sábado, 4 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 8



Una hora más tarde, ni Pedro ni Paula habían conseguido pegar ojo. Ella se encontraba tumbada de espaldas mirando las sombras que los detalles de las cortinas proyectaban en el techo cuando el reflejo de la luna incidía en la ventana. No podía dejar de pensar en la mirada de ese hombre, en cómo la había cogido cuando estaba llorando, en su amenaza de besarla, en su excitación y lo que todo eso le producía a ella en el interior.


Pedro, por su parte, solo pensaba una única cosa: «No me puedo complicar la vida con esta mujer. Ahora no».


Un ruido en el interior de la habitación lo sobresaltó. Se puso de pie despacio, sin hacer el menor sonido y escuchando detenidamente cualquier cosa que le llegara a sus expertos oídos. Fue hasta la puerta del dormitorio y esperó. De repente, el pomo de la puerta giró despacio y esta se abrió lentamente. Cuando su mirada se encontró con la de ella, no hubo sorpresa. Ambos se miraban examinándose y evaluando la situación como si alguno de los dos fuera a ganar o perder más que el otro.


—No puedo dormir —dijo ella en un susurro casi inaudible.


—¿Pesadillas? —preguntó él en el mismo tono bajo. La poca claridad que entraba por las ventanas le daba un tono azulado a su piel y la hacía parecer etérea e inalcanzable.


—No. Tú. —No supo de dónde habían salido esas palabras, pero al fijarse en los ojos de Pedro comprendió que las había dicho ella. Ya había tomado su decisión.


—Pau…


—Shhhh, no —le interrumpió ella poniéndole un dedo en la boca para que no siguiera hablando—. Si no me besas ahora mismo me pondré a llorar para que cumplas tu amenaza.


Pedro se acercó a ella sin perder el contacto visual con sus ojos verdes que ahora parecían negros. La acorraló contra la pared. Bajó la cabeza hacia su rostro y posó suavemente los labios sobre los de ella. Fue un simple roce que encendió una llama devastadora en el interior de ambos. Otro roce, y otro más. La respiración de Pau era cada vez más rápida. 


Sintió la humedad entre sus muslos y un millón de agujas punzantes le pinchaban la piel por todas partes. Ella gimió desesperada y Pedro se apoderó de su boca con una fiereza digna de un león. Deslizó la lengua en el interior de la boca de ella. Era una cavidad húmeda y suave, con un sabor exquisito para sus sentidos, preludio de algo mejor. La lengua de ella se movió y ambas se rozaron con toques ásperos y sensuales que arrancaron otro gemido de su boca.
Pau deslizó sus manos por el amplio pecho desnudo hasta llegar a los fuertes hombros y enlazar sus dedos tras la nuca. Necesitaba tocarlo, sentirlo, absorber su calor para mantenerse en pie pues las piernas empezaban a flaquearle. 


Pedro deslizó sus manos por la espalda de ella hasta llegar a unas nalgas pequeñas y duras que apretó contra su erección para que Pau fuera consciente de lo que le estaba haciendo. Luego subió una mano lentamente por debajo de la camiseta, siguiendo la línea de su estrecha cintura hasta llegar a rozar el lateral de un pecho bien torneado y duro. 


Sintió el escalofrío de ella cuando le rozó el pezón suavemente con el dedo pulgar. Esa reacción lo instó a continuar su exploración con la otra mano que siguió el mismo camino a través de la cintura hasta el pecho. Cuando ambas manos se habían saciado de sopesar los pechos de forma suave y paciente, con los dedos le cogió los pezones y los apretó lentamente. Ella sintió que le ardía la piel, que las piernas ya no le respondían, que se caería si se soltaba de su cuello, que ardería si él no la poseía pronto. Echó la cabeza atrás interrumpiendo el beso para coger aire y jadear mientras él continuaba con aquel dulce martirio.


—Dime que pare —le susurró él al oído. Ella no respondió. Se frotaba contra su pierna buscando un alivio que no encontraría de esa forma—. Dime que pare, por favor —repitió en una súplica.


—¡No, no! —chilló ella entre gemidos de desesperación. 


Soltó sus manos del cuello y las llevó a la cintura elástica de sus pantalones de deporte. Sin pensarlo, metió la mano y apresó su miembro.


Fue todo lo que necesitó Pedro para reaccionar. Le quitó la camiseta rápidamente y, de un tirón, le arrancó las pequeñas braguitas que llevaba puestas debajo. Con una maestría extraordinaria le puso las manos en las nalgas y la aupó. Ella pasó las piernas alrededor de su cintura y colocó su miembro en la entrada de su vagina. Pedro dio una embestida desesperada y se hundió en la cavidad húmeda de su sexo, encajando a la perfección en aquella funda aterciopelada y caliente. 


Paula contuvo la respiración. 


Cuando tenía el miembro en su mano pensó que era demasiado grande. Hacía ya muchos meses que no tenía relaciones sexuales, pero su desesperación no le impidió continuar. Soltó el aire lentamente justo cuando él volvía a apoderarse de su boca con fuerza y determinación. Atrapó su labio inferior y lo sorbió sensualmente lo que provocó que Pau moviera las caderas clavándose un poco más en su vara tiesa. Pronto, Pedro comenzó a moverse también. 


