sábado, 27 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 16





–Gracias por tu ayuda –fue lo primero que Paula dijo a Pedro cuando, una hora después, los conducían a sus habitaciones–. ¿Por qué no…?


–¿Por qué no he hecho un discurso sobre los motivos por los que nuestro apasionado romance está destinado a estrellarse en el plazo de dos semanas?


Desconocía cómo se sentía Paula son respecto a su pasado. 


Huérfana de niña y criada por su abuela y, sin embargo, ni una sola queja sobre su desgraciado pasado. Seguía creyendo en el poder del amor, a pesar de que el hecho de que la hubieran abandonado tendría que haberlo vuelta cínica, precavida y desconfiada. Siempre esperanzada, la eterna optimista.


Él conocía a muchas mujeres a las que la vida les había dado lo mejor, pero se quejaban continuamente.


–Es un poco pronto para mostrarle las grietas a mi madre, ¿no te parece?


Al llegar al descansillo, la doncella giró a la derecha y ellos la siguieron. Las maletas ya se las habían subido.


–Tu madre es encantadora. Será una lástima que tenga que enfrentarse al hecho de que su hijo es tan odioso que nadie en su sano juicio cargaría con él.


Pedro la miró para ver si estaba de broma, pero tenía una expresión seria y reflexiva.


–Hay veces que creo haber oído mal.


Paula se detuvo y lo miró con el ceño fruncido.


–¿Tienes idea de lo arrogante que fuiste cuando me hiciste creer que eras alguien que no eras? Aunque solo fuera la cocinera, no te diste cuenta de que debías ser sincero conmigo. Para empezar, creíste que, si sabía que eras rico, intentaría aprovecharme de ti, por lo que te dio igual ser sincero o no. Mis sentimientos no te importaron en absoluto. Sé que tuviste una mala experiencia con una mujer que iba detrás de tu dinero, pero eso no es excusa para suponer que todos forman parte de la misma categoría, que son culpables hasta que no se demuestre lo contrario.


–¿Qué tienen que ver tus sentimientos con todo eso?


–Casi ni te disculpaste por haberme engañado –respondió ella rotundamente.


–¿De dónde sacas eso? –preguntó Pedro con enfado.


–Supusiste que no pasaba nada porque haces lo que te da la gana sin ninguna consideración hacia los demás.


–¿Adónde quieres ir a parar?


Fulminó con la mirada a la doncella, que parecía contener la risa.


–Estoy anticipando…


–¿Que estás qué? No sé de qué me hablas.


–Estoy anticipando lo que sucederá cuando tu madre descubra que te has convertido en un egoísta.


–Creo que hace tiempo que se ha dado cuenta –replicó él en tono seco–. Y ya que estamos hablando de escrupulosa sinceridad y preocupación por los sentimientos ajenos, ¿le has contado a tu abuela dónde estás y por qué?


Ella se sonrojó.


–No he creído oportuno preocuparla entrando en detalles.


Aquello no iba a durar: dos, tres semanas como máximo era lo acordado. En ese tiempo, aunque aún no se hubiera producido la ruptura, habrían dejado al descubierto la falta de base de su relación.


Él creía que en ese tiempo su madre abandonaría la idea de que sentara la cabeza con la mujer de sus sueños, y cualquier noción de romance de cuento de hadas, y se resignaría a aceptar que lo que él deseaba de la vida, en el plano emocional, distaba mucho de lo que ella creía que le convenía.


Era su madre y la quería, pero, al fin y al cabo, se trataba de su vida. Aquella experiencia de inocua ficción le serviría de lección.


–Solo voy a estar aquí poco tiempo. Cuando vuelva a Londres y tenga la vida resuelta, tal vez se lo cuente.


–¿En serio crees que tendrás la vida resuelta cuando vuelvas?


–Me dijiste que…


Pedro agitó la mano para descartar sus protestas. Le había ofrecido un acuerdo formal en el que se especificaban las condiciones por escrito y lo que recibiría al final, pero ella le había dicho que no era necesario.


–No me refiero al trabajo, la vivienda y el dinero, Paula, sino a tu fe ciega en que la vida siempre te depara lo mejor.


–No tengo por qué escucharte –iba a darse la vuelta, pero él la detuvo poniéndole la mano en el brazo.


