jueves, 21 de julio de 2016

LA MIRADA DEL DESEO: CAPITULO 9




Pedro se quedó de piedra cuando Paula se quitó una horquilla y dejó que su pelirroja melena cayera suelta por los hombros. Sus mechones eran como un anillo de fuego que enmarcal la palidez de su rostro y la profundidad de sus ojos. 


Dios, qué hermosa era... Y qué valiente. Ella tiró la horquilla al suelo y se quedó esperando, con la espalda arqueada contra el frigorífico, en un descarado gesto de ofrecimiento. 


Con un pie apartó el vestido, desviando la atención de Pedro hacia las uñas pintadas de rojo.


Él la recorrió con la mirada. En bañador era extraordinaria. 


Desnuda era impresionante. Piernas esbeltas. Cintura estrecha. Pechos voluptuoso. Hombros suaves. Labios carnosos. Ojos color índigo que lo llamaban con impaciencia... Pero antes de complacer la necesidad que ardía en aquellos ojos, Pedro tenía que mostrarse igual que ella lo hacía ante él. Se quitó los pantalones y los calzoncillos, revelando la erección, enhiesta y dura, que expresaba más que mil palabras.


Ella se mordió el labio inferior. —Tienes que haber nadado mucho Paula.


—¿Eso es un cumplido? —preguntó ella con una sonrisa, pasándose una mano por el vientre liso.


Él se rio y le tocó los músculos del hombro. —No, pero ya sabes... La natación no moldea unos pechos como estos. Son los genes.


—Te gustan los pechos, ¿eh? 


Pedro había empezado a descender con el dedo, pero se detuvo al oírla. La miró con las cejas arqueadas, pero no parecía avergonzado.


—Los pechos es lo que se ve en las salas de striptease. Es de lo único que un hombre sabe hablar con otro cuando le cuenta su última conquista —ella mantuvo la boca cerrada—. ¿Eso es lo que quieres, Paula? Porque yo no. Nada de compromisos ni promesas, pero cuando te lleve al orgasmo con solo pasarte la lengua por los pezones. .. —le pasó el dedo por la aureola rosada, y fue bajando hasta la única parte de su cuerpo que aún seguía cubierta—, será porque estamos haciendo el amor. 


Ella soltó un jadeo.


—Muéstramelo.


Él tendría que haber empezado con un beso y con lentas caricias... pero la impaciencia que ardía en los ojos de Paula lo incitó a meterse un pezón en la boca, mientras le amoldaba el otro pecho con la mano. Succionó con fuerza, lamiendo y mordisqueando hasta hacerla estremecer. Ella lo sujetó por el pelo y lo guio hacia el otro pecho.



Pero no tenía por qué guiarlo. Pedro tenía intención de darle todo lo que pudiera tomar... y más.


Le apartó las manos, sin pensar en cuánto ansiaba su contacto.Ya habría tiempo para eso. En esos momentos, quería demostrarle que podía llevarla al orgasmo usando tan solo las manos y la boca.


La agarró por las muñecas e hizo que sujetara el abridor de la nevera con la mano izquierda.


—¿Qué hago con la otra mano? —preguntó Paula, y bajó la mirada hasta su erección


Si ella lo tocaba, se olvidaría al instante de llevarla al orgasmo. No tenía otra asidera a su alcance, de modo que agarró el vaso que ella había derramado. Todavía estaba medio lleno de agua helada.


—¿Crees que podrás sostener esto sin derramar una sola gota?


—Tengo una idea mejor—dijo ella sujetando el vaso—. Puesto que no vamos a bañarnos en mi piscina...


Volcó el vaso, derramando el agua sobre el hombro y tirando los cubitos de hielo al suelo. Pedro saltó instintivamente hacia atrás, pero se quedó con la boea seca al ver cómo las braguitas se transparentaban al empaparse.


—Eres una mujer peligrosa.


Ella se limitó a responder con un gemido cuando él le sorbió la humedad de los hombros. La piel tenía un sabor salado, dulce, frío... pero no lo suficiente frío.


