lunes, 9 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 18




Pedro entró en el apartamento de sus padres en Park Avenue, el lugar en el que había vivido de niño. Estaba lujosamente decorado, un poco recargado para su gusto, pero seguía siendo su hogar.


Pedro, cariño –su madre cruzó el vestíbulo llevando su atuendo habitual, negro de la cabeza a los pies y un brillante pañuelo al cuello.


Pedro no recordaba haberla visto nunca vestida de otro modo.


–Estás guapísima, mamá –la besó en ambas mejillas y se dio cuenta de que había perdido peso. El estrés de cuidar a su marido enfermo le estaba pasando factura–. ¿Está Ana aquí?


–Está en el baño. Saldrá en cualquier momento. Cenamos dentro de quince minutos. Margarita está preparando tu plato favorito, ternera Wellington.


–Suena estupendo. ¿Y papá? –Pedro y su madre recorrieron el ancho vestíbulo de mármol.


–Está viendo la televisión. Ahora le gusta el baloncesto universitario. Es curioso, antes nunca lo veía.


Pedro sonrió al pensar en Paula aquella noche en las montañas. A pesar del modo en que todo había terminado, daría cualquier cosa por volver a aquel sitio y aquel lugar, los dos solos y lejos del mundo.


Pedro, hijo mío –Roberto intentó levantarse de la silla.


Pedro sabía que no debía detenerle, ni peor todavía, ofrecerle ayuda. Su padre era muy obstinado.


Le abrazó y le sintió frágil entre los brazos, pero todavía fue capaz de darle una fuerte palmada en la espalda.


–Papá, qué alegría verte –siempre que le veía se preguntaba si aquella sería la última vez. Era un pensamiento demasiado doloroso. Quería creer a los médicos, que aseguraban que a Roberto le quedaban todavía dos o tres meses.


–Y con tan buenos auspicios. No podría estar más contento con cómo ha ido la campaña de relaciones públicas. Es el dinero mejor invertido de mi vida.


–La señorita Chaves tiene mucho talento. De eso no cabe duda.


Ana entró en la sala. Llevaba el largo y negro cabello recogido en una coleta alta. Siempre profesional y pulcra, iba vestida con un traje gris y blusa crema. Acababa de regresar de su trabajo como directora de una empresa que fabricaba ropa de trabajo para mujeres.


Ana le dirigió a Pedro una sonrisa incómoda. Estar con su padre resultaba difícil para ella. Era fuerte e independiente, con una mente brillante para los negocios, pero su padre la veía en el contexto familiar: la única niña, la viva imagen de su madre, una preciada posesión a la que había que preservar de la cruda realidad de las reuniones de la junta directiva y de los informes de pérdidas. Roberto Alfonso nunca permitiría que su hijita dirigiera AlTel por mucho que ella ansiara tener la oportunidad de hacerlo.


–Papá –murmuró Ana abrazando a su padre–. Tienes buen aspecto. Las mejillas sonrojadas.


–Eso es porque estoy contento. Pedro y yo estábamos hablando de lo bien que va la campaña de relaciones públicas. Tu madre y yo vamos a cenar con dos de nuestros tres hijos. Ahora agradezco cada pequeña cosa que me pasa.


–He tenido noticias de Adrian –dijo Ana refiriéndose a su hermano, el mayor de los hermanos Alfonso–. Está en algún lugar de Tailandia. No sé mucho más. Solo fueron unas líneas por correo electrónico, y de esto hace semanas.


Su padre sacudió la cabeza con disgusto.


–Parece que al chico le cuesta llamar a tu madre y decirle que está vivo.


A su madre se le entristeció la mirada.


–Tiene que dejar de evitar la enfermedad de su padre y volver a casa.


–Ya sabes que eso no va a pasar –dijo Pedro.


Adrian no iba a volver a corto plazo, no después de la última pelea que había tenido con su padre. Nadie se atrevía a hablar de ello, pero Pedro sospechaba que se debía a que 
Adrian nunca había sido considerado una opción para dirigir
AlTel y solo le habían dejado unas cuantas acciones de la empresa.


Adrian había crecido de una forma muy distinta a Pedro y Ana. Tenía seis años más que Pedro le habían enviado a un internado cuando Pedro tenía dos años y Ana era un bebé. Pedro seguía sin saber por qué su hermana y él habían ido en cambio a un colegio privado de Nueva York. 


Solo sabía que Adrian se metió en muchos líos en el internado, y que a Pedro le trataron desde muy pequeño como si fuera el primogénito.


En muchos sentidos era como si Adrian no existiera, al menos a ojos de su padre. A Pedro y a Ana les entristecía no estar muy unidos a su hermano, pero él parecía satisfecho manteniendo las distancias.


–Ana, ¿te traigo algo de beber? –le preguntó Pedro.


–Por favor. He tenido un día brutal.


Pedro se acercó al mueble bar que había en la esquina y le preparó a su hermana un gin tonic. Ella le siguió. A juzgar por el sonido de la televisión, alguien había marcado un buen tanto en el partido de baloncesto.