–Si hace tiempo que mi madre necesita una lección, tú debieras aprovechar esta oportunidad para aprender otra. La realidad no desaparece porque lo desees.


Le indicó con un gesto de la cabeza a la doncella, que se había apartado y miraba por la ventana para no oír la conversación, aunque Paula no creía que entendiera el inglés.


Observó con enfado que Pedro se acercaba a ella, le hablaba en español y la hacía reír. A pesar de ser una mujer mayor, de más de sesenta años, era evidente que su encanto masculino seguía funcionando con ella.


Pero él no intentaba que funcionara con Paula.


¿Cómo se atrevía a creer que sus cínicas opiniones sobre la vida podían influir en la suya?


De naturaleza plácida, Paula no daba crédito a la furia que sentía mientras seguía a Pedro sin fijarse mucho en el magnífico entorno.


En la primera planta, el pasillo conducía a distintos salones y dormitorios. Entraba mucha luz gracias a los grandes ventanales que había a intervalos regulares.


Por ellos, Paula, mientras seguía a Pedro, divisó amplias praderas y el azul brillante de una piscina.


Se detuvo detrás de él cuando la doncella entró en uno de los dormitorios. Se cruzó de brazos. Estaba a punto de estallar de ira.


–Hay buenas y malas noticias –dijo él mientras se apoyaba en el marco de la puerta, la viva imagen de la elegancia.


–Las buenas son que el dormitorio es enorme y tiene dos sofás y dos armarios. La mala es que tenemos que compartirla.


La doncella había desaparecido. Paula miró a Pedro con las mejillas encendidas.


–Me habías dicho que tu madre no consentiría que compartiéramos habitación. Que estaba chapada a la antigua, que no había tenido relaciones sexuales antes de casarse, que, aunque sabía lo que hacías, se negaría a que lo hicieras en su casa.


–En las escasas ocasiones en que me he presentado con una mujer siempre ha creído que la mejor manera de no contribuir a una unión sin amor era colocarnos a cada uno en un extremo de la casa.


–¿Es eso lo único que se te ocurre? –bufó ella mientras su ira aumentaba un poco más.


–De momento, sí –respondió él al tiempo que se apartaba del quicio de la puerta y entraba en la suite de invitados.


–¿Qué vamos a hacer? –insistió Paula, con los brazos en jarras.


–Cierra la puerta. Lo único que nos falta es que alguien nos oiga pelearnos.


–Creía que se trataba justamente de eso.


–No el primer día. Entra y cierra la puerta, Paula.


–¡Qué autoritario eres! –masculló ella mientras entraba en la habitación como si lo hiciera en una sala de tortura.


¿Cómo iba a compartir la habitación con Pedro? ¿Y cómo podía él estar tan tranquilo cuando ella era un manojo de nervios?


–¿Quieres refrescarte? –preguntó él en tono neutro.


Le indicó con la cabeza el cuarto de baño, casi tan grande como el dormitorio, que era enorme.


–No podemos compartir la habitación.


–No voy a decírselo a mi madre todavía, Paula, así que más vale que te vayas haciendo a la idea. De todos modos, ¿qué problema hay?


–El problema es que ni siquiera te conozco…


–Pues no fue un problema cuando estábamos en Courchevel. Y francamente, gracias a la costumbre que tienes de decir lo que te da la gana y de hacer las preguntas que te parece bien, probablemente me conozcas mejor que mucha otra gente.


Era verdad, lo cual a él le produjo cierta inquietud.


–Allí no compartimos habitación, sino una casa.


–Pero ahora tienes la ventaja de saber que no soy un maniaco homicida ni monitor de esquí a la búsqueda de una mujer para llevármela a la cama.


–No he accedido a venir aquí para esto.


–¿Para qué, exactamente? –preguntó él con voz suave al tiempo que la miraba con sus ojos oscuros.


Ella sintió un cosquilleo en todo el cuerpo.


Le emergieron con sorprendente facilidad todos los pensamientos prohibidos que se le habían agolpado en la mente desde el momento en que lo vio por primera vez.


Pensamientos de que él la acariciaba, probaba su sabor; pensamientos estúpidos, producto de una mente enfebrecida y desequilibrada por el trauma del compromiso roto.


Pero ¿cuándo había sido la última vez que había pensado en Roberto? ¿Hasta qué punto estaba traumatizada por lo sucedido? Si se le hubiera partido el corazón, ¿no debería estar en un rincón lamiéndose las heridas y pensando en aquel futuro que se le había escapado?