Pedro se agachó y recogió del suelo un cubito de hielo. Lo presionó contra un pezón, ahogando el gemido de protesta con un prolongado beso. Ella tembló e intentó desasirse, pero sin demasiada fuerza, como si se debatiera entre el dolor y el placer.


—Es muy frío... —murmuró con labios temblorosos.


—¿Cómo de frío? —le pasó el cubito por el cuello.


—Helado.


-¿Y?


—Quema un poco...


Él apartó el cubito y le pasó la lengua por el pezón helado.


Paula le dijo lo excitante que era aquella sensación, lo húmeda que estaba, lo mucho que lo deseaba... Y entre aquella neblina de placer, Pedro se dio cuenta de que nunca le había hecho el amor a una mujer tan elocuente. Sus suaves susurros y roncas confesiones dificultaban el plan de hacerle el amor siguiendo un meticuloso procedimiento. 


Quería tocarla en todos los sitios a la vez; una hazaña imposible incluso para él. Pero sabía que podía simular la sensación. Se arrodilló y le bajó las braguitas hasta descubrir su vello rojizo. Se lo cubrió de besos, y levantó la mirada para ver cómo ella intentaba guardar el equilibrio. Tenía los ojos cerrados, la boca entreabierta y los pezones duros y enrojecidos.


Con los pulgares le apartó los labios de su sexo. Ella se estremeció con más fuerza, y gritó su nombre cuando se sintió invadida por la lengua.


Y él siguió lamiéndola, deleitándose con su sabor, sabiendo que muy pronto tendría que parar. Cuando sintió que ella no podía más, la levantó en sus brazos y la llevó arriba. Ella se acurrucó contra su pecho como una gatita satisfecha. 


Mientras subía los escalones de dos en dos, Pedro se preguntó cómo era posible que se sintiera tan satisfecho si aún seguía tan duro como una piedra.


Paula mantuvo los ojos cerrados mientras Pedro la secaba con una toalla del baño y la tumbaba en la cama. No necesita mirar, pues ya sabía cómo era su dormitorio. Era mucho más placentero concentrarse en los sonidos y en las sensaciones que la rodeaban y la colmaban. Los latidos del corazón, la respiración pausada, los ecos del orgasmo...


Oyó que se abría y cerraba un cajón. Un envoltorio que se rasgaba y el despliegue del látex.


Pedro Alfonso era un hombre preparado, y Paula pensó que no podría haber escogido a un amante mejor. Nunca se había sentido más afortunada.


—¿Estás despierta? —oyó que le preguntaba inclinándose sobre ella.


Abrió los ojos. La habitación estaba a oscuras, salvo por la luz de la luna llena. Muy apropiado.


Podía echarle la culpa a los astros por su inusual comportamiento. Pero pretería culpar a Pedro por ser un hombre tan sexy.


—Estoy despierta —respondió con un murmullo—. Saciada, pero despierta.


—Espero que no estés del todo saciada. La noche es joven.


Paula soltó una carcajada y le agarró la mano.


—No puedo estar del todo saciada hasta que te sienta dentro de mí —tiró de él hacia la cama. Sabía que, por mucho que lo deseara, la noche no duraría para siempre,y quería devolverle el favor.


Él se situó para penetrarla, pero se echó hacia atrás al sentir la resistencia natural de su sexo.


—No quiero hacerte daño—le dijo.


Ella se sentó a horcajadas sobre él. Quería sentirlo en su interior con una desesperación salvaje. Estaba húmeda por el agua, por su lengua y por su propia necesidad. No se le había ocurrido que su cuerpo iba a resistirse.


—No puedes hacerme daño. Ha pasado mucho tiempo.


La tensión se alivió, mientras él ajustaba lenta y cuidadosamente los dos cuerpos.


—Para ambos —dijo el.


Ella se írguió, sorprendida por la confesión... y por la corriente de electricidad que la traspasó al sentir cómo el miembro erecto se deslizaba en su interior.


Se movió sinuosamente, comprobando la teoría según la cual aquella era la posición más erótica que había experimentado.


