sábado, 4 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 7





Quedó fascinada por la casa pero no lo expresó en voz alta. 


Pedro lo percibió en la forma que tenía de tocar las cosas y de poner sus ojos cuando descubría algo que le llamaba la atención sobre lo demás.


No habían hablado ni una sola palabra desde que se despidieran de los amigos y de su hermano. El trayecto en taxi no fue muy largo, pero a Pedro se le antojó eterno. 


No soportaba los silencios comprometidos.


—Puedes dormir en mi cama. Yo lo haré aquí, en el sofá.


—No, por favor. No podría dormir bien sabiendo que tú estás incómodo en tu propia casa. Yo me quedaré aquí, si no te importa.


—Me importa, dormirás en la cama, y yo en el sofá. Te dejaré una camiseta para que te cambies. Te quedará casi como de vestido, pero es lo único que puedo ofrecerte. —Dio media vuelta y fue hasta la habitación. Cuando regresó, ella estaba de pie mirando por el ventanal del salón. Se dio cuenta de que estaba llorando cuando se acercó y vio que su cuerpo se estremecía levemente.


La cogió por detrás y la meció entre sus brazos, pero eso provocó más llanto en ella y un escalofrío en la espalda de Pedro.


—Shhhh, ya está. Estás bien y a salvo, ¿vale? Ahora tienes que descansar un poco. Todo lo demás se arreglará. Ya lo verás.


Ella continuó llorando. Pedro la giró en sus brazos y puso una mano a cada lado de su cuello, sujetándole la cabeza sutilmente.


—Pau, mírame. —No lo hizo—. Mírame, por favor. —La suavidad de sus palabras le hizo dar un suspiro y levantar los ojos hacía los suyos. Pedro quedó un momento en silencio admirando la belleza de esa cara, la hermosura de sus ojos verdes, el dulce de su boca. Agitó la cabeza como si negara algo y con los pulgares le limpió dos lágrimas que caían a la vez por su rostro—. Si continúas llorando me vas a obligar a que te bese, y eso iría en contra de lo que le he prometido a tu hermano. —Ella sonrió entre lágrimas. Fue algo fugaz, pero se fue calmando poco a poco y pronto recuperó la serenidad entre hipidos—. Eso está mejor. —La abrazó y le dio un beso en la coronilla. Aspiró el perfume de su cabello mezclado con el olor acre del incendio y sintió que algo se tensaba en su entrepierna—. Bien. —La separó de sí para que ella no notara su erección—. Ponte la camiseta y a dormir.


—No podré —dijo compungida—, no tengo mi osito de peluche, quiero mi osito. —Parecía una niña pequeña desamparada buscando a su mamá, pensó Pedro.


Se acercó a ella cuando empezaba a hacer pucheros de nuevo. Qué bonita era, y cómo lo excitaba esa situación. Le dio un beso en la frente y le dijo:
—Venga cámbiate, es tarde.


Paula se quedó mirando cómo él iba hacia la cocina y desaparecía. La amenaza de su beso la había pillado por sorpresa, pero reconoció que le hubiera gustado que la besase. Él se había excitado tanto como ella con ese momento tan íntimo y tierno que acababan de compartir. Lo había notado en sus ojos y un poco más abajo.


Se quitó la ropa y se puso la camiseta negra que le había prestado. Olía a suavizante y a algo más que no supo identificar, pero le gustó. Después de unos minutos parada sin moverse, en el centro del salón, oyó en la cocina el ruido de unos hielos cayendo en un vaso. Se acercó a la puerta descalza y asomó la cabeza curiosa.


—¿Quieres un trago? —preguntó Pedro sorprendiéndola, pues ni siquiera se había girado para verla.


—Son las cuatro, ¿no duermes?


—Debería, ¿verdad?


—Sí.


—¿Quieres un trago o no?


—Vale.


Pedro preparó otro vaso con hielos y le echó whisky. No se detuvo a preguntarle si quería alguna otra cosa porque no había nada más en el mueble bar. Cogió los vasos y le hizo un gesto con la cabeza para que lo siguiera. Ella se quedó parada en la puerta de la cocina hasta que lo vio desaparecer por detrás de una columna. Entonces reaccionó y lo siguió, sin tener conocimiento de dónde iba. Cuando vio la escalera de caracol que subía arriba, se dio cuenta de que aquella casa no dejaba de sorprenderla. Y la sorpresa final fue lo mejor. Salió a la terraza y pensó que se encontraba en otro mundo.


