sábado, 2 de julio de 2016
EL PACTO: EPILOGO
Paula abrió la puerta del loft canturreando una canción tras una agotadora jornada de diez horas en la que Allo había dejado caer un rollo de tela sobre su pie, Valeria la había arrastrado a una reunión de marketing y Pedro no había respondido al sexy mensaje que le había enviado.
Pero todo podía soportarse cuando vivías en la ciudad más excitante del mundo con un marido comprensivo que te amaba.
Tanto Pedro como Bettina le habían suplicado que trabajara para ellos en Al, pero Paula lo había rechazado para seguir con Allo. Necesitaba demostrar que podía conseguirlo por sus propios méritos.
El comprensivo marido había llegado a casa antes que ella y la esperaba en el salón. La vista de Nueva York era espléndida, pero nada comparada con el guapísimo hombre tumbado en el sofá, que tenía dibujada una traviesa mirada en el rostro.
—Ya era hora de que llegaras —la regañó sin demasiado afán—. He esperado pacientemente.
Paula enarcó las cejas y contempló la botella y los dos vasitos sobre la mesita de café.
—¿Pretendes emborracharme para aprovecharte de mí? Sabes que no necesitas alcohol para eso.
—Pensé que necesitarías un respiro tras un día de trabajo con el peor jefe del mundo.
—¿Tequila? —ella rio y se sentó a horcajadas sobre el regazo de su marido.
—Es por nuestro aniversario —Pedro la atrajo hacia sí—. Es lo que hicimos durante nuestra noche de bodas. Me pareció buena idea mantener la tradición.
—En realidad, en Las Vegas no me bebí esas copas de tequila.
Había aprovechado el menor descuido de Pedro para deshacerse de ellas, básicamente por no herir sus sentimientos.
—Pues yo tampoco. No me gusta el tequila —los ojos azules se fijaron en ella.
—Espera. ¿Cuántas copas te habías tomado realmente cuando se te ocurrió la brillante idea de casarnos?
—Puede que un par —contestó él con expresión culpable.
—Supongo que ya no podremos contar por ahí que nos emborrachamos y nos casamos —Paula rio—. ¿Qué vamos a decirles ahora?
—La verdad —él también rio—. Que nos enamoramos y nos casamos, pero que estábamos demasiado preocupados por lo que pensarían los demás.
—Menos mal que ya no somos tan jóvenes e inmaduros.
—Y ahora que ambos hemos confesado que odiamos el tequila ¿cómo lo vamos a celebrar?
—Habrá que hacer algo que nos guste a los dos —ella hizo un mohín—. Ver una película…
Pedro arrojó el mando del televisor al suelo y le ofreció a cambio un tórrido beso que transmitía todo el amor y deseo que sentía por ella.
Fin
EL PACTO: CAPITULO 26
«Yo te amaba», en pasado. «Dios, que no sea demasiado tarde».
Pedro había abandonado Nueva York rumbo a Houston con la esperanza de que Paula aún no hubiera firmado los papeles. Esperaba que quisiera intentarlo de nuevo, como él.
Tragó nervioso. Se moría de ganas de abrazar a Paula.
Pero la pétrea expresión de la joven no había cedido desde que hubiera comenzado su discurso y no iba a recibirlo con los brazos abiertos. Aún no. Aunque quizás pronto, si conseguía explicarle las decisiones que se había obligado a sí mismo a tomar durante las últimas semanas. Le había permitido irse, convencido de que estaría mejor sin él, y todo para descubrir que quería ser ese hombre que ella se merecía.
—Me ofreciste tu corazón sin nada a cambio, Paula —ansiosamente, buscó en su rostro alguna señal—. Pero yo no había hecho nada para merecer tu amor. Dejarte marchar fue lo más difícil que he hecho jamás.
Hacerse adulto era un asco, pero si Paula lo perdonaba, todo habría merecido la pena.
