martes, 15 de marzo de 2016
¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 13
Paula sintió un leve zumbido en los oídos mientras miraba a Pedro a los ojos. No podía detectar ni una pizca de frivolidad en su tono de voz ni en su lenguaje corporal, pero tenía que estar bromeando. Seguramente era un caso de humor inglés que había salido muy mal.
—Hazte a un lado —le ordenó—. Estás siendo ridículo.
—Compruébalo tú misma, entonces. —Se dio vuelta y abrió la puerta. Ella lo miró perpleja por sobre el hombro, pasó a su lado y salió a la sala de estar de la suite.
Paula vio que efectivamente su abuelo estaba esperándola.
Estaba de pie, en silencio, detrás de un caballero de saco azul y de una mujer, de la que supuso que era la abuela de Pedro.
—Buenos días, señora Alfonso —saludó el hombre—. Lamento que hayamos tenido que interrumpirlos a usted y a su esposo esta mañana.
A Paula le tomó un momento darse cuenta de que le hablaba a ella. Miró su credencial de identificación y supo que era miembro de la gerencia del hotel.
—No soy la señora Alfonso.
El gerente abrió los ojos aún más mientras dirigía la mirada a ella, a Pedro y luego a ella otra vez.
—Le debo otra disculpa. No sabía que la señora Alfonso todavía estaba durmiendo.
El silencio que siguió al comentario fue interrumpido por la risa de su abuelo.
—Paula, cariño, no hagas sufrir más a este caballero y dile que no hay otra mujer en la habitación.
—Claro que no. —Paula levantó una mano para impedir otro comentario alocado—. No hay ninguna señora Alfonso.
Pedro gruñó.
—¿No me presentarás a tu nueva esposa, Pedro? —preguntó la mujer de pelo plateado. La pregunta iba dirigida a su nieto, pero tenía los ojos clavados en Paula.
Era una mujer muy adorable, según pensó Paula. Su pelo estaba peinado de manera impecable, y Paula no dudaba de que el traje a medida de color azul claro era tan costoso como las tres vueltas de perlas que llevaba alrededor del cuello. Pero, por muy a la moda y elegante que estuviese por fuera, mostraba una completa ausencia de calidez cuando se dirigía a su nieto, lo que le mostró a Paula todo lo que necesitaba saber de la abuela de Pedro.
—Hubo un gran error —explicó Paula al grupo en general—. Pedro y yo no nos fugamos anoche. Trabajamos hasta tarde y...
—No digas más —interrumpió el abuelo. Se acercó hasta ella y la abrazó—. Creemos que es una sorpresa encantadora. ¿No es así, Margarita?
El uso del nombre de su abuela fue suficiente para atravesar el silencio estupefacto de Pedro. Con los ojos bien abiertos, giró hacia la abuela.
—Te llamó “Margarita”.
Ella enderezó la columna.
—El señor Chaves se está tomando libertades, te lo aseguro. Sin embargo, estamos aquí para hablar sobre el problema en el que te metiste.
—No lo llamaría “problema”, abuelita.
Paula lo miró con frustración antes de dirigirse a su abuelo.
—No, abuelo, no hay ninguna sorpresa. Entendiste mal. Pedro y yo trabajamos hasta tarde. Nada más.
El gerente del hotel, quien se veía cada vez más incómodo con cada palabra dicha, dio unos pasos hacia atrás.
—Me disculpo por la interrupción. Sus abuelos insistieron en que comprobáramos su bienestar. —Continuó caminando hacia atrás—. Los dejaré para que resuelvan este pequeño asunto en privado.
Margarita Alfonso levantó una mano.
—No tan rápido, joven. Este pequeño asunto no es algo que se resolverá con facilidad. —Se puso dos dedos a cada lado de la cabeza y se masajeó las sienes—. Necesito café: fuerte, negro, y de inmediato.
El gerente le aseguró que se encargaría al instante y se retiró de la suite. Cuando la puerta se cerró detrás de él, los cuatro ocupantes de la sala comenzaron a hablar al mismo tiempo.
Fue Pedro quien logró hacerse oír por sobre el bullicio.
—Esta idea alocada de que Paula y yo estamos casados será muy simple de resolver. Pero, en primer lugar, Paula y yo necesitamos ducharnos y vestirnos. Luego, una vez que hayamos tomado una buena taza de café, podremos hablar. Antes no.
El abuelo de Paula asintió.