—Qué bonita —susurró con admiración.


—Sí lo es, sí. —Pero Pedro la miraba a ella.


Le tendió el vaso y la invitó a sentarse en los sillones.


—¿Cómo es que tienes esta casa? No va contigo.


—¿No? ¿Por qué?


—No lo sé. Parece tan organizada, tan al detalle, tan perfecta. No sé, como decorada para una de esas revistas de casas.


—¿Qué te hace pensar que yo no soy así? —preguntó como por casualidad. Ella lo miró por encima del vaso sopesando su respuesta con cautela.


—¿Lo eres?


—Cobarde.


Paula sonrió socarrona.


—Soy precavida con mis opiniones. Solo veo que no te pega la casa.


—No me conoces, no sabes cómo soy.


—No, no te conozco —dijo ella seria. Clavó sus ojos en los de él. También estaba serio, como si le hubiera ofendido por algo. Ella estaba recostada en el sillón con las piernas dobladas bajo su cuerpo. La camiseta le llegaba a las rodillas y a los codos. Esa imagen provocó en Pedro un escalofrío que lo recorrió de arriba abajo. Notó el endurecimiento instantáneo de su miembro bajo los pantalones.


Se levantó decidido, y le arrebató el vaso antes de que ella se lo pudiera impedir.


—Vete a dormir. Mañana tu hermano vendrá a por ti y tendrás que estar lúcida.





viernes, 3 de junio de 2016

LO QUE SOY: CAPITULO 6




«¿Dónde se ha metido? Toda la noche controlándola y de repente desaparece sin dejar rastro. Niña mala, niña mala, te mereces un castigo y lo tendrás». Salió del club mirando a todas partes. Pensaba que estaba sentada con su amiguito pero cuando miró ya no había nadie. Esos hombres le complicarían su plan, seguro.


Cogió un taxi en la puerta del club y dio la dirección de ella. 


Comprobaría si estaba en casa y se iría a dormir. Si había sido una buena chica y se había marchado la dejaría descansar pese a su enfado, pero si no…


Tocó al timbre pero nadie contestó. Insistió pero nada. Del bolsillo de su pantalón sacó dos llaves y con una de ellas abrió la puerta de abajo. Subió al segundo piso sin encender la luz y con la otra llave abrió su puerta. La muy tonta se había dejado las llaves en el despacho. Fue muy fácil hacer una copia y dejarlas de nuevo en su sitio.


Un susto por su enfado, era justo. Abrió el gas de la cocina al máximo y encendió una vela en el cuarto de baño. Ella siempre se bañaba rodeada de las apestosas velas aromáticas de colores. A nadie le extrañaría que se hubiera dejado una encendida y junto con un escape de gas debido a otro despiste… ¡boom! ¡Fuegos artificiales!



* * * * *


—Siento haber sido tan desagradable, de verdad —se disculpó por tercera vez desde que habían llegado a la cafetería. Se sentía mal por haberla hecho enfadar. Ella solo quería darle conversación y él, sumido en sus pensamientos eróticos imposibles con ella, la había espantado.


—Si vuelves a disculparte me voy —dijo seria. 


Él sonrió y le contagió la sonrisa.


—Bien, es justo. Bueno, ¿y tú qué? ¿A qué te dedicas? Creo que eres abogada ¿no?


—Algo así —dijo removiendo su cuchara dentro de la taza de café.


—¿Algo así? ¿Qué significa eso? —preguntó extrañado por su respuesta.


—Soy ayudante del Fiscal del Distrito.


—Oh, vaya, eso suena importante, ¿no?


—Lo es.


—¿Y qué hace la ayudante del Fiscal del Distrito?


—Precisamente lo que su nombre indica: ayudar al Fiscal del Distrito en sus funciones, pero como Norman está de baja pues ahora mismo sus funciones son las mías y las del equipo de la Fiscalía. Vamos, Pedro, no creo que haga falta explicarte qué hace el Fiscal del Distrito, ¿no? —No sabía si se estaba quedando con ella.


—No, no hace falta que me lo digas, lo sé —se disculpó—. Por cierto, ¿quién es Norman? —preguntó. Llevaba demasiado tiempo fuera de Nueva York.