Sacaba su miembro hasta la misma punta para introducirse bruscamente de nuevo en ella, dando con su espalda en la pared. Repetía esta acción con calma, sin prisa pero sin parar ni un momento. Cada embestida hacía gemir de placer a Pau, la instaba a moverse más y más rápido para llegar a la cumbre de aquella maravillosa experiencia.


Pedro la tenía cogida por debajo de las nalgas y apoyada en la pared, al lado de la puerta del dormitorio. Consiguió colar una de sus fuertes manos entre los dos cuerpos y sus dedos se desplazaron hacía el lugar por donde se mantenían unidos. Encontró su clítoris hinchado y empapado y lo frotó con decisión. Paula gritó de placer sumida en un éxtasis sin igual. Aceleró los embates mientras le daba placer con sus dedos y sintió que ella llegaba al orgasmo de una forma demoledora. Le estrechó fuertemente el miembro dentro de ella mientras él continuaba frotando sin tregua el delicioso botón. Él se controló, debía hacerlo pues no le había dado tiempo a pensar en preservativos cuando la penetró y no se podían arriesgar a problemas en el futuro. Ella empezó a relajarse. Sabía que no se sostendría en pie si él la dejaba en el suelo y cuando notó que Pedro hacía presión para apartarla no lo dejó.


—Tengo que correrme fuera, no llevo protección —dijo con los dientes apretados pues estaba al límite de sus fuerzas.


—Tomo la píldora, estoy cubierta —le respondió ella sin aliento pasándole las manos por el pelo en un gesto cariñoso y, a la vez, desesperado. Aún notaba el miembro duro dentro y sentía que olas de placer volvían a arrollarla.


—¿Estás segura? —preguntó Pedro deseando que ella no se echara atrás en su decisión. Pau asintió e impulsó sus caderas hacia él introduciendo su miembro un poco más y soltando el aire que había estado conteniendo en sus pulmones. Lo apretó fuerte en su interior cuando él comenzó de nuevo a embestir. Esta vez sin orden ni tranquilidad, sino de una forma primitiva y salvaje que provocó que se corriera bruscamente. Ella alcanzó otro maravilloso orgasmo que la dejó a las puertas del mismísimo cielo.


—Dios mío —susurró cuando Pedro la dejó en el suelo. Se estaban tocando, acariciándose lentamente, aspirando el olor que desprendían sus cuerpos cubiertos por una película de sudor, una mezcla de perfume y sexo. Se besaron sin prisa, saboreando, mordiendo, lamiendo, chupando. Pedro le mordió el lóbulo de la oreja y le dijo sensualmente—: Me voy a la ducha, ¿me acompañas?


No hizo falta contestación. La cogió en brazos sin dejar de besarla y la llevó hasta el cuarto de baño que había dentro de la habitación. Abrió el grifo de la ducha, esperaron unos pocos segundos a que saliera agua caliente y se metieron dentro, deseosos de seguir tocándose y besándose.


Paula notó que su verga se ponía dura de nuevo. Lo miró con una sonrisa malévola y empezó a morderle las tetillas mientras él la enjabonaba haciendo especial hincapié en sus pechos. Poco a poco fue dejando un rastro de besos por el musculado abdomen de Pedro hasta llegar a la maraña de rizos rubio pajizos que de desplegaba entre sus piernas. 


Lentamente, mirándolo a los ojos como si le estuviera desafiando a que la detuviese, se puso de rodillas y metió la punta de su miembro en la boca. Jugó con su lengua lamiendo firmemente a la vez que masajeaba sus testículos con la mano. El agua les caía encima y amortiguaba los gemidos que Pedro lanzaba con los dientes apretados. Ella chupó más fuerte e introdujo gran parte de su miembro en la boca. Sintió el sabor salado de su semen cuando algunas gotitas escaparon.


—Chica mala —dijo Pedro poniéndola de pie. Su voz era ronca y grave por la pasión. La besó desesperado. Le deslizó una mano entre los muslos y la penetró con dos dedos. Ella jadeó varias veces y se apretó contra esa mano que le daba tanto placer.


Pedro no la dejó llegar a la cumbre del éxtasis esta vez.


 Cuando vio que ella estaba a punto, la soltó, cerro el grifo de la ducha y la llevó hasta la cama. Entonces la penetró sin miramientos y unos minutos después ambos, como uno solo, llegaban al orgasmo más fabuloso que habían tenido nunca.


—Llevas un tatuaje —dijo pasando lentamente los dedos por el pequeño trébol de tres hojas que Pedro tenía en la cadera—. ¿Tiene algún significado o simplemente está ahí por gusto?


—Yo no me hago marcas por gusto —dijo mirando los dedos que le acariciaban la piel. Ya se le estaba poniendo dura de nuevo.



—¿Y bien? ¿Qué significa?


Pensó durante un segundo si contarle o no aquella historia. 


