sábado, 2 de julio de 2016

EL PACTO: CAPITULO 25





La arena blanca de las islas Barbados se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Paula descansaba en biquini bajo el cálido sol. El hotel aún no se había inaugurado y apenas había nadie. Aquello era el paraíso, salvo por el pequeño detalle de lo miserable que se sentía.


Era la segunda vez que abandonaba a Pedro. Todo había terminado. Había perdido al único hombre a quien había amado, seguramente al único al que amaría jamás.


Sin reflejar ninguna emoción, la había mirado a los ojos y elegido el divorcio en lugar del amor. Paula terminó la piña colada sin conseguir mitigar ni una mínima parte del dolor de su corazón.


Su hermana, Carla, estaba en la tumbona de al lado, cosiendo el cuerpo del vestido de alguna feliz novia.


—¿Te pides otro y me dejas mirar cómo te lo tomas? —Carla miró la copa vacía con nostalgia.


—¿Echas de menos el alcohol? —sugirió Paula. A su llegada a las islas, sin previo aviso, su hermana le había comunicado la noticia de su embarazo.


Y en ese mismo instante, todo lo demás había dejado de importar. Su hermana había superado el doloroso aborto con el que había terminado su primer embarazo y Paula rezó para que el segundo saliera adelante.


—Ya te digo —Carla se dio una palmadita en la barriga—. Hasta dentro de año y medio no podré volver a beber. Pienso darle el pecho.


Eso bastó para hacer brotar de nuevo las lágrimas. Paula no lo entendía. A fin de cuentas no estaba pensando en tener un hijo de Pedro. No estaba hecha para ser madre, pero no era fácil estar con alguien tan feliz que había conseguido arreglar sus problemas sentimentales.


—Cielo, ya van tres —Carla le acarició el hombro—. Un día de estos tienes que contarme lo que pasó en Nueva York.


Hacía una semana y media que Paula había llegado a Barbados. Y de inmediato había regresado a su puesto de ayudante de Carla. Hablar de Pedro le resultaba más complicado cada vez.


—Problemas con un tío —murmuró.


¿Qué otra cosa podía decir? «Fui a Nueva York en busca de un divorcio, me enamoré de mi esposo, que me dejó tirada. Ah, es verdad, no sabías que estaba casada. Verás, eso sucedió durante mi viaje a Las Vegas…».


—Nunca te había visto llorar por un tipo —Carla puso los ojos en blanco—. Búscate otro.


—Ya he intentado buscar otro —Paula gimoteó—, pero es inútil.


—Cielo, no llevas ni dos semanas aquí. Date un poco de tiempo.


—Llevo intentándolo dos años —murmuró ella.


Dos años y tres semanas más, el tiempo que hacía que se había marchado de Nueva York, destrozada y demasiado avergonzada para contarle a nadie el desastre en que había convertido su vida por ser tan estúpida como para pensar que una boda accidental con un hombre al que había conocido en Las Vegas podría funcionar.


—Pues búscate otro encargado de piscina, como Paolo —Carla agitó alegremente una mano en dirección al hotel—. Ese chico siempre te hacía sonreír.


—¿Paolo? —Paula rebuscó en su memoria—. Ah, sí, el chico de Grace Bay.


Carla y ella habían acudido a un desfile de vestidos de novia para promocionar ese complejo de las islas Turcas y Caicos, y allí su hermana se había reencontrado con Keith. Y allí ella había perseguido otros cuerpos en su intento de olvidar a Pedro.


—Lo fingí todo —le informó a Carla—. Es evidente que ya lo he olvidado.


—Eso parece —Carla permaneció unos segundos en silencio—. ¿Al menos querrás decirme si vas a quedarte? Porque si regresas a casa, tengo un par de encargos para ti. Bueno, eso suponiendo que sigas interesada en que seamos socias.


Una manera perfecta de abordar un tema complicado. Pero Paula tenía que afrontarlo.


