miércoles, 13 de julio de 2016

RENDICIÓN: CAPITULO 1





Paula Chaves se detuvo lentamente delante de la casa más imponente que había visto jamás. El viaje desde Londres apenas le había llevado tiempo. Era un lunes de mediados de agosto y, al contrario que la mayoría de los vehículos, ella salía de la ciudad. Había tardado menos de una hora en llegar desde su piso en la concurrida Ladbroke Grove hasta aquella majestuosa mansión, que parecía digna de aparecer en la portada de una revista.


Las verjas de hierro forjado anunciaban su esplendor, al igual que la avenida delimitada por altos árboles y los cientos de metros cuadrados de cuidados jardines que ella había tenido que atravesar hasta llegar a la casa.


Aquel hombre debía de ser mucho más que rico. Por supuesto, eso ya lo sabía. Lo primero que había hecho cuando se le pidió que desempeñara aquel trabajo había sido investigarlo en Internet.


Pedro Alfonso, italiano pero residente en el Reino Unido desde hacía mucho tiempo. El listado de sus numerosas empresas era largo, por lo que había decidido pasarlo por alto. No le interesaba en absoluto a lo que se dedicara. Solo quería asegurarse de que Pedro Alfonso existía y que resultaba ser quien Stan decía que era.


No era siempre recomendable aceptar encargos a través de amigos de amigos, y mucho menos en la clase de trabajo al que Paula se dedicaba. Tal y como a su padre le gustaba decir, una chica debía tener mucho cuidado.


Se bajó de su pequeño Mini, que resultaba aún más pequeño por el amplio patio en el que estaba aparcado, y miró a su alrededor.


Aquel maravilloso día de verano hacía que el césped y las flores que adornaban la fachada de la mansión resultaran tan hermosos que parecieran casi irreales. Cuando investigó a Alfonso en Internet, no había visto fotos de su casa, por lo que no había estado en absoluto preparada para aquella exhibición de riqueza.


Una suave brisa le revolvió el cabello castaño, muy corto. Se sintió algo incómoda con su habitual indumentaria de pantalones de camuflaje, esparteñas y la camiseta de un grupo de rock a cuyo concierto había ido hacía cinco años y que era de las menos deslucidas que tenía.


Aquel no parecía la clase de lugar en la que se toleraría aquel tipo de atuendo. Por primera vez, deseó haber prestado más atención a los detalles del hombre al que había ido a ver.


Había encontrado largos artículos sobre él, pero pocas fotografías, que había pasado por alto casi sin fijarse quién era él entre un grupo de aburridos hombres con traje. 


Decidió que lo mejor sería enmendar ese error. Tomó su ordenador portátil y cerró la puerta del coche.


Si no fuera por Stan, no estaría allí en aquellos momentos. 


Ella no necesitaba el dinero. Podía pagar la hipoteca de su apartamento de un dormitorio cómodamente y no le gustaba comprarse ropas femeninas sin sentido para una figura que no poseía con el único objetivo de atraer a los hombres, por los que, además, tenía poco interés. Inmediatamente, decidió ser sincera consigo misma. Eran los hombres los que tenían poco interés por ella..


Con eso en mente, tenía más de lo que necesitaba. Su trabajo como diseñadora de páginas web estaba bien pagado y, por lo que a ella se refería, no le faltaba nada.


Stan, un irlandés, era amigo de su padre desde hacía mucho tiempo. Los dos se habían criado juntos. Él acogió a Paula cuando ella se mudó a Londres después de la universidad y Paula se sentía en deuda con él.


Con un poco de suerte, se marcharía de allí en un santiamén.


Respiró profundamente y observó la mansión. Era un enorme edificio de elegante piedra color crema. Una casa de ensueño. La hiedra la adornaba en los lugares adecuados y las ventanas conservaban todo el encanto de lo antiguo. 


Aquella era la clase de riqueza que debería atraerla más bien poco, pero Paula, muy a su pesar, se sentía completamente encantada por tanta belleza.


Por supuesto, el dueño no sería tan encantador como su casa. Así ocurría siempre. Los hombres ricos siempre se consideraban un don de Dios para las mujeres cuando, evidentemente, no lo eran. Había conocido a algunos en su trabajo y le había costado mucho mantener la sonrisa en el rostro.


No había timbre, sino un impresionante llamador. Lo golpeó con fuerza y oyó que el sonido que producía reverberaba por toda la casa mientras esperaba que el mayordomo, o quien estuviera al servicio del dueño de la casa, fuera a abrir la puerta.