—Norman Boyle, el Fiscal del Distrito de Nueva York ¿Dónde has estado que no sabes quién es? Salió hace poco en la prensa después de su accidente esquiando en Aspen. Se rompió una pierna, dos costillas y varios dedos. El muy loco se salió de pistas y fue a meterse por una zona virgen que no controlaba. Ya te puedes imaginar el resto. Lo localizaron tres horas más tarde gracias al GPS de su móvil, tuvieron que enviar un helicóptero de rescate y a la opinión pública no le hizo ninguna gracia. Vamos que para las próximas elecciones lo tiene un poco crudo.


—Vaya con tu jefe, viviendo al límite en las montañas de Aspen, ¡guau! —bromeó.


—No te rías, Pedro. Esto es muy serio —exclamó ella dándole una manotada en el brazo. Su contacto le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda. A ella debió pasarle algo parecido pues se miró la mano después de aquel espontáneo toque y la retiró a su regazo ruborizada.


—Ya sé que es serio, lo siento. Y, por cierto, no me llames Pedro, es demasiado… serio —dijo sonriendo—. Mi madre me llama así cuando se enfada. Llámame Pepe, ¿de acuerdo? Todo el mundo me llama Pepe. —Ella asintió un poco abochornada y un silencio incómodo se apropió del momento—. Bueno, señora ayudante del Fiscal, dime ¿en qué andas metida ahora? —dijo para romper el hielo de nuevo.


—Es complicado y largo de contar.


—Tengo toda la noche, no me importa mientras no tenga que gritar por encima de la música para hacerme oír o para escucharte. No soporto esos antros.


—Entiendo. Pues… —pensó lo que iba a decir—, el caso principal que tenemos ahora mismo es un poco extraño, la verdad. Se parece mucho al que tuve en mi estreno en la Fiscalía.


—¿Y qué tiene de extraño?


—Pues verás… —dijo acercándose y bajando el tono de voz como el que va a contar algo confidencial—. La policía pilló, hace años, a un tipo que había cometido una serie de chantajes y algunos delitos más. Cuando el tipo declaró dijo que hacía los trabajos por encargo, que él solo era la punta del iceberg, que no conocía a los que estaban detrás pero pagaban bien y tenía que ganarse la vida. Era culpable, estaba claro, además lo reconoció, y por eso le caería una pena mínima y una enorme multa, pero una semana antes de que se supiera la sentencia apareció muerto en un callejón. Le habían roto el cuello.


—¡Joder! —exclamó Pedro.


—Sí, impactante. Imagínate, era mi segundo caso como asistente del Fiscal. —Dio un trago a su café ya frío—. No teníamos nada. El tipo solo nos proporcionó información que no llevaba a ninguna parte, y con su muerte nos quedamos en blanco. La policía hizo un despliegue exhaustivo de medios para averiguar quién había asesinado al tipo, y tirando de aquí y de allí, al final encontraron al culpable, lo juzgaron y lo condenaron a un puñado bien grande de años. Y unos meses más tarde, el muy cabrón, se ahorcó en su celda con la sábana. Dentro de unos meses hará tres años de eso.


—¿Y qué tiene que ver con el presente?


—Estoy en un caso que es similar, lo cual me hace pensar que existe una conexión entre aquel y este. Pillaron a un tío por una serie de chantajes, lo condenaron y antes de hacerse firme la condena, lo encontraron muerto en su apartamento.


—¿Cuello roto?


—Supuestamente no, se colgó con la sábana —dijo ella.


—¿Suicidio? —Ella movió la cabeza de forma negativa mientras sostenía la taza en mitad de la cara—. ¿Entonces?


—Encontraron pruebas de que habían forzado la puerta. Los de laboratorio pusieron en el informe que había partes de la casa que habían sido limpiadas con productos químicos mientras el resto de la casa se sumía en la basura. Los pomos de las puertas, el cabezal de la cama, los sanitarios en el cuarto de baño, las mesillas de noche, interruptores, todo lo que, al parecer, tocó el asesino, estaba limpio. Pero se dejó media huella en el gancho donde colgó la sábana. Más tarde la autopsia determinó que le habían roto el cuello antes de colgarlo.


—¡Joder! —exclamó Pedro francamente impresionado—. ¿Y tenéis algo ya? —Ella volvió a negar con la cabeza. Hasta ese momento Pedro no se dio cuenta de lo cansados que se veían sus ojos.