Era un recuerdo triste del que no había vuelto hablar nunca. 


Cuando la miró a los ojos la encontró expectante. Tenía verdadera curiosidad y sin saber por qué motivo aquella mujer le transmitía tanta confianza, comenzó a hablar.


—No recuerdo bien cómo se llamaba aquel sitio pero era espectacular. Estaba al sur de El Salvador. Había una pequeña aldea de pescadores con un montón de niños en todas partes. Siempre que llegábamos a un sitio así nos recibían muy bien, nos trataban como si fuéramos de su familia y compartían con nosotros su comida y sus pequeñas casas.
»Había una niñita preciosa, morena, con el pelo largo negro, los ojos almendrados y la nariz respingona, que nada más vernos, se acercó a mí, me tocó con su mano la cadera y me ofreció un trébol de tres hojas. Por alguna razón, crecían por todas partes y había lugares en los que parecían una manta cubriendo el suelo. Esos lugares estaban prohibidos. No se podía pasar más allá de la barrera de maderas que había construido la gente del pueblo. Creían que había un campo de minas y para eso nos habían mandado allí.
»Estuvimos tres días peinando la zona, explicando a la gente de allí que no había nada, que el terreno estaba limpio y que podrían utilizarlo para cultivar, pero algunos de ellos no lo tenían tan claro y se negaron a quitar la barrera. Cuando nos marcháramos, no dejarían pasar a nadie por allí. —Pedro hizo una pausa y cerró los ojos con fuerza. Estaba
reviviendo algo demasiado duro, demasiado triste.


—¿Qué pasó? —susurró Pau mirándolo con los ojos brillantes.


—El día que nos íbamos uno de mis compañeros sacó una tableta de chocolate para repartir entre los niños. Todos se volvieron locos y comenzaron a perseguirlo mientras él reía y lanzaba la tableta de un compañero a otro. Yo estaba apoyado en la barrera de madera mirando cómo la preciosa niñita saltaba, corría y reía sobre la alfombra de tréboles que había estado prohibida tanto tiempo.
»Martin Nelson, nuestro Operador de Radio, saltó la barrera seguido de quince o veinte niños. Me preguntó entre risas si quería cogerle el relevo pero le dije que no, que se le daban mejor los niños que la radio y que se los dejaba todos a él. Vi a la niña tirar un montón de tréboles por los aires y salir corriendo hacia Martin. Él la alzó por los aires, le dio un abrazo y un trozo de chocolate. El resto de la tableta la repartió entre todos que no tardaron en salir corriendo hacia donde me encontraba yo. Martin volvía paseando con la niña en brazos. Ella le dio un beso en la mejilla y sentí envidia. Pensé que debería haber ido, me gustaba jugar con los pequeños y hacerles reír, y me hubiera gustado que aquella pequeña preciosa me diera un beso en la mejilla también.
»Nuestro Sargento nos llamó para emprender la marcha, y Martin empezó a correr con la niña aún en brazos. Lo que pasó después… —Pedro hizo una pausa y se llevó una mano a los ojos—. Aquello sí era un maldito campo de minas, algunas inactivas por el tiempo, pero otras no. El resto de la historia te la puedes imaginar —dijo sentándose en la cama de espaldas a ella. Estaba abatido, los hombros caídos, la cabeza gacha.


Pau se puso de rodillas detrás de él y lo abrazó con todas sus fuerzas. Él se tensó al sentir su piel caliente contra su espalda pero no dijo nada.


—Debió de ser terrible —susurró ella—. Nadie debería almacenar recuerdos así. Lo siento.


—Podría haber sido yo. Si hubiera accedido a jugar con los niños, habría sido yo. En parte me sentía culpable y, en parte, aliviado. Estuve mucho tiempo soñando con Martin corriendo por aquel manto verde, pero lo que más me atormentaba era ver la cara de aquella niña, rozando mi cadera con su mano y ofreciéndome un trébol. Por eso me lo tatué ahí. —Se llevó las manos a la cara y tomó aire repetidas veces.


—Eh, mírame, Pedro —dijo Pau intentando girar el musculoso cuerpo de aquel hombre. Cuando lo tuvo frente a frente le cogió la cara con ambas manos y lo miró fijamente a los ojos—. Eso ya pasó ¿de acuerdo? Siento mucho haber despertado esos recuerdos —le dijo con una dulzura y una calma que tranquilizaron el corazón de Pedro al instante. 


Luego ella se inclinó y le dio un suave beso en los labios. Un simple roce, una simple caricia que le hizo cerrar los ojos y percibir el olor de ella, su respiración, el calor de su cuerpo cerca del suyo.


Pedro abrió los ojos lentamente y encontró los suyos fijos y brillantes. Su boca, a escasos milímetros, con los labios entreabiertos, hinchados y sonrosados. Recordó al instante qué estaban haciendo allí. El bar, el incendio, Simon Chaves, ella pidiendo que la besara, su cuerpo mojado en la ducha… 


Acercó su boca a la de ella y la besó con intensidad. Estaba sediento de aquella mujer, necesitaba estar dentro de su cuerpo una vez más, quizá dos, antes de que saliera el sol.






