viernes, 25 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 10




Paula


ME ENCONTRABA ARRIBA, ABRAZANDO mi almohada sobre la cama, cuando escuché abrirse la puerta.


Pasos asimétricos cojeaban por la escalera. La puerta del baño golpeó la pared y alguien encendió el lavabo.


Pedro, pensé, mi corazón latía con fuerza. Estaba en casa. 


¿Había terminado de hacerle esas cosas a Rosalinda?
¿Por eso había vuelto a casa? Con los brazos temblorosos, apreté la almohada con más fuerza.


Él apagó el lavabo, luego nada. Ningún otro sonido.


De modo que no vendría a hablar conmigo. Supongo que no me necesitaría, no cuando había tenido a otra para calmar su fiebre. Presioné mis palmas sobre mis ojos hasta que vi remolinos color verde y violeta en la oscuridad.


¿Significaba tan poco para él? ¿Me odiaba? ¿Por eso lo había hecho? ¿Es por eso que había mezclado aquellas sensaciones de dolor y de placer con tanta experticia, porque quería atormentarme?


No me di cuenta de que me había levantado hasta que estuve en el pasillo. ¿Qué estaba haciendo? No podía verlo, no después de lo que había hecho con otra persona. 


Pero entonces, tampoco podía quedarme de pie aquí, pensando acerca de lo que pasó, torturándome. Quería saber cómo se sentía él. Si yo significaba tan poco, lo menos que podía hacer era decirme la razón. Entré al cuarto de baño.


Pedro–. Él no levantó la vista del lavabo.


–Ahora no, Paula.


Temblé. Anoche, mi nombre estaba lleno de sentimientos cuando lo decía. Ahora, era como si lo estuviese usando para crear distancia entre nosotros.


Fue entonces que me di cuenta de que el lavabo estaba de color rosa.


Pedro– grité yo, corriendo hacia él. El agarró con fuerza los bordes del lavabo. –Pedro– susurré de nuevo, levantando su rostro a la fuerza.


Sus ojos estaban hinchados y de color púrpura. En bruto. Él se había cortado el párpado superior, y la sangre goteaba por el costado de su rostro. Su labio estaba roto.


– ¿Qué sucedió contigo? – susurré yo.


–No importa. Lo merecía.


Tragué.


– ¿Rosalinda te hizo eso? – él rio.


–No, ella no–. Tomó mis manos, pero no las soltó. –Necesitas irte.


– ¿Por qué?


Él cerró los ojos y llevó la palma de mis manos a su rostro.


–Porque no puedo seguir con esto.


– ¿Con qué?


–No puedo estar alrededor tuyo sin tocarte–. Finalmente, soltó mis manos. –Supongo que pronto eso ya no tendrá importancia– susurró él, y luego caminó hacia la puerta.


Yo lo seguí.


– ¿De qué estás hablando? – le pregunté sin aliento, mientras lo seguía por las escaleras. Él cerró la puerta de un golpe y le puso llave.


Pedro– grité, golpeando la puerta con mi puño.


– No me sigas– fue su respuesta ahogada.


Fruncí el ceño y corrí hasta la puerta trasera. Sabía a dónde se dirigía. Sólo había un lugar en esa dirección. Eso es, si no pretendía ir hacia el bosque.


Dios, espero que no pretenda ir al bosque.


Corrí, descalza, ignorando el pinchazo de las rocas que se clavaban en la planta de mis pies. Estaban sangrando, sabía eso, y me frenaba. Qué estúpida había sido en no agarrar un par de zapatos. Ya había corrido demasiado como para volver ahora. Tenía que llegar a él. Tenía que alcanzarlo.


Las sombras aumentaban de tamaño. El día casi se había ido. Las personas estarían volviendo a casa pronto.


Tropecé contra la puerta del granero y empujé la manija de madera.


Pedro– lloriqueé, sin aliento.


Él se encontraba allí, como sabía que estaría, en el centro de la pequeña habitación. Estaba cerca de la iglesia.


Cerca de donde habíamos hecho todas esas cosas que nunca olvidaría la noche anterior, y que irrevocablemente habían cambiado nuestra relación.


Hice una mueca al dar un paso hacia adelante. El polvo lastimaba la planta de mis pies. Estaban realmente heridos. Con suerte, no estaría dejando rastros de sangre en el suelo. 


