miércoles, 13 de julio de 2016
RENDICIÓN: CAPITULO 1
Paula Chaves se detuvo lentamente delante de la casa más imponente que había visto jamás. El viaje desde Londres apenas le había llevado tiempo. Era un lunes de mediados de agosto y, al contrario que la mayoría de los vehículos, ella salía de la ciudad. Había tardado menos de una hora en llegar desde su piso en la concurrida Ladbroke Grove hasta aquella majestuosa mansión, que parecía digna de aparecer en la portada de una revista.
Las verjas de hierro forjado anunciaban su esplendor, al igual que la avenida delimitada por altos árboles y los cientos de metros cuadrados de cuidados jardines que ella había tenido que atravesar hasta llegar a la casa.
Aquel hombre debía de ser mucho más que rico. Por supuesto, eso ya lo sabía. Lo primero que había hecho cuando se le pidió que desempeñara aquel trabajo había sido investigarlo en Internet.
Pedro Alfonso, italiano pero residente en el Reino Unido desde hacía mucho tiempo. El listado de sus numerosas empresas era largo, por lo que había decidido pasarlo por alto. No le interesaba en absoluto a lo que se dedicara. Solo quería asegurarse de que Pedro Alfonso existía y que resultaba ser quien Stan decía que era.
No era siempre recomendable aceptar encargos a través de amigos de amigos, y mucho menos en la clase de trabajo al que Paula se dedicaba. Tal y como a su padre le gustaba decir, una chica debía tener mucho cuidado.
Se bajó de su pequeño Mini, que resultaba aún más pequeño por el amplio patio en el que estaba aparcado, y miró a su alrededor.
Aquel maravilloso día de verano hacía que el césped y las flores que adornaban la fachada de la mansión resultaran tan hermosos que parecieran casi irreales. Cuando investigó a Alfonso en Internet, no había visto fotos de su casa, por lo que no había estado en absoluto preparada para aquella exhibición de riqueza.
Una suave brisa le revolvió el cabello castaño, muy corto. Se sintió algo incómoda con su habitual indumentaria de pantalones de camuflaje, esparteñas y la camiseta de un grupo de rock a cuyo concierto había ido hacía cinco años y que era de las menos deslucidas que tenía.
Aquel no parecía la clase de lugar en la que se toleraría aquel tipo de atuendo. Por primera vez, deseó haber prestado más atención a los detalles del hombre al que había ido a ver.
Había encontrado largos artículos sobre él, pero pocas fotografías, que había pasado por alto casi sin fijarse quién era él entre un grupo de aburridos hombres con traje.
Decidió que lo mejor sería enmendar ese error. Tomó su ordenador portátil y cerró la puerta del coche.
Si no fuera por Stan, no estaría allí en aquellos momentos.
Ella no necesitaba el dinero. Podía pagar la hipoteca de su apartamento de un dormitorio cómodamente y no le gustaba comprarse ropas femeninas sin sentido para una figura que no poseía con el único objetivo de atraer a los hombres, por los que, además, tenía poco interés. Inmediatamente, decidió ser sincera consigo misma. Eran los hombres los que tenían poco interés por ella..
Con eso en mente, tenía más de lo que necesitaba. Su trabajo como diseñadora de páginas web estaba bien pagado y, por lo que a ella se refería, no le faltaba nada.
Stan, un irlandés, era amigo de su padre desde hacía mucho tiempo. Los dos se habían criado juntos. Él acogió a Paula cuando ella se mudó a Londres después de la universidad y Paula se sentía en deuda con él.
Con un poco de suerte, se marcharía de allí en un santiamén.
Respiró profundamente y observó la mansión. Era un enorme edificio de elegante piedra color crema. Una casa de ensueño. La hiedra la adornaba en los lugares adecuados y las ventanas conservaban todo el encanto de lo antiguo.
Aquella era la clase de riqueza que debería atraerla más bien poco, pero Paula, muy a su pesar, se sentía completamente encantada por tanta belleza.
Por supuesto, el dueño no sería tan encantador como su casa. Así ocurría siempre. Los hombres ricos siempre se consideraban un don de Dios para las mujeres cuando, evidentemente, no lo eran. Había conocido a algunos en su trabajo y le había costado mucho mantener la sonrisa en el rostro.
