domingo, 28 de febrero de 2016
EL SECRETO: CAPITULO 18
Paula se miró en el espejo sin prestar atención a su reflejo.
Pensaba en lo sucedido en la semana y media anterior.
Detrás de ella la enorme cama que la había llenado de terror era solo eso: un gran lecho.
Sus miedos habían estado injustificados, salvo en los rincones más profundos de su mente, donde se habían refugiado sus fantasías con Pedro a la espera del momento adecuado para emerger.
Apenas compartían el espacio físico de la habitación.
Antonia siempre se retiraba antes de las diez, momento en el que Paula subía y Pedro se quedaba trabajando en la planta baja hasta la madrugada.
No lo veía ni lo oía cuando llegaba al dormitorio porque siempre estaba profundamente dormida. La única prueba de que él había ocupado la habitación era su huella en el sofá, ya que siempre se marchaba a las ocho de la mañana.
Era evidente que apenas necesitaba dormir. Ella, por el contrario, era muy dormilona.
Pedro dejaba siempre la ropa de cama que utilizaba doblada y metida en el armario.
Paula se había despertado dos veces con necesidad de ir al cuarto de baño, al que se había encaminado de puntillas mientras él dormía, medio desnudo, pues no se tapaba mucho con el edredón.
Verlo así solo había servido para activarle aún más la imaginación.
Ojalá aquella estúpida farsa hubiera conseguido su propósito y hubiera revelado los defectos de Pedro. ¿No debería haberse transformado ya en un pesado arrogante con demasiado dinero?
Paula suspiró y se fijó en su reflejo. El cabello parecía más indomable que de costumbre, pero ya había dejado de intentar someterlo. ¿Era aquel aspecto el que de verdad deseaba tener: mal peinada, con un vestido de tirantes y unas sandalias de tacón alto que no le gustaban en absoluto?
Pedro y ella, a petición de Antonia, iban a cenar fuera aquella noche. Antonia había hablado muy seriamente con ella para que se comprara algo bonito para la ocasión, ya que, hasta ese momento, no había ido de compras y había utilizado la ropa que había llevado.
A pesar de sus protestas, Antonia y ella habían pasado fuera buena parte del día. En Salamanca había tiendas de diseño para todos los gustos.
Cada vez que Paula intentaba mostrar a la madre de Pedro una grieta en la relación con su hijo, ella le quitaba importancia. Parecía considerar que su franqueza era un
refrescante cambio con respecto a la serie de lapas que se habían pegado a su hijo a lo largo de la vida.
Mientras tanto, en mitad de todo aquello, Paula había comenzado a observar detalles en Pedro que le estaban minando las defensas.
Era increíblemente inteligente y, aunque escuchaba los argumentos ajenos, le gustaba ganar las discusiones. En la cena, que era cuando más se veían, ya que él se pasaba el día trabajando, hablaban de todo lo habido y por haber.
Antonia solía sacar un tema de conversación y todos daban su opinión.
Pedro era un hijo cariñoso sin ser condescendiente. Se le daba muy bien provocar a su madre, y a Paula se le encogía el corazón al ver la interacción entre ambos.
Estaba muy unida a su abuela, como les había dicho dos noches antes, pero ella se resentía de haberse criado sin padres. Probablemente había hablado de aquel tema por haber bebido demasiado. Incluso había llorado al final. Se estremeció al pensarlo.
Pedro también era divertido, ingenioso y muy interesante.
Había viajado por todo el mundo y contaba anécdotas de lugares remotos.
El corazón se le aceleró al pensar que anhelaba estar en su compañía. Se pasaba el día en el jardín, a veces leyendo en la piscina y otras con Antonia. Pero, a las cinco era como si el cuerpo se le comenzara a desperezar y a cobrar vida.
Y eso no estaba bien.
De hecho, la asustaba, ya que Pedro se mostraba tan distante como le había prometido. Era cierto que cuando estaban juntos era la calidez y el encanto personificados, pero, en cuanto su madre desaparecía, se convertía en otra persona: controlada, fría y en cierto modo ausente.
Había dejado de sentarse tan cerca de ella en el sofá, y las demostraciones físicas de afecto, los toquecitos en los hombros, las mejillas y los brazos habían disminuido.
Paula suponía que era un modo sutil de informar a su madre que las cosas no se hallaban en el terreno del amor maravilloso y los finales felices.
¿Se había fijado Antonia? No lo sabía.
