. No soportas los inviernos, ¿eh?


—Estábamos viendo el partido —dijo él volviendo a sentarse y agarrando la lata de cerveza—. Si quieres unirte a nosotros, hay cerveza helada de sobra.


Paula miró de reojo a Pedro, que estaba cerrando la puerta.


— Sí, el congelador de Pedro funciona muy bien, ¿verdad?


Pedro puso una mueca. Aquella mujer era toda una desvergonzada.Y a él el encantaba.


—Gracias, pero prefiero esperar —siguió ella—. He venido para invitaros a los dos a una pequeña barbacoa. He instalado la parrilla, y he comprado unas chuletas de cerdo y unas costillas.Además, voy a hacer mi salsa especial, que me ha hecho bastante famosa, por cierto.


—Mmm,.. —murmuró Pedro acercándose—. Sí, es verdad.


Paula le dio un golpe en el hombro. 


—No me gusta ir de carabina —dijo Stan con una risita.


—De eso nada, a Pedro le encanta coquetear. Pero si quieres puedes invitar a alguien. Aún es pronto, y no cenaremos hasta las seis, aunque podéis venir cuando acabe el partido.


Pedro palmeó a Stanley en el brazo.


—Puedes invitar a esa preciosidad con la que comiste el otro día.


—Sí, supongo que podría llamarla —respondió Stanley sin apartar la vista de la pantalla.


—Estupendo, pero no faltes si ella no puede venir, ¿de acuerdo? —le pidió Paula—. Estoy encantada de haberme mudado y quiero conocer a gente nueva, Además, he preparado más comida de la que Pedro podría devorar.


—Estoy seguro de que podría devorar otras cosas —murmuró él, y a juzgar por la mirada de Stanley y el rubor de Paula, quedó claro que ambos lo habían oído—. ¿Habrá algún acompañamiento?


Paula soltó una carcajada.


—Claro; ensalada de patatas y judías, pero no he tenido tiempo de preparar un postre especial. Espero que no seáis alérgicos al chocolate.


Los dos hombres negaron con la cabeza.


—¡Genial! Entonces, ¿vais a venir?


—Nunca rechazo la comida gratis, y menos una buena barbacoa —dijo Stanley poniéndose en pie—. Voy a llamar a Donna antes de que se marche a trabajar. Hay personas que van a la oficina todos los días. ¿Podéis creerlo?


Pedro se encogió de hombros y Stan se echó a reír. 


Formaban un trío peculiar. Tres adultos solteros, sin hijos, en casa a las cuatro de la tarde. Solo dos de ellos cobraban un sueldo legal. El tercero vivía del dinero de los contribuyentes, quienes a cambio no obtenían de éí ningún servicio.


Pedro hizo un esfuerzo por no pensar en eso. No quería manifestar su malhumor. Aún no había conseguido sacarle información a Stanley.


—Puedes usar mi teléfono, Stan —le ofreció, señalando al televisor—. Martínez es el próximo en batear.


Stanley negó con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.


—Gracias, amigo, pero no tengo aquí el número de Donna, y además tengo que ocuparme de algunas cosas —agarró el paquete con el equipo médico que había junto a la puerta—. Encantado de conocerte, señorita Chaves.


—Por favor, llámame Paula. Después de todo, somos vecinos, ¿no, Stan?


La sonrisa de Stanley fue un poco forzada, provocando la alerta de Pedro. Sabía reconocer la desconfianza en las personas, y había algo en Paula que había puesto nervioso a su vecino, sobre todo cuando oyó el apellido de Chaves.


¿Habría tenido problemas con esa familia o tal vez odiaba a los irlandeses?


—Es un pájaro interesante —comentó Paula cuando Stanley se marchó.


—Ni te imaginas cuánto —dijo Pedro—. No sé casi nada de él. No hace mucho que nos conocemos.


-¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?


Paula no podía creer que no le hubiera preguntado eso antes, pero Pedro parecía el tipo de hombre que se sentía cómodo con todo el mundo, y con quien todo el mundo se sentía cómodo.


—Dos semanas —respondió, tirando a la basura las latas de cerveza vacías—. Pero Stan es un tipo solitario. Me sorprende que haya aceptado la invitación.


—¿Estás decepcionado? —le preguntó Paula, apoyándose en el marco de la puerta de la cocina. Intentó no mirar el frigorífico y deseó que pudieran repetir el juego de la noche pasada.


—¿Lo estás tú?


