lunes, 4 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 5





¡Maldición! Pedro tuvo que esforzarse mucho para no alterar su expresión y que aquella mujer no viera lo que pensaba. 


Las esmeraldas de los Van Court. Si aquello era un farol, era un farol muy bueno. Sabía que el robo de los Van Court había sido la semana anterior y sabía que había sido obra de su padre. Y si ella también lo sabía, sin duda tenía de verdad una foto de Nick Alfonso, lo cual sería suficiente para enviar a su padre a la cárcel.


Miró los ojos verdes de la mujer y deseó que estuviera en cualquier parte menos allí. Había trabajado un año entero para hacerse una nueva vida y aquella mujer pequeña y exuberante podía tirarla por la borda.


–Vamos a verla –se acercó a la pared y giró el interruptor. La luz llenó la habitación, dispersando las sombras.


–¿Qué?


Si Paula Chaves resultaba atractiva en la penumbra, con las luces encendidas era espectacular. Sus ojos eran más verdes y su pelo más rojo. Las curvas de su blusa y falda resultaban muy tentadoras. Una ola de calor le recorrió el cuerpo a Pedro y se instaló en su entrepierna.


–Quiero ver ahora mismo la foto que afirmas tener de mi padre –dijo–.


–Está en mi bolso. En el sofá de la sala de estar.


Pedro enarcó las cejas.


–Te sentías como en casa, ¿verdad?


–Pensaba recogerlo al salir –ella lo miró con dureza–. ¿Quieres ver la foto, sí o no?


Pedro no quería. Cuando viera la foto, tendría que lidiar con ella. Buscar el modo de silenciarla y proteger a su padre. Pero lo primero era comprobar si ella tenía de verdad pruebas que podía usar contra su familia.


–Vamos.


Se apartó para que echara a andar delante de él, donde podría tenerla vigilada. Y eso tenía también la ventaja de las vistas. Policía o no policía, tenía un gran trasero y él, ladrón o no ladrón, seguía siendo un hombre.


La siguió por su casa, con los tacones altos de ella golpeando el suelo de mármol como un latido de corazón demasiado rápido. Pedro iba encendiendo luces a su paso y la casa se iluminó, mostrando las paredes blancas frías y los muebles.


–¿Te morirías si pusieras un poco de color aquí? –murmuró ella.


Él frunció el ceño y miró a su alrededor. Había pagado mucho dinero al diseñador que había decorado el piso.


–¿Presunta ladrona y decoradora de interiores? –preguntó–. ¿Eso es lo que se conoce como pluriempleo?


Ella no contestó. En la sala de estar, se acercó al largo sofá blanco y tomó un pequeño bolso negro. Lo abrió, sacó un móvil y lo encendió. Pulsó un par de botones y le mostró la pantalla.


–Te he dicho que la tenía.


Pedro le quitó el teléfono, observó al hombre de la foto y sintió un nudo en la garganta. Era su padre. No había duda. Lo único bueno era que la foto era oscura y a otras personas podría costarles más identificar al hombre que salía por una ventana.


–Pasa la pantalla a la siguiente foto –dijo ella.


Él obedeció de mala gana. En la segunda foto vio a Nick colocándose sobre el borde del tejado para bajar. Su rostro no estaba tan claro como en la primera, pero resultaba identificable.


–Este podría ser cualquiera –dijo. Pulsó el menú y borró ambas fotos.


–Pero no lo es –replicó ella–. Y no tenías que haberte molestado en borrarlas. Tengo más copias.


Él le devolvió el teléfono.


–Imagino que sí. Parece que te crees que estás en una película de espías.


–Esta película se parece más a Atrapar a un ladrón –dijo ella. Y por primera vez desde que la sacara de debajo de la cama, sonrió.


Pedro sabía a qué película se refería y, a decir verdad, era una de sus favoritas. Cary Grant, el protagonista, era un ladrón de joyas que no solo conseguía ser más listo que la policía, sino que además acababa con la chica guapa, interpretada por Grace Kelly.


–¿Qué te propones? –preguntó.


–Bueno… –ella volvió a meter el teléfono en el bolso–. Es como en las películas. Necesito a un ladrón para atrapar a un ladrón.





¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 4






El brillo de regocijo que mostraban los ojos marrones de Pedro desapareció al instante. Paula respiró hondo e intentó que su corazón latiera más despacio. Cosa nada fácil ahora que su plan había fracasado. No había contado con que él volviera pronto y la sorprendiera allí. Ni tampoco con que la echara sobre la cama y se sentara encima. Y tenía que admitir que tener su cuerpo duro y musculoso encima del de ella era una sensación mucho más agradable de lo que cabría esperar en esas circunstancias.


Era muy alto y olía muy bien, a una mezcla sutil de especias y hombre que le hacía querer inspirar hondo y retener el aire, solo para guardar aquel olor dentro de ella. Pero no estaba allí para ser seducida ni para permitir que sus hormonas controlaran la situación y alimentaran los fuegos que ardían en su interior.


No podía olvidar que ya había cometido ese error una vez. 


Había dejado que un ladrón la distrajera y no volvería a hacerlo.


¡Maldición! ¿Cómo le había salido tan mal aquello?


Su plan había sido hablar con él a su debido tiempo y en un lugar elegido por ella, pero en aquel momento estaba a merced de él, así que hizo lo que hacía siempre que llevaba las de perder. Pasar a la ofensiva.


–Suéltame y hablaremos.


–Empieza a hablar y te soltaré –replicó él.


La luz de la luna entraba por el enorme ventanal e iluminaba los rasgos duros de él. Paula respiró todo lo profundamente que pudo y se preparó para la confrontación para la que llevaba meses trabajando.


Lo miró con rabia.


–No es fácil respirar contigo sentado encima.


Él no se movió.


–Pues entonces habla rápidamente. ¿Qué pruebas tienes contra mi padre?


Estaba claro que ella había perdido aquel asalto.


–Una foto.


Él resopló.


–¿Una foto? Por favor. Tendrás que tener algo mejor que eso. Todo el mundo sabe que hoy en día es tan fácil retocar una foto que ya no son prueba suficiente.


–Esta no ha sido retocada –le aseguró ella–. Está un poco oscura, pero se ve claramente a tu padre.


Los rasgos de él se volvieron todavía más fríos y remotos que antes.


–¿Y tengo que aceptar tu palabra? Ni siquiera sé tu nombre.


–Paula. Paula Chaves.


Él la soltó el tiempo suficiente para permitirle respirar hondo y ella se lo agradeció.


–Es un comienzo –musitó él–. Sigue hablando. ¿De qué nos conoces a mi familia y a mí?


–No lo dices en serio, ¿verdad? –preguntó ella, sorprendida.


La familia Alfonso había sido un foco de especulación durante décadas. Atrapar a uno de ellos en el acto de privar a alguien de sus joyas era un sueño recurrente de policías de todo el mundo.


–Sois los Alfonso. La familia de ladrones de joyas más famosa del mundo.


Él apretó los dientes.


–Presuntos ladrones de joyas –corrigió, con los ojos fijos en los de ella–. Nunca hemos sido imputados.


–Porque nunca había pruebas –dijo ella–. Hasta ahora.


En la mandíbula de él se movió un músculo.


–Eso es un farol.


Ella lo miró a los ojos.


–Yo no me tiro faroles.


Él la observó un momento. Movió la cabeza.


–¿Cómo has entrado aquí?


Ella hizo una mueca.


–Solo he tenido que ponerme minifalda y tacón alto y tu portero me ha acompañado hasta el ascensor –Paula recordó la mirada lasciva del hombre y supo que no era la primera de las mujeres de Pedro Alfonso a las que concedía ese tratamiento especial–. Ni siquiera me ha pedido un carné. Me ha asegurado que no necesitaba llave porque ese ascensor entraba directamente a tu casa. Ni le ha sorprendido que viniera cuando tú no estabas. Al parecer, hay un flujo constante de mujeres entrando y saliendo de este piso.


Él frunció el ceño y ella tuvo la satisfacción de saber que se había apuntado un tanto. Lo necesitaba. Tenía que poder contar con él. Odiaba pensar que buscaba la ayuda de un ladrón, pero sin él no podría hacer lo que había ido a hacer en Europa.