—¿Nunca habías estado encima? —le preguntó él, casi afirmándolo, entre jadeos..


Ella lo agarró por la cintura y él le sujetó las caderas con la mirada fija en sus ojos.


—No lo recuerdo —le respondió. 


Con Pedro, todo su pasado se borraba y solo importaba el presente. Lo único que quería era aprender de él y de ella misma. Disfrutar de la libertad de hacer el amor sin estar enamorada.


Podía ser egoísta si quería; podía tomar lo que necesitaba para alcanzar de nuevo el orgasmo, aunque Pedro se lo daba antes de que pudiera tomarlo. La sujetaba por las caderas y empuja rítmicamente dentro de ella, propagando por su interior las llamas de un incontenible placer.


Explosiones de color estallaban tras sus párpados; torbellinos rojos, naranjas, violetas... Era como estar envuelta en terciopelo.


Pero la más suave sensación provenía de las manos de Pedro. Sobre sus caderas, su vientre, sus pechos... Era tan sensible al sedoso tacto, que el torrente de placer amenazaba con desbordarse de nuevo. Demasiado pronto. 


Negó con la cabeza, intentando sofocar los fuegos artificiales, pero cuando él deslizó la mano entre ellos y le tocó el punto culminante, todas sus barreras cayeron.


Gritó y se retorció, pero Pedro tomó posesión de su boca y tiró de ella hacia abajo, justo cuando él mismo se descargaba en la explosión orgásmica. Aturdida, Paula se rindió por completo y permitió que la tumbara y la meciera, con sus cuerpos todavía pegados en la consumación de la gloria.


«¿Así es el sexo con un desconocido?», se preguntó Paula, aunque Pedro ya no era un desconocido. ¿Lo fue alguna vez?


Era una pregunta inquietante, mezclada con el destino, a la que no quería enfrentarse esa noche.


—Eres un amante increíble, Pedro Alfonso — le dijo mientras lo besaba en la nariz.


—Y tú eres la mujer más desinhibida que he conocido nunca, Paula.


—Seguro que has conocido a muchas mujeres —se dio la vuelta y presionó la espalda contra su pecho y el trasero contra su miembro flácido.


—No me acuerdo —dijo él seriamente, aspirando la fragancia de sus cabellos.


Paula permitió que una sensación de poder la dominara. 


Pedro aún la deseaba. A pesar de haberla poseído, se abrazaba a ella como si tuviera la intención de que se quedara toda la noche a su lado.


Recordó la vida amorosa con Leonel. Siempre había mantenido la idea de que si su ex marido y ella no hubieran compartido la fidelidad, tal vez hubieran compartido una relación física aceptable.


Pero Pedro le había borrado esa idea. Había sido ella quien le había dado todo a Leonel.A cambio de nada.


Con Pedro, en cambio, lo había tomado todo, pero tenía el presentimiento de que no podría haber sido de otra manera. Cerró los ojos y escuchó los sonidos de la noche. El zumbido del aire acondicionado, los crujidos de los muebles, la respiración tranquila de Pedro. ¿Estaría dormido?


—¿Pedro?


—¿Mmm?


—Tengo que irme.


—¿Por qué?


—Es tarde y estás cansado.


—No es tan tarde y ya descansaré en otro momento —la apretó aún más—. No hagas que te obligue a quedarte por la fuerza. Sabes que ganaría.


Ella se rio ante la soñolienta amenaza, y cerró los ojos, rodeada por su calor. Dio un bostezo y se dio cuenta de por qué Leonel nunca había permanecido en la cama después de hacer el amor. La intimidad no había sido lo suyo.


Pero Paula ya no lamentaba su pérdida, ni creía que Pedro sospechara lo que había compartido con ella además del puro sexo. Mejor así, porque tarde o temprano aquella fantasía tendría que acabar.


Alrededor de las cuatro de la mañana Paula bajó las escaleras, recogió el vestido de la cocina y salió de la casa. 