Paula había pensado en hablar del tema comenzando con vagas generalidades para después referirse a la relación de ellos dos y terminar preguntando a Antonia qué pensaba.
Pero no se atrevió a hacerlo.
En aquel momento, Pedro estaba en la planta baja. Solía dejar de trabajar a las seis para hacer compañía a su madre mientras Paula se bañaba y cambiaba.
Y cuando ella bajaba a tomarse un vaso de limonada recién exprimida, él aprovechaba para ducharse. Era una inteligente táctica de evitación en la que Antonia no parecía haber reparado.
Esa noche, Paula entró en el salón y halló a Antonia tomándose un zumo con un libro en el regazo.
Como todas las estancias de aquella maravillosa casa, aquella era luminosa, de paredes y muebles claros y contraventanas de madera para protegerla del sol en verano. Y, como en todas las demás, olía a las flores que Antonia cortaba del jardín y colocaba en jarrones por toda la casa.
–Quería ver cómo te sentaba el vestido –Antonia le sonrió y le pidió que diera un par de vueltas para apreciarlo desde todo los ángulos–. Estás preciosa.
–No estoy muy segura –contestó ella con torpeza–. No estoy acostumbrada a llevar vestidos.
–Pues deberías. Tienes un tipo perfecto para llevarlos, no como esas mujeres esqueléticas con las que salía mi hijo. Se limitaban a sonreír como tontas y a mirarse en cada espejo por delante del que pasaban. Yo le decía a Pedro que no eran mujeres de verdad, sino muñecas de plástico, y que se merecía algo mejor.
Sonrió con aire de superioridad e indicó a Paula una silla para que se sentara.
–Tenemos nuestras diferencias. Aunque creas que esas modelos no le vienen bien a Pedro, en realidad, son mucho más adecuadas para él de lo que te imaginas.
Se inclinó hacia delante y miró el hermoso rostro de la anciana que tenía frente a ella.
–Ser sincera está muy bien, pero, al final, a los hombres les ataca los nervios.
–¿Fue eso lo que le pasó a tu antiguo novio? ¿Por eso anuló el compromiso, querida?
Paula se sonrojó. Apenas le había dado detalles de la ruptura que supuestamente la había llevado a los brazos de Pedro, su verdadero amor. En aquel momento, Antonia se los pedía.
–La ruptura se produjo porque no me quería, y resultó que yo tampoco a él.
Era la primera vez que decía en voz alta lo que pensaba.
–Fui una idiota –confesó–. Me encapriché de Roberto en la adolescencia. Era el más guapo de la clase y, además, le gustaba hablar conmigo. Me pareció que era amor lo que había entre nosotros, así que, cuando se presentó en Londres y me pidió que nos viéramos, supongo que recordé lo que sentía por él, lo trasladé a la actualidad y decidí que mis sentimientos seguían intactos. Al fin y al cabo, seguía siendo guapo. Me hizo recordar.
Y había sabido manipular sus puntos débiles en su propio beneficio. Pero había sido culpa de los dos, ya que ella se lo había consentido.
–¿Qué estaba diciendo? –preguntó mientras se contenía para no llorar.
–Decías –dijo Pedro detrás de ella– que te metiste en una desgraciada relación con alguien que no te convenía desde el principio.
Se había quedado en el umbral de la puerta sin que su madre y Paula lo notaran. No entendía por qué se había puesto tan contento al oír a esta reconocer lo que él siempre había sospechado.
Su exprometido no le había partido el corazón, como a ella le gustaba imaginar. Pedro se lo había visto en el rostro, pero era muy satisfactorio que lo reconociera.
Aunque no tenía una importancia significativa, se apresuró a pensar. Aunque ella fuera divertida, demasiado sincera y muchas cosas más de las que carecían las mujeres con las que solía salir, eso no hacía que estuviera disponible para él.
Lo había estado para un simple monitor de esquí, pero no para el hombre que realmente era.
Sin embargo, todo se complicaba cada vez más.
Se aseguraba de dominar la tentación quedándose hasta muy tarde ante el ordenador, aunque solo parte de su mente estaba en el trabajo. La otra se dedicaba a imaginar a Paula en la cama, a verla como sabía que dormía por haberla contemplado: sexy y medio destapada.
Estaba seguro de que no se dormía así, de que se tapaba hasta la boca. Pero, en algún momento, cuando estaba profundamente dormida, su cuerpo buscaba sentirse más cómodo, no envuelto en el edredón como si fuera una momia egipcia.
