jueves, 24 de marzo de 2016
OBSESIÓN: CAPITULO 9
Pedro
PASÓ MÁS DE MEDIA HORA antes de que dejara el bosque. Todos deberían haber vuelto a trabajar, pero Oscar me estaba esperando, sentado sobre el heno, con la mirada hacia el suelo. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo.
–Hey. No pensé que aún estarías aquí.
Oscar pateó la tierra.
–Mientras almorzábamos, Paula me hizo una pregunta.
Me congelé. No, no podía ser. Paula no diría nada al respecto, ¿verdad? La mirada angustiada en su rostro ocupó mi mente. Esos grandes ojos azules. Ese labio tembloroso.
– ¿Quieres saber qué dijo?
No podía moverme. No podía responder.
–Me preguntó si Rosalinda era tu putita. Quería saber si habías tenido sexo con ella.
La sangre se escurrió de mi rostro.
–Luces un poco pálido, amigo– dijo Oscar, poniéndose de pie. Era casi una cabeza más alto que yo. Él era uno de los hombres más grandes del pueblo y amaba a Paula. Había tenido que escuchar su lujuria por ella durante los últimos cinco años. Él intentaba esconderlo; no era como si lo pudiese golpear por mirarla como podía hacer con los otros chicos. Además, no me hacía ninguna ilusión de que tuviera alguna posibilidad contra Oscar. No es que hubiese pensado en ello antes, porque nunca me había mirado de la manera en la que lo hacía ahora...sus ojos oscuros, estrechos y en busca de sangre. Mi sangre.
–Tampoco luces tan sorprendido, o enojado, como lo estarías si algún chico hubiera dicho esas cosas de tu pequeña y amada Paula.
Él lo sabía. No sé si Paula se lo había dicho, o si lo había supuesto, pero lo sabía. Creo que una parte de mí lo supo en el momento en que lo vi, sentado allí, sobre el heno. Y cada célula de mi cuerpo lo supo cuando sentí el escozor de su puño golpear un costado de mi rostro.
El sabor a hierro me inundó la boca cuando mis dientes cortaron mi mejilla como un serrucho. Tropecé, me incliné, escupí sangre y me volví a poner de pie.
Estar de pie no era el movimiento más inteligente, pero otra vez, quería ser castigado por lo que había hecho.
Deseaba morir por ello. Si estuviera muerto, no tendría que volver a enfrentarme a esa mirada en su rostro. No volvería a ensuciarla con esta endemoniada lujuria. No me acecharían esos sentimientos oscuros que ya no podía combatir. Mi deseo envenenaba el amor que sentía al mirarla, y lo convertía en algo obsesivo y destructivo.
Oscar volvió a golpearme en mi rostro del otro lado. Después me dio una patada en el estómago. Gemí al doblarme, cayendo de nuevo sobre el heno.
– ¿No vas a decir nada en tu defensa? – preguntó él, de pie por encima de mí.
Alcé la vista. Dolía abrir los ojos. Dolía moverme.
Oscar tomó mi camiseta y me levantó, para que estuviésemos cara a cara.
– ¡Responde a mi maldita pregunta!
–No–. Mi voz sonaba como la de un niño pequeño.
Algo pasó por los ojos de Oscar. Algo que no pude ver bien, porque mis ojos dolían demasiado como para mantenerlos abiertos. Incluso la luz del sol parecía estar golpeándome.
– ¿Cómo pudiste hacerle eso a ella? – susurró él. –Es tu gemela de espíritu.
¡Pero no estamos relacionados! Quería gritar, aunque no le importase a nadie en el pueblo. Probablemente hubiera sido más aceptable si estuviésemos relacionados.
– ¿Piensas que no lo sé? – grité. – ¿Piensas que no lo he sabido durante cada uno de los días de mi vida? ¿Crees que no me despierto sabiéndolo? ¿Que no paso cada momento a su lado con eso en mi cabeza? ¿Cada momento que deseo tocarla y que no puedo?
–Pero la tocaste–. Su voz sonaba un poco más suave que antes, aunque no menos enojada.
–Sí– susurré. –Lo hice. Tuve sexo con ella. La convertí en mi putita.
Oscar me lanzó al suelo y comenzó a patearme. Después de recibir un golpe en mi estómago, instintivamente me acurruqué en una bola, aunque no hice nada más para desviar sus golpes. El escozor se sentía casi sagrado; el dolor esparciéndose dentro de mí, el dolor que no podía infligirme a mí mismo, pero que sabía que merecía después de tocar algo tan bello y que nunca me pertenecería.
Oscar se detuvo.
–Voy a ir a la casa de Paula esta noche y pediré su mano en matrimonio.
Levanté la cabeza de golpe.
– ¿Qué?
–Obviamente no pueden seguir viviendo en la misma casa. La amo. Le daré...
No lo dejé terminar. No podía quedarme a escuchar lo que tenía para decir. Me lancé sobre él, golpeando y pateándolo con furia. Incluso acerté algunos golpes.
–No puedes– le dije, cuando estaba encima de él, mirándolo salvajemente. –No se te ocurra tocarla.
– ¿Por qué? ¿Porque te pertenece a ti? Deberías haber escuchado las cosas retorcidas que me dijo. Eres un monstruo.
Quizás lo era, pero no me importaba. No podía dejar que nadie la tocase. Nadie más la tendría.
–Aléjate de ella– resoplé.
Oscar me empujó.
–Es un poco tarde para jugar el papel del mejor amigo sobreprotector y angustiado.
– ¡No entiendes nada! – dije yo, volviéndome encima de él. –¿Piensas que entiendes el amor? No sabes nada acerca de él. Nada.
Oscar estudió mi rostro en silencio.
– No me gusta admitirlo– susurró él, –entiendo que la quieras de tu manera retorcida. Pero no puedes arrastrarla a un mundo así. Ella se merece algo mejor que eso.
Mi cabeza cayó sobre su camiseta. La sangre caía de mi mandíbula sobre su cuello, manchando su camiseta.
–No entiendes cuánto la...
–No puedes hacerte esto a ti mismo, ni a ella– dijo Oscar, empujándome hacia atrás. Él gruñó. –De alguna manera, saber lo que sientes lo hace peor.
–Lo sé– susurré.
–No puedes estar más cerca de ella– razonó él.
–No hagas esto. Por favor. Me mantendré alejado, no te la lleves. Aún no.
–Estás enfermo, Pedro, y la estás volviendo loca. Deberías haber visto la forma en la que se aferró a mí cuando pensaba en ti. Pensé que la habían atacado.
Temblé. Había sido atacada. Por mí.
–La volverás loca– repitió él. –Ella necesita irse, necesita tener una vida lejos de ti. Realmente no me importa lo que hagas, siempre y cuando te mantengas alejado de ella. No está bien.
No necesitaba que mi amigo me lo dijera. Lo sabía y, sin embargo...
–No sé lo que me pasa– dije, sosteniendo mi rostro maltratado con mis manos. La tierra seca estaba llena de
sangre. En todo el heno.
–Lávate. No pueden verte así– dijo Oscar. –Y si quieres vivir, mantente lejos de ella.
– ¿Cómo se supone que haga eso si vivimos en la misma casa?
–Ella no estará en tu casa por mucho tiempo más– prometió Oscar. –Hasta entonces, piensa en algo.
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