El teléfono móvil de Paula comenzó a sonar dentro de su pequeño bolso. Miró la pantalla pensando que sería Linda pero no reconoció el número.


Pedro miraba disimuladamente la carta de desayunos que había encima de la mesa cuando oyó que ella exclamaba:
—¡¿Qué?!


Luego se puso blanca como las paredes de aquel sitio y una expresión de horror se apoderó de su semblante. Abrió fuertemente los ojos y se le nublaron enseguida. Las lágrimas comenzaron a caerle por las mejillas y ya no pudo decir nada más a la persona que la llamaba.


Pedro se levantó de su silla de inmediato. Ella había colgado el teléfono pero seguía con esa expresión terrorífica en su cara.


—¿Qué ha pasado? —le preguntó colocándose a su lado cuando ya se levantaba temblando.


—Mi casa está ardiendo… un incendio… una explosión… de gas… —No pudo continuar, las lágrimas le velaron la vista y unos sollozos acompañados de unos fuertes estremecimientos se apoderaron de ella. 


Pedro la abrazó con ansiedad.


—Vamos, cogeremos un taxi. ¿Está muy lejos? —Ella negó con la cabeza. Él dejó un par de billetes encima de la mesa, le cogió el bolso y salieron a la calle en busca de un taxi que les llevara a su casa, o a lo que quedara de ella.


Cuando llegaron, la calle estaba cortada y llena de gente. 


Dos camiones de bomberos, una ambulancia y unas cuantas patrullas de policía con el fuego de fondo, formaban una estampa tan estremecedora que Paula no pudo contener el grito que le salió por la boca.


Corriendo desesperada se acercó a la cinta que cortaba el paso a los curiosos con Pepe pisándole los talones. Pau miraba el fuego con lágrimas que no llegaban a caer pues se secaban con el calor del ambiente. Se llevó las manos a la boca y cerró los ojos a modo de súplica. Cuando los abrió, no lo pensó dos veces, levantó la cinta amarilla y entró corriendo en la zona donde estaban los coches de policía. 


Varios agentes uniformados intentaron cortarle el paso pero no pudieron con ella. Sin embargo sí lograron detener a Pedro y sacarlo de la zona. Ella fue directa a los brazos de uno de los agentes, que no dudó en abrazarla cariñosamente. Le pasaba las manos por la espalda y le daba dulces besos en la cabeza. Después de un momento en esa posición, la cogió de los brazos y la sacudió levemente. Ella siguió llorando y él la volvió a estrechar fuertemente.


Pedro sintió una punzada de rabia. Ella se había olvidado de que él estaba allí esperando. El agente la acompañó a la puerta de la ambulancia y habló algo con el auxiliar médico. 


El joven asintió repetidas veces y cogió del brazo a Paula para que se sentara.


De pronto ella levantó la cabeza y miró a Pedro entre lágrimas. Le dijo algo al policía y, pese a la negativa rotunda de este, finalmente indicó a los agentes que dejaran pasar al hombre rubio.


El incendio ya estaba controlado cuando Mariano y Mateo llegaron al lugar. Pedro les había mandado un mensaje explicándoles dónde estaban. No tardaron mucho tiempo en aparecer, preocupados.


Mariano se quedó hablando con uno de los bomberos al que conocía y Mateo se sentó junto a Pedro y Pau que observaban las volutas de humo que aún salían por las ventanas.


—Ha sido una explosión de gas —dijo Mariano acercándose a ellos.


—Eso ya lo sabíamos —le respondió Pepe sin entonación alguna.


—No lo entiendo —dijo ella con la voz ronca de tanto llorar—. Yo no he encendido la cocina hoy. No he desayunado en casa. —Su tono se iba haciendo más estridente, más histérico. Se puso en pie nerviosa, gesticulando demasiado con las manos—. No he venido a comer, he pasado todo el día en la oficina y en el juzgado. ¡No lo puedo entender! —gritó entre lágrimas.


El agente apareció de nuevo y los miró a los tres con una expresión extraña. La arropó con sus fuertes brazos y le dijo:
—Tranquila, pequeña, no pasa nada. Ya está, ya está —le decía con voz suave y melosa para que se tranquilizara un poco—. Esta noche te puedes quedar en mi casa, y mañana, y todo el tiempo que quieras, ¿vale? —La separó de él y le dio un rápido beso en la comisura de los labios.