Ella se había levantado dos veces de madrugada para ir al cuarto de baño andando de puntillas y tan despacio al pasar por delante del sofá que él había tenido que recurrir a toda su capacidad de contención para no estallar en carcajadas.
La ancha camiseta que se ponía para dormir y que le llegaba hasta medio muslo provocaba reacciones extrañas en su organismo. Aunque llevara una ropa que no le favoreciera en absoluto, su cuerpo era hermoso y sexy, sus senos prometían y sus piernas lo tentaban a descubrir lo que había entre ellas.
Se sonrojó al recordar la excitación que le habían producido semejantes pensamientos mientras se duchaba.
Se preguntó con ironía si eso era lo que sucedía cuando a un hombre que podía tenerlo todo se le negaba lo único que deseaba.
Cuando antes acabaran con aquella farsa, mejor.
Y no solo porque parecía que su madre se había enamorado de Paula.
Iban a salir esa noche los dos solos, por lo que no se andaría con rodeos.
Había llegado el momento de la verdad.
Estaba harto de pelearse con su libido. Tenía que volver al mundo de los vivos, a sus oficinas en Londres.
Para su gusto, su madre se estaba implicando demasiado en su falso romance. Y, de todos modos, ¿quién sabía si Paula no se estaría acostumbrando a la buena vida? Sin duda, era algo que había que tener en cuenta.
–¿Cuánto llevas acechándonos desde la puerta? –preguntó Paula en tono acusador.
Pedro entró en el salón y fue a apoyarse en el poyete de una ventana con los brazos cruzados.
Paula pensó que nunca lograría habituarse a su sorprendente belleza.
–No os acechaba.
El tono de su voz y de su expresión era tranquilo, pero tuvo que apartar la vista de lo senos de ella, que el fino vestido resaltaba. Por Dios, ¡ni siquiera llevaba sujetador! Rayaba en lo indecente, a pesar de lo modesto del estilo.
Había algo en la mezcla de colores que hacía que su rizado cabello destacara aún más. Y se había maquillado un poco, lo suficiente para que sus carnosos labios consiguieran distraer a cualquier hombre.
Notó que se excitaba y apartó momentáneamente la vista de ella para recuperarse, antes de dedicarse a bromear con su madre, como solía hacer. Cuanto más aumentara su deseo, más distancia tendría que poner entre Paula y él.
–Que os lleve Carlos –le dijo su madre mientras él se dirigía hacia Paula, que se levantaba en ese momento con la gracia de una bailarina de ballet.
–¿Me vas a echar un sermón sobre que no debo conducir si he bebido? –preguntó él mientras rodeaba a Paula con el brazo por la cintura, lo que era un reto para su autocontrol–. No te preocupes. Le diré a Carlos que nos lleve y nos recoja. Creo que le gusta ese bar que hay cerca del restaurante, pero tendrá que beber agua.
sábado, 27 de febrero de 2016
EL SECRETO: CAPITULO 17
La cena fue fabulosa. Tomaron paella y ensalada.
Paula mencionó, como de pasada, lo asombrada que estaba por el hecho de que Pedro y ella estuvieran juntos, ya que eran muy distintos y ella era un tipo de mujer que a él podía resultarle aburrida.
Antonia sonrió y dijo que los opuestos se atraen. Puso muchos ejemplos del modo en que dos personas se complementaban al aportar características distintas a su unión.
Pedro no mordió el anzuelo y no insistió sobre ello. ¿Seguía considerando que había que esperar para empezar a mostrar a su madre las grietas de la relación?
Al pensar en el enorme dormitorio que los esperaba, Paula decidió que, cuanto antes aparecieran, mejor.
Se reafirmó en su decisión cuando, mientras tomaban café en el salón, Pedro se sentó a su lado y le pasó el brazo por los hombros. Su voz era cálida mientras jugaba distraídamente con el cabello de ella.
Antonia percibía todos los detalles con los ojos bien abiertos.
Si él no se daba cuenta, Paula sí lo hacía, y fue lo primero que le dijo cuando Antonia les dio las buenas noches y los dejó solos en el salón.
–Podías haberme ayudado cuando he empezado a enumerar las razones por las que no deberíamos ser una pareja –le reprochó mientras se levantaba de un salto y se sentaba en una silla, lejos de él. A pesar de ello, siguió sintiendo el peso de su brazo en los hombros y el calor de su muslo, que había apretado contra el de ella.
