jueves, 24 de marzo de 2016

OBSESIÓN: CAPITULO 8




Pedro


ROSALINDA LLORABA. Debía haberlo esperado. Tendría que haber estado preparado para ello. Pero no podía soportar ver a una mujer llorar. Destrozaba cada célula en mi interior. No importaba cuánto me hubiera preparado.


Aún me sentía como un cretino y cada parte de mi quería correr hacia ella para hacerla sentirse mejor. Pero no podía hacerlo, porque eso le daría falsas esperanzas.


–No puedo estar más contigo. No puedo estar con nadie. No eres tú. Tú eres maravillosa y hermosa, Rosalinda.


– ¿Quién es, entonces? – lloriqueó ella. –Tienes otra chica, ¿no es así? ¿Quién es?


Bajé la vista. Eso era algo que nunca podría responderle. Y no tenía otra chica; no era algo que ella pudiese saber o entender. No importaba cuantas veces tomara a Paula. 


Cuantas veces la tocara; su cercanía. Nunca podría tenerla. No completamente. Ella estaba destinada a otra persona. Tenía que aceptarlo, y estar con otra mujer simplemente no era para mí. Nunca lo sería. Y, honestamente, después de haber estado con Paula, no tenía deseos de abaratar sus sentimientos o los míos; ni de traicionar lo que teníamos, al estar con otra persona. 


Especialmente con alguien que ella amaba y que le importaba, como su mejor amiga.


–Es otra chica– dijo suavemente Rosalinda. –Puedo verlo en tus ojos.


–No es lo que piensas– le dije lentamente.


– ¿Tienes sexo con ella? – El tono de su voz se elevaba. –¿Es por ello que no quieres tomar mi vagina? ¿Porque tienes otra?”


– Detente.


Sus manos volaron hacia su pecho. Hurgaban a tientas sus botones mientras ella comenzaba a desabrochar la parte delantera de su vestido, dejando expuesta la piel color crema de sus pechos y el blanco corsé que vestía.


Intenté llegar a ella, pero no pude hacerlo antes de que hubiese deslizado la parte superior por sus hombros. Sus pezones sobresalían de la parte superior del corsé y sus pechos suaves y redondos lucían regordetes y suaves...tan regordetes y suaves como sabía que eran.


Giré hacia el otro lado.


–Ponte la ropa–. Rosalinda no estaba escuchando.


– ¿Ella te hace cosas que yo no hago?


–Eso no tiene absolutamente nada que ver.


Ella se arrodilló delante de mí, al igual que lo había hecho la primera vez, y muchas veces desde entonces. Miré esa boca...esa hermosa boca que había chupado mi pene. 


Mi miembro recordaba la sensación de su lengua, lamiendo alrededor del borde. El fondo de su garganta al llevarlo hasta el fondo de la boca. Era buena chupando. Le gustaba. Ella quería que fuese el último, y lo hacía a menudo. Amaba el sabor de mi semen, decía, y yo le creía porque cada vez que lo tragaba, sonreía.


Sus manos alcanzaron mis pantalones. Retrocedí con disgusto, aunque esa sensación era por mí y no por ella.


Eso no la detuvo.


– ¿Recuerdas cuando cogiste mi trasero hace dos semanas?


Lo recordaba. No quería, pero lo recordaba. Estaba tan apretado. Habíamos estado en la parte posterior de la despensa de sus padres. La casa estaba vacía y ella se había inclinado sobre la mesa de trabajo de su padre, levantando su falda. Sin decir nada, había tomado mi miembro erecto a través de mis pantalones y lo había pasado por el costado de su trasero.


No podía coger su vagina. Lo sabía. Ella no quería tener ningún problema antes de casarse, lo cual era sabio, en mi opinión. Pero ella dijo que me dejaba tener su trasero.


Sabía que no era su primera vez. Tampoco era la mía. Pero ese momento se había sentido más íntimo que cualquier otra vez que había estado con una mujer. Quizás era porque se trataba de la mejor amiga de Paula, lo más cercano a ella que podría tener. Tal vez, porque su cabello olía a manzanas. Ella separó sus piernas. La tome por las caderas y la penetré por detrás. La mesa de trabajo crujía. El aire olía a polvo al inspirar, pero su hombro desnudo sabía a manzanas. A las manzanas de Paula.


Tuve que morderme el labio para evitar decir el nombre de Paula. Y luego, cuando sentí el sabor la sangre, besé la parte posterior del cuello de esta mujer mientras la penetraba suavemente, tan suavemente como podía. Así era como deseaba tener sexo con Paula. Muy suavemente. 


Para demostrarle cuánto la amaba, y la amaría más que
nadie.