Se preguntó qué aspecto tendría. Rico e italiano. 


Seguramente tendría el cabello oscuro y hablaría con un marcado acento extranjero. Podría ser que fuera bajo de estatura, lo que resultaría algo embarazoso porque ella medía casi un metro ochenta y le sacaría la cabeza. Eso no era bueno. Sabía por experiencia que a los hombres no les gustaba que las mujeres fueran más altas que ellos. Lo más probable era que fuera elegante y que fuera ataviado con ropa y zapatos muy caros.


Estaba tan ocupada pensando en el posible aspecto de su interlocutor que se sorprendió cuando la puerta se abrió sin previo aviso. Durante unos segundos, Paula perdió la capacidad de hablar. Separó los labios y miró fijamente al hombre que se encontraba ante ella como no lo había hecho nunca antes con ningún otro en toda su vida.


El hombre era, simplemente, de una belleza indescriptible.


Unos centímetros más alto que ella, iba ataviado con unos vaqueros y un polo azul marino. Además, iba descalzo. El cabello negro peinado hacia atrás dejaba al descubierto un hermoso y sensual rostro. Tenía los ojos tan negros como el cabello, ojos que devolvían plácidamente la fija mirada de Paula. Ella sintió que se sonrojaba y que regresaba al planeta Tierra con una terrible sensación de azoramiento.


–¿Quién es usted?


Aquella voz, profunda y aterciopelada, la hizo reaccionar. 


Paula se aclaró la garganta y se recordó que no era la clase de chica que se viera intimidada por un hombre, por muy guapo que fuera. Procedía de una familia de seis y ella era la única chica. Se había criado asistiendo a partidos de rugby y viendo el fútbol en televisión, subiéndose a los árboles y explorando la gloriosa campiña irlandesa con unos hermanos a los que no siempre les había gustado que su hermanita pequeña los acompañara.


Siempre había sido capaz de ocuparse del sexo opuesto.


 Siempre había sido una más entre los chicos…


–He venido por su… Bueno, me llamo Paula Chaves –dijo. 


Extendió la mano, pero la dejó caer al ver que él no correspondía su gesto.


–No esperaba a una mujer –replicó Pedro mientras la miraba de arriba abajo.


Efectivamente, él había estado esperando a P.Chaves y había dado por sentado que P era un hombre. P, un hombre de la misma edad que Rob Dawson, su técnico de ordenadores. Rob Dawson tendría unos cuarenta años y parecía una pelota de playa. Había estado esperando un hombre de unos cuarenta y tantos y con un aspecto similar.


En su lugar, estaba frente a una mujer de cabello corto y oscuro, con los ojos de color del chocolate y un aspecto físico muy masculino que iba vestida…


Pedro observó los pantalones de camuflaje y la camiseta. No recordaba la última vez que había visto a una mujer vestida con un desprecio tan evidente por la moda. Las mujeres siempre se esforzaban al máximo con él. Su cabello estaba siempre perfecto y su maquillaje impecable. La ropa que llevaba estaba siempre a la última y los zapatos eran siempre muy sexys y de alto tacón.


Le miró los pies. Llevaba puestas unas zapatillas de lona y suela de esparto.


–Siento haberle desilusionado, señor Alfonso. Es decir, doy por sentado que es usted el señor Alfonso y no su criado.


–No creía que nadie usara todavía ese término.


–¿Qué termino?


–Criado. Cuando le pedí a Dawson que me proporcionara el nombre de alguien que me pudiera ayudar con el… problema que tengo, di por sentado que él me recomendaría a alguien de más edad y experiencia.


–Da la casualidad que se me da muy bien lo que hago, señor.


–Dado que esta no es una entrevista de trabajo, no puedo pedir referencias –dijo. Se hizo a un lado y la invitó a pasar–. Sin embargo, considerando que parece que acaba de salir de la facultad, querría saber algo más sobre usted antes de explicarle la situación.


Paula refrenó su genio. No necesitaba el dinero. Aunque la cantidad que se le había dicho que se le pagaría por hora era escandalosa, no tenía por qué estar allí ni escuchar cómo aquel perfecto desconocido cuestionaba su experiencia para un trabajo que ella ni siquiera había solicitado. Entonces, pensó en Stan y en todo lo que él había hecho por ella y contuvo sus deseos de marcharse de allí sin mirar atrás.


–Entre –le dijo Pedro por encima del hombro al ver que ella no se animaba a pasar.