–Maldición –su padre volvió a su asiento–. Siempre me pierdo las jugadas importantes.


Su madre consultó el reloj.


–Iré a ver cómo va la cena.


–¿De verdad has sabido algo de Adrian? –le preguntó Pedro a Ana bajando el tono de voz.


–No me dijo gran cosa, pero tengo claro que prefiere contagiarse de la peste que volver a casa y enfrentarse a papá.


–Estaría bien que dejaran de pelearse Pedro sacudió la cabeza y le pasó a su hermana la copa–. Y dime, ¿cuál es el plan de esta noche? ¿Vamos a hablar con papá?


–Sinceramente, no sé si tengo fuerzas. Si me va a tocar escuchar un discurso sobre que debo buscar marido y pensar en la educación de mis futuros hijos, me echo a llorar. Entre mi padre y mi actual trabajo, tengo la sensación de que me paso la vida dándome cabezazos contra la pared.


Pedro aspiró con fuerza el aire. Era un milagro que aquel tema no les hubiera producido una úlcera a su hermana y a él. Le dio una palmada en la espalda a Ana.


–Yo te echaré una mano. Tenemos que seguir intentándolo.


Margarita, la cocinera de toda la vida de la familia, apareció en el umbral de la puerta.


–La cena está lista, niños Alfonso – sonrió de oreja a oreja como Mary Poppins.





domingo, 8 de mayo de 2016

CENICIENTA: CAPITULO 17





Hacía una semana que no estaba tan cerca de Pedro, y su mente y su cuerpo estaban todo lo turbados que podían estar. Todo lo relacionado con su presencia física, su aroma, su pelo, sus manos, la hacía desear meterse dentro de su camisa.


–Por favor, deja de recordarme que esto fue idea mía. Mi cerebro no puede procesar tantas cosas a la vez.


–¿Qué cosas? ¿El trabajo? ¿Las fotos? ¿Julia? –Pedro agarró un bolígrafo y jugueteó con él entre los dedos.


–Vamos a centrarnos en la entrevista. No quieres saber qué pasa por mi cabeza en estos momentos.


–Lo cierto es que pagaría por saber qué pasa por esa cabecita tuya. Podemos empezar con el comentario de que los hombres son todos iguales. ¿Hay algún tipo imbécil en tu pasado? Quiero decir, me gustaría pensar que todo esto es por mí, pero ahora me pregunto si ocurre algo más.


Paula no estaba dispuesta a adentrarse en el tema de su ex y de su desastrosa vida amorosa.


–Lo único que pasa es que estoy intentando hacer mi trabajo y tú te dedicas a boicotearlo. Es como si me pasara horas poniendo la mesa para la cena y tú pasaras al lado dándole la vuelta a los tenedores.


Pedro alzó una ceja.


–No me gustan las cosas falsas y fingidas, nada más. Estaba pasando un rato con Julia, se agachó y le miré el trasero porque lo tiene bonito. Fin de la historia. No hay más.


Paula alzó la vista y vio al moderador agitando las manos con fuerza. Encendió otra vez el micrófono otra vez.


–Señor Afonso, señorita Chaves, tenemos que empezar.


–Sí, por supuesto –dijo Paula–. Siento el retraso.


Pedro se aclaró la garganta.


–Sí, empecemos –entonces escribió una nota en un trozo de papel y se lo pasó a Paula.



Si tú te inclinas con esa falda que
llevas, estaré encantado de mirarte
también el trasero.


CENICIENTA: CAPITULO 16





Las fotos de Pedro y Julia en la puerta del restaurante en su primera «cita» eran una cosa. Le dolía verlas, pero resultaba tolerable. Las imágenes de los dos tomando café unos días más tarde eran algo distinto. Paula sintió una opresión en el pecho.


En las fotos salían dados de la mano.


Había sonrisas. También lo que podían considerarse miradas románticas. Era suficiente para que una chica perdiera toda esperanza, algo a lo que Paula prácticamente había renunciado ya por el bien de su negocio. Pero aquel día Pedro estaba mirando el trasero de Julia. 


¿Cuánto sería capaz de aguantar?


Paula se revolvió incómoda en la silla de la sala de espera del despacho de Pedro y pasó las hojas del periódico, forzándose a mirar las fotos de Julia y Pedro corriendo por Central Park con Moro. Parecían estar tan bien juntos, sonriendo y corriendo. Le dolía todo el cuerpo. Después de todo, ¿quién sonreía al correr?


Solo la gente enamorada.


Pedro y Julia eran la pareja perfecta todo lo bella que se podía ser. Pedro, en particular, estaba guapísimo. Todas las mujeres de la ciudad babearían al ver aquellas fotos. Tenía la camiseta gris estirada por el pecho y el vientre, tanto que se le marcaban los abdominales. Oh, cuántos besos había depositado en aquel maravilloso vientre. Pero ahora aquellos abdominales estaban tan fuera de su alcance como la tarta de queso en una dieta.