Paula miró cómo Pedro la observaba de la cabeza a los pies. 


Había elegido su ropa con cuidado, sabiendo que la atracción sexual podría conseguir mucho de un hombre. 


Pero, aunque Pedro fuera un experto en ocultar las razones por las que espiaba a Stanley, no podía disimular su deseo por ella. Y sus ojos brillantes y profunda respiración hicieron que Paula se sintiese más sexy y segura de lo que podía permitirse.


—Oh, tengo algo que es tuyo —recordó Pedro, y señaló una bolsa de plástico que había en la mesa. Paula miró el contenido. Dos cintas de vídeo, pero ni rastro de su ropa interior.


—Falta algo.


—¿En serio? —preguntó él con una inocencia mal fingida. 


Ella se limitó a arquear una ceja—. Oh. Sí, encontré unas braguitas rosas en el suelo de la cocina. O, para ser más exactos, mi gato las encontró. Por suerte, tuvo la decencia de devolverlas intactas.


—Muy amable por su parte. ¿Y debo suponer que no puedo recuperarlas?


—Solo si tengo la oportunidad de quitártelas de nuevo.


—Eso tiene fácil arreglo —le tendió la mano con la palma hacia arriba. No le importaban nada las braguitas, pero esperaba que la llevase al dormitorio. Necesitaba una excusa para llevarlo a la habitación.


Por mucho que lo deseara, por mucho que la piel le ardiera al sentir su apetito sexual, tenía que preguntarle por el telescopio y saber por qué espiaba a Stanley Davison. Si estaba trabajando para una agencia rival, tendría que lidiar con las consecuencias antes de involucrarse más en aquella relación.


Pedro hizo un gesto hacia las escaleras, invitándola a subir. 


Ella dejó las cintas en el sofá y lo siguió, con cuidado de reprimir una sonrisa triunfal.


Pero entonces se detuvo en seco, antes de entrar en la habitación.


Las braguitas rosas colgaban del telescopio situado en mitad del dormitorio.


No había forma de no verlas. Ni tampoco el telescopio.


Como si Pedro... lo supiera



jueves, 21 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 9




Pedro se quedó de piedra cuando Paula se quitó una horquilla y dejó que su pelirroja melena cayera suelta por los hombros. Sus mechones eran como un anillo de fuego que enmarcal la palidez de su rostro y la profundidad de sus ojos. 


Dios, qué hermosa era... Y qué valiente. Ella tiró la horquilla al suelo y se quedó esperando, con la espalda arqueada contra el frigorífico, en un descarado gesto de ofrecimiento. 


Con un pie apartó el vestido, desviando la atención de Pedro hacia las uñas pintadas de rojo.


Él la recorrió con la mirada. En bañador era extraordinaria. 


Desnuda era impresionante. Piernas esbeltas. Cintura estrecha. Pechos voluptuoso. Hombros suaves. Labios carnosos. Ojos color índigo que lo llamaban con impaciencia... Pero antes de complacer la necesidad que ardía en aquellos ojos, Pedro tenía que mostrarse igual que ella lo hacía ante él. Se quitó los pantalones y los calzoncillos, revelando la erección, enhiesta y dura, que expresaba más que mil palabras.


Ella se mordió el labio inferior. —Tienes que haber nadado mucho Paula.


—¿Eso es un cumplido? —preguntó ella con una sonrisa, pasándose una mano por el vientre liso.


Él se rio y le tocó los músculos del hombro. —No, pero ya sabes... La natación no moldea unos pechos como estos. Son los genes.


—Te gustan los pechos, ¿eh? 


Pedro había empezado a descender con el dedo, pero se detuvo al oírla. La miró con las cejas arqueadas, pero no parecía avergonzado.


—Los pechos es lo que se ve en las salas de striptease. Es de lo único que un hombre sabe hablar con otro cuando le cuenta su última conquista —ella mantuvo la boca cerrada—. ¿Eso es lo que quieres, Paula? Porque yo no. Nada de compromisos ni promesas, pero cuando te lleve al orgasmo con solo pasarte la lengua por los pezones. .. —le pasó el dedo por la aureola rosada, y fue bajando hasta la única parte de su cuerpo que aún seguía cubierta—, será porque estamos haciendo el amor. 


Ella soltó un jadeo.


—Muéstramelo.