—Entonces ¿por qué me dejaste marchar? —preguntó ella—. Yo me habría quedado y te habría ayudado a seguir los dictados de tu corazón.
—Lo sé —la expresión en el rostro de Paula cuando le había dicho que no podía amarla seguía atormentándolo—. Siento muchísimo haberte hecho daño, pero no era lo bastante bueno para ti. ¿Qué sabía yo del amor? Dejar que te quedaras no habría servido, ni habría sido justo para ti.
—De modo que me echaste de tu vida por mi bien —el rostro de Paula seguía ensombrecido—. Pues perdóname por no darte las gracias. Empresas Alfonso siempre fue más importante para ti que yo.
Pedro soltó un juramento. La estaba fastidiando, y eso solía pasar cuando te lanzabas a una situación potencialmente volátil sin ningún plan ni respaldo. Había ido allí sin preparar nada intencionadamente, llevando lo único que podía ofrecer: su amor.
—Cariño, mis planes para Empresas Alfonso se han acabado. Necesitaba madurar y tú me ayudaste a verlo, y a hacerlo. Fuiste mi inspiración para entrar en esa habitación llena de Alfonso con la intención de trabajar por una meta común. Y lo hice porque para mí no hay nada más importante que tú.
De repente lo había visto claro y comprendido lo que necesitaba que sucediera en la empresa. ¿Quién habría podido imaginarse que enamorarse lo convertiría en un mejor ejecutivo?
—¿De qué hablas? —susurró Paula—. ¿Quieres volver a intentarlo?
Esa mujer lo estaba matando.
Era la conversación más dolorosa que hubiera mantenido jamás, pero no debía guardarse sus sentimientos.
—Nada de intentos —Pedro abrió la carpeta y sacó los papeles del divorcio—. Solo elecciones. Aquí están los papeles del divorcio, firmados. Si quieres seguir adelante, hazlo. Aunque espero que no lo hagas. La decisión es tuya.
El pulso le galopaba en las venas. No bastaba con quedarse allí de pie, y Pedro se dejó caer en una rodilla, sin soltarle la mano, como si fuera un salvavidas porque, en cierto modo, lo era.
—Paula, te amo. No quiero que te cuestiones jamás si me he casado contigo porque me resultaba ventajoso. Te elijo para pasar mi vida contigo porque te amo. Elígeme porque me amas también.
—¿Y qué pasa con quitarle a Valeria el puesto de directora ejecutiva? —ella lo miró perpleja—. Dime que no se lo has cedido.
—Página quince —anunció él con dulzura. Se lo sabía de memoria, pues él mismo había redactado esa cláusula—. Pablo asumirá el puesto de director ejecutivo hasta que se jubile, momento en el cual será el comité ejecutivo quien elija al sustituto —se encogió de hombros—. Si me eligen a mí, estupendo. Si no, seguiré esforzándome por ser el mejor jefe de operaciones posible.
Y estaría trabajando para su padre. Una realidad que Pedro jamás habría considerado sin Paula en su vida. La necesitaría para conservar la cordura tras una larga jornada en las trincheras del mundo de la moda.
—Si no vas a ser director ejecutivo ¿qué vas a ser? —Paula no abrió la carpeta. Ni siquiera la miró.
—Lo que quiero es ser tu esposo —a Pedro se le humedecieron los ojos—. Te amo, y siento haber tardado tanto en convertirme en el hombre que debería haber sido cuando te casaste conmigo.
Paula se arrojó en sus brazos, como si jamás quisiera soltarse. Por él estupendo. Su corazón se llenó con tal rapidez que temió que fuera a explotarle.
—¿Eso ha sido un…?
—Sí —ella terminó la frase—. Ha sido un sí.
—Me encanta cuando terminas mis frases —Pedro rio—. Y ahora dime ¿qué quieres ser de mayor?
—La señora Alfonso—ella sonrió traviesa.