—Te seré sincera, no estoy segura de qué quiero hacer, aunque sí sé que los vestidos de novia son tu sueño, no el mío. ¿Me odiarás para siempre si me echo atrás?


Paula no estaba dispuesta a aceptar un trabajo que no la apasionara, y no sería justo para Carla que se asociaran sin que pudiera volcar toda su alma en el proyecto.


—En absoluto —Carla sonrió y sacudió la cabeza—. Esperaba que al final descubrieras por ti misma lo que deseabas hacer. Pero te habría aceptado de todos modos.


¿Cómo había podido tener tanta suerte con su hermana?


—Tengo que volver dentro —Carla señaló el vestido que estaba cosiendo.


Paula asintió y la ayudó a llevar el vestido y el material de costura, evitando que se manchara de arena. Atravesaron la zona de la piscina para llegar al edificio principal, pero no hubo ni un solo encargado que llamara su atención.


La mención a Grace Bay le había recordado que su hermana había seguido un camino muy parecido al suyo, aunque los resultados habían sido mucho mejores, dado que estaba embarazada del hombre con el que se había casado, a pesar de unos inicios bastante turbulentos cuando Keith la había abandonado en el altar dos años antes.


—Keith y tú volvisteis juntos. ¿Cómo conseguiste que funcionara la segunda vez?


—La primera vez no nos conocíamos lo suficiente —Carla se encogió de hombros—. Al reencontrarme con él en Grace Bay, me juré que no volvería a enamorarme de él, pero me dabas tanta envidia por la facilidad con la que eras capaz de disfrutar de un revolcón y luego pasar a otro tipo que quise intentarlo. Se suponía que Keith debía ser mi revolcón en una isla tropical. Pero es evidente que algo falló.


—Soy la última persona que debería despertarte envidia —Paula sacudió la cabeza—. Todo se me da mal.


—Lo único que se te da mal, cielo, es el papeleo. Una voz familiar la sobresaltó mientras las dos hermanas se volvían al mismo tiempo.


Y allí estaba el hombre de sus sueños, en carne y hueso, con una deliciosa sonrisa en la cara.


¡Había ido en su busca! La echaba de menos. Lo sentía y quería volver a intentarlo.


Pedro—exclamó Paula con la voz ronca—. ¿Qué…?


—Hola —interrumpió Carla mientras estrechaba la mano del desconocido—. Soy Carla Mitchell. Tú debes ser el motivo de la presencia de mi hermana en Barbados.


—Eso creo —Pedro saludó a Carla—. Pedro Alfonso, el marido de Paula.


¡No podía haber dicho eso! Qué típico de un hombre pensar que podía aparecer allí y que ella se arrojaría en sus brazos. 


Todo perdonado.


—¡Madre mía! —exclamó Carla—. Esto es mucho mejor de lo que me había imaginado. Cuenta.


—No sé si os habéis dado cuenta, pero sigo aquí —Paula le propinó a su hermana un codazo.


—Sí, sí —asintió la otra mujer—. Pero dado que no has mencionado ni una sola vez la palabra «marido», quizás deberías callarte y dejarme hablar con mi cuñado.


—No puedes aparecer sin más delante de una persona que ha puesto tierra de por medio para esconderse de ti —Paula fulminó a Pedro con la mirada—. Y no puedes presentarte como mi marido.


—Pues entonces no deberías haberte casado conmigo —contestó él alegremente.


Demasiado alegremente, sobre todo para un hombre que, si había justicia en el mundo, la había buscado hasta el Caribe para arrojarse a sus pies y pedir perdón.


Y entonces vio la carpeta que llevaba en la mano, como las que utilizaba para los documentos importantes. El pulso de Paula se detuvo. La había buscado, cierto, para divorciarse de ella.


Su estupidez no tenía límite.