–¿Has visto a tu madre? ¡Le ha parecido bonito que señalara las diferencias!
Él se encogió de hombros y Paula apretó los dientes.
Hacía tiempo que Pedro no veía tan feliz a su madre.
¿Cuánto tiempo llevaba ella albergando la esperanza de que conociera a la mujer de sus sueños y se la presentara? Solo le había comenzado a presionar después de la enfermedad, pero ¿cuánto llevaría preocupada?
–No es el momento de atacar por dos frentes.
–No se trata de atacar.
¿Por qué se ponía dramático? ¿Por qué la hacía quedar como la mala de la película cuando solo estaba allí por su culpa y se limitaba a poner los cimientos de su ruptura como le había dicho que hiciera?
–Y –prosiguió– preferiría que no te sentaras tan cerca de mí.
–¿Tan cerca de ti?
–Creo que esas demostraciones de afecto a tu madre le resultan un poco violentas.
–Vamos a dormir en la misma habitación, por lo que no creo que vaya a desmayarse si te acaricio el muslo. ¿Te ha parecido que estaba incómoda?
–Esa no es la cuestión.
–La cuestión es que no sé de qué me hablas. No voy a sentarme en el rincón más alejado de la habitación. No sería natural. Además, no sé por qué haces un mundo de eso.
–De lo que hago un mundo –susurró ella con ferocidad ante la tranquilidad que mostraba Pedro frente a lo agitada que se sentía ella– es de que me estoy recuperando de algo horroroso, por lo que tal vez necesite más espacio físico del que me ofreces. A saber lo que pensará tu madre de mí –de pronto se le ocurrió una idea–. ¿Y si cree que soy una cazafortunas? Al fin y al cabo, apenas me abandona mi prometido empiezo a salir con un multimillonario.
Comenzó a restregarse las manos con desesperación.
–¿Y si cree que he ido a por ti? ¿Y si se imagina que soy una más de la lista de mujeres que quiere estar contigo por las ventajas que puede obtener?
Pedro enarcó las cejas y alzó una mano con firmeza para detenerla antes de que comenzara a explorar en profundidad aquel aspecto.
–No lo cree –dijo él con rotundidad–. Ni tampoco piensa que estés emocionalmente desequilibrada porque salgas conmigo justo después de la ruptura de tu compromiso.
–Eso no lo sabes.
–Claro que lo sé, y se lo he dicho a mi madre.
–¿Qué le has dicho?
–Que no pasas de un hombre a otro sin concederte una pausa para respirar. Le he explicado que no estás conmigo por despecho, lo cual, como podrás suponer, no le hubiera hecho gracia alguna.
–¿Y cuándo le has explicado todo eso? –preguntó ella francamente desconcertada.
–Durante las dos horas que estuviste en remojo en la bañera.
«Y cree que eres muy valiente», pensó sin decirlo en voz alta. «Yo también lo creo».
–¿Y se lo ha creído? –Paula lanzó una carcajada de incredulidad–. Sé que les venderías hielo a los esquimales, pero las mujeres son muy intuitivas para las cosas del corazón.
–Por eso sabe que es verdad –le aseguró él–. Te ha conocido, ha hablado contigo y sabe, como lo sabemos tú y yo, que lo que sentías por tu exprometido no era amor. Aunque seas la novia abandonada, lo cual no es muy agradable, no eres la novia del corazón destrozado. Por eso, que me digas que te sientes incómoda si me siento cerca de ti porque tienes el corazón partido, francamente, es una tontería. Tal vez tengas miedo de que esté muy cerca porque creas que voy a hacerte algo…
¿Y no lo había pensado más de una vez? Menos mal que tenía una voluntad de hierro y la inteligencia suficiente para detectar el peligro.
–Pues no va a pasar –prosiguió él–. O tal vez tienes miedo de hacerme tú algo a mí.
Paula se puso colorada como un tomate porque lo que Pedro le estaba diciendo se le había ocurrido a ella, aunque solo fuera de pasada.
El hecho vergonzoso era que le resultaba físicamente atractivo, que había tenido fantasías estúpidas.
–Ni lo sueñes –contestó en tono seco.