LO QUE SOY: CAPITULO 7





Quedó fascinada por la casa pero no lo expresó en voz alta. 


Pedro lo percibió en la forma que tenía de tocar las cosas y de poner sus ojos cuando descubría algo que le llamaba la atención sobre lo demás.


No habían hablado ni una sola palabra desde que se despidieran de los amigos y de su hermano. El trayecto en taxi no fue muy largo, pero a Pedro se le antojó eterno. 


No soportaba los silencios comprometidos.


—Puedes dormir en mi cama. Yo lo haré aquí, en el sofá.


—No, por favor. No podría dormir bien sabiendo que tú estás incómodo en tu propia casa. Yo me quedaré aquí, si no te importa.


—Me importa, dormirás en la cama, y yo en el sofá. Te dejaré una camiseta para que te cambies. Te quedará casi como de vestido, pero es lo único que puedo ofrecerte. —Dio media vuelta y fue hasta la habitación. Cuando regresó, ella estaba de pie mirando por el ventanal del salón. Se dio cuenta de que estaba llorando cuando se acercó y vio que su cuerpo se estremecía levemente.


La cogió por detrás y la meció entre sus brazos, pero eso provocó más llanto en ella y un escalofrío en la espalda de Pedro.


—Shhhh, ya está. Estás bien y a salvo, ¿vale? Ahora tienes que descansar un poco. Todo lo demás se arreglará. Ya lo verás.


Ella continuó llorando. Pedro la giró en sus brazos y puso una mano a cada lado de su cuello, sujetándole la cabeza sutilmente.


—Pau, mírame. —No lo hizo—. Mírame, por favor. —La suavidad de sus palabras le hizo dar un suspiro y levantar los ojos hacía los suyos. Pedro quedó un momento en silencio admirando la belleza de esa cara, la hermosura de sus ojos verdes, el dulce de su boca. Agitó la cabeza como si negara algo y con los pulgares le limpió dos lágrimas que caían a la vez por su rostro—. Si continúas llorando me vas a obligar a que te bese, y eso iría en contra de lo que le he prometido a tu hermano. —Ella sonrió entre lágrimas. Fue algo fugaz, pero se fue calmando poco a poco y pronto recuperó la serenidad entre hipidos—. Eso está mejor. —La abrazó y le dio un beso en la coronilla. Aspiró el perfume de su cabello mezclado con el olor acre del incendio y sintió que algo se tensaba en su entrepierna—. Bien. —La separó de sí para que ella no notara su erección—. Ponte la camiseta y a dormir.


—No podré —dijo compungida—, no tengo mi osito de peluche, quiero mi osito. —Parecía una niña pequeña desamparada buscando a su mamá, pensó Pedro.


Se acercó a ella cuando empezaba a hacer pucheros de nuevo. Qué bonita era, y cómo lo excitaba esa situación. Le dio un beso en la frente y le dijo:
—Venga cámbiate, es tarde.


Paula se quedó mirando cómo él iba hacia la cocina y desaparecía. La amenaza de su beso la había pillado por sorpresa, pero reconoció que le hubiera gustado que la besase. Él se había excitado tanto como ella con ese momento tan íntimo y tierno que acababan de compartir. Lo había notado en sus ojos y un poco más abajo.


Se quitó la ropa y se puso la camiseta negra que le había prestado. Olía a suavizante y a algo más que no supo identificar, pero le gustó. Después de unos minutos parada sin moverse, en el centro del salón, oyó en la cocina el ruido de unos hielos cayendo en un vaso. Se acercó a la puerta descalza y asomó la cabeza curiosa.


—¿Quieres un trago? —preguntó Pedro sorprendiéndola, pues ni siquiera se había girado para verla.


—Son las cuatro, ¿no duermes?


—Debería, ¿verdad?


—Sí.


—¿Quieres un trago o no?


—Vale.


Pedro preparó otro vaso con hielos y le echó whisky. No se detuvo a preguntarle si quería alguna otra cosa porque no había nada más en el mueble bar. Cogió los vasos y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Ella se quedó parada en la puerta de la cocina hasta que lo vio desaparecer por detrás de una columna. Entonces reaccionó y lo siguió, sin tener conocimiento de dónde iba. Cuando vio la escalera de caracol que subía arriba, se dio cuenta de que aquella casa no dejaba de sorprenderla. Y la sorpresa final fue lo mejor. Salió a la terraza y pensó que se encontraba en otro mundo.


—Qué bonita —susurró con admiración.


—Sí lo es, sí. —Pero Pedro la miraba a ella.


Le tendió el vaso y la invitó a sentarse en los sillones.


—¿Cómo es que tienes esta casa? No va contigo.


—¿No? ¿Por qué?


—No lo sé. Parece tan organizada, tan al detalle, tan perfecta. No sé, como decorada para una de esas revistas de casas.


—¿Qué te hace pensar que yo no soy así? —preguntó como por casualidad. Ella lo miró por encima del vaso sopesando su respuesta con cautela.