—¿Qué haces aquí? —para que no advirtiera el temblor de sus manos, se cruzó de brazos—. Se suponía que debías enviarme los papeles del divorcio, no entregarlos en persona.


—Y los envié. Hace tres semanas. Pero, extrañamente, nunca recibí mi copia firmada.


Ninguno de los dos interrumpió el contacto visual mientras Carla murmuraba algo sobre tener que marcharse.


—No recibí esos papeles —porque se había subido a un avión con destino a Barbados, demasiado aturdida para mencionarle a su madre que esperaba un correo con los papeles del divorcio. De nuevo había demostrado que no se podía confiar en ella para actuar como un adulto.


—Si has venido para decirme lo tontainas que soy con el papeleo, llegas dos años tarde.


—He venido porque al fin he descubierto qué quiero ser de mayor —la expresión de Pedro se suavizó—. Pero no puedo hacerlo sin ti.


¿A qué venía eso? Ya había intentado mantener esa conversación con él en Nueva York.


—Tú quieres ser director ejecutivo —le recordó ella—. Y dejaste bien claro que no me necesitabas para eso.


Le había hablado con franqueza sobre sus sentimientos, su futuro, su felicidad, su matrimonio. Incluso sobre sus perspectivas de trabajo. Todo para ver sus sueños aplastados por la cruda realidad. No estaba dispuesto a darle lo único que le pedía: amor.


—A lo mejor esto lo explica —Pedro le entregó la carpeta—. Adelante. Léelo.


—Ya sé lo que pone en los papeles del divorcio —la carpeta le quemaba en las manos—. Los redactó el abogado de mi padre.


—No es lo que crees —él sacudió la cabeza—. Es el manifiesto para relanzar Empresas Alfonso. Bettina, Pablo, Valeria y yo lo hemos hecho juntos.


—¿Los cuatro en la misma habitación? —Paula entornó los ojos—. ¿Sin ningún homicidio?


La sonrisa de Pedro resultaba devastadora y ella casi se olvidó de respirar. Al parecer, su cuerpo aún no había recibido el mensaje de que ese hombre ya no le pertenecía.


—Las primeras reuniones fueron de tanteo. Pero recordé nuestra conversación sobre cómo Empresas Alfonso es mi pasión y que sacrificaría cualquier cosa por ella porque la habían fundado gente de mi sangre. Y pensé que había llegado la hora de ponerlo a prueba.


Paula abrió la carpeta y leyó página tras página.


—No lo entiendo. ¿Qué pasó con los planes de fusión que habías ideado con Valeria?


El deseo de venganza de Pedro hacia su padre no podía haberse desvanecido tan fácilmente. Ni la rivalidad con Valeria.


—Una parte está incluida, pero ahora es mucho mejor. El manifiesto detalla la reestructuración de Al y Alfonso bajo un mismo techo —Pedro le tomó una mano y se la llevó al corazón—. Casi está acabado, pero falta una firma. La tuya. La única Alfonso que aún no ha dado su visto bueno.


—¿Qué? —Paula se ruborizó—. ¿Quieres incluirme? ¿Por qué? No soy una Alfonso.


Aunque deseaba serlo. Había encontrado un lugar en el mundo en el que encajaba, donde su mente era más importante que su cuerpo, pero ese hombre se lo había arrebatado.


Y de repente aparecía y le ofrecía ¿qué?


—Tú fuiste la inspiración de todo, Paula. Valeria citó tus palabras. Bettina citó tus palabras. No recuerdo haber formulado una sola idea original durante todo el proceso. Todo era tuyo. —él le apretó la mano con más fuerza—. Eres una Alfonso. Es una de las muchas cosas que he aprendido de ti. No me resulta fácil dejarme llevar por el corazón y necesitaba mejorar. Desgraciadamente, tuve que aprenderlo a costa de un alto precio. Tú.


—No tenía que haberte costado nada —los ojos de Paula ardían—. Yo te amaba gratis.






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