Él tendría que haber empezado con un beso y con lentas caricias... pero la impaciencia que ardía en los ojos de Paula lo incitó a meterse un pezón en la boca, mientras le amoldaba el otro pecho con la mano. Succionó con fuerza, lamiendo y mordisqueando hasta hacerla estremecer. Ella lo sujetó por el pelo y lo guio hacia el otro pecho.



Pero no tenía por qué guiarlo. Pedro tenía intención de darle todo lo que pudiera tomar... y más.


Le apartó las manos, sin pensar en cuánto ansiaba su contacto.Ya habría tiempo para eso. En esos momentos, quería demostrarle que podía llevarla al orgasmo usando tan solo las manos y la boca.


La agarró por las muñecas e hizo que sujetara el abridor de la nevera con la mano izquierda.


—¿Qué hago con la otra mano? —preguntó Paula, y bajó la mirada hasta su erección


Si ella lo tocaba, se olvidaría al instante de llevarla al orgasmo. No tenía otra asidera a su alcance, de modo que agarró el vaso que ella había derramado. Todavía estaba medio lleno de agua helada.


—¿Crees que podrás sostener esto sin derramar una sola gota?


—Tengo una idea mejor—dijo ella sujetando el vaso—. Puesto que no vamos a bañarnos en mi piscina...


Volcó el vaso, derramando el agua sobre el hombro y tirando los cubitos de hielo al suelo. Pedro saltó instintivamente hacia atrás, pero se quedó con la boea seca al ver cómo las braguitas se transparentaban al empaparse.


—Eres una mujer peligrosa.


Ella se limitó a responder con un gemido cuando él le sorbió la humedad de los hombros. La piel tenía un sabor salado, dulce, frío... pero no lo suficiente frío.


Pedro se agachó y recogió del suelo un cubito de hielo. Lo presionó contra un pezón, ahogando el gemido de protesta con un prolongado beso. Ella tembló e intentó desasirse, pero sin demasiada fuerza, como si se debatiera entre el dolor y el placer.


—Es muy frío... —murmuró con labios temblorosos.


—¿Cómo de frío? —le pasó el cubito por el cuello.


—Helado.


-¿Y?


—Quema un poco...


Él apartó el cubito y le pasó la lengua por el pezón helado.


Paula le dijo lo excitante que era aquella sensación, lo húmeda que estaba, lo mucho que lo deseaba... Y entre aquella neblina de placer, Pedro se dio cuenta de que nunca le había hecho el amor a una mujer tan elocuente. Sus suaves susurros y roncas confesiones dificultaban el plan de hacerle el amor siguiendo un meticuloso procedimiento. 


Quería tocarla en todos los sitios a la vez; una hazaña imposible incluso para él. Pero sabía que podía simular la sensación. Se arrodilló y le bajó las braguitas hasta descubrir su vello rojizo. Se lo cubrió de besos, y levantó la mirada para ver cómo ella intentaba guardar el equilibrio. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta y los pezones duros y enrojecidos.


Con los pulgares le apartó los labios de su sexo. Ella se estremeció con más fuerza, y gritó su nombre cuando se sintió invadida por la lengua.


Y él siguió lamiéndola, deleitándose con su sabor, sabiendo que muy pronto tendría que parar. Cuando sintió que ella no podía más, la levantó en sus brazos y la llevó arriba. Ella se acurrucó contra su pecho como una gatita satisfecha. 


Mientras subía los escalones de dos en dos, Pedro se preguntó cómo era posible que se sintiera tan satisfecho si aún seguía tan duro como una piedra.


Paula mantuvo los ojos cerrados mientras Pedro la secaba con una toalla del baño y la tumbaba en la cama. No necesita mirar, pues ya sabía cómo era su dormitorio. Era mucho más placentero concentrarse en los sonidos y en las sensaciones que la rodeaban y la colmaban. Los latidos del corazón, la respiración pausada, los ecos del orgasmo...


Oyó que se abría y cerraba un cajón. Un envoltorio que se rasgaba y el despliegue del látex.


Pedro Alfonso era un hombre preparado, y Paula pensó que no podría haber escogido a un amante mejor. Nunca se había sentido más afortunada.


—¿Estás despierta? —oyó que le preguntaba inclinándose sobre ella.


Abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras, salvo por la luz de la luna llena. Muy apropiado.


Podía echarle la culpa a los astros por su inusual comportamiento. Pero pretería culpar a Pedro por ser un hombre tan sexy.


—Estoy despierta —respondió con un murmullo—. Saciada, pero despierta.