—¿Lo eres?


—Cobarde.


Paula sonrió socarrona.


—Soy precavida con mis opiniones. Solo veo que no te pega la casa.


—No me conoces, no sabes cómo soy.


—No, no te conozco —dijo ella seria. Clavó sus ojos en los de él. También estaba serio, como si le hubiera ofendido por algo. Ella estaba recostada en el sillón con las piernas dobladas bajo su cuerpo. La camiseta le llegaba a las rodillas y a los codos. Esa imagen provocó en Pedro un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. Notó el endurecimiento instantáneo de su miembro bajo los pantalones.


Se levantó decidido, y le arrebató el vaso antes de que ella se lo pudiera impedir.


—Vete a dormir. Mañana tu hermano vendrá a por ti y tendrás que estar lúcida.





viernes, 3 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 6




«¿Dónde se ha metido? Toda la noche controlándola y de repente desaparece sin dejar rastro. Niña mala, niña mala, te mereces un castigo y lo tendrás». Salió del club mirando a todas partes. Pensaba que estaba sentada con su amiguito pero cuando miró ya no había nadie. Esos hombres le complicarían su plan, seguro.


Cogió un taxi en la puerta del club y dio la dirección de ella. 


Comprobaría si estaba en casa y se iría a dormir. Si había sido una buena chica y se había marchado la dejaría descansar pese a su enfado, pero si no…


Tocó al timbre pero nadie contestó. Insistió pero nada. Del bolsillo de su pantalón sacó dos llaves y con una de ellas abrió la puerta de abajo. Subió al segundo piso sin encender la luz y con la otra llave abrió su puerta. La muy tonta se había dejado las llaves en el despacho. Fue muy fácil hacer una copia y dejarlas de nuevo en su sitio.


Un susto por su enfado, era justo. Abrió el gas de la cocina al máximo y encendió una vela en el cuarto de baño. Ella siempre se bañaba rodeada de las apestosas velas aromáticas de colores. A nadie le extrañaría que se hubiera dejado una encendida y junto con un escape de gas debido a otro despiste… ¡boom! ¡Fuegos artificiales!



* * * * *


—Siento haber sido tan desagradable, de verdad —se disculpó por tercera vez desde que habían llegado a la cafetería. Se sentía mal por haberla hecho enfadar. Ella solo quería darle conversación y él, sumido en sus pensamientos eróticos imposibles con ella, la había espantado.


—Si vuelves a disculparte me voy —dijo seria. 


Él sonrió y le contagió la sonrisa.


—Bien, es justo. Bueno, ¿y tú qué? ¿A qué te dedicas? Creo que eres abogada ¿no?


—Algo así —dijo removiendo su cuchara dentro de la taza de café.


—¿Algo así? ¿Qué significa eso? —preguntó extrañado por su respuesta.


—Soy ayudante del Fiscal del Distrito.


—Oh, vaya, eso suena importante, ¿no?


—Lo es.


—¿Y qué hace la ayudante del Fiscal del Distrito?


—Precisamente lo que su nombre indica: ayudar al Fiscal del Distrito en sus funciones, pero como Norman está de baja pues ahora mismo sus funciones son las mías y las del equipo de la Fiscalía. Vamos, Pedro, no creo que haga falta explicarte qué hace el Fiscal del Distrito, ¿no? —No sabía si se estaba quedando con ella.


—No, no hace falta que me lo digas, lo sé —se disculpó—. Por cierto, ¿quién es Norman? —preguntó. Llevaba demasiado tiempo fuera de Nueva York.


—Norman Boyle, el Fiscal del Distrito de Nueva York ¿Dónde has estado que no sabes quién es? Salió hace poco en la prensa después de su accidente esquiando en Aspen. Se rompió una pierna, dos costillas y varios dedos. El muy loco se salió de pistas y fue a meterse por una zona virgen que no controlaba. Ya te puedes imaginar el resto. Lo localizaron tres horas más tarde gracias al GPS de su móvil, tuvieron que enviar un helicóptero de rescate y a la opinión pública no le hizo ninguna gracia. Vamos que para las próximas elecciones lo tiene un poco crudo.


—Vaya con tu jefe, viviendo al límite en las montañas de Aspen, ¡guau! —bromeó.


—No te rías, Pedro. Esto es muy serio —exclamó ella dándole una manotada en el brazo. Su contacto le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda. A ella debió pasarle algo parecido pues se miró la mano después de aquel espontáneo toque y la retiró a su regazo ruborizada.


—Ya sé que es serio, lo siento. Y, por cierto, no me llames Pedro, es demasiado… serio —dijo sonriendo—. Mi madre me llama así cuando se enfada. Llámame Pepe, ¿de acuerdo? Todo el mundo me llama Pepe. —Ella asintió un poco abochornada y un silencio incómodo se apropió del momento—. Bueno, señora ayudante del Fiscal, dime ¿en qué andas metida ahora? —dijo para romper el hielo de nuevo.


—Es complicado y largo de contar.