Segundos después, Paula atravesó el umbral. Se vio rodeada de mármol y alfombras orientales. Las paredes estaban adornadas de obras maestras modernas, que deberían haber estado fuera de lugar en una casa como aquella. Sin embargo, no era así. El vestíbulo quedaba dominado por una escalera que ascendía delicadamente al piso superior antes de dividirse en direcciones opuestas. Las puertas indicaban que había una multitud de habitaciones en cada ala.


Más que nunca, sintió que su atuendo resultaba inapropiado. 


A pesar de que él iba vestido de un modo casual, su ropa era elegante y cara.


–Una casa muy grande para una persona –comentó ella mirando a su alrededor sin ocultar lo impresionada que estaba.


–¿Cómo sabe que no tengo una enorme familia viviendo aquí?


–Porque lo he investigado –respondió Paula con sinceridad. Volvió a mirarlo y, una vez más, tuvo que apartar la mirada–. No suelo viajar a territorio desconocido cuando trabajo como freelance. Normalmente, el ordenador viene a mí. No soy yo quien va al ordenador.


–Creo que resulta refrescante abandonar las costumbres de cada uno –repuso Pedro. Observó cómo ella se mesaba el cabello y se lo ponía, sin querer, de punta. Aquella mujer tenía las cejas muy oscuras, igual que su cabello, lo que enfatizaba el peculiar tono marrón de sus ojos. Tenía la piel muy blanca, sedosa, tanto que debería haber tenido pecas. No era así–. Sígame. Podemos sentarnos en el jardín. Haré que Violet nos sirva algo para beber… ¿Ha almorzado usted?


Paula frunció el ceño. ¿Había almorzado? No era muy cuidadosa con sus hábitos alimenticios, algo que se prometía rectificar diariamente. Si comiera algo más, tendría más posibilidades de no parecer un palillo.


–Tomé un bocadillo antes de salir –contestó–, pero le agradecería mucho una taza de té.


–Jamás deja de divertirme que, en un cálido día de verano, los ingleses sigan optando por tomar una taza de té en vez de algo frío.


–Yo no soy inglesa. Soy irlandesa.


Pedro inclinó la cabeza y la miró con curiosidad.


–Ahora que lo menciona, detecto un cierto acento…


–Pero sigo prefiriendo una taza de té.


Pedro sonrió y ella se quedó sin aliento. El italiano rezumaba atractivo sexual. Lo tenía sin sonreír, pero en aquellos momentos… Era suficiente para arrojarla en un estado de confusión. Parpadeó para librarse de aquella sensación tan ajena a ella.


–Este no es mi lugar de residencia favorito –dijo él mientras la conducía hasta las puertas que llevaban a la parte posterior de la casa–. Vengo aquí de vez en cuando para airearlo, pero paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o en el extranjero por negocios.


–¿Y quién cuida de esta casa cuando no esta usted aquí?


–Tengo empleados que se ocupan de eso.


–Es un desperdicio, ¿no le parece?


Pedro se dio la vuelta y la miró con una mezcla de irritación y de diversión.


–¿Desde qué punto de vista? –le preguntó cortésmente. 


Paula se encogió de hombros.


–Hay tantos problemas con el alojamiento en este país que parece una locura que una persona posea una casa de este tamaño.


–¿Quiere decir usted que debería subdividir la casa y convertirla en un montón de pequeñas conejeras para los que se han quedado sin hogar? –preguntó con una seca carcajada–. ¿Le explicó mi hombre cuál es la situación?


Paula frunció el ceño. Había pensado que él podría verse ofendido por su comentario, pero estaba allí para realizar un trabajo. Sus opiniones no importaban demasiado.


Su hombre se puso en contacto con Stan, que es amigo de mi padre, y él… Bueno, solo me dijo que tenía usted una situación delicada que quería solucionar. No me dio detalles.


–No se le dieron a él. Simplemente sentía curiosidad sobre si las especulaciones ociosas habían entrado a formar parte de la ecuación.






RENDICIÓN: SINOPSIS




A aquel hombre no se le podía negar nada...


Para evitar que una amenaza dejara al descubierto su mayor secreto, el multimillonario Pedro Alfonso necesitaba a la mejor. El nombre de Paula Chaves estaba en boca de todos y él muy pronto comprobó por qué. Tan desafiante como atractiva, ella era capaz de mantenerse firme frente a cualquier cosa.