Odiaría tener que limpiarlo.


–Te dije que no vengas– dijo él.


Me mordí la lengua y di otro agonizante paso hacia adelante.


– ¿Por qué siempre tienes que venir cuando te digo que no lo hagas? ¿Por qué no puedes simplemente dejarme en paz?


–Porque no puedo– dije yo, envolviendo mis brazos  alrededor de él y apoyando mi rostro sobre su espalda.


Sentí la tensión de sus músculos debajo de su camisa. Él suspiró.


–Él vendrá por ti esta noche.


Pasó un momento antes de que me diera cuenta que me estaba hablando a mí. Levanté la cabeza de su espalda.


– ¿Quién viene?


Él rio, o al menos eso pensé. Fue un sonido corto y seco, sin placer ni humor.


–Oscar. El viene a llevarte–. De repente, mi cuerpo se sintió frío.


– ¿Llevarme a dónde?


Pedro se dio vuelta y agarró mis muñecas.


– ¿A dónde piensas?


Dio unos pasos hacia adelante. Comencé a caer y él agarró mis caderas y me levantó contra la mesa en el extremo de la habitación. Me soltó por un momento para abrir mis piernas. Aún se sentían doloridas por el trato que habían recibido la noche anterior. Ahogué un suspiro. Él no se dio cuenta, o no le importó. Una vez que estaban separadas, se ubicó en medio de ellas.


– ¿Sabes a dónde estamos, Paula? – preguntó él, sin aliento.


Alcé la vista y miré sus ojos oscuros. Lucían más oscuros ahora que el sol se estaba poniendo. Más oscuros porque nos encontrábamos en el cobertizo, sin siquiera una vela para iluminar. La iglesia había estado igual de oscura y silenciosa.


–El cobertizo– susurré yo.


–Es correcto– dijo él, deslizando una mano debajo de mi vestido. Sentí la presión sobre mis bragas de seda, empujándolas en mi piel, en la zona prohibida. No, así no era como se llamaba; más bien, él empujaba la seda en mi vagina.


–Este lugar es más que un cobertizo– comenzó él. –Aquí es a donde llevo a todas mis putitas. Aquí es donde vengo a tener sexo con ellas.


Mi vagina comenzó a doler. Una sensación de náuseas crecía en mi estómago. Así que él hacía esto con otras chicas. De modo que yo no era especial. ¿Entonces por qué mi cuerpo cosquilleaba de esta manera? ¿Por qué deseaba ese dolor que sólo él podía darme? Ese dolor que por momentos era hermoso, otras veces sutil, pero que siempre me asustaba. Lo odiaba por hacerme eso. 


Odiaba sentirme de esa manera, cuando...


Él bajó mi ropa interior, dejando expuesta mi vagina al aire frío de la noche.


– ¿No tienes respuesta para eso? – él susurró. Su cabeza estaba abajo, cerca de mis muslos, y sentía su respiración en la punta de mi vagina. Gemí. – ¿Quieres ser mi putita? ¿Es por eso que me sigues aún cuando te ruego que no lo hagas?


Mis manos temblaban. Hice un puño con su cabello porque tenía que sostenerme de algo, y mi cuerpo no parecía lo suficientemente real como para aferrarme a él. Bajo su tacto, no se sentía como si fuese dueña de mí; sólo le pertenecía a él. Aquellos sentimientos etéreos se esparcían dentro de mí, disparando desde mi centro hasta mis extremidades, debilitándome. No importaba si yo no era especial, se sentía como si lo fuera.


–Quiero estar contigo siempre– admití.


Él levantó la vista, por encima de mi cuerpo, hacia mis ojos, y la expresión en ellos hacía doler mi corazón. No era un dolor bonito, no era nada como lo que sentía cuando él me tocaba. Por el contrario, se sentía como si alguien hubiese atado una cuerda de violín desde mi corazón hasta mi estómago y ésta se hubiese roto. Él no parecía humano, no por completo, no con todo su rostro golpeado. Se asemejaba más a una horrible criatura del bosque. El tipo que aterraba a las chicas jóvenes. Las historias de las cuales te advertían.


Bajó la vista.