–Está claro que voy a tener que hablar con el portero –comentó él.


Ella sonrió.


–Oh, no sé. A mí me ha parecido que lo tienes bien entrenado… Acompaña a tus visitantes al ascensor y las deja entrar aquí aunque tú no estés.


Él movía la boca como si masticara palabras que sabían demasiado amargas para tragarlas.


–Muy bien. Ya me has dicho cómo has entrado. Ahora explica por qué. Yo no suelo encontrar invitadas en mi casa buscando debajo de mi cama. ¿Qué era lo que buscabas?


–Más pruebas.


Él soltó una risa breve.


–¿Más pruebas?


–Tengo una foto. Quería más.


Él frunció el ceño.


–¿Por qué?


–Necesito tu ayuda.


Pedro echó atrás la cabeza y soltó una carcajada. Paula se quedó tan sorprendida que solo pudo mirarlo de hito en hito y pensar que, por increíble que resultara, así estaba todavía más guapo.


Por fin él terminó de reír. Movió la cabeza y la miró.


–Tú necesitas mi ayuda. Eso tiene gracia. ¿Invades mi casa, amenazas a mi familia y esperas que te ayude?


–Si crees que a mí me gusta esto, estás muy equivocado –le aseguró ella. No le gustaba nada necesitarlo. Pero necesitaba a un ladrón para atrapar a otro.


–¿Y qué vas a hacer para asegurarte de que te concedo ese favor? –preguntó él–. ¿Chantajearme?


–Si hubiera venido simplemente a hablar contigo, no me habrías dejado entrar.


–No lo sé –murmuró él, mirando sus pechos–. Tal vez sí.


Ella se sonrojó.


–A pesar del modo en que voy vestida ahora, yo no soy una de tus tetas con patas.


Él enarcó las cejas.


–¿Tetas con patas?


–Imagino que conoces el concepto, puesto que las mujeres con las que sales caminan y a veces hablan, pero nunca las dos cosas a la vez.


Pedro sonrió y Paula tuvo ocasión de apreciar de nuevo cómo afectaba la sonrisa a su cara. Pero no importaba lo guapo que fuera ni que el calor de su cuerpo fuera más intenso que ningún otro que hubiera sentido ella. Tenía que ignorar todo eso porque él era un ladrón y ella no estaba allí para sentirse atraída por el hombre al que necesitaba para que la ayudar a limpiar su reputación.


Cuando él empezó a hablar de nuevo, ella, por suerte, dejó de pensar y se concentró en el presente.


–Muy bien, no eres tetas con patas y no eres una ladrona. ¿Se puede saber qué eres, entonces?


Ella volvió a empujarlo, pero él era inamovible y estaba claramente decidido a mantenerla clavada a su cama como a una mariposa en un tablón de corcho. Con su cuerpo duro encima y el edredón de seda debajo, Paula sentía calor y frío al mismo tiempo, aunque inclinándose más hacia el calor.


–Te propongo un trato –dijo después de un segundo–. Yo contesto a otra pregunta y tú te quitas de encima de mí.


–Tú no estás en posición de negociar –le recordó él.


Su acento italiano perfumaba todas sus palabras, y cuando su voz se volvía profunda y ronca, el acento parecía volverse más espeso. Lo cual no era nada justo. Con su acento y su cara, no necesitaba robar joyas, probablemente las mujeres se las daban.


–Tengo pruebas contra tu padre –le recordó ella. Y se arrepintió al instante.


Los rasgos de él se endurecieron y la luz que la risa había despertado en sus ojos murió y se disolvió en sombras que no parecían especialmente amigables.


–Eso dices tú –él pensó un momento–. De acuerdo. Dime quién eres y te dejo levantarte.


–Ya te lo he dicho. Me llamo Paula Chaves.


–Eres norteamericana.


Ella frunció el ceño.


–Sí.


–¿Y? Tu nombre no me dice nada.


La luz de la luna entró por la ventana a la izquierda de ella y brilló en los ojos de él.


–Antes era policía.


–¡Maldición! –él resopló y entornó los ojos–. ¿Antes?