—Tengo toda la noche, no me importa mientras no tenga que gritar por encima de la música para hacerme oír o para escucharte. No soporto esos antros.


—Entiendo. Pues… —pensó lo que iba a decir—, el caso principal que tenemos ahora mismo es un poco extraño, la verdad. Se parece mucho al que tuve en mi estreno en la Fiscalía.


—¿Y qué tiene de extraño?


—Pues verás… —dijo acercándose y bajando el tono de voz como el que va a contar algo confidencial—. La policía pilló, hace años, a un tipo que había cometido una serie de chantajes y algunos delitos más. Cuando el tipo declaró dijo que hacía los trabajos por encargo, que él solo era la punta del iceberg, que no conocía a los que estaban detrás pero pagaban bien y tenía que ganarse la vida. Era culpable, estaba claro, además lo reconoció, y por eso le caería una pena mínima y una enorme multa, pero una semana antes de que se supiera la sentencia apareció muerto en un callejón. Le habían roto el cuello.


—¡Joder! —exclamó Pedro.


—Sí, impactante. Imagínate, era mi segundo caso como asistente del Fiscal. —Dio un trago a su café ya frío—. No teníamos nada. El tipo solo nos proporcionó información que no llevaba a ninguna parte, y con su muerte nos quedamos en blanco. La policía hizo un despliegue exhaustivo de medios para averiguar quién había asesinado al tipo, y tirando de aquí y de allí, al final encontraron al culpable, lo juzgaron y lo condenaron a un puñado bien grande de años. Y unos meses más tarde, el muy cabrón, se ahorcó en su celda con la sábana. Dentro de unos meses hará tres años de eso.


—¿Y qué tiene que ver con el presente?


—Estoy en un caso que es similar, lo cual me hace pensar que existe una conexión entre aquel y este. Pillaron a un tío por una serie de chantajes, lo condenaron y antes de hacerse firme la condena, lo encontraron muerto en su apartamento.


—¿Cuello roto?


—Supuestamente no, se colgó con la sábana —dijo ella.


—¿Suicidio? —Ella movió la cabeza de forma negativa mientras sostenía la taza en mitad de la cara—. ¿Entonces?


—Encontraron pruebas de que habían forzado la puerta. Los de laboratorio pusieron en el informe que había partes de la casa que habían sido limpiadas con productos químicos mientras el resto de la casa se sumía en la basura. Los pomos de las puertas, el cabezal de la cama, los sanitarios en el cuarto de baño, las mesillas de noche, interruptores, todo lo que, al parecer, tocó el asesino, estaba limpio. Pero se dejó media huella en el gancho donde colgó la sábana. Más tarde la autopsia determinó que le habían roto el cuello antes de colgarlo.


—¡Joder! —exclamó Pedro francamente impresionado—. ¿Y tenéis algo ya? —Ella volvió a negar con la cabeza. Hasta ese momento Pedro no se dio cuenta de lo cansados que se veían sus ojos.


El teléfono móvil de Paula comenzó a sonar dentro de su pequeño bolso. Miró la pantalla pensando que sería Linda pero no reconoció el número.


Pedro miraba disimuladamente la carta de desayunos que había encima de la mesa cuando oyó que ella exclamaba:
—¡¿Qué?!


Luego se puso blanca como las paredes de aquel sitio y una expresión de horror se apoderó de su semblante. Abrió fuertemente los ojos y se le nublaron enseguida. Las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas y ya no pudo decir nada más a la persona que la llamaba.


Pedro se levantó de su silla de inmediato. Ella había colgado el teléfono pero seguía con esa expresión terrorífica en su cara.


—¿Qué ha pasado? —le preguntó colocándose a su lado cuando ya se levantaba temblando.


—Mi casa está ardiendo… un incendio… una explosión… de gas… —No pudo continuar, las lágrimas le velaron la vista y unos sollozos acompañados de unos fuertes estremecimientos se apoderaron de ella. 


Pedro la abrazó con ansiedad.


—Vamos, cogeremos un taxi. ¿Está muy lejos? —Ella negó con la cabeza. Él dejó un par de billetes encima de la mesa, le cogió el bolso y salieron a la calle en busca de un taxi que les llevara a su casa, o a lo que quedara de ella.


Cuando llegaron, la calle estaba cortada y llena de gente. 


Dos camiones de bomberos, una ambulancia y unas cuantas patrullas de policía con el fuego de fondo, formaban una estampa tan estremecedora que Paula no pudo contener el grito que le salió por la boca.


Corriendo desesperada se acercó a la cinta que cortaba el paso a los curiosos con Pepe pisándole los talones. Pau miraba el fuego con lágrimas que no llegaban a caer pues se secaban con el calor del ambiente. Se llevó las manos a la boca y cerró los ojos a modo de súplica. Cuando los abrió, no lo pensó dos veces, levantó la cinta amarilla y entró corriendo en la zona donde estaban los coches de policía. 