—Espero que no estés del todo saciada. La noche es joven.


Paula soltó una carcajada y le agarró la mano.


—No puedo estar del todo saciada hasta que te sienta dentro de mí —tiró de él hacia la cama. Sabía que, por mucho que lo deseara, la noche no duraría para siempre,y quería devolverle el favor.


Él se situó para penetrarla, pero se echó hacia atrás al sentir la resistencia natural de su sexo.


—No quiero hacerte daño—le dijo.


Ella se sentó a horcajadas sobre él. Quería sentirlo en su interior con una desesperación salvaje. Estaba húmeda por el agua, por su lengua y por su propia necesidad. No se le había ocurrido que su cuerpo iba a resistirse.


—No puedes hacerme daño. Ha pasado mucho tiempo.


La tensión se alivió, mientras él ajustaba lenta y cuidadosamente los dos cuerpos.


—Para ambos —dijo el.


Ella se írguió, sorprendida por la confesión... y por la corriente de electricidad que la traspasó al sentir cómo el miembro erecto se deslizaba en su interior.


Se movió sinuosamente, comprobando la teoría según la cual aquella era la posición más erótica que había experimentado.


—¿Nunca habías estado encima? —le preguntó él, casi afirmándolo, entre jadeos..


Ella lo agarró por la cintura y él le sujetó las caderas con la mirada fija en sus ojos.


—No lo recuerdo —le respondió. 


Con Pedro, todo su pasado se borraba y solo importaba el presente. Lo único que quería era aprender de él y de ella misma. Disfrutar de la libertad de hacer el amor sin estar enamorada.


Podía ser egoísta si quería; podía tomar lo que necesitaba para alcanzar de nuevo el orgasmo, aunque Pedro se lo daba antes de que pudiera tomarlo. La sujetaba por las caderas y empuja rítmicamente dentro de ella, propagando por su interior las llamas de un incontenible placer.


Explosiones de color estallaban tras sus párpados; torbellinos rojos, naranjas, violetas... Era como estar envuelta en terciopelo.


Pero la más suave sensación provenía de las manos de Pedro. Sobre sus caderas, su vientre, sus pechos... Era tan sensible al sedoso tacto, que el torrente de placer amenazaba con desbordarse de nuevo. Demasiado pronto. 


Negó con la cabeza, intentando sofocar los fuegos artificiales, pero cuando él deslizó la mano entre ellos y le tocó el punto culminante, todas sus barreras cayeron.


Gritó y se retorció, pero Pedro tomó posesión de su boca y tiró de ella hacia abajo, justo cuando él mismo se descargaba en la explosión orgásmica. Aturdida, Paula se rindió por completo y permitió que la tumbara y la meciera, con sus cuerpos todavía pegados en la consumación de la gloria.


«¿Así es el sexo con un desconocido?», se preguntó Paula, aunque Pedro ya no era un desconocido. ¿Lo fue alguna vez?


Era una pregunta inquietante, mezclada con el destino, a la que no quería enfrentarse esa noche.


—Eres un amante increíble, Pedro Alfonso — le dijo mientras lo besaba en la nariz.


—Y tú eres la mujer más desinhibida que he conocido nunca, Paula.


—Seguro que has conocido a muchas mujeres —se dio la vuelta y presionó la espalda contra su pecho y el trasero contra su miembro flácido.


—No me acuerdo —dijo él seriamente, aspirando la fragancia de sus cabellos.


Paula permitió que una sensación de poder la dominara. 


Pedro aún la deseaba. A pesar de haberla poseído, se abrazaba a ella como si tuviera la intención de que se quedara toda la noche a su lado.


Recordó la vida amorosa con Leonel. Siempre había mantenido la idea de que si su ex marido y ella no hubieran compartido la fidelidad, tal vez hubieran compartido una relación física aceptable.


Pero Pedro le había borrado esa idea. Había sido ella quien le había dado todo a Leonel.A cambio de nada.


Con Pedro, en cambio, lo había tomado todo, pero tenía el presentimiento de que no podría haber sido de otra manera. Cerró los ojos y escuchó los sonidos de la noche. El zumbido del aire acondicionado, los crujidos de los muebles, la respiración tranquila de Pedro. ¿Estaría dormido?


—¿Pedro?


—¿Mmm?


—Tengo que irme.


—¿Por qué?


—Es tarde y estás cansado.