–Él te llevará–. Otra vez esas enigmáticas palabras. –Pero no dejaré que te tenga, no por completo–. Se puso de pie y empujó mi estómago hacia abajo; luego, deshizo la parte frontal de mi vestido. Esta vez, no intenté detenerlo, aunque hubiera debido hacerlo. Ahora que sabía que yo no era especial, el placer que me recorría se sentía vacío. Hice lo mejor que pude para evitar que mis mejillas se sonrojaran. Mis manos se volvieron puños para evitar tocar la piel que él tenía expuesta.


Pedro saltó sobre la mesa, encima de mí. Sus labios cubrieron los míos. Plantó sus codos a cada lado de mis hombros y luego susurró en mis oídos.


–Voy a marcarte. Si él trata de tomarte, si trata de amarte, verá mis marcas sobre tu piel. Sabrá que eres mía y no podrá tenerte. No podrá quitarte de mí.


Su voz se quebró. Respiraba con demasiada rapidez. Lucía fuera de sí, como un hombre desquiciado, como alguien que había sido presionado hasta el punto de olvidarse de sí mismo. Mi cuerpo comenzó a entrar en pánico.


Mi corazón latía velozmente y, sin embargo, me mantuve completamente quieta debajo de él.


Por alguna razón, su expresión horrorizada y aterradora me recordaba a mi amor por él. Recordaba su dulzura, su bondad, esos sentimientos que ninguna cantidad de tiempo podría hacer desvanecerse. Esos sentimientos que siempre permanecerían conmigo, sin importar lo que sucediese.


Él bajó sobre mi cuerpo. El dolor me atravesó el cuello mientras me mordía. Grité, y el puso su mano sobre mi boca.


–Silencio– susurró él mientras se movía hacia abajo, sobre mis pechos. Tomó uno con su boca, succionando y mordiéndolo. Mis dedos se curvaron y yo hice una mueca, tratando de no hacer ruido, mientras él seguía succionando.


–Buena chica– dijo él. Bajé la vista. Había dejado una marca púrpura sobre mi piel, ¿tendría una en el cuello también? ¿Estaría dejando otra marca, en mi otro pecho con su boca?


Movió su mano hacia mi mandíbula, luego por mi cuello. 


Aplicó un poco de presión, ahogándome ligeramente, mientras levantaba aún más mi falda. Luego, bajó mi ropa interior y me penetró.


Mi vagina se contrajo a su alrededor mientras me penetraba, como si tratara al mismo tiempo de empujarlo hacia afuera y de atraerlo. Empujé mis caderas hacia adelante y él se agarró de ellas tan fuerte que me lastimaba, sosteniéndolas sobre la mesa mientras me penetraba.


–No me dejes, Paula– rogó, agarrando mi cabello para obligarme a mirarlo. –No te vayas con él.


–Está bien– dije yo, apenas conectando lo que decía, pero con la sensación de que debía decir algo para evitar que su locura lo consuma. Odiaba verla allí. Odiaba verlo así, como si se fuese a romper, como si el mundo lo hubiese abandonado. Nunca lo abandonaría, pensé, al mismo tiempo que comencé a gemir.


Él gruñó encima de mí. Su estómago estaba sobre mi estómago, su sudor se adhería a mi vestido. Él me obligó a mirarlo; el dolor en sus ojos y las lesiones desvaneciéndose bajo las sombras. Grité y me aferré a él. 


La mesa sobre la que nos encontrábamos golpeaba tan fuerte contra la pared que pensé que se iba a romper.


–No te dejaré– le prometí. Aquellas palabras parecieron desarmarlo. Se movía más rápido. Más duro. Una astilla se clavó en mi mejilla. Él puso su mano sobre mi boca, presionando con más fuerza sobre mi piel. Me mordí, sentí el sabor de la sangre.


Ese placer doloroso me invadió, aumentando con cada golpe, hasta que no pude soportarlo más. Ya no me importaban las otras chicas. Yo era su putita, más allá de cuánto lo odiase, más allá de mi amor por él. Grité en sus brazos, mi vagina se contraía alrededor de su miembro. 


Y entonces, escuché un largo gemido mientras me penetró una última vez.


–Paula– susurró él, colocando su cabeza en mis pechos, finalmente en paz.


– Te amo– le dije, pasando mis dedos por su cabello.


–Sería mejor que no lo hicieras– dijo él. –Sería mejor si te odiara.