Varios agentes uniformados intentaron cortarle el paso pero no pudieron con ella. Sin embargo sí lograron detener a Pedro y sacarlo de la zona. Ella fue directa a los brazos de uno de los agentes, que no dudó en abrazarla cariñosamente. Le pasaba las manos por la espalda y le daba dulces besos en la cabeza. Después de un momento en esa posición, la cogió de los brazos y la sacudió levemente. Ella siguió llorando y él la volvió a estrechar fuertemente.


Pedro sintió una punzada de rabia. Ella se había olvidado de que él estaba allí esperando. El agente la acompañó a la puerta de la ambulancia y habló algo con el auxiliar médico. 


El joven asintió repetidas veces y cogió del brazo a Paula para que se sentara.


De pronto ella levantó la cabeza y miró a Pedro entre lágrimas. Le dijo algo al policía y, pese a la negativa rotunda de este, finalmente indicó a los agentes que dejaran pasar al hombre rubio.


El incendio ya estaba controlado cuando Mariano y Mateo llegaron al lugar. Pedro les había mandado un mensaje explicándoles dónde estaban. No tardaron mucho tiempo en aparecer, preocupados.


Mariano se quedó hablando con uno de los bomberos al que conocía y Mateo se sentó junto a Pedro y Pau que observaban las volutas de humo que aún salían por las ventanas.


—Ha sido una explosión de gas —dijo Mariano acercándose a ellos.


—Eso ya lo sabíamos —le respondió Pepe sin entonación alguna.


—No lo entiendo —dijo ella con la voz ronca de tanto llorar—. Yo no he encendido la cocina hoy. No he desayunado en casa. —Su tono se iba haciendo más estridente, más histérico. Se puso en pie nerviosa, gesticulando demasiado con las manos—. No he venido a comer, he pasado todo el día en la oficina y en el juzgado. ¡No lo puedo entender! —gritó entre lágrimas.


El agente apareció de nuevo y los miró a los tres con una expresión extraña. La arropó con sus fuertes brazos y le dijo:
—Tranquila, pequeña, no pasa nada. Ya está, ya está —le decía con voz suave y melosa para que se tranquilizara un poco—. Esta noche te puedes quedar en mi casa, y mañana, y todo el tiempo que quieras, ¿vale? —La separó de él y le dio un rápido beso en la comisura de los labios.


Pedro se puso de pie como impulsado por un resorte invisible. No le gustaba aquel tipo que la trataba tan amablemente y no dejaba de tocarla y besarla. ¿Quién coño era ese tío? ¿Y por qué ella se dejaba llevar así?


—¡Eh, Chaves, ven a ver esto! —llamó uno de los bomberos a voz en grito desde la portería del edificio.


—¿Chaves? ¿Simon Chaves? —repitió Pepe en voz alta. El agente se dio la vuelta al oír su nombre y fijó los ojos en Pedro que estaba de pie al lado de ellos.


—¿Sí? ¿Quién eres tú?


Pepe soltó una carcajada y se pasó la mano por el pelo. Lo tenía húmedo, probablemente por las diminutas gotas de agua que la brisa nocturna arrastraba de las mangueras de los bomberos.


—Es Pedro Alfonso, Simon. De Elmora Hills —dijo Pau levantando la cabeza del hombro de su hermano.


Simon alzó una ceja en expresión cómica. ¿Qué hacía su hermana con ese tío? Habían llegado juntos, él los había visto, pero no lo había reconocido.


Lo miró una vez más y volvió la cabeza hacia el edificio ennegrecido. Como hablando al aire, le dijo a su hermana:
—No sabía que aún mantuvieras el contacto con la chusma de Elmora, Pau.


Un músculo en la cara de Pepe comenzó a palpitar. Cerró los puños en actitud defensiva y respiró hondo.


—Y yo ignoraba que le dieran la placa de policía a cualquiera. Hay que ver lo que ha cambiado el Cuerpo. —Simon soltó a su hermana y se encaró con Pedro. Ambos hombres eran de una altura similar, pero el cuerpo de Pepe estaba más desarrollado, su musculatura no tenía nada que ver con el cuerpo fibroso de Simon que, si bien no le sobraba ni un gramo de grasa, no se podía comparar con el aspecto de Pedro.


—¡Basta, los dos! —gritó Paula, colocando una mano en el pecho de cada hombre—. ¿No es suficiente la desgracia que tengo ya esta noche? Lo último que me faltaba es una pelea de gallos. —Eso atrajo la atención de Mariano y de Mateo que se pusieron detrás de Pedro a modo de guardaespaldas, con los brazos cruzados a la altura del pecho.


—¡Vaya! —exclamó Simon—. ¿Qué tenemos aquí? Si ha venido todo el equipo al completo. Mateo, Mariano. —Inclinó la cabeza para hacer una reverencia burlona.


—¡Chaves! ¿Eso que llevas encima de la boca es un bigote o es que te has manchado besándole el culo a un camello? —Mateo siempre había sido el más ingenioso del grupo. 


Mariano y Pedro sonrieron abiertamente. Simon se quedó mirando con furia a los tres hombres.