—Buena idea, hijo. —Estiró su mano hacia Pedro—. Ya somos parientes y no me he presentado. Claudio Chaves, encantado de conocerte —agregó mientras estrechaba la mano de Pedro—. Bienvenido a la familia.
—Un placer, señor —respondió Pedro. Colocó una mano con suavidad debajo del codo de Paula—. ¿Puedo hablar un momento contigo en la otra habitación?
Ella sacudió la cabeza.
—Creo que es mejor que vaya a mi casa a ducharme y cambiarme. Podemos reunirnos más tarde en territorio neutral para conversar. Además, me sentiría mejor si estuviese vestida.
—Por cierto, mi querida, te traje algunas cosas. —Su abuelo tomó una pequeña maleta de la silla que estaba detrás de él y se la entregó—. No estoy seguro de haber traído las cosas correctas. Soy un hombre grande, ¿cómo sé lo que necesita una jovencita en su luna de miel?
Paula no podía emitir sonido. Seguramente, si eso fuera un chiste, ya hubieran llegado al remate. ¿Por qué su abuelo actuaba así? Él la conocía lo suficiente como para no creer que se había escapado para casarse con un hombre al que no conocía. De repente, la idea de un momento tranquilo consigo misma era sumamente atractiva y, si una ducha era la única manera de lograrlo, así lo haría.
Pedro tomó el bolso de las manos del abuelo.
—No tardaremos.
Desconcertada, Paula permitió que Pedro la llevara hasta el dormitorio. Una vez que él cerró la puerta, ella se dejó caer sobre el borde de la cama y lo miró.
—¿Qué sucede?
Él se sentó junto a ella.
—Aún no tengo idea, pero me sentí como un niño de seis años parado allí en pijama frente a mi abuela. —Sus ojos azules buscaron los de ella—. ¿Anoche no habremos hecho nada, ya sabes, indecoroso?
¿Indecoroso? La elección ultraeducada de palabra le pareció muy graciosa a Paula. No pudo evitarlo y estalló en carcajadas.
—Esto es serio, Paula —la reprendió Pedro—. No necesito que te desmorones hasta que averigüemos por qué nuestros abuelos se volvieron locos al mismo tiempo. Dime una cosa: ¿tu abuelo está actuando?
De pronto Paula ya no sentía ganas de seguir riendo.
Sacudió la cabeza.
—Para nada. Es decir, es una persona maravillosa y llevadera pero, si me hubiera escapado, se habría sorprendido y entristecido por no haberlo incluido. Adora las bodas. Me adora a mí.
—Entonces, esta no es la clase de situación que le agradaría.
—No —concordó Paula—. Aunque estoy segura de que pondría su mejor cara al oír las noticias. —Frunció el ceño mientras pensaba—. Pero no parecía estar simulando, ¿no?
Pedro se encogió de hombros.
—Al no conocer a tu abuelo, me es imposible afirmar algo. Sin embargo, parecería que está feliz de haberse librado de ti.
Si aquellas palabras hubieran provenido de cualquier otro hombre en el planeta, habrían sido más que ofensivas. Pero el brillo en los ojos de Pedro la hizo sonreír.
—Entonces, ¿por qué no está un poco enojado por no haberme acercado a pedirle tu mano en matrimonio?
—¿Pedirle mi mano? Pedro, sabes en qué año estamos, ¿verdad?
Él colocó amablemente un brazo alrededor de sus hombros.
—En este momento no sé nada. Ni siquiera sé si preferirías que te llamasen “Paula Chaves” o “Paula Alfonso”.
Paula le dio un golpecito suave con el codo en las costillas.
—Muy gracioso. Me daré una ducha y luego necesitamos restablecer la cordura por aquí.
Pedro le oprimió los hombros con suavidad.
—De acuerdo, ve. Estaré aquí.
A mitad de camino hacia el baño, Paula se dio vuelta y lo miró.
—Anoche no nos casamos, Pedro.
—Claro que no —le aseguró—. Trabajamos hasta tarde y nos quedamos dormidos.
Paula se pasó la mano por el pelo. Si eso fuera verdad, ¿dónde estaba el trabajo que habían hecho? Y una duda aún más apremiante: si se habían dormido mientras trabajaban, ¿por qué se había despertado en la cama de Pedro?
¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 12
Pedro regresó a la habitación, cerró la puerta y se apoyó contra esta. Su cabeza le daba vueltas.