No había timbre, sino un impresionante llamador. Lo golpeó con fuerza y oyó que el sonido que producía reverberaba por toda la casa mientras esperaba que el mayordomo, o quien estuviera al servicio del dueño de la casa, fuera a abrir la puerta.
Se preguntó qué aspecto tendría. Rico e italiano.
Seguramente tendría el cabello oscuro y hablaría con un marcado acento extranjero. Podría ser que fuera bajo de estatura, lo que resultaría algo embarazoso porque ella medía casi un metro ochenta y le sacaría la cabeza. Eso no era bueno. Sabía por experiencia que a los hombres no les gustaba que las mujeres fueran más altas que ellos. Lo más probable era que fuera elegante y que fuera ataviado con ropa y zapatos muy caros.
Estaba tan ocupada pensando en el posible aspecto de su interlocutor que se sorprendió cuando la puerta se abrió sin previo aviso. Durante unos segundos, Paula perdió la capacidad de hablar. Separó los labios y miró fijamente al hombre que se encontraba ante ella como no lo había hecho nunca antes con ningún otro en toda su vida.
El hombre era, simplemente, de una belleza indescriptible.
Unos centímetros más alto que ella, iba ataviado con unos vaqueros y un polo azul marino. Además, iba descalzo. El cabello negro peinado hacia atrás dejaba al descubierto un hermoso y sensual rostro. Tenía los ojos tan negros como el cabello, ojos que devolvían plácidamente la fija mirada de Paula. Ella sintió que se sonrojaba y que regresaba al planeta Tierra con una terrible sensación de azoramiento.
–¿Quién es usted?
Aquella voz, profunda y aterciopelada, la hizo reaccionar.
Paula se aclaró la garganta y se recordó que no era la clase de chica que se viera intimidada por un hombre, por muy guapo que fuera. Procedía de una familia de seis y ella era la única chica. Se había criado asistiendo a partidos de rugby y viendo el fútbol en televisión, subiéndose a los árboles y explorando la gloriosa campiña irlandesa con unos hermanos a los que no siempre les había gustado que su hermanita pequeña los acompañara.
Siempre había sido capaz de ocuparse del sexo opuesto.
Siempre había sido una más entre los chicos…
–He venido por su… Bueno, me llamo Paula Chaves –dijo.
Extendió la mano, pero la dejó caer al ver que él no correspondía su gesto.
–No esperaba a una mujer –replicó Pedro mientras la miraba de arriba abajo.
Efectivamente, él había estado esperando a P.Chaves y había dado por sentado que P era un hombre. P, un hombre de la misma edad que Rob Dawson, su técnico de ordenadores. Rob Dawson tendría unos cuarenta años y parecía una pelota de playa. Había estado esperando un hombre de unos cuarenta y tantos y con un aspecto similar.
En su lugar, estaba frente a una mujer de cabello corto y oscuro, con los ojos de color del chocolate y un aspecto físico muy masculino que iba vestida…
Pedro observó los pantalones de camuflaje y la camiseta. No recordaba la última vez que había visto a una mujer vestida con un desprecio tan evidente por la moda. Las mujeres siempre se esforzaban al máximo con él. Su cabello estaba siempre perfecto y su maquillaje impecable. La ropa que llevaba estaba siempre a la última y los zapatos eran siempre muy sexys y de alto tacón.
Le miró los pies. Llevaba puestas unas zapatillas de lona y suela de esparto.
–Siento haberle desilusionado, señor Alfonso. Es decir, doy por sentado que es usted el señor Alfonso y no su criado.
–No creía que nadie usara todavía ese término.
–¿Qué termino?
–Criado. Cuando le pedí a Dawson que me proporcionara el nombre de alguien que me pudiera ayudar con el… problema que tengo, di por sentado que él me recomendaría a alguien de más edad y experiencia.
–Da la casualidad que se me da muy bien lo que hago, señor.
–Dado que esta no es una entrevista de trabajo, no puedo pedir referencias –dijo. Se hizo a un lado y la invitó a pasar–. Sin embargo, considerando que parece que acaba de salir de la facultad, querría saber algo más sobre usted antes de explicarle la situación.
Paula refrenó su genio. No necesitaba el dinero. Aunque la cantidad que se le había dicho que se le pagaría por hora era escandalosa, no tenía por qué estar allí ni escuchar cómo aquel perfecto desconocido cuestionaba su experiencia para un trabajo que ella ni siquiera había solicitado. Entonces, pensó en Stan y en todo lo que él había hecho por ella y contuvo sus deseos de marcharse de allí sin mirar atrás.