No acostumbraba a jugar a aquellos jueguecitos. Era una persona sincera y nunca se había visto en una situación semejante. Era un territorio desconocido para ella, por lo que únicamente se guio por su instinto para saber que no debía mostrarle que tenía razón, que tal vez la cama la aterrorizara porque se imaginaba con extrema facilidad en ella con él a su lado.
EL SECRETO: CAPITULO 16
–Gracias por tu ayuda –fue lo primero que Paula dijo a Pedro cuando, una hora después, los conducían a sus habitaciones–. ¿Por qué no…?
–¿Por qué no he hecho un discurso sobre los motivos por los que nuestro apasionado romance está destinado a estrellarse en el plazo de dos semanas?
Desconocía cómo se sentía Paula son respecto a su pasado.
Huérfana de niña y criada por su abuela y, sin embargo, ni una sola queja sobre su desgraciado pasado. Seguía creyendo en el poder del amor, a pesar de que el hecho de que la hubieran abandonado tendría que haberlo vuelta cínica, precavida y desconfiada. Siempre esperanzada, la eterna optimista.
Él conocía a muchas mujeres a las que la vida les había dado lo mejor, pero se quejaban continuamente.
–Es un poco pronto para mostrarle las grietas a mi madre, ¿no te parece?
Al llegar al descansillo, la doncella giró a la derecha y ellos la siguieron. Las maletas ya se las habían subido.
–Tu madre es encantadora. Será una lástima que tenga que enfrentarse al hecho de que su hijo es tan odioso que nadie en su sano juicio cargaría con él.
Pedro la miró para ver si estaba de broma, pero tenía una expresión seria y reflexiva.
–Hay veces que creo haber oído mal.
Paula se detuvo y lo miró con el ceño fruncido.
–¿Tienes idea de lo arrogante que fuiste cuando me hiciste creer que eras alguien que no eras? Aunque solo fuera la cocinera, no te diste cuenta de que debías ser sincero conmigo. Para empezar, creíste que, si sabía que eras rico, intentaría aprovecharme de ti, por lo que te dio igual ser sincero o no. Mis sentimientos no te importaron en absoluto. Sé que tuviste una mala experiencia con una mujer que iba detrás de tu dinero, pero eso no es excusa para suponer que todos forman parte de la misma categoría, que son culpables hasta que no se demuestre lo contrario.
–¿Qué tienen que ver tus sentimientos con todo eso?
–Casi ni te disculpaste por haberme engañado –respondió ella rotundamente.
–¿De dónde sacas eso? –preguntó Pedro con enfado.
–Supusiste que no pasaba nada porque haces lo que te da la gana sin ninguna consideración hacia los demás.
–¿Adónde quieres ir a parar?
Fulminó con la mirada a la doncella, que parecía contener la risa.
–Estoy anticipando…
–¿Que estás qué? No sé de qué me hablas.
–Estoy anticipando lo que sucederá cuando tu madre descubra que te has convertido en un egoísta.
–Creo que hace tiempo que se ha dado cuenta –replicó él en tono seco–. Y ya que estamos hablando de escrupulosa sinceridad y preocupación por los sentimientos ajenos, ¿le has contado a tu abuela dónde estás y por qué?
Ella se sonrojó.
–No he creído oportuno preocuparla entrando en detalles.
Aquello no iba a durar: dos, tres semanas como máximo era lo acordado. En ese tiempo, aunque aún no se hubiera producido la ruptura, habrían dejado al descubierto la falta de base de su relación.
Él creía que en ese tiempo su madre abandonaría la idea de que sentara la cabeza con la mujer de sus sueños, y cualquier noción de romance de cuento de hadas, y se resignaría a aceptar que lo que él deseaba de la vida, en el plano emocional, distaba mucho de lo que ella creía que le convenía.
Era su madre y la quería, pero, al fin y al cabo, se trataba de su vida. Aquella experiencia de inocua ficción le serviría de lección.
–Solo voy a estar aquí poco tiempo. Cuando vuelva a Londres y tenga la vida resuelta, tal vez se lo cuente.
–¿En serio crees que tendrás la vida resuelta cuando vuelvas?
–Me dijiste que…
Pedro agitó la mano para descartar sus protestas. Le había ofrecido un acuerdo formal en el que se especificaban las condiciones por escrito y lo que recibiría al final, pero ella le había dicho que no era necesario.
–No me refiero al trabajo, la vivienda y el dinero, Paula, sino a tu fe ciega en que la vida siempre te depara lo mejor.