—¿Paula?
Ella se asomó por una de las esquinas; era la visión de un ángel en bata blanca. Su pelo cobrizo estaba alborotado alrededor de los hombros. Se veía cien veces más calmada de lo que él se sentía.
—¿Era mi abuelo el que oí allí afuera? —preguntó ella.
Él asintió.
—Iré a cruzar unas palabras con él. —Paula dio un paso hacia adelante, pero él no se movió para dejarla pasar—. Pedro, mi abuelo es un hombre razonable. Él comprenderá.
Pedro sacudió la cabeza. Esto ya iba más allá de la comprensión.
—No es tan simple.
—Claro que sí. Es decir, todo esto es un poco vergonzoso, pero somos todos adultos. Podemos conversarlo de manera racional y luego actuar como si nunca hubiera sucedido. —Aguardó un instante para que él se moviera, pero no lo hizo—. Bueno, ¿no me dejarás salir?
Él negó con la cabeza.
—No, no hasta que hablemos.
El rostro de ella se iluminó con esperanza.
—¿Recuerdas lo que pasó anoche?
—No.
—Sé razonable, Pedro. Demorar las cosas no ayudará; deberíamos salir. ¿Supongo que mi abuelo está esperándome?
Él asintió.
—Tu abuelo y mi abuela.
—¡Oh! —Se cubrió la boca con la mano. Abrió más los ojos—. Eso es mil veces más incómodo.
—Un millón de veces más incómodo —la corrigió.
—Bueno, ambos somos adultos, así que dejemos de actuar como niños asustados. —Otra vez le hizo señas para que se corriera.
Pero él no podía permitir que saliera. No hasta que la preparase.
—Escucha, Paula, tengo que decirte algo.
—¿Sobre anoche?
—En cierto modo. —Lo que no daría por estar vistiendo un traje y por estar de nuevo en una sala de juntas en lugar de estar en pijamas en una habitación. La vida empresarial nunca era así de confusa—. No recuerdo mucho sobre lo que ocurrió anoche, excepto que vinimos aquí para hablar sobre redactar un plan de negocios porque el salón de reuniones estaba cerrado.
Ella asintió.
—También lo recuerdo. Entonces, tal vez bebimos demasiado y estábamos exhaustos y nos quedamos dormidos. No es ningún delito. —Apoyó la mano sobre la manga de él—. Pedro, vamos, no es como si fuéramos adolescentes a quienes atraparon mientras tenían relaciones y ahora debemos comprometernos.
—Es demasiado tarde para eso.
Ella sonrió.
—Claro, ambos pasamos la adolescencia hace tiempo.
Era en ese momento o nunca. Él respiró profundo y luego exhaló.
—No, quise decir que era demasiado tarde para comprometernos.
Ella inclinó la cabeza hacia un lado y examinó el rostro de Pedro. Él vio con claridad su confusión.
—¿Qué significa eso?
—Significa que ya estamos casados. —Pedro pudo deducir por la expresión de Paula que no había comprendido, así que intentó otra vez—. Estamos casados.
—¿Estás casado? —Dio un paso atrás—. ¿Por qué no me dijiste que tenías esposa? Quiero decir, no estábamos en una cita ni nada por el estilo. Era solo negocios, pero igual... el modo en que actuabas... supuse que... ¿por qué no me dijiste?
Pedro no podía soportar la manera en que ella lo miraba con algo similar al terror en sus ojos.
—No estoy casado. Es decir, no estaba casado. Al menos no pensaba que estaba casado.
Ella se quedó observándolo. Ninguno habló por un largo momento.
—¿Estás casado o no estás casado? —exigió saber Paula.
Él se puso la mano sobre el corazón.
—Estoy casado. Contigo, Paula.
—¿Te has vuelto loco?
Él sacudió la cabeza con remordimiento.
—Según el estado de Nevada, tú y yo somos legalmente marido y mujer.
lunes, 14 de marzo de 2016
¿NOS CASAMOS?: CAPITULO 11
El sol de media mañana entraba a raudales por la ventana oriental; sus rayos penetraban por las hendiduras de la persiana americana. Como no era amante de las mañanas, Paula hizo lo que solía hacer: cerró los ojos con fuerza, se dio vuelta y hundió la cara en la almohada mientras se tapaba con la sábana hasta la cabeza. Por lo general eso era suficiente para volver a dormirse pero, por alguna razón, tuvo el efecto contrario. Las alarmas comenzaron a sonar en su mente, y su corazón se aceleró.