–Ya he contestado a una pregunta. Déjame levantarme y te contaré el resto.


–Muy bien –él se quitó de encima y Paula respiró hondo.


Se sentó en la cama, se ajustó la blusa y tiró del dobladillo de la falda todo lo que pudo hacia abajo. Se apartó el pelo de los ojos y lo miró con dureza.


–¿Qué hace una expolicía en mi casa? –él bajó de la cama y se metió las manos en los bolsillos–. ¿Por qué necesitas mi ayuda y cómo has conseguido pruebas contra mi padre?


Paula bajó también de la cama. De pie se sentía más en control de la situación.


Claro que esa sensación solo duró hasta que lo miró a los ojos. Nadie podría quitarle el control a aquel hombre. 


Rezumaba autoridad.


–Explícame por qué no debo llamar a la policía para denunciar que tengo una intrusa en mi casa –dijo él.


–¿Un ladrón mundialmente famoso llamando a la policía? ¡Qué irónico!


Él se encogió de hombros.


–No sé de qué me hablas. Soy un ciudadano honrado. A decir verdad, trabajo para la Interpol.


Paula sabía aquello, pero no cambiaba nada. Un trabajo reciente con una fuerza policial internacional no mitigaba el modo en que Pedro Alfonso había vivido su vida, el modo en que su familia seguía viviendo. Pero también sabía cómo funcionaban esas cosas. Sin duda Pedro habría hecho algún tipo de trato con las autoridades internacionales. Quizá inmunidad a cambio de su ayuda. No sería la primera vez que un ladrón cambiaba de bando para salvar el pellejo.


–Pues llama a la policía –dijo ella–. Estoy segura de que les interesará ver la foto que tengo de Dominic Alfonso saliendo por la ventana de un palacio en Italia el día antes de que la familia Van Court denunciara un robo.




domingo, 3 de julio de 2016

¿ME ROBARÁS EL CORAZON?: CAPITULO 3





Pedro supo que no estaba solo en cuanto entró en el piso. 


Quizá por un sexto sentido o por un arraigado instinto de supervivencia. Fuera lo que fuera, sintió algo diferente en la casa y recuperó sin ningún esfuerzo el tipo de movimientos que había dejado de practicar más de un año atrás. Se desplazó por el ático sin hacer ruido y fundiéndose con las sombras. La luz de la luna entraba en las habitaciones y pintaba las paredes y suelos de crema y marfil. Pedro escuchaba atentamente el menor sonido. Un susurro de ropa, un suspiro, roce de zapatos en el suelo…


El pasillo le pareció más largo que de costumbre, puesto que se vio obligado a pararse a revisar los cuartos de invitados y los baños. Pero, mientras llevaba a cabo esa inspección, sabía que el intruso no estaba allí. Lo sentía en los huesos. 


Su instinto, su intuición, tiraban de él hacia su dormitorio.


La oyó antes de verla. Hablaba sola en susurros. Su voz sonaba baja, gutural y le despertó la curiosidad incluso antes de verla. Se detuvo en el umbral y miró a la mujer tumbada en el suelo con medio cuerpo metido debajo de la cama.


No era policía.


Nunca había conocido a un policía con ese cuerpo.


La miró. Blusa roja de seda metida dentro de una falda negra ceñida, piernas largas y bien formadas y zapatos negros de tacón altísimo en unos pies pequeños.


Definitivamente, no era policía.


Él se excitó. Pedro quería mirarla. No solo descubrir quién era, sino ver si tenía una cara tan fantástica como todo lo demás.


Se inclinó, la agarró por los tobillos y tiró. El grito de sorpresa de ella le sonó a música. No solo había capturado a la intrusa sino que además estaba el beneficio añadido de ver deslizarse su falda más arriba de los muslos.


Ella se retorció en sus manos, se soltó, se bajó la falda con una mano y le lanzó una patada con uno de los tacones.


–¡Eh! –Pedro saltó hacia atrás a tiempo de evitar ser empalado.


Ella se arrastró apartándose de él, con unos ojos verdes muy abiertos y una masa de rizos cortos rojizos cayéndole por la frente. Se levantó de un salto y se colocó como preparándose para luchar. Pedro casi soltó una carcajada.