Tras ver el modo en el que él vivía, Paula comprobó que Pedro distaba mucho de ser la clase de hombre que ella buscaba. Sin embargo, por mucho que se esforzaba en sentir antipatía hacia él, no podía evitar que el pulso se le acelerara o que su cuerpo anhelara el contacto cuando Pedro estaba cerca... Ceder a aquella necesidad podía resultar muy peligroso... y el peligro siempre tenía sus consecuencias.




martes, 12 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO FINAL





Paula golpeó el aparato del aire acondicionado y lanzó una maldición cuando este dejó de funcionar del todo.


–Genial –murmuró–. Sencillamente genial.


Cruzó la sala de estar y aumentó la potencia del ventilador de pie, al menos movía el aire. Por las ventanas abiertas entraban los ruidos de la ciudad, una mezcla de tráfico, cláxones y gente gritando. El verano en Nueva York estaba muy alejado de las brisas agradables de Tesoro.


Se sentó a la mesa de la cocina y tomó un sorbo de té frío. 


Hacía dos semanas que había vuelto a Nueva York y ya era hora de que dejara de pensar en Tesoro. Ya era
suficiente con que soñara todas las noches con Pedro y las maravillosas sensaciones que había descubierto en sus brazos.


Intentó concentrarse en los anuncios de trabajo que tenía delante. Necesitaba un empleo, pero no quería uno normal. 


Quería algo que le ofreciera aventura, emoción, todo eso a lo que había renunciado para volver a casa.


Cuando sonó el timbre, se levantó de un salto, agradeciendo la distracción. Cruzó la sala, abrió la puerta y se quedó parada con la boca abierta, mirando al hombre que protagonizaba todas las noches sus sueños.


Pedro–susurró.


Estaba guapísimo, con un traje gris y corbata azul. Ella llevaba una camiseta blanca de tirantes, pantalones cortos rojos e iba descalza.


–Gracias –dijo él, al ver que ella no decía nada más–. Voy a entrar.


–¿Qué haces aquí?


–Tenemos asuntos pendientes.


Miró los anuncios de trabajo que ella había estado viendo, movió la cabeza y volvió a mirarla a ella.


–No necesitas un empleo nuevo. Puedes recuperar el viejo si quieres.


Se acercó a Paula y sacó una bolsa de terciopelo del bolsillo interior de su chaqueta. La abrió y volcó el contenido en la mesita de café.


El Contessa brilló a la luz del sol. Cada diamante parpadeaba atrapando el sol y lanzando arco iris por toda la habitación.


–¡Oh, Dios mío! ¿Qué has hecho?


Él se encogió de hombros.


–Fui a Mónaco y le quité el collar a Jean Luc. Ni siquiera tenía una caja fuerte, estaba guardado en un cajón de su dormitorio. Lastimoso. Y yo quería que tuvieras el collar para salvar tu reputación.


Su reputación le importaba. Durante años solo había tenido eso. Pero Pedro le importaba más.


–No debiste hacerlo. Podrían haberte pillado. Podrías haber acabado en la cárcel.


–A mí solo me atrapan cuando quiero que me atrapen –dijo él, mirándola a los ojos.


–¿Qué quieres decir con eso?


–Te lo diré cuando hayas contestado a una pregunta –la miró mientras se aflojaba la corbata y se abría el cuello de la camisa–. Esto es un infierno.


–El aire acondicionado se ha estropeado.


Él se quitó la chaqueta y la arrojó sobre una silla.


–No importa. La pregunta es: «¿Quieres tu antiguo trabajo en el Wainwright? Supongo que te lo darán cuando devuelvas el collar.


Paula no estaba tan segura. El trabajo se lo habrían dado ya a otra persona. Pero aquello no era necesariamente algo malo.


–No. Ya no quiero ese trabajo. Es maravilloso poder devolverle el collar a Abigail y gracias por eso, aunque no deberías haberlo hecho.


Él enarcó las cejas.


–De nada.


Paula frunció el ceño.


–Pero viajar por Europa me ha hecho cambiar. Quiero… aventura en mi vida. Así que no, no volveré a mi antiguo trabajo.


–Me alegra saberlo –él se desabrochó los gemelos y se remangó–. Hace mucho calor.


–Bienvenido al verano en la ciudad –Paula se cruzó de brazos y lo miró–. Ya he contestado a tu pregunta, ahora contesta tú a la mía: ¿qué querías decir con lo de que solo te atrapan cuando tú quieres?