–No digas eso–. No podría vivir con su odio.


Él me envolvió con sus brazos y me sostuvo con fuerza.


–No importa lo que sintamos el uno por el otro. Te llevarán, Paula. Te matarían si supieran...


Cerré los ojos.


–No pienses en esas cosas ahora–. Y entonces, escuchamos un grito.


Pedro saltó, poniéndose en posición vertical, pero sus piernas estaban atrapadas entre mi ropa interior y mi cuerpo expuesto, así que no pudo moverse. Por el contrario, cayó hacia adelante, su espalda sobre mí, con su pene deslizándose sobre mi panza. Intenté impulsarme hacia atrás, pero mi ropa quedó atrapada en sus piernas y salí impulsada hacia adelante, golpeando mi adolorida vagina en sus muslos. Grité y Pedro cubrió mi boca con sus manos, intentando recoger mi vestido destrozado para cubrir mis pechos.


En la puerta había tres mujeres y cuatro hombres. Una de ellas era Rosalinda.


Ella no me miraba a los ojos. Ella se dejó caer sobre la puerta, ocultando el rostro con sus manos; sus hombros temblaban.


¿Qué estaba sucediendo? ¿Por qué estaban allí? Cómo habían...


Uno de los hombres, el pastor de nuestra iglesia, dio un paso hacia adelante y me apuntó con su dedo.


–Abominación– siseó él.


Pedro levantó una pierna y luego la otra, moviéndose fuera de mi ropa interior. Tropezó hacia adelante.


–Esto no es lo que parece.


Los ojos oscuros del pastor me recorrieron.


–Agárrenla.


–No lo entienden– dijo Pedro, bloqueando el camino de los hombres con su cuerpo. –Yo me forcé sobre ella. Paula es inocente.


Los otros dos hombres dudaron.


– ¡Miren su cuello! ¡Tiene la marca del diablo! – gritó el pastor.


– ¡Ese es sólo un chupón que le hice, viejo de mierda! ¡No, deténganse! – dijo Pedro, empujando a los hombres mientras éstos trataban de avanzar.


–Es esa una forma de hablarle a...


– ¡Corre, Paula! – Pedro gritó, y atacó a los hombres más jóvenes.


Lo hice, aunque me hacía sentir como una cobarde, dejarlo ahí solo para defenderse. Al parecer, fue un movimiento inútil, y uno que no debería haber hecho. Al menos entonces, hubiera podido pararme a su lado. No me hubiera sentido como una traidora durante los últimos momentos que pasamos juntos.


Mis pies aún se encontraban desnudos, y estaban severamente cortados y lastimados. Salté por el extremo del cobertizo, cayendo de inmediato, llorando, al golpear el suelo con mis pies. Ni siquiera alcancé la puerta. Segundos más tarde, sentí una mano sobre mi brazo y fui arrastrada hacia atrás, hacia un abrazo frío.


Intenté escaparme, pero él era demasiado fuerte. El hombre olía a tabaco, pan y metal. El pastor. Supe que era él incluso antes de verlo. Él era el único que faltaba en la horrorosa escena ante mí; Pedro, en el suelo, recibía patadas de los otros tres hombres; mi mejor amiga, escondía su rostro en la esquina; y las otras chicas, me miraban con temor y excitación.


–Jacob, aquí– dijo el pastor. Uno de los chicos que siempre me compraba manzanas se acercó y tomó mis manos, atándolas por detrás de mi espalda.


–Amordázala, para que no pueda hechizarnos con su voz– demandó el pastor.


– ¿De qué están hablando? – grité. – ¡Jacob, no puedes creer esto! ¡No soy malvada!


Jacob dudó.


– ¡No dejes entrar al Diablo en tu corazón! – el pastor gritó.


–Basta, por favor, me estás lastimando– lloriqueé, y los ojos de Jacob se volvieron duros y fríos. Luego, él me silenció poniendo una mordaza alrededor de mi boca.


Pedro gimió en el suelo.


–Paula– susurró él. –Están equivocados. Ella no tiene nada que ver con esto. Fue todo mi culpa...


El pastor calló el discurso de Pedro con una patada en el rostro.


–Enciérrenlo hasta después de la ceremonia– dijo el pastor antes de girarse en torno a Rosalinda –Hiciste bien, mi niña, en decirme quién de nosotros era el pecador.