–No voy a pelear contigo –dijo con voz tensa.


La mujer rio y movió la cabeza.


–Un error.


Hizo un movimiento rápido, se deslizó hacia él y golpeó con una mano. Si Pedro hubiera estado menos preparado, quizá lo habría pillado desprevenido. Pero él le agarró la mano, la hizo girarse y le dio un empujón que la lanzó sobre la cama.


Antes de que ella pudiera pensar en moverse, Pedro se sentó a horcajadas en sus caderas y la clavó contra el colchón.


–¡Suéltame! –dijo ella con voz alta y autoritaria. Y acento norteamericano.


Lo miró con fiereza, pero Pedro no pensaba ceder ni una pulgada hasta que tuviera algunas respuestas.


–No irás a ninguna parte, al menos de momento –dijo.


Ella empezó a retorcerse y él le colocó las manos en los hombros. La mujer alzó una rodilla y le dio en la espalda.



–¡Ya basta! –ordenó él.


–Párame tú –lo retó ella, y siguió retorciéndose e intentando escapar.


–Me parece que no –respondió él–. De hecho, estoy disfrutando bastante con tus movimientos.


Aquello logró el milagro. Ella se quedó inmóvil. Pedro se lo agradeció, pues se había excitado bastante. No todos los días tenía a una desconocida guapa debajo de él.


Los ojos de ella seguían llameantes de furia. Su respiración era rápida y sus pechos, altos y grandes, subían y bajaban de un modo que atrapaba la atención de él. «Tentador», pensó Pedro. Pero obligó a su mente a concentrarse en la mujer, la intrusa, y no en su exquisito cuerpo.


–Bien –dijo–. Ahora que te has tranquilizado, ¿puedes decirme qué haces en mi casa?


–Suéltame y hablaremos –dijo ella entre dientes.


Pedro se echó a reír.


–¿De verdad crees que soy tan estúpido? –movió la cabeza–. ¿Qué haces aquí?


Ella respiró hondo y pensó un momento.


–Te estaba esperando. He pensado que podíamos… pasarlo bien.


Pedro la miró divertido.


–¿De verdad?


Hubo una pausa.


–No –admitió ella.


–Si no estás aquí para disfrutar de mi compañía, ¿qué haces aquí? ¿Qué es lo que buscas? –preguntó él.


Ella no contestó. Lo miró de hito en hito. La pasión de sus ojos producía un gran efecto en Pedro. Hacía mucho tiempo que no se excitaba tanto solo con mirar a una mujer. Pero aquella tenía algo especial. Quizá era el contraste entre la fiereza de su expresión y su cuerpo pequeño y exuberante. 


O quizá era que llevaba demasiado tiempo sin estar con una mujer.


–¿No tienes nada que decir? –preguntó–. Pues hablaré yo. La única explicación posible de tu presencia aquí es que eres una ladrona. Una ladrona encantadora, desde luego –añadió–. Pero ladrona al fin y al cabo. Si crees que voy a ser más blando contigo…


–Esto no es un allanamiento.


–Siento curiosidad por saber cómo has entrado en mi casa y qué creías que ibas a encontrar. Y créeme cuando digo que lo descubriré antes de que salgas de aquí, ladronzuela.


Ella movió la cabeza, soltó una risita y lo miró asombrada.


–El único ladrón que hay aquí eres tú, Alfonso.


–Ah –dijo él, más interesado todavía–. Me conoces. O sea que no es un robo al azar.


–No es un…


–Desde luego, eres la ladrona mejor vestida que he visto en mi vida –admitió él, mirando lentamente su cuerpo.


Ella apretó los dientes.


–No soy una ladrona.


–¿Entonces eres una aprendiza y vienes a que te dé clases? Si nos conoces a mi familia y a mí, sabrás que no aceptamos aprendices y, aunque lo hiciéramos, te aseguro que este no es modo de ganarte mi admiración –se puso serio–. ¿Quién eres y qué es lo que haces aquí?


–Soy la mujer que tiene pruebas suficientes para enviar a tu padre a la cárcel.