–No tengo por qué escucharte –iba a darse la vuelta, pero él la detuvo poniéndole la mano en el brazo.
–Si hace tiempo que mi madre necesita una lección, tú debieras aprovechar esta oportunidad para aprender otra. La realidad no desaparece porque lo desees.
Le indicó con un gesto de la cabeza a la doncella, que se había apartado y miraba por la ventana para no oír la conversación, aunque Paula no creía que entendiera el inglés.
Observó con enfado que Pedro se acercaba a ella, le hablaba en español y la hacía reír. A pesar de ser una mujer mayor, de más de sesenta años, era evidente que su encanto masculino seguía funcionando con ella.
Pero él no intentaba que funcionara con Paula.
¿Cómo se atrevía a creer que sus cínicas opiniones sobre la vida podían influir en la suya?
De naturaleza plácida, Paula no daba crédito a la furia que sentía mientras seguía a Pedro sin fijarse mucho en el magnífico entorno.
En la primera planta, el pasillo conducía a distintos salones y dormitorios. Entraba mucha luz gracias a los grandes ventanales que había a intervalos regulares.
Por ellos, Paula, mientras seguía a Pedro, divisó amplias praderas y el azul brillante de una piscina.
Se detuvo detrás de él cuando la doncella entró en uno de los dormitorios. Se cruzó de brazos. Estaba a punto de estallar de ira.
–Hay buenas y malas noticias –dijo él mientras se apoyaba en el marco de la puerta, la viva imagen de la elegancia.
–Las buenas son que el dormitorio es enorme y tiene dos sofás y dos armarios. La mala es que tenemos que compartirla.
La doncella había desaparecido. Paula miró a Pedro con las mejillas encendidas.
–Me habías dicho que tu madre no consentiría que compartiéramos habitación. Que estaba chapada a la antigua, que no había tenido relaciones sexuales antes de casarse, que, aunque sabía lo que hacías, se negaría a que lo hicieras en su casa.
–En las escasas ocasiones en que me he presentado con una mujer siempre ha creído que la mejor manera de no contribuir a una unión sin amor era colocarnos a cada uno en un extremo de la casa.
–¿Es eso lo único que se te ocurre? –bufó ella mientras su ira aumentaba un poco más.
–De momento, sí –respondió él al tiempo que se apartaba del quicio de la puerta y entraba en la suite de invitados.
–¿Qué vamos a hacer? –insistió Paula, con los brazos en jarras.
–Cierra la puerta. Lo único que nos falta es que alguien nos oiga pelearnos.
–Creía que se trataba justamente de eso.
–No el primer día. Entra y cierra la puerta, Paula.
–¡Qué autoritario eres! –masculló ella mientras entraba en la habitación como si lo hiciera en una sala de tortura.
¿Cómo iba a compartir la habitación con Pedro? ¿Y cómo podía él estar tan tranquilo cuando ella era un manojo de nervios?
–¿Quieres refrescarte? –preguntó él en tono neutro.
Le indicó con la cabeza el cuarto de baño, casi tan grande como el dormitorio, que era enorme.
–No podemos compartir la habitación.
–No voy a decírselo a mi madre todavía, Paula, así que más vale que te vayas haciendo a la idea. De todos modos, ¿qué problema hay?
–El problema es que ni siquiera te conozco…
–Pues no fue un problema cuando estábamos en Courchevel. Y francamente, gracias a la costumbre que tienes de decir lo que te da la gana y de hacer las preguntas que te parece bien, probablemente me conozcas mejor que mucha otra gente.
Era verdad, lo cual a él le produjo cierta inquietud.
–Allí no compartimos habitación, sino una casa.
–Pero ahora tienes la ventaja de saber que no soy un maniaco homicida ni monitor de esquí a la búsqueda de una mujer para llevármela a la cama.
–No he accedido a venir aquí para esto.
–¿Para qué, exactamente? –preguntó él con voz suave al tiempo que la miraba con sus ojos oscuros.
Ella sintió un cosquilleo en todo el cuerpo.
Le emergieron con sorprendente facilidad todos los pensamientos prohibidos que se le habían agolpado en la mente desde el momento en que lo vio por primera vez.
Pensamientos de que él la acariciaba, probaba su sabor; pensamientos estúpidos, producto de una mente enfebrecida y desequilibrada por el trauma del compromiso roto.