Habían hecho el amor una vez más, y había perdido la noción del tiempo. Pedro le había hecho cosas nuevas, y también ella, quedándose extasiada al oírlo gruñir como un animal cuando llegó al orgasmo.


Era franco y sincero, pero no tenía ni idea de lo mentirosa que era ella. Menuda situación... En la cama, entre sus brazos, podía ser la verdadera Paula Chaves, pero por la mañana tendría que volver a su papel.Y no importaba que él le permitiera mentir sobre los pequeños detalles. Sabía que al final tendría que revelarle sus secretos.


Pero, de momento, tenía que ocuparse de su labor de vigilancia. Tenía una importante reunión a la que acudir y unas decisiones que tomar sobre su futuro. Un futuro en el que no tenía cabida ningún hombre, ni siquiera uno tan carísmático y maravilloso como Pedro Alfonso.


Exhausta y rendida, subió las escaleras, se quitó el vestido, se puso la camiseta del FBI y se metió en fa cama. Entonces vio que no había apagado el monitor, que mostraba la salita de Stanley. La imagen apenas era visible en la oscuridad de la madrugada.


Se levantó con un gruñido y tecleó el código de salida. Antes de aceptar la orden, el programa efectuó una rápida pasada por las habitaciones de la casa, y mostró una ventana rectangular pidiendo la verificación definitiva para suspender la vigilancia.


Entonces Paula vio que Stanley Davison seguía despierto.
¿A las cuatro de la mañana?


Recordó lo que Patricio le había dicho sobre el enojo de Stanley tras la sesión de terapia. Las luces del dormitorio estaban apagadas, pero lo vio vagando de un lado para otro con las manos en la nuca.


Paula se sentó, canceló la orden de salida y expandió la imagen del dormitorio. Subió el volumen hasta que pudo oírlo murmurar, pero no era posible entenderlo ni leer sus labios.


Se preguntó si él sabría que estaba siendo vigilado. No, si así fuera se habría marchado de la casa. Lo vio dar unas cuantas vueltas, antes de notar que no estaba cojeando.


De hecho, pisaba con fuerza, como un hombre saludable y vigoroso... uno que no hubiera recibido una indemnización millonaria por lesiones incurables en la espalda.


Paula sacó los informes médicos y las transcripciones del juicio, segura de que había olvidado algo. Leyó el testimonio del médico de Stan, quien aseguraba que los daños podrían sanarse con la terapia adecuada, pero que no había ninguna garantía. Sin embargo, el médico, miembro de la American Medical Association, parecía estar convencido. Grabó la imagen en vídeo, pero sabía que un paseo a medianoche no era una prueba suficiente. Necesitaba más. Estaba cansada y le dolían los ojos, pero Stanley seguía caminando. Era insoportable verlo ir de un lado para otro, no como observara Pedro...


¿Se habría dado cuenta ya de que ella se había marchado? ¿Tendría aún esa dulce sonrisa en sus labios, que casi le había hecho besarlo antes de levantarse?


Maldijo su debilidad y tecleó el código secreto de «Mírame».


El dormitorio de Pedro estaba vacío.


¿Habría salido a buscarla?


Hizo una rápida búsqueda, pero la casa parecía vacía. Volvió al dormitorio, donde notó la ondulación de una cortina transparente.


La casa de Pedro tenía un balcón sobre los laterales y la parte de atrás. Fue una de las pocas cosas en las que se fijó Paula antes de centrarse en el cuerpo del vecino.


Pero no tenía ninguna cámara en el balcón, de modo que agarró los prismáticos y decidió echar un vistazo al modo tradicional.


Se puso una bata, pues el maldito aire acondicionado se había vuelto loco y un frío polar inundaba la casa, y bajó las escaleras sin encender ninguna luz. Desde la rendija de la persiana, enfocó el balcón.


Lo encontró de inmediato, instalando un telescopio. Paula miró el reloj del vestíbulo. ¡Las cuatro y cuarto! No sabía nada de astronomía, pero supuso que aquella hora sería tan buena como cualquier otra para ver las estrellas si no se podía dormir.