–No tenía idea...– susurró Rosalinda, sus hombros temblaban.


–Por supuesto que no. ¿Quién concebiría tanta maldad? – El pastor se volvió hacia los hombres que me sostenían. Mi corazón latía tan rápido, y mi cuerpo se sentía frío. –Tráiganla a la iglesia.







jueves, 24 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 9





Pedro


PASÓ MÁS DE MEDIA HORA antes de que dejara el bosque. Todos deberían haber vuelto a trabajar, pero Oscar me estaba esperando, sentado sobre el heno, con la mirada hacia el suelo. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo.


–Hey. No pensé que aún estarías aquí.


Oscar pateó la tierra.


–Mientras almorzábamos, Paula me hizo una pregunta.


Me congelé. No, no podía ser. Paula no diría nada al respecto, ¿verdad? La mirada angustiada en su rostro ocupó mi mente. Esos grandes ojos azules. Ese labio tembloroso.


– ¿Quieres saber qué dijo?


No podía moverme. No podía responder.


–Me preguntó si Rosalinda era tu putita. Quería saber si habías tenido sexo con ella.


La sangre se escurrió de mi rostro.


–Luces un poco pálido, amigo– dijo Oscar, poniéndose de pie. Era casi una cabeza más alto que yo. Él era uno de los hombres más grandes del pueblo y amaba a Paula. Había tenido que escuchar su lujuria por ella durante los últimos cinco años. Él intentaba esconderlo; no era como si lo pudiese golpear por mirarla como podía hacer con los otros chicos. Además, no me hacía ninguna ilusión de que tuviera alguna posibilidad contra Oscar. No es que hubiese pensado en ello antes, porque nunca me había mirado de la manera en la que lo hacía ahora...sus ojos oscuros, estrechos y en busca de sangre. Mi sangre.


–Tampoco luces tan sorprendido, o enojado, como lo estarías si algún chico hubiera dicho esas cosas de tu pequeña y amada Paula.


Él lo sabía. No sé si Paula se lo había dicho, o si lo había supuesto, pero lo sabía. Creo que una parte de mí lo supo en el momento en que lo vi, sentado allí, sobre el heno. Y cada célula de mi cuerpo lo supo cuando sentí el escozor de su puño golpear un costado de mi rostro.


El sabor a hierro me inundó la boca cuando mis dientes cortaron mi mejilla como un serrucho. Tropecé, me incliné, escupí sangre y me volví a poner de pie.


Estar de pie no era el movimiento más inteligente, pero otra vez, quería ser castigado por lo que había hecho.


Deseaba morir por ello. Si estuviera muerto, no tendría que volver a enfrentarme a esa mirada en su rostro. No volvería a ensuciarla con esta endemoniada lujuria. No me acecharían esos sentimientos oscuros que ya no podía combatir. Mi deseo envenenaba el amor que sentía al mirarla, y lo convertía en algo obsesivo y destructivo.


Oscar volvió a golpearme en mi rostro del otro lado. Después me dio una patada en el estómago. Gemí al doblarme, cayendo de nuevo sobre el heno.


– ¿No vas a decir nada en tu defensa? – preguntó él, de pie por encima de mí.


Alcé la vista. Dolía abrir los ojos. Dolía moverme.


Oscar tomó mi camiseta y me levantó, para que estuviésemos cara a cara.


– ¡Responde a mi maldita pregunta!


–No–. Mi voz sonaba como la de un niño pequeño.


Algo pasó por los ojos de Oscar. Algo que no pude ver bien, porque mis ojos dolían demasiado como para mantenerlos abiertos. Incluso la luz del sol parecía estar golpeándome.


– ¿Cómo pudiste hacerle eso a ella? – susurró él. –Es tu gemela de espíritu.


¡Pero no estamos relacionados! Quería gritar, aunque no le importase a nadie en el pueblo. Probablemente hubiera sido más aceptable si estuviésemos relacionados.


– ¿Piensas que no lo sé? – grité. – ¿Piensas que no lo he sabido durante cada uno de los días de mi vida? ¿Crees que no me despierto sabiéndolo? ¿Que no paso cada momento a su lado con eso en mi cabeza? ¿Cada momento que deseo tocarla y que no puedo?