–Piensa en lo que vas a obtener de todo esto –le aconsejó él–. Y, para tu tranquilidad, estoy dispuesto a dormir en el sofá.


Había contemplado la posibilidad de llevársela a la cama antes de que descubriera quién era realmente y lo que poseía. Pero, si lo hacía en aquel momento, ¿cuánto tardaría ella en fijarse en lo que había a su alrededor, en preguntar por el resto de casas que tenía por todo el mundo esperando a que las airearan cuando llegara el momento?


Si a una romántica confesa como ella se le añadía un corazón partido y un multimillonario con una libido sana, ¿qué salía de la mezcla?


No había que ser un genio para saberlo: complicaciones. Y Pedro prefería prescindir de ellas, sobre todo si eran de naturaleza emocional.


Por tanto, si había algo en ella que lo atraía, si había algo en su cabello indomable y su atractivo cuerpo pequeño que le despertaba la imaginación, tendría que dejarlo estar.


Aunque estaba acostumbrado a conseguir lo que deseaba del sexo opuesto, en aquel caso tenía las manos atadas y no estaba dispuesto a desatárselas para jugar con fuego.


Paula miró el sofá. Muy bien, no compartirían la cama, el lecho gigante con dosel, pero ella sería consciente de que él dormía solo a unos metros.


Eso no debería ser un problema. Era evidente que él no lo consideraba así.


–No acostumbro a compartir la habitación –protestó ella débilmente.


Él le sonrió con expresión de burla e incredulidad.


–Te ibas a casar.


Paula se puso colorada y sintió la boca seca.


–No dejas de recordármelo –apuntó ella intentando cambiar de tema, ya que no le gustaba hacia dónde se dirigía la conversación–. Supongo que ahora comenzarás a sermonearme por no enfrentarme a la realidad, por ser una romántica sin remedio y por ocultar la cabeza bajo el ala…


Pedro la miró con los ojos entrecerrados.


–¿No dormías con tu prometido?


Vio cómo se pasaba la lengua por los labios, nerviosa. Sabía que no debía insistir en aquello porque carecía de sentido. 


No se trataba de un ejercicio de conocer al otro. Volvió a sentir la inquietud de poco antes porque, por extraño que pareciera, y le gustara o no, se conocían.


–No es asunto tuyo. Creo que me voy a bañar.


–Claro que es asunto mío –respondió él con una sonrisa que implicaba que sus conclusiones sobre su relación con Roberto eran correctas–. Recuerda que estamos enamorados. ¿No comparten todo los enamorados?


–Eres… eres…


Él continuó sonriendo.


–¡Ojalá nos estuviera viendo tu madre por una agujerito para que se diera cuenta de lo enamorados que estamos!


Estaba furiosa. No conocía a nadie que consiguiera enfurecerla tan rápida y fácilmente.


–O tal vez decidiera que un poco de volatilidad es recomendable cuando se trata de estar enamorados.


–Pues se equivocaría –bufó Paula. Se dirigió adonde estaba su maleta, de la que sacó algo de ropa–. Y ahora, si no te importa, voy a bañarme.


Estuvo a punto de preguntarle si no quería que se bañara con ella, pero la idea de hacerlo de verdad, de meterse en el agua caliente con ella, de enjabonarle el cuerpo y sentir sus curvas apretarse contra él, lo asaltó con la fuerza de un caballo desbocado.


–Tengo trabajo –afirmó con brusquedad–. Tómatelo con tranquilidad. La cena se suele servir a las siete y media, pronto para las costumbres españolas. Vendré a buscarte para llevarte al comedor o enviaré a una de las doncellas para que lo haga.


Paula se metió en la bañera y cerró los ojos. Después de haberla provocado y enfurecido, Pedro, de pronto, había dejado de sonreír y había cambiado de expresión sin motivo alguno. Supuso que se estaba aburriendo.


Le gustaba y le divertía provocarla, pero la diversión se le agotaba pronto porque, por muy distinta que le resultara, no tenía lo necesario para captar su atención más de cinco segundos seguidos. ¡Menos mal que todo aquello era una ficción! Nunca sería lo bastante buena para él. Daba igual que fuera distinta. Daba igual que fuera una novedad.






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