¿Persianas americanas? No había persianas americanas en su habitación, ni en ninguna otra parte de la capilla. El pánico fluyó por todo su cuerpo más rápido de lo que el agua se derramaba por una represa. Frotó la sábana, pero solo sintió el algodón, no los bordes de encaje hechos en crochet.
No estaba en casa. Mantuvo los ojos bien cerrados mientras su mente pensaba a toda prisa. ¿Dónde demonios estaba?
Donde fuera que estuviese, había silencio. Un reloj marcaba la hora al otro lado de la cama. Paula se esforzó por oír otro sonido y, con el tiempo, detectó algo. Respiración superficial.
Sus ojos se abrieron de golpe. Estaba en la cama con alguien. O alguien estaba en la cama con ella. Con la mayor suavidad posible, se dio vuelta. Se irguió sobre un brazo y se inclinó para ver al otro ocupante de la cama. Con la mano libre se corrió el pelo para poder ver. Dio un grito ahogado: era Pedro Alfonso. Estaba en la cama con el sensual inglés que había conocido el día anterior.
¿Qué demonios había sucedido la noche anterior? Bajó la vista y vio que solo tenía puesta la ropa interior. Se le cortó la respiración. ¿Habían...? Oh, no, claro que no habían hecho el amor. No podía hablar por el hombre a su lado, pero Paula no era esa clase de mujer: no se acostaba con cualquiera.
¿Qué se suponía que debía hacer? Su falta de experiencia en sexo ocasional la dejó completamente paralizada. Tenía que salir de la habitación. No podía enfrentar a Pedro. No sin saber qué había sucedido la noche anterior.
Paula se obligó a mirarlo una vez más. Pedro tenía el torso desnudo pero, fuera de eso, no podía ver qué más estaba usando o no, y estaba convencida de que no iba a mirar. Los ojos de él estaban cerrados y parecía estar fuera de combate. Bien, tal vez significaba que podría escabullirse sin despertarlo.
Con cuidado, regresó a su lado de la cama. Un vistazo le aseguró que él aún dormía. Por el momento, todo iba bien.
Levantó la sábana, se puso de costado y sacó las piernas.
Dudó por un segundo pero, al no oír señales de vida de Pedro, se puso de pie lo más lentamente posible. Una vez que estuvo fuera de la cama, se obligó a respirar, algo que no era fácil teniendo en cuenta que su cabeza se sentía como si la hubiese atropellado un camión semirremolque.
Buscó con la mirada alguna señal de su ropa. La suite de Pedro —allí supuso que estaban— tenía una decoración muy inspirada en Oriente. En cualquier otra circunstancia, las líneas definidas la hubieran tranquilizado, pero en ese momento no se sentía para nada zen.
Finalmente detectó su bolso. Para su inmenso alivio, vio que su ropa estaba doblada con prolijidad junto a este. Todo lo que debía hacer era tomar sus cosas, encontrar el baño para vestirse de prisa, y salir de la suite antes que Pedro se despertase.
Apenas había dado unos pasos vacilantes cuando se oyeron unos fuertes golpes en la puerta. El corazón comenzó a martillear su pecho. Miró a su alrededor con desesperación.
¿Dónde demonios estaba el baño? Cuando hubo una segunda tanda de golpes, seguida por una voz masculina que anunció: “Administración”, Paula se dio cuenta de que, si no se movía con rapidez, la iban a atrapar parada en medio de la habitación en ropa interior. Con un gruñido, se apresuró a regresar a la cama y se metió debajo de la sábana. Mejor que la atraparan en la cama con Pedro que semidesnuda en el medio de la suite.
Su regreso muy poco sutil a la cama fue suficiente para despertar a Pedro. Para conmoción de Paula, él abrió los ojos y sonrió.
—Buenos días, Paula.
Ella abrió los ojos aún más. ¿Qué le sucedía a él? ¿No tenía la decencia de parecer conmocionado o al menos sorprendido? Se conformaría con que se sintiera incómodo.
En su lugar, él actuaba como si se hubieran despertado juntos todas las mañanas desde hacía años.
La expresión conmocionada de Paula debió de haberlo alertado sobre su estado cercano al pánico. Él se irguió sobre un codo.
—¿Qué sucede?