Envolví mis brazos alrededor de su estómago y sostuve sus pechos. Creo que a Rosalinda le asombró mi gentileza. Mi cariño. Ella había ofrecido su trasero y, ahí estaba yo, haciéndole el amor. Y ella movía sus caderas hacia mí. 


Gimió y dijo mi nombre. Había dicho que estaba bien ir rápido. Que podía dejarme ir.


Quería dejarme ir. Mis embestidas iban más rápido y ella apretaba su trasero cada vez que yo salía, tirando de mi pene al empujarlo más profundo. Y luego, me había vaciado dentro de ella, mi sustituto. Dejé las manos sobre mis caderas y descansé mis labios en su nuca.


Te amo, pensé; sólo que no lo pensé. Lo dije.


Y entonces, después de algunos momentos de silencio, ella había dicho: yo también te amo.


Rosalinda se recostó sobre el suelo, abrió sus piernas y arqueó sus caderas en el aire. Miró por encima de su hombro; su cabello revuelto, sus ojos grandes, sus labios hinchados y las mejillas rojas de llorar. Sus senos estaban fuera del corsé, pero éste todavía los empujaba hacia arriba. 


Sus hombros desnudos se asomaban.


–Puedes tener sexo conmigo– susurró ella. –Puedes hacerme lo que quieras. Si quieres, puedes coger mi vagina. ¿Es por eso que la quieres a ella? ¿Porque ella te deja hacerle lo que quieras? Te dejaré hacerme lo que desees, también.


–No puedo– le dije. Y me sorprendió darme cuenta de que era cierto. Una parte de mí aún la deseaba. Deseaba tomar lo que ofrecía. Deseaba usarla. Y esa parte me desagradaba a tal punto que no podía tener una erección al mirarla. Era un impulso cruel y desagradable. No tenía derecho de lastimar a una chica honesta. Y, además, no podía disminuir lo que sentía por Paula.


Paula se casaría. Deseaba que lo hiciese. Pero no quería que sienta que la había usado. Por lo tanto, no estaría con nadie más. No por un largo tiempo y quizás nunca más. 


Probablemente sería más fácil de lo que pensaba, porque después de tenerla, incluso pensar en estar con otra mujer me hacía sentir enfermo.


Las manos de Rosalinda aferraron el polvo. Bajo su cabeza hacia el suelo. Sus lágrimas se mezclaban con la tierra, formando barro en sus mejillas.


– ¿Por qué dijiste que me amabas?


No tenía respuesta.


– ¿Por qué me lo dijiste, Pedro? ¿Tanto me odias, realmente?


–No– susurré. –Fue un error. No soy bueno para ti. En realidad, no soy bueno para nadie.


–No me importa si eres o no bueno. ¡Te quiero a ti! – Ella se estremeció y clavó los dedos en el suelo, raspando. –Por favor, no me dejes.


Me arrodillé a su lado, de espaldas a su cuerpo. La sombra de los árboles se veía como barras en su espalda.


–Eres hermosa Rosalinda. No conozco a un solo chico en este pueblo que no amaría estar contigo. Qué no te
adoraría.


–Pero no tú– susurró ella. – ¿No soy lo suficientemente bella?


–No tiene nada que ver con eso. No puedo estar con nadie más–. Eso era lo más cercano a la verdad que estaba dispuesto a ofrecer.


Ella se levantó y se limpió las manos sucias con su vestido, intentando alisarlo, pero lo único que logró fue esparcir la suciedad.


–Mírame ahora– dijo riendo. –Las personas pensarán que vine al bosque a tener sexo.


–Muchas chicas andan por ahí con la falda sucia.


Ella dio algunos pasos hacia adelante, dándome la espalda.


–Vine aquí a tener sexo. Excepto que no lo hicimos. Sólo que parece como si lo hubiésemos hecho. Es tan tonto–. Inspiró profundamente. –¿Quién es ella, Pedro?


La imagen del dolor en los ojos de Paula al mirarnos a Rosalinda y a mí pasó por mi mente. Paula lo sabía. En ese momento, ella reconoció lo que nunca había querido ver y se sintió mal consigo misma. Y yo no pude ir con ella para hacerla sentir mejor. No pude confortarla. Lo único que hice fue protegerla con mi silencio y mi negligencia.


–No hay otra para mí– dije yo. –Deberías volver primero. 
Esperaré un rato.


–Bien. Puedes comer el almuerzo que te preparé– dijo ella.


–No creo que pueda...


–No lo quiero de vuelta– espetó ella. Y luego se fue, tan rápido que casi se cae. Supongo que pensó que, aunque no pudiese ver su rostro, me daría cuenta de que estaba llorando, y no quería que la viese.


La observé irse. Luego, me senté y comí sus sándwiches, tratando de llenar el vacío en mi corazón con comida que no podía saborear.




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