–Pero la tocaste–. Su voz sonaba un poco más suave que antes, aunque no menos enojada.


–Sí– susurré. –Lo hice. Tuve sexo con ella. La convertí en mi putita.


Oscar me lanzó al suelo y comenzó a patearme. Después de recibir un golpe en mi estómago, instintivamente me acurruqué en una bola, aunque no hice nada más para desviar sus golpes. El escozor se sentía casi sagrado; el dolor esparciéndose dentro de mí, el dolor que no podía infligirme a mí mismo, pero que sabía que merecía después de tocar algo tan bello y que nunca me pertenecería.


Oscar se detuvo.


–Voy a ir a la casa de Paula esta noche y pediré su mano en matrimonio.


Levanté la cabeza de golpe.


– ¿Qué?


–Obviamente no pueden seguir viviendo en la misma casa. La amo. Le daré...


No lo dejé terminar. No podía quedarme a escuchar lo que tenía para decir. Me lancé sobre él, golpeando y pateándolo con furia. Incluso acerté algunos golpes.


–No puedes– le dije, cuando estaba encima de él, mirándolo salvajemente. –No se te ocurra tocarla.


– ¿Por qué? ¿Porque te pertenece a ti? Deberías haber escuchado las cosas retorcidas que me dijo. Eres un monstruo.


Quizás lo era, pero no me importaba. No podía dejar que nadie la tocase. Nadie más la tendría.


–Aléjate de ella– resoplé.


Oscar me empujó.

–Es un poco tarde para jugar el papel del mejor amigo sobreprotector y angustiado.


– ¡No entiendes nada! – dije yo, volviéndome encima de él. –¿Piensas que entiendes el amor? No sabes nada acerca de él. Nada.


Oscar estudió mi rostro en silencio.


– No me gusta admitirlo– susurró él, –entiendo que la quieras de tu manera retorcida. Pero no puedes arrastrarla a un mundo así. Ella se merece algo mejor que eso.


Mi cabeza cayó sobre su camiseta. La sangre caía de mi mandíbula sobre su cuello, manchando su camiseta.


–No entiendes cuánto la...


–No puedes hacerte esto a ti mismo, ni a ella– dijo Oscar, empujándome hacia atrás. Él gruñó. –De alguna manera, saber lo que sientes lo hace peor.


–Lo sé– susurré.


–No puedes estar más cerca de ella– razonó él.


–No hagas esto. Por favor. Me mantendré alejado, no te la lleves. Aún no.


–Estás enfermo, Pedro, y la estás volviendo loca. Deberías haber visto la forma en la que se aferró a mí cuando pensaba en ti. Pensé que la habían atacado.


Temblé. Había sido atacada. Por mí.


–La volverás loca– repitió él. –Ella necesita irse, necesita tener una vida lejos de ti. Realmente no me importa lo que hagas, siempre y cuando te mantengas alejado de ella. No está bien.


No necesitaba que mi amigo me lo dijera. Lo sabía y, sin embargo...


–No sé lo que me pasa– dije, sosteniendo mi rostro maltratado con mis manos. La tierra seca estaba llena de
sangre. En todo el heno.


–Lávate. No pueden verte así– dijo Oscar. –Y si quieres vivir, mantente lejos de ella.


– ¿Cómo se supone que haga eso si vivimos en la misma casa?


–Ella no estará en tu casa por mucho tiempo más– prometió Oscar. –Hasta entonces, piensa en algo.







OBSESIÓN: CAPITULO 8




Pedro


ROSALINDA LLORABA. Debía haberlo esperado. Tendría que haber estado preparado para ello. Pero no podía soportar ver a una mujer llorar. Destrozaba cada célula en mi interior. No importaba cuánto me hubiera preparado.


Aún me sentía como un cretino y cada parte de mi quería correr hacia ella para hacerla sentirse mejor. Pero no podía hacerlo, porque eso le daría falsas esperanzas.


–No puedo estar más contigo. No puedo estar con nadie. No eres tú. Tú eres maravillosa y hermosa, Rosalinda.


– ¿Quién es, entonces? – lloriqueó ella. –Tienes otra chica, ¿no es así? ¿Quién es?


Bajé la vista. Eso era algo que nunca podría responderle. Y no tenía otra chica; no era algo que ella pudiese saber o entender. No importaba cuantas veces tomara a Paula. 