Si hubieran conseguido esas respuestas dos años atrás, podrían haberse marchado de Las Vegas con una vida totalmente diferente. Porque, al final, Las Vegas no había servido para elaborar un Plan de Adultos, sino para descubrir a alguien por quien mereciera la pena madurar.
—¿Entonces no hay divorcio? —preguntó Pedro angustiado.
—Voy a destruir esos papeles —contestó ella con decisión—. Para que no caigan en las manos equivocadas.
—Desde luego. Es lo que se hace con las tarjetas de crédito, documentos legales, papeles de divorcio que no deberías haber firmado…
Alguien carraspeó y Pedro levantó la vista para encontrarse con la hermana de Paula de la mano de un hombre de cabellos oscuros y un fuerte aire autoritario.
El complejo turístico aún no estaba abierto al público y aparte de encontrar a su mujer y aclarar su futuro no se le había ocurrido que alguien pudiera presenciar la desastrosa escena de reconciliación.
Poniéndose de pie, Pedro atrajo a Paula hacia sí.
—Keith Mitchell —el hombre de los cabellos oscuros se presentó—. Hacía tiempo que deseaba conocerlo.
—Pero si acabo de llegar —Pedro rio.
—Sí, pero llevo años muriéndome por conocer al hombre lo bastante fuerte como para enamorarse de Paula. ¿Has traído tu armadura?
—Cállate, Mitchell —Paula fulminó a su cuñado con la mirada.
—La llevo en la otra maleta —Pedro sonrió.
La dinámica familiar no tenía nada que ver con lo que él conocía, pero le gustaba.
—Buen chico —Keith asintió—. Si tienes algún problema durante tu estancia, házmelo saber.
—¿Nos quedamos? —preguntó Pedro.
—Pues sí. A no ser que tuvieras pensado otro lugar para nuestra luna de miel. Ya sabes, algo para compensarme por no llevarme a ningún sitio la primera vez.
La ardiente mirada de Paula le hizo pensar en una puerta cerrada con llave.
—Algunas personas consideran que un fin de semana en Las Vegas es una luna de miel —sugirió.
—Y algunas personas hasta se declaran a sus esposas. Con un anillo y esas cosas —ella enarcó las cejas—. Suerte para ti que soy el espíritu del perdón.
—¡Alfonso! —exclamó Carla de repente—. Pues claro. Por eso me resultabas tan familiar —miró furiosa a su hermana—. Puedo perdonarte por casarte sin decírmelo, pero casarte con el hijo de Bettina Alfonso sin mencionarlo es descaradamente cruel.
—Carla, te presento al heredero del imperio de la moda Alfonso—Paula suspiró—, también conocido como el hombre del que no soy capaz de deshacerme por muchas veces que le pida el divorcio.
—¿En serio? —Carla los miró a ambos fascinada—. ¿Cuántas veces se lo has pedido?
—Demasiadas —murmuró Paula.
—Nunca —contestó Pedro al mismo tiempo—. Básicamente me ordena que firme los papeles. Salvo cuando me pide que no lo haga.
—¡Vaya! Esto es mejor que un culebrón —observó Carla—. ¿Cuánto tiempo lleváis casados?
—Dos años —admitió su hermana.
—Pero no lo sabíamos —añadió Pedro—. Paula me informó amablemente cuando viajó a Nueva York.
Había pasado dos años ideando un plan para sentirse una persona completa. Y lo había encontrado. Por un milagro, Paula se había enamorado de él y lo había convertido en un hombre del que poder sentirse orgulloso.
—No lo entiendo —intervino Keith—. ¿Cómo que os casasteis hace dos años?
Pedro miró inquisitivamente a Paula y ella sonrió
—De todos modos, acabará sabiéndose.
—Fue una mezcla a partes iguales de tequila y un oficiante disfrazado de Elvis —Pedro le besó la mano a Paula—. El mejor error que he cometido jamás.
—Jamás tuvimos la intención de registrar los papeles —insistió Paula—, pero de algún modo la fastidié y aquí estamos, gracias a mi torpeza.