–Quiero decir –él le agarró los brazos y la atrajo hacia sí–, que tú eres la única que me ha atrapado. Y yo quería que lo hicieras.


–¿Querías? –Paula sintió el corazón henchido de emoción y unas lágrimas se deslizaron por sus mejillas.


Pedro le secó las lágrimas con los pulgares y sonrió.


–No llores, querida. Me destroza ver llorar a una mujer fuerte.


Ella se mordió el labio inferior y luchó por controlarse.


–¿Qué es lo que intentas decir? –preguntó.


–Intento decirte que tu aventura está esperándote, si quieres. Que podemos tenerla juntos. Te he echado de menos.


Le dio un beso fuerte y rápido en la boca.


–Quiero que te cases conmigo. Deja que Teresa nos prepare una boda en Tesoro. Vente a Londres conmigo y ayúdame a hacer algo con esos horribles muebles.


Paula soltó una risita nerviosa. No podía creer que estuviera ocurriendo aquello. ¿Era otro sueño?


–Y si quieres ser policía, ahora tengo amigos en la Interpol. Podemos trabajar juntos.


Paula temblaba de la cabeza a los pies. Se sentía feliz y confusa al mismo tiempo. Él le ofrecía el mundo y la oportunidad de estar a su lado. Pero todavía no le había dicho las palabras que más necesitaba oír.


–Sigues sin contestar –dijo él–. Vamos a ver si esto te convence de que me hables. Te quiero, Paula Chaves, hija y nieta de policías.


Ella soltó una risita.


–Te quiero tanto que he devuelto tu anillo de compromiso temporal a la mujer a la que se lo robé.


–¿En serio? –ella sonrió. Él había renunciado al trofeo que había guardado durante años. Y lo había hecho por ella–. ¡Oh, Pedro!


–No me mires como si fuera un héroe. No lo entregué personalmente. Lo envié por correo certificado.


–No puedo creer que hicieras eso –ella seguía sonriendo.


–Paulo tampoco. Pero para ti era importante y, en consecuencia, para mí también.


Pedro


–Todavía no he terminado. Te he traído esto –esa vez sacó una cajita roja del bolsillo–. He comprado este anillo especialmente para ti. Y lo he pagado. Fue una experiencia extraña.


Ella se echó a reír.


–Cuando vi este anillo en el escaparate de una joyería de Mayfair, supe que estaba hecho para ti –Pedro abrió la cajita.


Paula contuvo el aliento. Miró la piedra y después los hermosos ojos de Pedro, que brillaban de amor y emoción.


Pedro le puso el anillo en el dedo.


–Cásate conmigo. Sé mi amante, mi amiga. Ven a casa conmigo a formar una familia. Sin ti no soy nada.


Pedro, te he echado mucho de menos –se puso de puntillas para besarlo–. Yo también te quiero. Creo que desde la primera noche en tu casa.


Él sonrió.


–En nuestro primer aniversario, tienes que volver a tumbarte en el suelo con esa minifalda. Estuve perdido desde el momento en que vi tus hermosas piernas saliendo de debajo de mi cama.


Paula rio y le echó los brazos al cuello.


–Nada me gustaría más que llevarte a la cama, amor mío. Pero no en esta sauna. ¿Vamos a mi hotel?


–¿Dónde te hospedas?


–En el Waldorf.


Ella lo miró.


–Sé que ese hotel tiene un buen sistema de seguridad.


Pedro sonrió.


–Te lo repito una vez más. Soy un exladrón.


Paula miró al hombre que amaba y sonrió.


–La policía y el ladrón. Dos caras de una misma moneda.


–Es casi poético –asintió él. Volvió a besarla–. Además, puede que el ladrón sea yo, pero tú, querida, me has robado el corazón.




¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 30





–Deberías estar contento –Paulo estaba claramente sorprendido por la falta de entusiasmo de Pedro después de haber podido destruir las fotos de su padre saliendo de la propiedad de los Van Court.


La familia estaba a salvo. La mujer que había iniciado todo aquello iba camino de los Estados Unidos. Y sin embargo, Pedro no encontraba ningún alivio.


En vez de eso, tenía un nudo de desolación en el vientre. Y su cerebro tampoco le daba paz. Reproducía la escena con Paula una y otra vez, como si no hubiera sido suficiente con vivirla una vez.


Todavía no podía creer que ella se hubiera ido. Había estado seguro de que podría lograr que se quedara, pero había fracasado en la tarea más importante que se había impuesto.