—No es tan tarde y ya descansaré en otro momento —la apretó aún más—. No hagas que te obligue a quedarte por la fuerza. Sabes que ganaría.


Ella se rio ante la soñolienta amenaza, y cerró los ojos, rodeada por su calor. Dio un bostezo y se dio cuenta de por qué Leonel nunca había permanecido en la cama después de hacer el amor. La intimidad no había sido lo suyo.


Pero Paula ya no lamentaba su pérdida, ni creía que Pedro sospechara lo que había compartido con ella además del puro sexo. Mejor así, porque tarde o temprano aquella fantasía tendría que acabar.


Alrededor de las cuatro de la mañana Paula bajó las escaleras, recogió el vestido de la cocina y salió de la casa. 


Habían hecho el amor una vez más, y había perdido la noción del tiempo. Pedro le había hecho cosas nuevas, y también ella, quedándose extasiada al oírlo gruñir como un animal cuando llegó al orgasmo.


Era franco y sincero, pero no tenía ni idea de lo mentirosa que era ella. Menuda situación... En la cama, entre sus brazos, podía ser la verdadera Paula Chaves, pero por la mañana tendría que volver a su papel.Y no importaba que él le permitiera mentir sobre los pequeños detalles. Sabía que al final tendría que revelarle sus secretos.


Pero, de momento, tenía que ocuparse de su labor de vigilancia. Tenía una importante reunión a la que acudir y unas decisiones que tomar sobre su futuro. Un futuro en el que no tenía cabida ningún hombre, ni siquiera uno tan carísmático y maravilloso como Pedro Alfonso.


Exhausta y rendida, subió las escaleras, se quitó el vestido, se puso la camiseta del FBI y se metió en fa cama. Entonces vio que no había apagado el monitor, que mostraba la salita de Stanley. La imagen apenas era visible en la oscuridad de la madrugada.


Se levantó con un gruñido y tecleó el código de salida. Antes de aceptar la orden, el programa efectuó una rápida pasada por las habitaciones de la casa, y mostró una ventana rectangular pidiendo la verificación definitiva para suspender la vigilancia.


Entonces Paula vio que Stanley Davison seguía despierto.
¿A las cuatro de la mañana?


Recordó lo que Patricio le había dicho sobre el enojo de Stanley tras la sesión de terapia. Las luces del dormitorio estaban apagadas, pero lo vio vagando de un lado para otro con las manos en la nuca.


Paula se sentó, canceló la orden de salida y expandió la imagen del dormitorio. Subió el volumen hasta que pudo oírlo murmurar, pero no era posible entenderlo ni leer sus labios.


Se preguntó si él sabría que estaba siendo vigilado. No, si así fuera se habría marchado de la casa. Lo vio dar unas cuantas vueltas, antes de notar que no estaba cojeando.


De hecho, pisaba con fuerza, como un hombre saludable y vigoroso... uno que no hubiera recibido una indemnización millonaria por lesiones incurables en la espalda.


Paula sacó los informes médicos y las transcripciones del juicio, segura de que había olvidado algo. Leyó el testimonio del médico de Stan, quien aseguraba que los daños podrían sanarse con la terapia adecuada, pero que no había ninguna garantía. Sin embargo, el médico, miembro de la American Medical Association, parecía estar convencido. Grabó la imagen en vídeo, pero sabía que un paseo a medianoche no era una prueba suficiente. Necesitaba más. Estaba cansada y le dolían los ojos, pero Stanley seguía caminando. Era insoportable verlo ir de un lado para otro, no como observara Pedro...


¿Se habría dado cuenta ya de que ella se había marchado? ¿Tendría aún esa dulce sonrisa en sus labios, que casi le había hecho besarlo antes de levantarse?


Maldijo su debilidad y tecleó el código secreto de «Mírame».


El dormitorio de Pedro estaba vacío.


¿Habría salido a buscarla?


Hizo una rápida búsqueda, pero la casa parecía vacía. Volvió al dormitorio, donde notó la ondulación de una cortina transparente.


La casa de Pedro tenía un balcón sobre los laterales y la parte de atrás. Fue una de las pocas cosas en las que se fijó Paula antes de centrarse en el cuerpo del vecino.


Pero no tenía ninguna cámara en el balcón, de modo que agarró los prismáticos y decidió echar un vistazo al modo tradicional.


Se puso una bata, pues el maldito aire acondicionado se había vuelto loco y un frío polar inundaba la casa, y bajó las escaleras sin encender ninguna luz. Desde la rendija de la persiana, enfocó el balcón.