–Entre –le dijo Pedro por encima del hombro al ver que ella no se animaba a pasar.
Segundos después, Paula atravesó el umbral. Se vio rodeada de mármol y alfombras orientales. Las paredes estaban adornadas de obras maestras modernas, que deberían haber estado fuera de lugar en una casa como aquella. Sin embargo, no era así. El vestíbulo quedaba dominado por una escalera que ascendía delicadamente al piso superior antes de dividirse en direcciones opuestas. Las puertas indicaban que había una multitud de habitaciones en cada ala.
Más que nunca, sintió que su atuendo resultaba inapropiado.
A pesar de que él iba vestido de un modo casual, su ropa era elegante y cara.
–Una casa muy grande para una persona –comentó ella mirando a su alrededor sin ocultar lo impresionada que estaba.
–¿Cómo sabe que no tengo una enorme familia viviendo aquí?
–Porque lo he investigado –respondió Paula con sinceridad. Volvió a mirarlo y, una vez más, tuvo que apartar la mirada–. No suelo viajar a territorio desconocido cuando trabajo como freelance. Normalmente, el ordenador viene a mí. No soy yo quien va al ordenador.
–Creo que resulta refrescante abandonar las costumbres de cada uno –repuso Pedro. Observó cómo ella se mesaba el cabello y se lo ponía, sin querer, de punta. Aquella mujer tenía las cejas muy oscuras, igual que su cabello, lo que enfatizaba el peculiar tono marrón de sus ojos. Tenía la piel muy blanca, sedosa, tanto que debería haber tenido pecas. No era así–. Sígame. Podemos sentarnos en el jardín. Haré que Violet nos sirva algo para beber… ¿Ha almorzado usted?
Paula frunció el ceño. ¿Había almorzado? No era muy cuidadosa con sus hábitos alimenticios, algo que se prometía rectificar diariamente. Si comiera algo más, tendría más posibilidades de no parecer un palillo.
–Tomé un bocadillo antes de salir –contestó–, pero le agradecería mucho una taza de té.
–Jamás deja de divertirme que, en un cálido día de verano, los ingleses sigan optando por tomar una taza de té en vez de algo frío.
–Yo no soy inglesa. Soy irlandesa.
Pedro inclinó la cabeza y la miró con curiosidad.
–Ahora que lo menciona, detecto un cierto acento…
–Pero sigo prefiriendo una taza de té.
Pedro sonrió y ella se quedó sin aliento. El italiano rezumaba atractivo sexual. Lo tenía sin sonreír, pero en aquellos momentos… Era suficiente para arrojarla en un estado de confusión. Parpadeó para librarse de aquella sensación tan ajena a ella.
–Este no es mi lugar de residencia favorito –dijo él mientras la conducía hasta las puertas que llevaban a la parte posterior de la casa–. Vengo aquí de vez en cuando para airearlo, pero paso la mayor parte de mi tiempo en Londres o en el extranjero por negocios.
–¿Y quién cuida de esta casa cuando no esta usted aquí?
–Tengo empleados que se ocupan de eso.
–Es un desperdicio, ¿no le parece?
Pedro se dio la vuelta y la miró con una mezcla de irritación y de diversión.
–¿Desde qué punto de vista? –le preguntó cortésmente.
Paula se encogió de hombros.
–Hay tantos problemas con el alojamiento en este país que parece una locura que una persona posea una casa de este tamaño.
–¿Quiere decir usted que debería subdividir la casa y convertirla en un montón de pequeñas conejeras para los que se han quedado sin hogar? –preguntó con una seca carcajada–. ¿Le explicó mi hombre cuál es la situación?
Paula frunció el ceño. Había pensado que él podría verse ofendido por su comentario, pero estaba allí para realizar un trabajo. Sus opiniones no importaban demasiado.
–Su hombre se puso en contacto con Stan, que es amigo de mi padre, y él… Bueno, solo me dijo que tenía usted una situación delicada que quería solucionar. No me dio detalles.
–No se le dieron a él. Simplemente sentía curiosidad sobre si las especulaciones ociosas habían entrado a formar parte de la ecuación.
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