martes, 12 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 30





–Deberías estar contento –Paulo estaba claramente sorprendido por la falta de entusiasmo de Pedro después de haber podido destruir las fotos de su padre saliendo de la propiedad de los Van Court.


La familia estaba a salvo. La mujer que había iniciado todo aquello iba camino de los Estados Unidos. Y sin embargo, Pedro no encontraba ningún alivio.


En vez de eso, tenía un nudo de desolación en el vientre. Y su cerebro tampoco le daba paz. Reproducía la escena con Paula una y otra vez, como si no hubiera sido suficiente con vivirla una vez.


Todavía no podía creer que ella se hubiera ido. Había estado seguro de que podría lograr que se quedara, pero había fracasado en la tarea más importante que se había impuesto.


–Déjalo en paz, Paulo –terció Teresa.


Su hermano soltó una carcajada.


–¿Por qué os portáis como si estuvierais en un funeral? Ella se ha ido. El peligro también. Deberíamos estar celebrándolo.


–Paulo –dijo su padre con suavidad, sin apartar la vista de su hijo mayor–. Hay muchas cosas que tú no sabes.


–¿Por ejemplo?


Nick Alfonso suspiró.


–Por ejemplo, no tienes ni idea de lo que es amar de verdad.


Pedro alzó la cabeza y miró a su padre.


–¿Amor? ¿Quién ha dicho nada de amor?


Nick frunció el ceño y chasqueó la lengua.


–Tú deberías haberlo hecho.


–Gracias, papá –intervino Teresa–. Es lo mismo que le he dicho yo hace una hora.


–Y yo te he dicho que te ocuparas de tus asuntos –repuso Pedro con suavidad.


Rico rio desde el extremo del sofá.


–¿Crees que hará eso? ¿No conoces a tu hermana? –tiró de ella y la sentó a su lado.


–Mi familia es asunto mío –replicó Teresa. Apuntó a Pedro con el dedo índice–. No debiste dejarla marchar.


Pedro apretó los dientes para no gritar. Miró a su hermana y vio la luz fiera que brillaba en sus ojos. Teresa era una Alfonso de los pies a la cabeza. Y si pensaba que tenía razón, no pararía.


–¿Y qué tenía que hacer yo? –replicó. Terminó su whisky y dejó el vaso vacío en la mesa–. Ella quería marcharse.


–Ella no quería irse en absoluto –repuso Teresa, exasperada–. ¿No podías mirarla a los ojos y ver que te amaba?


Pedro le dio un vuelco el corazón, pero no podía creerlo.


–Si me quisiera, se habría quedado.


–¿Le dijiste tú lo que sentías? –preguntó Nick.


–No sé lo que siento, papá –confesó Pedro–. Le pedí que se quedara y me dijo que no.



–No le diste ninguna razón para quedarse –comentó su padre.


Pedro le había ofrecido su casa. Viajes. Aventura. ¿Qué más podía haber dicho?


–Estoy muy decepcionado –comentó Nick con un suspiro.


Pedro lo miró.


–¿Por qué? Tengo las fotos que tenía Paula. Estás a salvo. La familia está a salvo.


–Basta –Nick agitó una mano en el aire–. Esa mujer no me habría delatado y tú lo sabes.


–Era policía –intervino Paulo–. Lo habría hecho, papá.


–No –Nick negó con la cabeza–. Ella no haría tanto daño a Pedro.


–Por fin –murmuró Teresa–. Un Alfonso con cerebro.


Pedro miró a su padre.


–Esto no es cuestión de amor, papá. Es cuestión de elecciones y ella ha hecho la suya. Ha elegido regresar a Nueva York. No podía separarme de la vida que he llevado y por eso se fue.


Nick se levantó y se acercó a su hijo mayor.


–Eres muy tonto. No quieres ver la verdad.


Pedro soltó una risita.


–Veo toda la verdad. Ella eligió la vida rígida del bien y del mal, del negro y el blanco. No fue capaz de ver que no todas las cosas se pueden definir tan fácilmente.


Paula era testadura y desafiante y la echaba mucho de menos. Su ausencia lo desgarraba por dentro. Sabía que, si nada cambiaba, pronto le quedaría solo un agujero vacío donde antes estaba su corazón.


–¿Adónde he llegado? –susurró.


Su padre, que estaba a su lado, lo oyó. Le puso una mano en el hombro.


–Has llegado a un lugar al que yo he rezado para que llegaras. Has encontrado una mujer, como hice yo. Tu madre significaba más para mí que mi propia vida. Sin ella no era nada. Con ella lo tenía todo.


Pedro movió la cabeza.


–Pero mamá te quería. Eligió quedarse contigo.


–Al principio no –Nick guiñó un ojo–. Hubo que convencerla –musitó con una sonrisa de ternura–. Y si no recuerdo mal, persuadirla fue muy dulce.


–Persuasión –Pedro miró hacia el océano. Pero en lugar de ver cielo y mar, vio unos ojos grandes, una mata de pelo rojizo y una boca sensual curvada en una sonrisa de amante.


Entornó los ojos, apretó la mandíbula y se dijo que nunca en su vida había perdido nada que le importara de verdad y no iba a empezar en aquel momento.



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