—Por suerte fuiste lo bastante torpe como para enamorarte de mí también —Pedro besó a su esposa.
EL PACTO: CAPITULO 25
La arena blanca de las islas Barbados se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Paula descansaba en biquini bajo el cálido sol. El hotel aún no se había inaugurado y apenas había nadie. Aquello era el paraíso, salvo por el pequeño detalle de lo miserable que se sentía.
Era la segunda vez que abandonaba a Pedro. Todo había terminado. Había perdido al único hombre a quien había amado, seguramente al único al que amaría jamás.
Sin reflejar ninguna emoción, la había mirado a los ojos y elegido el divorcio en lugar del amor. Paula terminó la piña colada sin conseguir mitigar ni una mínima parte del dolor de su corazón.
Su hermana, Carla, estaba en la tumbona de al lado, cosiendo el cuerpo del vestido de alguna feliz novia.
—¿Te pides otro y me dejas mirar cómo te lo tomas? —Carla miró la copa vacía con nostalgia.
—¿Echas de menos el alcohol? —sugirió Paula. A su llegada a las islas, sin previo aviso, su hermana le había comunicado la noticia de su embarazo.
Y en ese mismo instante, todo lo demás había dejado de importar. Su hermana había superado el doloroso aborto con el que había terminado su primer embarazo y Paula rezó para que el segundo saliera adelante.
—Ya te digo —Carla se dio una palmadita en la barriga—. Hasta dentro de año y medio no podré volver a beber. Pienso darle el pecho.
Eso bastó para hacer brotar de nuevo las lágrimas. Paula no lo entendía. A fin de cuentas no estaba pensando en tener un hijo de Pedro. No estaba hecha para ser madre, pero no era fácil estar con alguien tan feliz que había conseguido arreglar sus problemas sentimentales.
—Cielo, ya van tres —Carla le acarició el hombro—. Un día de estos tienes que contarme lo que pasó en Nueva York.
Hacía una semana y media que Paula había llegado a Barbados. Y de inmediato había regresado a su puesto de ayudante de Carla. Hablar de Pedro le resultaba más complicado cada vez.
—Problemas con un tío —murmuró.
¿Qué otra cosa podía decir? «Fui a Nueva York en busca de un divorcio, me enamoré de mi esposo, que me dejó tirada. Ah, es verdad, no sabías que estaba casada. Verás, eso sucedió durante mi viaje a Las Vegas…».
—Nunca te había visto llorar por un tipo —Carla puso los ojos en blanco—. Búscate otro.
—Ya he intentado buscar otro —Paula gimoteó—, pero es inútil.
—Cielo, no llevas ni dos semanas aquí. Date un poco de tiempo.
—Llevo intentándolo dos años —murmuró ella.
Dos años y tres semanas más, el tiempo que hacía que se había marchado de Nueva York, destrozada y demasiado avergonzada para contarle a nadie el desastre en que había convertido su vida por ser tan estúpida como para pensar que una boda accidental con un hombre al que había conocido en Las Vegas podría funcionar.
—Pues búscate otro encargado de piscina, como Paolo —Carla agitó alegremente una mano en dirección al hotel—. Ese chico siempre te hacía sonreír.
—¿Paolo? —Paula rebuscó en su memoria—. Ah, sí, el chico de Grace Bay.
Carla y ella habían acudido a un desfile de vestidos de novia para promocionar ese complejo de las islas Turcas y Caicos, y allí su hermana se había reencontrado con Keith. Y allí ella había perseguido otros cuerpos en su intento de olvidar a Pedro.
—Lo fingí todo —le informó a Carla—. Es evidente que ya lo he olvidado.
—Eso parece —Carla permaneció unos segundos en silencio—. ¿Al menos querrás decirme si vas a quedarte? Porque si regresas a casa, tengo un par de encargos para ti. Bueno, eso suponiendo que sigas interesada en que seamos socias.