—Ya basta, chicos. No es gracioso. —Paula estaba abatida. Todas sus cosas, toda su vida estaba en esa casa. Sus libros, sus discos de vinilo que tanto le gustaban, su ropa, había un vestido en especial que aún no había estrenado y lo guardaba para la boda de Simon el mes siguiente. La tele nueva, su oso de peluche… Un gemido se le escapó y los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.


—Está bien, está bien. Cerraremos la boca y dejaremos en paz a Simon, ¿de acuerdo? —Pedro la abrazó pero no le hablaba a ella, miraba fijamente a su hermano. Notó cómo ella se relajaba en sus brazos y se sintió muy bien. Ella confiaba en él.


Una hora más tarde, el fuego ya estaba extinguido del todo. 


Los bomberos comenzaron a recoger la mayor parte de las mangueras. El que había saludado a Mariano a su llegada estaba hablando con Simon. Este asentía muy serio mientras recibía lo que parecía una amplia descripción de la situación. Luego se despidieron con un apretón de manos y Simon se encaminó hasta la ambulancia donde seguían sentados los tres con Paula.


—Van a abrir una investigación. Dicen que, por lo que han podido ver, la deflagración fue en el cuarto de baño. Han encontrado un montón de cera por todas partes. Imagino que serían velas, ¿no? —Ella asintió. Simon continuó—: No había ningún aparato encendido en el cuarto de baño, ni luces, ni nada que provocara la explosión allí. El gas estaba abierto en la cocina y fue llenando la casa hasta que llegó al aseo al final del pasillo. Allí algo provocó que estallase, pero no saben qué pudo ser. No era una fuga pequeña como cuando no cierras bien en regulador, no. Estaba abierto al máximo.


Paula abrió los ojos desmesuradamente. Una vaga idea había comenzado a formarse en su cabeza tras las palabras de su hermano. Si no había sido ella… Tragó saliva varias veces y pestañeó para salir de su estupor.


—¿Alguien ha intentado... —Se le quebró la voz, sin embargo acabó la frase en un susurro— …matarme?


Pedro la cogió de los hombros y se los masajeó para que se relajara un poco. Esa idea ya había pasado por su cabeza en cuanto ella dijo que no había estado allí en todo el día. La experiencia de Pedro le hacía ver cosas donde los demás no veían más que normalidad y su sexto sentido se había alterado conforme iba recibiendo información de los diferentes frentes: Simon, Mariano, el bombero.


—Mira, pequeña. La noche va a ser larga y no quiero que estés sola. Llama a Linda y quédate en su casa ¿de acuerdo? Yo iré a buscarte por la mañana y…


—¡No! —dijo Pedro cortante y con un semblante de granito—. Vendrá conmigo a mi casa. Allí estará segura.


—Al menos estará cómoda. Menuda casa tiene el Largo. —Mateo hablaba con Mariano pero su comentario lo oyeron todos.


Simon apartó a Pau y le pasó un brazo protector por los hombros, ignorando la expresión feroz de Pedro. Hablaron un momento en susurros mientras los seguía con la mirada furiosa.


Oyó que Simon preguntaba a su hermana si estaba segura de lo que iba a hacer, y vio que ella asentía. Sonrió un poco al darse cuenta de que ella había preferido ir con él en lugar de marcharse a casa de Linda.


—¿Y la otra chica, Linda? ¿No estaba con vosotros? —les preguntó a sus amigos.


—Se marchó una media hora después que vosotros. Dijo que estaba cansada y debía madrugar. —Pedro asintió y volvió la vista a los hermanos que ya se acercaban al grupo.


—Está bien, Alfonso. Pau prefiere quedarse contigo esta noche. Pero, escúchame bien, pedazo de gilipollas. —Pedro levantó una ceja al escuchar el insulto. Era valiente, no todo el mundo se atrevía a insultarle de esa manera y en público. Prosiguió—: Si le tocas un solo pelo a mi hermana o le pasa cualquier cosa, no habrá misión en el mundo que te libre o te esconda de la bomba que yo mismo te meteré por el culo, ¿me has entendido? —Pedro pensó que no era un buen momento para reírse, aunque lo deseaba. La expresión de Simon era tan cómica que cualquiera hubiera estallado en carcajadas. Antes de contestar miró por encima de su hombro a Mariano y a Mateo. Ambos se tapaban la boca disimuladamente para ocultar su sonrisa. Paula miraba a su hermano enojada por sus palabras, pero agradecida por su preocupación. Pedro volvió su vista a Simon que lo miraba fijamente esperando una réplica que le diera la oportunidad de romperle la nariz. Eso no sucedería. Podría dar la réplica perfecta que lo humillara y no le tocaría ni un pelo. Pero eso solo complicaría las cosas y haría enfurecer más a Pau. Se mordió la lengua y únicamente asintió contundentemente. 


Como para afianzar su asentimiento dijo:
—Puedes estar tranquilo, Chaves.


—¡Ja! No me fío un pelo de ti, recuérdalo.


—Ya basta, Simon. Ha quedado claro. —Paula volvió la mirada a Chris y le dijo—: ¿Nos vamos, por favor?