—De todo. —Subió la sábana con una mano hasta cubrirse el pecho y luego señaló hacia la puerta con la otra—. Alguien quiere entrar.
Lo observó mientras él se sentaba y se pasaba los dedos por el pelo. Pedro miró el reloj sobre la mesa de noche y luego miró a Paula. Por fin su rostro expresó completa confusión, un sentimiento que ella consideraba apropiado dadas las circunstancias.
Él apenas miró la puerta cuando alguien volvió a golpear. Su atención estaba centrada solo en ella y en ese momento reflejaba esa conmoción que ella había esperado ver antes.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Ella levantó la sábana hasta la barbilla.
—Dímelo tú.
Pero, antes de que Pedro pudiera decir una palabra, la puerta de la suite se abrió y una voz lo llamó: “¿Señor Alfonso? Señor, ¿está usted aquí?”.
Paula y Pedro intercambiaron miradas perplejas cuando oyeron al hombre susurrarle algo a otra persona.
—¿Quién está allí? —murmuró Paula.
—No tengo idea. —Pedro se frotó la cara con ambas manos—. Aún no sé qué haces tú aquí.
Esa afirmación le cayó mal a Paula. Entrecerró los ojos.
—Tú eres quien me debe una explicación.
—¿Señor Alfonso? —Esa vez hubo un golpeteo suave en la puerta del dormitorio—. Le pido disculpas por la interrupción, pero necesitamos hablar con usted.
Paula levantó las cejas mientras Pedro emitía un gruñido por lo bajo.
—¿Nadie usa el maldito teléfono en Estados Unidos? —se quejó él.
Ella abrió la boca para protestar, pero la cerró de inmediato cuando él apartó la sábana y se levantó. Avergonzada, ocultó la cara detrás de la sábana, pero luego oyó algo que la hizo sacar la cabeza.
La voz de su abuelo.
Pedro, quien ya llevaba unos pantalones de pijama azules de seda, la observó.
—¿Por qué te ves tan aterrada? —Miró hacia la puerta cerrada y luego otra vez hacia ella—. Oh, cielos, no estarás casada, ¿no?
—No, claro que no —replicó Paula.
—Entonces, no tienes por qué estar tan asustada. —Pedro se puso la parte superior del pijama y lo abrochó con rapidez—. Me desharé de quien sea que esté afuera. Quédate aquí.
—Pero es mi... —Antes de que pudiese terminar la frase, Pedro ya había salido por la puerta. Mientras luchaba contra el pánico en aumento, Paula no podía decidir qué hacer. El último lugar en el planeta donde quería que la encontrara su abuelo era en la cama de Pedro pero, si entraba de golpe mientras ella se estaba vistiendo a toda prisa, ¿qué tan mejor sería?
Saltó de la cama y tomó la bata de baño blanca del hotel, que estaba sobre la silla junto a la cama. La miró desconcertada. ¿Por qué estaba la bata de su lado de la cama? ¿La había utilizado la noche anterior? Cerró los ojos con fuerza y se masajeó las sienes. ¿Qué demonios había sucedido la noche anterior?
“Piensa”, se ordenó a sí misma. ¿Qué era lo último que recodaba? Habían tomado un taxi hasta el hotel donde se hospedaba Pedro porque ambos habían bebido demasiado.
El ascensor... recordaba haber estado en el ascensor y haberse apoyado sobre Pedro porque estaba mareada.
Echó un vistazo a una puerta, se dirigió a la otra punta de la habitación y encontró el baño. Con la desesperada esperanza de que todo fuera un mal sueño, se echó agua fría sobre la cara. Pero, cuando miró el espejo, aún estaba en el baño de Pedro, aún llevaba la bata del hotel y, hasta para sus propios ojos, se veía totalmente conmocionada.
“Respira profundo, Paula —se ordenó—. Inspira, espira.
Tranquilízate. Las cosas no pueden empeorar, y definitivamente no pueden ser más extrañas”. Se acomodó el pelo con los dedos y ajustó el cinturón de la bata. Después de una rápida búsqueda de los artículos de tocador brindados por el hotel, eligió un cepillo de dientes y se lavó.
Sintiéndose mucho mejor, enderezó los hombros y regresó al dormitorio.
Podía manejar la situación. Seguramente Pedro tenía una explicación razonable sobre por qué ella había pasado la noche con él. Y su abuelo, una vez que viera que ella estaba a salvo, se tranquilizaría, y todo estaría bien. Era así de simple.
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