Una manera perfecta de abordar un tema complicado. Pero Paula tenía que afrontarlo.
—Te seré sincera, no estoy segura de qué quiero hacer, aunque sí sé que los vestidos de novia son tu sueño, no el mío. ¿Me odiarás para siempre si me echo atrás?
Paula no estaba dispuesta a aceptar un trabajo que no la apasionara, y no sería justo para Carla que se asociaran sin que pudiera volcar toda su alma en el proyecto.
—En absoluto —Carla sonrió y sacudió la cabeza—. Esperaba que al final descubrieras por ti misma lo que deseabas hacer. Pero te habría aceptado de todos modos.
¿Cómo había podido tener tanta suerte con su hermana?
—Tengo que volver dentro —Carla señaló el vestido que estaba cosiendo.
Paula asintió y la ayudó a llevar el vestido y el material de costura, evitando que se manchara de arena. Atravesaron la zona de la piscina para llegar al edificio principal, pero no hubo ni un solo encargado que llamara su atención.
La mención a Grace Bay le había recordado que su hermana había seguido un camino muy parecido al suyo, aunque los resultados habían sido mucho mejores, dado que estaba embarazada del hombre con el que se había casado, a pesar de unos inicios bastante turbulentos cuando Keith la había abandonado en el altar dos años antes.
—Keith y tú volvisteis juntos. ¿Cómo conseguiste que funcionara la segunda vez?
—La primera vez no nos conocíamos lo suficiente —Carla se encogió de hombros—. Al reencontrarme con él en Grace Bay, me juré que no volvería a enamorarme de él, pero me dabas tanta envidia por la facilidad con la que eras capaz de disfrutar de un revolcón y luego pasar a otro tipo que quise intentarlo. Se suponía que Keith debía ser mi revolcón en una isla tropical. Pero es evidente que algo falló.
—Soy la última persona que debería despertarte envidia —Paula sacudió la cabeza—. Todo se me da mal.
—Lo único que se te da mal, cielo, es el papeleo. Una voz familiar la sobresaltó mientras las dos hermanas se volvían al mismo tiempo.
Y allí estaba el hombre de sus sueños, en carne y hueso, con una deliciosa sonrisa en la cara.
¡Había ido en su busca! La echaba de menos. Lo sentía y quería volver a intentarlo.
—Pedro—exclamó Paula con la voz ronca—. ¿Qué…?
—Hola —interrumpió Carla mientras estrechaba la mano del desconocido—. Soy Carla Mitchell. Tú debes ser el motivo de la presencia de mi hermana en Barbados.
—Eso creo —Pedro saludó a Carla—. Pedro Alfonso, el marido de Paula.
¡No podía haber dicho eso! Qué típico de un hombre pensar que podía aparecer allí y que ella se arrojaría en sus brazos.
Todo perdonado.
—¡Madre mía! —exclamó Carla—. Esto es mucho mejor de lo que me había imaginado. Cuenta.
—No sé si os habéis dado cuenta, pero sigo aquí —Paula le propinó a su hermana un codazo.
—Sí, sí —asintió la otra mujer—. Pero dado que no has mencionado ni una sola vez la palabra «marido», quizás deberías callarte y dejarme hablar con mi cuñado.
—No puedes aparecer sin más delante de una persona que ha puesto tierra de por medio para esconderse de ti —Paula fulminó a Pedro con la mirada—. Y no puedes presentarte como mi marido.
—Pues entonces no deberías haberte casado conmigo —contestó él alegremente.
Demasiado alegremente, sobre todo para un hombre que, si había justicia en el mundo, la había buscado hasta el Caribe para arrojarse a sus pies y pedir perdón.
Y entonces vio la carpeta que llevaba en la mano, como las que utilizaba para los documentos importantes. El pulso de Paula se detuvo. La había buscado, cierto, para divorciarse de ella.
Su estupidez no tenía límite.