Pedro se puso de pie como impulsado por un resorte invisible. No le gustaba aquel tipo que la trataba tan amablemente y no dejaba de tocarla y besarla. ¿Quién coño era ese tío? ¿Y por qué ella se dejaba llevar así?


—¡Eh, Chaves, ven a ver esto! —llamó uno de los bomberos a voz en grito desde la portería del edificio.


—¿Chaves? ¿Simon Chaves? —repitió Pepe en voz alta. El agente se dio la vuelta al oír su nombre y fijó los ojos en Pedro que estaba de pie al lado de ellos.


—¿Sí? ¿Quién eres tú?


Pepe soltó una carcajada y se pasó la mano por el pelo. Lo tenía húmedo, probablemente por las diminutas gotas de agua que la brisa nocturna arrastraba de las mangueras de los bomberos.


—Es Pedro Alfonso, Simon. De Elmora Hills —dijo Pau levantando la cabeza del hombro de su hermano.


Simon alzó una ceja en expresión cómica. ¿Qué hacía su hermana con ese tío? Habían llegado juntos, él los había visto, pero no lo había reconocido.


Lo miró una vez más y volvió la cabeza hacia el edificio ennegrecido. Como hablando al aire, le dijo a su hermana:
—No sabía que aún mantuvieras el contacto con la chusma de Elmora, Pau.


Un músculo en la cara de Pepe comenzó a palpitar. Cerró los puños en actitud defensiva y respiró hondo.


—Y yo ignoraba que le dieran la placa de policía a cualquiera. Hay que ver lo que ha cambiado el Cuerpo. —Simon soltó a su hermana y se encaró con Pedro. Ambos hombres eran de una altura similar, pero el cuerpo de Pepe estaba más desarrollado, su musculatura no tenía nada que ver con el cuerpo fibroso de Simon que, si bien no le sobraba ni un gramo de grasa, no se podía comparar con el aspecto de Pedro.


—¡Basta, los dos! —gritó Paula, colocando una mano en el pecho de cada hombre—. ¿No es suficiente la desgracia que tengo ya esta noche? Lo último que me faltaba es una pelea de gallos. —Eso atrajo la atención de Mariano y de Mateo que se pusieron detrás de Pedro a modo de guardaespaldas, con los brazos cruzados a la altura del pecho.


—¡Vaya! —exclamó Simon—. ¿Qué tenemos aquí? Si ha venido todo el equipo al completo. Mateo, Mariano. —Inclinó la cabeza para hacer una reverencia burlona.


—¡Chaves! ¿Eso que llevas encima de la boca es un bigote o es que te has manchado besándole el culo a un camello? —Mateo siempre había sido el más ingenioso del grupo. 


Mariano y Pedro sonrieron abiertamente. Simon se quedó mirando con furia a los tres hombres.


—Ya basta, chicos. No es gracioso. —Paula estaba abatida. Todas sus cosas, toda su vida estaba en esa casa. Sus libros, sus discos de vinilo que tanto le gustaban, su ropa, había un vestido en especial que aún no había estrenado y lo guardaba para la boda de Simon el mes siguiente. La tele nueva, su oso de peluche… Un gemido se le escapó y los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas.


—Está bien, está bien. Cerraremos la boca y dejaremos en paz a Simon, ¿de acuerdo? —Pedro la abrazó pero no le hablaba a ella, miraba fijamente a su hermano. Notó cómo ella se relajaba en sus brazos y se sintió muy bien. Ella confiaba en él.


Una hora más tarde, el fuego ya estaba extinguido del todo. 


Los bomberos comenzaron a recoger la mayor parte de las mangueras. El que había saludado a Mariano a su llegada estaba hablando con Simon. Este asentía muy serio mientras recibía lo que parecía una amplia descripción de la situación. Luego se despidieron con un apretón de manos y Simon se encaminó hasta la ambulancia donde seguían sentados los tres con Paula.