Pero en menos de una hora empezaría a amanecer, y hasta una novata como ella sabía que ninguna estrella sería entonces visible. Tal vez fuera su pasatiempo cuando necesitaba pensar. O cuando estaba enfadado y necesitaba calmarse. O cuando estaba excitado y su amante se había ido sin despedirse... Pero entonces vio que Pedro no enfocaba el telescopio hacia el cielo. Maldito...


Estaba observando a Stanley. No había duda de que le ocultaba algo. Una verdad muy similar a la que ella le ocultaba a él.


Se quedó observándolo varios minutos, hasta que recordó que Pedro no podía ver nada que ella no captase con su equipo de alta tecnología, y se marchó. 


Seguramente, Pedro no siquiera habría captado el lapsus de Stanley al caminar.


Agarró el teléfono y volvió a subir, se quitó la bata y apagó los monitores, a excepción del que mostraba el dormitorio de Stanley. Entonces marcó el número de Elisa.


—¿Di... diga?


—¿Eli? Soy Paula.


—¿Qué pasa?


—Más de lo que quieras oír a las cuatro y media de la mañana. ¿Puedes recogerme de camino a la oficina?


—¿Puedo llegar tarde?


Paula se rio y se sujetó el auricular entre el hombro y la oreja, mientras accedía al programa de datos y tecleaba el nombre de Pedro Alfonso.


—Treinta minutos como mucho.Y llama a Cynthia. No quiero que tengas problemas con el jefe.


—Pero si tú eres su jefe—dijo Elisa bostezando.


—Déjale un mensaje y nos vemos a las ocho y media —maldijo en voz baja cuando el programa de búsqueda no encontró a ningún Pedro Alfonso.


—¿Qué haces levantada a estas horas? —le preguntó Elisa.


—Trabajar.


—Ya lo oigo. ¿Qué estás escribiendo? ¿Doscientos palabras por minuto?


A Paula no le importaba la velocidad, sino la precisión. 


Programó el ordenador para que buscara las variantes del nombre de Pedro y tecleó su descripción. Pelo negro, ojos verdes, un metro noventa de estatura. Introdujo también el número de matrícula de la camioneta Ford. No había tenido intención de memorizarlo, pero era una costumbre difícil de romper.


—¿Has conseguido algo del caso? —Elisa volvió a bostezar.


—He conseguido algo, sí, pero no del caso. ¿Sabes qué? 
Dile a Cynthía que mañana no estarás hasta las nueve y media y que hasta entonces estarás conmigo. Y siento haberte despertado. Te debo una.


—Oh, desde luego. Te lo haré pagar con creces, hermana.


Después de colgar, Paula se quedó pensativa, Sabía que Pedro no trabajaba para la agencia de seguros, que había cerrado el caso tras pagar la indemnización.Tal vez estuviera trabajando para una agencia rival.


Pero Stanley era sospechoso de otros muchos engaños que habían enfadado a un buen número de personas.Tal vez Pedro fuera un mafíoso. O un periodista. O un policía.


La pantalla del ordenador se iluminó con los resultados de la búsqueda.


Paula se preguntó por qué estaría más intrigada que enfadada.Tal vez porque Pedro no le había hecho ninguna promesa. Solo le había mentido al decirle que era explorador de los Yankees. Le había mentido a Stan al hablarle sobre su madre, pero a ella no le había nada sobre sus padres.


Todo lo que le había dicho y enseñado era demasiado personal para ser incluido en una base de datos. Su preferencia por el color rojo. Su gusto por el vodka. El ángulo perfecto que podía conseguir dentro de ella para hacerla llegar al orgasmo sin apenas moverse...


Fuera quien fuera, era un buen tipo, y seguro que Pedro Alfonso era su verdadero nombre. Paula se estremeció de emoción. No podía resistirse a un misterio semejante, como tampoco podía resistirse a él.


Mientras se metía en la cama y ponía el despertador, pensó que solo había un modo de averiguar la verdad.


Preguntársela.


Sonrió y se acurrucó bajo las sábanas, imaginando varias formas interesantes de formular la pregunta.




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