La foto más dolorosa era la de después de correr. Julia, vestida con unas mallas negras ajustadas y camiseta a juego, estaba inclinada hacia delante tocándose los dedos de los pies. Pedro le estaba mirando el trasero con disimulo.


Aquella no era forma de empezar el día, y menos cuando estaba a punto de pasar las próximas dos horas con Pedro.


En cualquier momento la llamaría para que fuera a su oficina y le ayudara en una conferencia de prensa online en la que Pedro iba a hablar con una docena de revistas de todo el mundo por videoconferencia. Aquel día no se trataba del escándalo. Se trataba de poner el foco en el negocio de Pedro, de impresionar a la junta de directores de AlTel.


Paula consultó el reloj. Pedro ya iba cinco minutos tarde respecto al horario que le había dado. Por suerte ella se había anticipado y le había dado más tiempo a propósito.


–Señorita Chaves, el señor Alfonso quiere verla ahora –dijo Mia, la asistente de Pedro, apareciendo en una puerta adyacente al espacioso vestíbulo.


Paula la siguió por la puerta y después por un ancho corredor mientras un flujo constante de empleados pasaba
de un espacio de trabajo abierto al otro.


La oficina entera estaba llena de gente, un ejército innumerable escogido por Pedro.


Mia llamó a una puerta con los nudillos y la abrió para Paula. 


El despacho de Pedro medía fácilmente el doble del apartamento de Paula. Igual que el propio Pedro, era un espacio moderno, bonito e impresionante. Él estaba sentado detrás de un escritorio de brillante material negro dándole la espalda.


–Tenemos el ordenador y los monitores preparados para las
entrevistas –Mia señaló hacia la mesa de conferencias situada al fondo de la habitación.


–Estupendo. Gracias –susurró Paula, que no quería molestar a Pedro. Se estaba sentando cuando él habló.


–Hola.


Paula le miró. En cuanto sus ojos conectaron supo que tenía un problema.


Le provocó una oleada de atracción, y teniendo en cuenta las fotos del periódico, se sintió molesta.


–Hola a ti también –deseó haber sabido disimular el tono amargo de voz, pero le resultó imposible–. Esto no debería llevarnos más de noventa minutos –encendió el ordenador que tenía delante–. Tiene cámara web, ¿verdad?


–Por supuesto. Es de última generación. ¿Qué ordenador no tiene cámara web?


–Lo siento. No era mi intención insultar al equipamiento de tu oficina.


–¿Estás bien? Pareces agitada –Pedro agarró el periódico matinal del escritorio y se lo pasó–. Has visto esto, ¿verdad? Es exactamente lo que buscabas, ¿no es así? Todo el mundo en la oficina hablaba de ello cuando llegué al trabajo. Mi padre me ha llamado para decirme que está encantado.


Paula se cruzó de brazos.


–Sí, lo he visto. Bien hecho. La próxima vez tal vez estaría bien que no te pillaran mirándole el trasero.


–¿Por eso estás así? No te ha gustado verlo, ¿eh? –Pedro sonrió y tomó asiento en una silla a su lado–. ¿Estás celosa?


Paula entornó los ojos, estaba muy perturbada por la cuestión.


–Lo único que intento es hacer que parezcas menos mujeriego, nada más.


–Oh, vamos –Pedro sacudió la cabeza y se rio–. No puedes estar hablando en serio. Cualquier hombre del mundo habría hecho lo mismo que yo. Julia tiene un trasero espectacular. No tiene nada de malo mirar.


Ella dejó escapar un profundo suspiro, aunque no quería que Pedro se diera cuenta de lo mucho que le molestaba. ¿Por qué tenía que usar la palabra «espectacular»? Era como un puñetazo al estómago.


–Sabía que utilizarías esa defensa. Los hombres sois a veces muy predecibles. Veis una cara bonita y no podéis controlaros.


–O un trasero particularmente atractivo, como es el caso.


Pedro se reclinó hacia atrás y arqueó ambas cejas. Se notaba que se lo estaba pasando en grande.


–Tienes una entrevista dentro de un minuto. No podemos estar hablando de esto ahora mismo.


–Claro que podemos. Pueden esperar. Quiero saber por qué te molesta esto.


–Y no me importa hablar de ello. Terminaste saliendo en los periódicos con Julia. Eso es lo único que me importa.


La pantalla del ordenador cobró vida y aparecieron una docena de caras desconocidas. El hombre situado en la esquina superior derecha agitó la mano.


–Hola, señor Alfonso, señorita Chaves. Yo voy a moderar el chat hoy. Empezaremos dentro de unos minutos.


–Estupendo. Estamos preparados – Paula colocó sus notas y el bolígrafo cuidadosamente.


–Lo cierto es que vamos a necesitar otros cinco minutos, si no le importa.


El moderador alzó la vista.


–Eh… claro, señor Alfonso. Pero que no sea más. Los periodistas que se van a unir hoy a nosotros tienen la agenda muy apretada.


–No se preocupe. No los entretendré Pedro le quitó el sonido al ordenador–. Quiero saber por qué te molestan tanto las fotos. ¿O tengo que recordarte que fue idea tuya liarme con Julia?