—Van a abrir una investigación. Dicen que, por lo que han podido ver, la deflagración fue en el cuarto de baño. Han encontrado un montón de cera por todas partes. Imagino que serían velas, ¿no? —Ella asintió. Simon continuó—: No había ningún aparato encendido en el cuarto de baño, ni luces, ni nada que provocara la explosión allí. El gas estaba abierto en la cocina y fue llenando la casa hasta que llegó al aseo al final del pasillo. Allí algo provocó que estallase, pero no saben qué pudo ser. No era una fuga pequeña como cuando no cierras bien en regulador, no. Estaba abierto al máximo.


Paula abrió los ojos desmesuradamente. Una vaga idea había comenzado a formarse en su cabeza tras las palabras de su hermano. Si no había sido ella… Tragó saliva varias veces y pestañeó para salir de su estupor.


—¿Alguien ha intentado... —Se le quebró la voz, sin embargo acabó la frase en un susurro— …matarme?


Pedro la cogió de los hombros y se los masajeó para que se relajara un poco. Esa idea ya había pasado por su cabeza en cuanto ella dijo que no había estado allí en todo el día. La experiencia de Pedro le hacía ver cosas donde los demás no veían más que normalidad y su sexto sentido se había alterado conforme iba recibiendo información de los diferentes frentes: Simon, Mariano, el bombero.


—Mira, pequeña. La noche va a ser larga y no quiero que estés sola. Llama a Linda y quédate en su casa ¿de acuerdo? Yo iré a buscarte por la mañana y…


—¡No! —dijo Pedro cortante y con un semblante de granito—. Vendrá conmigo a mi casa. Allí estará segura.


—Al menos estará cómoda. Menuda casa tiene el Largo. —Mateo hablaba con Mariano pero su comentario lo oyeron todos.


Simon apartó a Pau y le pasó un brazo protector por los hombros, ignorando la expresión feroz de Pedro. Hablaron un momento en susurros mientras los seguía con la mirada furiosa.


Oyó que Simon preguntaba a su hermana si estaba segura de lo que iba a hacer, y vio que ella asentía. Sonrió un poco al darse cuenta de que ella había preferido ir con él en lugar de marcharse a casa de Linda.


—¿Y la otra chica, Linda? ¿No estaba con vosotros? —les preguntó a sus amigos.


—Se marchó una media hora después que vosotros. Dijo que estaba cansada y debía madrugar. —Pedro asintió y volvió la vista a los hermanos que ya se acercaban al grupo.


—Está bien, Alfonso. Pau prefiere quedarse contigo esta noche. Pero, escúchame bien, pedazo de gilipollas. —Pedro levantó una ceja al escuchar el insulto. Era valiente, no todo el mundo se atrevía a insultarle de esa manera y en público. Prosiguió—: Si le tocas un solo pelo a mi hermana o le pasa cualquier cosa, no habrá misión en el mundo que te libre o te esconda de la bomba que yo mismo te meteré por el culo, ¿me has entendido? —Pedro pensó que no era un buen momento para reírse, aunque lo deseaba. La expresión de Simon era tan cómica que cualquiera hubiera estallado en carcajadas. Antes de contestar miró por encima de su hombro a Mariano y a Mateo. Ambos se tapaban la boca disimuladamente para ocultar su sonrisa. Paula miraba a su hermano enojada por sus palabras, pero agradecida por su preocupación. Pedro volvió su vista a Simon que lo miraba fijamente esperando una réplica que le diera la oportunidad de romperle la nariz. Eso no sucedería. Podría dar la réplica perfecta que lo humillara y no le tocaría ni un pelo. Pero eso solo complicaría las cosas y haría enfurecer más a Pau. Se mordió la lengua y únicamente asintió contundentemente. 


Como para afianzar su asentimiento dijo:
—Puedes estar tranquilo, Chaves.


—¡Ja! No me fío un pelo de ti, recuérdalo.


—Ya basta, Simon. Ha quedado claro. —Paula volvió la mirada a Chris y le dijo—: ¿Nos vamos, por favor?



LO QUE SOY: CAPITULO 5





Los tres amigos estaban sentados en enormes sillones de cuero blanco con una mesa baja entre ellos. La popularidad de Mateo en esos sitios y sus negocios les había facilitado el acceso al local. Además, uno de los socios era cliente suyo y en cuanto lo vio entrar les llevó a uno de los reservados VIP con vistas a la pista. Les dio manga ancha para que bebieran todo lo que pudieran asimilar sus cuerpos y se marchó.