Lo encontró de inmediato, instalando un telescopio. Paula miró el reloj del vestíbulo. ¡Las cuatro y cuarto! No sabía nada de astronomía, pero supuso que aquella hora sería tan buena como cualquier otra para ver las estrellas si no se podía dormir.


Pero en menos de una hora empezaría a amanecer, y hasta una novata como ella sabía que ninguna estrella sería entonces visible. Tal vez fuera su pasatiempo cuando necesitaba pensar. O cuando estaba enfadado y necesitaba calmarse. O cuando estaba excitado y su amante se había ido sin despedirse... Pero entonces vio que Pedro no enfocaba el telescopio hacia el cielo. Maldito...


Estaba observando a Stanley. No había duda de que le ocultaba algo. Una verdad muy similar a la que ella le ocultaba a él.


Se quedó observándolo varios minutos, hasta que recordó que Pedro no podía ver nada que ella no captase con su equipo de alta tecnología, y se marchó. 


Seguramente, Pedro no siquiera habría captado el lapsus de Stanley al caminar.


Agarró el teléfono y volvió a subir, se quitó la bata y apagó los monitores, a excepción del que mostraba el dormitorio de Stanley. Entonces marcó el número de Elisa.


—¿Di... diga?


—¿Eli? Soy Paula.


—¿Qué pasa?


—Más de lo que quieras oír a las cuatro y media de la mañana. ¿Puedes recogerme de camino a la oficina?


—¿Puedo llegar tarde?


Paula se rio y se sujetó el auricular entre el hombro y la oreja, mientras accedía al programa de datos y tecleaba el nombre de Pedro Alfonso.


—Treinta minutos como mucho.Y llama a Cynthia. No quiero que tengas problemas con el jefe.


—Pero si tú eres su jefe—dijo Elisa bostezando.


—Déjale un mensaje y nos vemos a las ocho y media —maldijo en voz baja cuando el programa de búsqueda no encontró a ningún Pedro Alfonso.


—¿Qué haces levantada a estas horas? —le preguntó Elisa.


—Trabajar.


—Ya lo oigo. ¿Qué estás escribiendo? ¿Doscientos palabras por minuto?


A Paula no le importaba la velocidad, sino la precisión. 


Programó el ordenador para que buscara las variantes del nombre de Pedro y tecleó su descripción. Pelo negro, ojos verdes, un metro noventa de estatura. Introdujo también el número de matrícula de la camioneta Ford. No había tenido intención de memorizarlo, pero era una costumbre difícil de romper.


—¿Has conseguido algo del caso? —Elisa volvió a bostezar.


—He conseguido algo, sí, pero no del caso. ¿Sabes qué? 
Dile a Cynthía que mañana no estarás hasta las nueve y media y que hasta entonces estarás conmigo. Y siento haberte despertado. Te debo una.


—Oh, desde luego. Te lo haré pagar con creces, hermana.


Después de colgar, Paula se quedó pensativa, Sabía que Pedro no trabajaba para la agencia de seguros, que había cerrado el caso tras pagar la indemnización.Tal vez estuviera trabajando para una agencia rival.


Pero Stanley era sospechoso de otros muchos engaños que habían enfadado a un buen número de personas.Tal vez Pedro fuera un mafíoso. O un periodista. O un policía.


La pantalla del ordenador se iluminó con los resultados de la búsqueda.


Paula se preguntó por qué estaría más intrigada que enfadada.Tal vez porque Pedro no le había hecho ninguna promesa. Solo le había mentido al decirle que era explorador de los Yankees. Le había mentido a Stan al hablarle sobre su madre, pero a ella no le había nada sobre sus padres.


Todo lo que le había dicho y enseñado era demasiado personal para ser incluido en una base de datos. Su preferencia por el color rojo. Su gusto por el vodka. El ángulo perfecto que podía conseguir dentro de ella para hacerla llegar al orgasmo sin apenas moverse...


Fuera quien fuera, era un buen tipo, y seguro que Pedro Alfonso era su verdadero nombre. Paula se estremeció de emoción. No podía resistirse a un misterio semejante, como tampoco podía resistirse a él.


Mientras se metía en la cama y ponía el despertador, pensó que solo había un modo de averiguar la verdad.


Preguntársela.


Sonrió y se acurrucó bajo las sábanas, imaginando varias formas interesantes de formular la pregunta.