–Déjalo en paz, Paulo –terció Teresa.


Su hermano soltó una carcajada.


–¿Por qué os portáis como si estuvierais en un funeral? Ella se ha ido. El peligro también. Deberíamos estar celebrándolo.


–Paulo –dijo su padre con suavidad, sin apartar la vista de su hijo mayor–. Hay muchas cosas que tú no sabes.


–¿Por ejemplo?


Nick Alfonso suspiró.


–Por ejemplo, no tienes ni idea de lo que es amar de verdad.


Pedro alzó la cabeza y miró a su padre.


–¿Amor? ¿Quién ha dicho nada de amor?


Nick frunció el ceño y chasqueó la lengua.


–Tú deberías haberlo hecho.


–Gracias, papá –intervino Teresa–. Es lo mismo que le he dicho yo hace una hora.


–Y yo te he dicho que te ocuparas de tus asuntos –repuso Pedro con suavidad.


Rico rio desde el extremo del sofá.


–¿Crees que hará eso? ¿No conoces a tu hermana? –tiró de ella y la sentó a su lado.


–Mi familia es asunto mío –replicó Teresa. Apuntó a Pedro con el dedo índice–. No debiste dejarla marchar.


Pedro apretó los dientes para no gritar. Miró a su hermana y vio la luz fiera que brillaba en sus ojos. Teresa era una Alfonso de los pies a la cabeza. Y si pensaba que tenía razón, no pararía.


–¿Y qué tenía que hacer yo? –replicó. Terminó su whisky y dejó el vaso vacío en la mesa–. Ella quería marcharse.


–Ella no quería irse en absoluto –repuso Teresa, exasperada–. ¿No podías mirarla a los ojos y ver que te amaba?


Pedro le dio un vuelco el corazón, pero no podía creerlo.


–Si me quisiera, se habría quedado.


–¿Le dijiste tú lo que sentías? –preguntó Nick.


–No sé lo que siento, papá –confesó Pedro–. Le pedí que se quedara y me dijo que no.



–No le diste ninguna razón para quedarse –comentó su padre.


Pedro le había ofrecido su casa. Viajes. Aventura. ¿Qué más podía haber dicho?


–Estoy muy decepcionado –comentó Nick con un suspiro.


Pedro lo miró.


–¿Por qué? Tengo las fotos que tenía Paula. Estás a salvo. La familia está a salvo.


–Basta –Nick agitó una mano en el aire–. Esa mujer no me habría delatado y tú lo sabes.


–Era policía –intervino Paulo–. Lo habría hecho, papá.


–No –Nick negó con la cabeza–. Ella no haría tanto daño a Pedro.


–Por fin –murmuró Teresa–. Un Alfonso con cerebro.


Pedro miró a su padre.


–Esto no es cuestión de amor, papá. Es cuestión de elecciones y ella ha hecho la suya. Ha elegido regresar a Nueva York. No podía separarme de la vida que he llevado y por eso se fue.


Nick se levantó y se acercó a su hijo mayor.


–Eres muy tonto. No quieres ver la verdad.


Pedro soltó una risita.


–Veo toda la verdad. Ella eligió la vida rígida del bien y del mal, del negro y el blanco. No fue capaz de ver que no todas las cosas se pueden definir tan fácilmente.


Paula era testadura y desafiante y la echaba mucho de menos. Su ausencia lo desgarraba por dentro. Sabía que, si nada cambiaba, pronto le quedaría solo un agujero vacío donde antes estaba su corazón.


–¿Adónde he llegado? –susurró.


Su padre, que estaba a su lado, lo oyó. Le puso una mano en el hombro.


–Has llegado a un lugar al que yo he rezado para que llegaras. Has encontrado una mujer, como hice yo. Tu madre significaba más para mí que mi propia vida. Sin ella no era nada. Con ella lo tenía todo.


Pedro movió la cabeza.


–Pero mamá te quería. Eligió quedarse contigo.


–Al principio no –Nick guiñó un ojo–. Hubo que convencerla –musitó con una sonrisa de ternura–. Y si no recuerdo mal, persuadirla fue muy dulce.


–Persuasión –Pedro miró hacia el océano. Pero en lugar de ver cielo y mar, vio unos ojos grandes, una mata de pelo rojizo y una boca sensual curvada en una sonrisa de amante.


Entornó los ojos, apretó la mandíbula y se dijo que nunca en su vida había perdido nada que le importara de verdad y no iba a empezar en aquel momento.