El lugar era bastante impresionante, con sus pistas en diferentes alturas, la cabina del DJ en una plataforma de cristal en el centro del local, elevada por varias columnas transparentes y a la que se accedía por unas escaleras de caracol que parecían de hielo. Los mostradores de bebidas eran también de ese material iluminado por luces de neón, lo que daba a las barras un aspecto futurista muy adecuado al nombre del sitio: Future.


Una camarera vestida de blanco y purpurina, con los labios azules, les trajo las bebidas que habían pedido y una botella de champagne francés en una cubitera con hielo. Se sirvieron una copa cada uno y brindaron por ellos.


Pedro casi se atragantó cuando vio quién se dirigía hacia ellos con una media sonrisa en los labios.


—¿Nos hacéis un hueco con vosotros o nos sentamos en la mesa de al lado y nos ignoramos? —preguntó Pau con un aire de suficiencia digno de una persona ganadora. Nada que ver con la imagen de chica desamparada que había mostrado en el bar.


—Pau… —le advirtió Linda propinándole un codazo al mismo tiempo.


—Ah, sí. Disculpad, que maleducada soy. Chicos, esta es mi amiga Linda Trent. Linda, estos son Mateo, Mariano y Pedro —dijo, y se sentó al lado de Mariano empujándole un poco con su cadera para hacer sitio para las dos. Pedro y Mariano miraron a Mateo. Él se encogió de hombros y sonrió a sus amigos. Luego, los tres miraron a las dos chicas que estaban hablando entre ellas en susurros.


—¡Señorita Chaves! ¡Qué placer verla! —Todos levantaron la cabeza ante aquel despliegue de cordialidad. El cliente de Mateo, al parecer, conocía a Pau muy bien. Ella se levantó y le dio un breve abrazo—. Me alegro que haya decidido aceptar mi invitación. Ya sé que es una mujer muy ocupada pero seguro que un ratito en mi club le vendrá de perlas, querida.


—Estoy segura de que sí, señor Archivald.


—Llámame Melvin, querida. Dejemos lo de señor Archivald para cuando estamos en los juzgados, d’accord? —Ella asintió—. Por lo que veo ya conoce a mis amigos, ¿no? Mejor, así estarán las dos en buena compañía. Son hombres fuertes y potentes… —El señor Archivald les dirigió una mirada sensual y provocadora a ellos que los dejó con la boca abierta. Las chicas ocultaron sus sonrisas al verles las caras. Al parecer desconocían la naturaleza homosexual del señor Archivald.


—Seguro que estaremos bien, Melvin. Eres muy amable. —Él hizo un gesto con la mano para restar importancia a sus palabras y se despidió con un ademán cuando oyó que lo llamaban de otra mesa de la zona VIP.


Paula cogió su copa de champagne y se la bebió de un trago.


—¿Alguien necesita bailar tanto como yo? —preguntó poniéndose en pie y dirigiéndose sin espera a la pista de baile.


Al ver la cara de estupefacción de los tres amigos, Linda dijo:
—Ella fue su abogada. —Se levantó y fue tras su amiga. Mateo y Mariano imitaron a Linda. Se pusieron en pie y fueron tras ellas, dejando a Pedro solo en la mesa. No iba mucho con él lo de bailar en una pista repleta de gente sudorosa. Además, el ruido y las luces le habían dado de nuevo dolor de cabeza.


Dirigió su mirada hacia el lugar donde habían ido a parar sus amigos. La canción que sonaba era un clásico convertido en algo imposible de identificar con algún estilo de música. Lo único que se podía hacer con aquella canción era moverse sin importar el compás.


Miró a Paula. Se reía de las cosas que Mariano le decía al oído, y cuando lo hacía sus ojos brillaban con una luz que cegaba más que el sol. Su sonrisa era perfecta. Pedro se imaginó cómo sería ver esa sonrisa por las mañanas después de hacer el amor con ella a plena luz del día. «Vaya pensamientos, joder», se dijo a sí mismo sacudiendo la cabeza. O empezaba a relajarse o acabaría complicándose la vida con esa mujer. Nada más lejos de sus intenciones.


—No eres mucho de moverte, ¿eh, Alfonso? —dijo Pau sentándose a su lado y llenando la copa de nuevo. Pedro se sorprendió. Estaba mirándola en la pista y un segundo después estaba allí a su lado. ¿Cuánto tiempo se había perdido en sus pensamientos?