Pero ¿cuándo había sido la última vez que había pensado en Roberto? ¿Hasta qué punto estaba traumatizada por lo sucedido? Si se le hubiera partido el corazón, ¿no debería estar en un rincón lamiéndose las heridas y pensando en aquel futuro que se le había escapado?
–Piensa en lo que vas a obtener de todo esto –le aconsejó él–. Y, para tu tranquilidad, estoy dispuesto a dormir en el sofá.
Había contemplado la posibilidad de llevársela a la cama antes de que descubriera quién era realmente y lo que poseía. Pero, si lo hacía en aquel momento, ¿cuánto tardaría ella en fijarse en lo que había a su alrededor, en preguntar por el resto de casas que tenía por todo el mundo esperando a que las airearan cuando llegara el momento?
Si a una romántica confesa como ella se le añadía un corazón partido y un multimillonario con una libido sana, ¿qué salía de la mezcla?
No había que ser un genio para saberlo: complicaciones. Y Pedro prefería prescindir de ellas, sobre todo si eran de naturaleza emocional.
Por tanto, si había algo en ella que lo atraía, si había algo en su cabello indomable y su atractivo cuerpo pequeño que le despertaba la imaginación, tendría que dejarlo estar.
Aunque estaba acostumbrado a conseguir lo que deseaba del sexo opuesto, en aquel caso tenía las manos atadas y no estaba dispuesto a desatárselas para jugar con fuego.
Paula miró el sofá. Muy bien, no compartirían la cama, el lecho gigante con dosel, pero ella sería consciente de que él dormía solo a unos metros.
Eso no debería ser un problema. Era evidente que él no lo consideraba así.
–No acostumbro a compartir la habitación –protestó ella débilmente.
Él le sonrió con expresión de burla e incredulidad.
–Te ibas a casar.
Paula se puso colorada y sintió la boca seca.
–No dejas de recordármelo –apuntó ella intentando cambiar de tema, ya que no le gustaba hacia dónde se dirigía la conversación–. Supongo que ahora comenzarás a sermonearme por no enfrentarme a la realidad, por ser una romántica sin remedio y por ocultar la cabeza bajo el ala…
Pedro la miró con los ojos entrecerrados.
–¿No dormías con tu prometido?
Vio cómo se pasaba la lengua por los labios, nerviosa. Sabía que no debía insistir en aquello porque carecía de sentido.
No se trataba de un ejercicio de conocer al otro. Volvió a sentir la inquietud de poco antes porque, por extraño que pareciera, y le gustara o no, se conocían.
–No es asunto tuyo. Creo que me voy a bañar.
–Claro que es asunto mío –respondió él con una sonrisa que implicaba que sus conclusiones sobre su relación con Roberto eran correctas–. Recuerda que estamos enamorados. ¿No comparten todo los enamorados?
–Eres… eres…
Él continuó sonriendo.
–¡Ojalá nos estuviera viendo tu madre por una agujerito para que se diera cuenta de lo enamorados que estamos!
Estaba furiosa. No conocía a nadie que consiguiera enfurecerla tan rápida y fácilmente.
–O tal vez decidiera que un poco de volatilidad es recomendable cuando se trata de estar enamorados.
–Pues se equivocaría –bufó Paula. Se dirigió adonde estaba su maleta, de la que sacó algo de ropa–. Y ahora, si no te importa, voy a bañarme.
Estuvo a punto de preguntarle si no quería que se bañara con ella, pero la idea de hacerlo de verdad, de meterse en el agua caliente con ella, de enjabonarle el cuerpo y sentir sus curvas apretarse contra él, lo asaltó con la fuerza de un caballo desbocado.
–Tengo trabajo –afirmó con brusquedad–. Tómatelo con tranquilidad. La cena se suele servir a las siete y media, pronto para las costumbres españolas. Vendré a buscarte para llevarte al comedor o enviaré a una de las doncellas para que lo haga.
Paula se metió en la bañera y cerró los ojos. Después de haberla provocado y enfurecido, Pedro, de pronto, había dejado de sonreír y había cambiado de expresión sin motivo alguno. Supuso que se estaba aburriendo.
Le gustaba y le divertía provocarla, pero la diversión se le agotaba pronto porque, por muy distinta que le resultara, no tenía lo necesario para captar su atención más de cinco segundos seguidos. ¡Menos mal que todo aquello era una ficción! Nunca sería lo bastante buena para él. Daba igual que fuera distinta. Daba igual que fuera una novedad.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)