—¿Qué haces aquí? —para que no advirtiera el temblor de sus manos, se cruzó de brazos—. Se suponía que debías enviarme los papeles del divorcio, no entregarlos en persona.
—Y los envié. Hace tres semanas. Pero, extrañamente, nunca recibí mi copia firmada.
Ninguno de los dos interrumpió el contacto visual mientras Carla murmuraba algo sobre tener que marcharse.
—No recibí esos papeles —porque se había subido a un avión con destino a Barbados, demasiado aturdida para mencionarle a su madre que esperaba un correo con los papeles del divorcio. De nuevo había demostrado que no se podía confiar en ella para actuar como un adulto.
—Si has venido para decirme lo tontainas que soy con el papeleo, llegas dos años tarde.
—He venido porque al fin he descubierto qué quiero ser de mayor —la expresión de Pedro se suavizó—. Pero no puedo hacerlo sin ti.
¿A qué venía eso? Ya había intentado mantener esa conversación con él en Nueva York.
—Tú quieres ser director ejecutivo —le recordó ella—. Y dejaste bien claro que no me necesitabas para eso.
Le había hablado con franqueza sobre sus sentimientos, su futuro, su felicidad, su matrimonio. Incluso sobre sus perspectivas de trabajo. Todo para ver sus sueños aplastados por la cruda realidad. No estaba dispuesto a darle lo único que le pedía: amor.
—A lo mejor esto lo explica —Pedro le entregó la carpeta—. Adelante. Léelo.
—Ya sé lo que pone en los papeles del divorcio —la carpeta le quemaba en las manos—. Los redactó el abogado de mi padre.
—No es lo que crees —él sacudió la cabeza—. Es el manifiesto para relanzar Empresas Alfonso. Bettina, Pablo, Valeria y yo lo hemos hecho juntos.
—¿Los cuatro en la misma habitación? —Paula entornó los ojos—. ¿Sin ningún homicidio?
La sonrisa de Pedro resultaba devastadora y ella casi se olvidó de respirar. Al parecer, su cuerpo aún no había recibido el mensaje de que ese hombre ya no le pertenecía.
—Las primeras reuniones fueron de tanteo. Pero recordé nuestra conversación sobre cómo Empresas Alfonso es mi pasión y que sacrificaría cualquier cosa por ella porque la habían fundado gente de mi sangre. Y pensé que había llegado la hora de ponerlo a prueba.
Paula abrió la carpeta y leyó página tras página.
—No lo entiendo. ¿Qué pasó con los planes de fusión que habías ideado con Valeria?
El deseo de venganza de Pedro hacia su padre no podía haberse desvanecido tan fácilmente. Ni la rivalidad con Valeria.
—Una parte está incluida, pero ahora es mucho mejor. El manifiesto detalla la reestructuración de Al y Alfonso bajo un mismo techo —Pedro le tomó una mano y se la llevó al corazón—. Casi está acabado, pero falta una firma. La tuya. La única Alfonso que aún no ha dado su visto bueno.
—¿Qué? —Paula se ruborizó—. ¿Quieres incluirme? ¿Por qué? No soy una Alfonso.
Aunque deseaba serlo. Había encontrado un lugar en el mundo en el que encajaba, donde su mente era más importante que su cuerpo, pero ese hombre se lo había arrebatado.
Y de repente aparecía y le ofrecía ¿qué?
—Tú fuiste la inspiración de todo, Paula. Valeria citó tus palabras. Bettina citó tus palabras. No recuerdo haber formulado una sola idea original durante todo el proceso. Todo era tuyo. —él le apretó la mano con más fuerza—. Eres una Alfonso. Es una de las muchas cosas que he aprendido de ti. No me resulta fácil dejarme llevar por el corazón y necesitaba mejorar. Desgraciadamente, tuve que aprenderlo a costa de un alto precio. Tú.
—No tenía que haberte costado nada —los ojos de Paula ardían—. Yo te amaba gratis.
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