Cuantas veces la tocara; su cercanía. Nunca podría tenerla. No completamente. Ella estaba destinada a otra persona. Tenía que aceptarlo, y estar con otra mujer simplemente no era para mí. Nunca lo sería. Y, honestamente, después de haber estado con Paula, no tenía deseos de abaratar sus sentimientos o los míos; ni de traicionar lo que teníamos, al estar con otra persona. 


Especialmente con alguien que ella amaba y que le importaba, como su mejor amiga.


–Es otra chica– dijo suavemente Rosalinda. –Puedo verlo en tus ojos.


–No es lo que piensas– le dije lentamente.


– ¿Tienes sexo con ella? – El tono de su voz se elevaba. –¿Es por ello que no quieres tomar mi vagina? ¿Porque tienes otra?”


– Detente.


Sus manos volaron hacia su pecho. Hurgaban a tientas sus botones mientras ella comenzaba a desabrochar la parte delantera de su vestido, dejando expuesta la piel color crema de sus pechos y el blanco corsé que vestía.


Intenté llegar a ella, pero no pude hacerlo antes de que hubiese deslizado la parte superior por sus hombros. Sus pezones sobresalían de la parte superior del corsé y sus pechos suaves y redondos lucían regordetes y suaves...tan regordetes y suaves como sabía que eran.


Giré hacia el otro lado.


–Ponte la ropa–. Rosalinda no estaba escuchando.


– ¿Ella te hace cosas que yo no hago?


–Eso no tiene absolutamente nada que ver.


Ella se arrodilló delante de mí, al igual que lo había hecho la primera vez, y muchas veces desde entonces. Miré esa boca...esa hermosa boca que había chupado mi pene. 


Mi miembro recordaba la sensación de su lengua, lamiendo alrededor del borde. El fondo de su garganta al llevarlo hasta el fondo de la boca. Era buena chupando. Le gustaba. Ella quería que fuese el último, y lo hacía a menudo. Amaba el sabor de mi semen, decía, y yo le creía porque cada vez que lo tragaba, sonreía.


Sus manos alcanzaron mis pantalones. Retrocedí con disgusto, aunque esa sensación era por mí y no por ella.


Eso no la detuvo.


– ¿Recuerdas cuando cogiste mi trasero hace dos semanas?


Lo recordaba. No quería, pero lo recordaba. Estaba tan apretado. Habíamos estado en la parte posterior de la despensa de sus padres. La casa estaba vacía y ella se había inclinado sobre la mesa de trabajo de su padre, levantando su falda. Sin decir nada, había tomado mi miembro erecto a través de mis pantalones y lo había pasado por el costado de su trasero.


No podía coger su vagina. Lo sabía. Ella no quería tener ningún problema antes de casarse, lo cual era sabio, en mi opinión. Pero ella dijo que me dejaba tener su trasero.


Sabía que no era su primera vez. Tampoco era la mía. Pero ese momento se había sentido más íntimo que cualquier otra vez que había estado con una mujer. Quizás era porque se trataba de la mejor amiga de Paula, lo más cercano a ella que podría tener. Tal vez, porque su cabello olía a manzanas. Ella separó sus piernas. La tome por las caderas y la penetré por detrás. La mesa de trabajo crujía. El aire olía a polvo al inspirar, pero su hombro desnudo sabía a manzanas. A las manzanas de Paula.


Tuve que morderme el labio para evitar decir el nombre de Paula. Y luego, cuando sentí el sabor la sangre, besé la parte posterior del cuello de esta mujer mientras la penetraba suavemente, tan suavemente como podía. Así era como deseaba tener sexo con Paula. Muy suavemente. 


Para demostrarle cuánto la amaba, y la amaría más que
nadie.


Envolví mis brazos alrededor de su estómago y sostuve sus pechos. Creo que a Rosalinda le asombró mi gentileza. Mi cariño. Ella había ofrecido su trasero y, ahí estaba yo, haciéndole el amor. Y ella movía sus caderas hacia mí. 


Gimió y dijo mi nombre. Había dicho que estaba bien ir rápido. Que podía dejarme ir.


Quería dejarme ir. Mis embestidas iban más rápido y ella apretaba su trasero cada vez que yo salía, tirando de mi pene al empujarlo más profundo. Y luego, me había vaciado dentro de ella, mi sustituto. Dejé las manos sobre mis caderas y descansé mis labios en su nuca.