—No, ya lo hacéis los demás por mí. Yo me sentiría fuera de lugar ahí en medio.


—¿A qué te dedicas ahora? Lo último que supe era que te habías metido en el ejército, y eso fue antes de irme de Elizabeth.


Pedro se sorprendió por el cambio de tema pero lo agradeció. Aquel era territorio seguro para sus pensamientos.


—De alguna forma, sigo en él. Unidades Especiales. —Su voz sonó agradable.


—Vaya, ¿eres de esos que van por ahí con la cara pintada, arrastrándose por el suelo y llevando a cabo misiones en las que si te pillan se desentenderán de ti?


—Básicamente, sí.


Paula levantó una ceja. Estaba sorprendida y sentía crecer la curiosidad. Quería saber más.


—¿Y cuál es la última misión en la que has estado?


—Afganistán —dijo sin mayor emotividad.


—¡Vaya! ¿Y cuál era la misión? ¿Destruir un arsenal de armamento enemigo? ¿Rescatar rehenes de guerra? ¿Desactivar bombas? —preguntó ella algo achispada y más envalentonada que nunca. En situaciones normales no se atrevería ni a sentarse al lado de aquel hombre.


—No puedo contártela…


—Sí, claro, tendrías que matarme después y todo eso —interrumpió ella—. Bueno, pues cuéntame qué tipo de misiones desempeñas, a grandes rasgos.


Pedro no quería hablar de su trabajo. Estaba impacientándose y se sentía acorralado por aquellos ojos verdes. Soltó lentamente el aire que estaba reteniendo y, con un tono que esperaba fuera bastante tranquilo, le dijo:
—Mira, no me apetece esta cháchara, ¿vale? —Se puso de pie rápidamente—. Di a los demás que me he ido a casa. —Pasó por delante de ella y enfiló hacia la puerta. No se dio cuenta de que lo había seguido fuera.


Cuando no había dado ni tres pasos en la acera, ella le gritó:
—¿Se puede saber qué te he hecho? —Pedro se volvió con los ojos abiertos como platos por la sorpresa—. ¿Eres así de gilipollas siempre o solo a ratos?


Pedro murmuró algo por lo bajo y se pasó las manos por el pelo visiblemente indeciso. La cabeza le iba a estallar en segundos. No sabía si contestar a la primera pregunta o a la segunda. Tenía respuesta para ambas, ella lo estaba llevando a tal grado de excitación que le dolía la entrepierna de lo dura que la tenía y era la primera vez que se comportaba como un idiota. Cuando fue consciente de este segundo hecho, sonrió abiertamente.


—¿Ahora, encima, te ríes de mí? Ahhh… —Se dio media vuelta y comenzó a andar en dirección contraria a él pero no volvió al club.


—¡Espera! ¿Dónde vas? —preguntó Pedro cuando la alcanzó.


—¿Dónde crees? A mi casa. —Estaba enfadada, muy enfadada, pero no con él, sino consigo misma, por ser tan tonta y montar esa escena sin motivo alguno. Hacía casi veinticinco años que no se veían, no conocía a ese tío de nada en absoluto.


—Espera, no. No quería ser tan grosero. Lo siento, Paula —dijo sinceramente.


—Pau —dijo ella—. Mis amigos me llaman Pau —dijo disgustada.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro de pronto.


Negó con la cabeza. Seguía mirando a la carretera, de espaldas a él, esperando que pasara un taxi para irse a casa.


—¿Un café? —Ella volvió a negar. Él sonrió tontamente—. ¿Una última copa en mi casa?


Cuando se volvió sorprendida por el ofrecimiento lo vio sonriendo. No pudo dejar de admirar lo guapo que era aquel hombre, pero no estaba dispuesta a ceder ni un ápice.


—No, no y no ¿está claro? —Se giró de nuevo.


—Vamos, señorita Chaves, sea un poco más distendida. No te estoy proponiendo una noche de sexo salvaje. Solo es un café. —Ella pensó que quizás la noche de sexo salvaje era lo que más se ajustaría a sus necesidades en ese momento, pero desechó la idea con un ligero movimiento de cabeza.


—Un café, y luego me marcho —dijo firmemente.


—¡Sí, señora! —Pedro se cuadró e hizo el saludo militar. Ella esbozó una amplia sonrisa.