Te amo, pensé; sólo que no lo pensé. Lo dije.


Y entonces, después de algunos momentos de silencio, ella había dicho: yo también te amo.


Rosalinda se recostó sobre el suelo, abrió sus piernas y arqueó sus caderas en el aire. Miró por encima de su hombro; su cabello revuelto, sus ojos grandes, sus labios hinchados y las mejillas rojas de llorar. Sus senos estaban fuera del corsé, pero éste todavía los empujaba hacia arriba. 


Sus hombros desnudos se asomaban.


–Puedes tener sexo conmigo– susurró ella. –Puedes hacerme lo que quieras. Si quieres, puedes coger mi vagina. ¿Es por eso que la quieres a ella? ¿Porque ella te deja hacerle lo que quieras? Te dejaré hacerme lo que desees, también.


–No puedo– le dije. Y me sorprendió darme cuenta de que era cierto. Una parte de mí aún la deseaba. Deseaba tomar lo que ofrecía. Deseaba usarla. Y esa parte me desagradaba a tal punto que no podía tener una erección al mirarla. Era un impulso cruel y desagradable. No tenía derecho de lastimar a una chica honesta. Y, además, no podía disminuir lo que sentía por Paula.


Paula se casaría. Deseaba que lo hiciese. Pero no quería que sienta que la había usado. Por lo tanto, no estaría con nadie más. No por un largo tiempo y quizás nunca más. 


Probablemente sería más fácil de lo que pensaba, porque después de tenerla, incluso pensar en estar con otra mujer me hacía sentir enfermo.


Las manos de Rosalinda aferraron el polvo. Bajo su cabeza hacia el suelo. Sus lágrimas se mezclaban con la tierra, formando barro en sus mejillas.


– ¿Por qué dijiste que me amabas?


No tenía respuesta.


– ¿Por qué me lo dijiste, Pedro? ¿Tanto me odias, realmente?


–No– susurré. –Fue un error. No soy bueno para ti. En realidad, no soy bueno para nadie.


–No me importa si eres o no bueno. ¡Te quiero a ti! – Ella se estremeció y clavó los dedos en el suelo, raspando. –Por favor, no me dejes.


Me arrodillé a su lado, de espaldas a su cuerpo. La sombra de los árboles se veía como barras en su espalda.


–Eres hermosa Rosalinda. No conozco a un solo chico en este pueblo que no amaría estar contigo. Qué no te
adoraría.


–Pero no tú– susurró ella. – ¿No soy lo suficientemente bella?


–No tiene nada que ver con eso. No puedo estar con nadie más–. Eso era lo más cercano a la verdad que estaba dispuesto a ofrecer.


Ella se levantó y se limpió las manos sucias con su vestido, intentando alisarlo, pero lo único que logró fue esparcir la suciedad.


–Mírame ahora– dijo riendo. –Las personas pensarán que vine al bosque a tener sexo.


–Muchas chicas andan por ahí con la falda sucia.


Ella dio algunos pasos hacia adelante, dándome la espalda.


–Vine aquí a tener sexo. Excepto que no lo hicimos. Sólo que parece como si lo hubiésemos hecho. Es tan tonto–. Inspiró profundamente. –¿Quién es ella, Pedro?


La imagen del dolor en los ojos de Paula al mirarnos a Rosalinda y a mí pasó por mi mente. Paula lo sabía. En ese momento, ella reconoció lo que nunca había querido ver y se sintió mal consigo misma. Y yo no pude ir con ella para hacerla sentir mejor. No pude confortarla. Lo único que hice fue protegerla con mi silencio y mi negligencia.


–No hay otra para mí– dije yo. –Deberías volver primero. 
Esperaré un rato.


–Bien. Puedes comer el almuerzo que te preparé– dijo ella.


–No creo que pueda...


–No lo quiero de vuelta– espetó ella. Y luego se fue, tan rápido que casi se cae. Supongo que pensó que, aunque no pudiese ver su rostro, me daría cuenta de que estaba llorando, y no quería que la viese.


La observé irse. Luego, me senté y comí sus sándwiches, tratando de llenar el vacío en mi corazón con comida que no podía saborear.