martes, 23 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 2





La voz profunda y fría la devolvió de golpe a la realidad. Se giró con el corazón latiéndole a toda prisa.


Había un desconocido en la casa, por lo que debería buscar algo con lo que defenderse.


Aquel hombre podía ser peligroso.


Se quedó en blanco. Olvidó que debía sentirse asustada, aterrorizada incluso. Se hallaba en una mansión llena de objetos valiosos y los dueños no estaban. Probablemente, el hombre que había frente a ella, de más de un metro ochenta de estatura, habría entrado a robar, y ella lo había interrumpido. Todo el mundo sabía lo que le sucedía a un inocente cuando interrumpía un robo.


Pero, ¡por Dios!, ¿había visto en su vida a alguien tan guapo?


El cabello negro, algo más largo de lo convencional, enmarcaba un rostro perfecto: boca grande y sensual, rasgos cincelados, ojos tan negros como la noche. Llevaba una camiseta y unos vaqueros y estaba descalzo.


No era muy habitual que un ladrón se descalzara, pero ella pensó que lo habría hecho para que no lo oyera acercarse.


–Podría hacerle la misma pregunta.


Trató de que la voz pareciera calmada, como si controlara la situación, como si no fuera fácil intimidarla.


–¡Y no se atreva a dar un paso más!


Como una idiota, se había dejado el móvil en la mochila, que estaba en la encimera de la cocina. Pero ¿cómo iba a haberse figurado que le ocurriría algo así?


Sin hacer caso de sus palabras, el hombre dio dos pasos hacia ella, que retrocedió hasta chocar con la encimera. Se dio la vuelta para agarrar lo que hallara más a mano, que fue el hervidor, un utensilio de cristal que no mataría una mosca y mucho menos a aquel hombre musculoso, que solo se hallaba a un metro de ella y que, imperturbable, se había cruzado de brazos.


–¿Y qué me va a hacer? No estará pensando pegarme con eso…


–Dígame qué hace aquí o… llamaré a la policía. Lo digo en serio.


Pedro no había previsto que la noche fuera a desarrollarse así. De hecho, ni siquiera pensaba que estaría allí. Había prestado la casa a los pesados amigos de su madre, que habían decidido no ir en el último momento. Y fue entonces cuando él decidió ir a pasar unos días.


Así perdería de vista a su madre, que cada día insistía más en que se casara y sentara la cabeza. Tres meses antes, la mujer había sufrido un pequeño derrame cerebral que no le había dejado secuelas, pero, al creer que había visto la muerte de cerca, lo único que deseaba era abrazar a un nieto antes de morir. ¿Era mucho pedirle a su querido hijo?


Sinceramente, Pedro creía que sí, pero no se lo había dicho.


Si a eso se añadía la existencia de una exnovia que se negaba a aceptar que la relación había terminado, unos días esquiando le habían parecido una excelente idea.


Pero parecía que la paz y la tranquilidad se habían esfumado, por lo que no estaba de buen humor mientras contemplaba a aquella loca que esgrimía contra él el hervidor y lo amenazaba con llamar a la policía.


Una loca bajita y pelirroja que pensaba que estaba robando en su propia casa.


Para partirse de risa.


–No creerá que puede enfrentarse a mí, ¿verdad? –con gran rapidez de reflejos, Pedro le quitó la peligrosa arma y la colocó en su sitio–. Ahora, antes de que sea yo quien llame a la policía para que la eche a la calle, dígame qué demonios hace aquí.


Paula lo miró desafiante.


–Si lo que pretende es asustarme, no lo conseguirá.


–Nunca intento asustar a una mujer.


Aquel hombre desprendía sensualidad por todos los poros. 


¿Cómo iba ella a pensar con claridad cuando la miraba con aquellos ojos oscuros de manera insolente e intransigente a la vez?


–Trabajo aquí –dijo ella, por fin, incapaz de dejar de mirarlo.


Él enarcó una ceja y ella lo fulminó con la mirada, ya que, a diferencia de él, tenía todo el derecho a estar allí.


Paula se preguntó qué más podía salir mal. Había ido allí a recuperarse, a tomarse un respiro, a recuperar fuerzas para volver a Londres. Debería estar utilizando la cocina para preparar la comida de la familia Ramos en vez de estar mirando a alguien que parecía un adonis, pero que se comportaba como un hombre de las cavernas.


–¿Ah, sí?


–Sí, aunque no es asunto suyo. Soy la persona que la familia Ramos ha empleado para trabajar para ellos durante las dos semanas próximas. Llegarán de un momento a otro.


–Pues me cuesta creerlo, ya que sé que Alberto y Julia no vendrán porque uno de sus hijos está enfermo.


Pedro abrió la nevera y sacó una botella de agua mineral, que se bebió sin dejar de mirarla.


–Oh…


Así que aquel hombre arrogante no era un ladrón, pero, en lugar de decírselo inmediatamente, había prolongado la incertidumbre de ella al no dignarse a comunicarle que conocía a los dueños de la casa.


¿Acaso ya no quedaban tipos agradables en el mundo?


–Pues si cree que voy a disculparme por…


–¿Tratar de agredirme con el hervidor?


–… se equivoca. No sé qué hace aquí, pero debería haberme dicho que conocía a los dueños. Supongo que también le han fallado a usted.


–¿Cómo dice?


–A mí me han dejado plantada –añadió ella con tristeza.


Como ya no se hallaba en peligro, había vuelto a respirar con normalidad, pero prefirió alejarse un poco del hombre, que seguía de pie junto a la nevera y que le producía un efecto extraño.


Observó distraídamente, mientras él se sentaba en un taburete, que tenía las piernas largas y musculosas y fuertes tobillos.


Volvió a la realidad cuando él habló de nuevo, lo que hizo que frunciera el ceño.


–Usted también no –gimió, ya que por el final de la frase había entendido que él le preguntaba cómo era posible que hubiera hecho el viaje sin que le hubieran notificado que ya no la necesitaban–. Ya me ha sermoneado bastante Sandra por no responder al teléfono. No tengo fuerzas para soportar que usted me diga lo mismo. De todos modos, ¿por qué está aquí? ¿No le dijo nada su agencia antes de viajar hasta aquí?


–¿Mi agencia?


Pedro, a pesar de que siempre sabía qué decir, se quedó sin palabras.


–Sandra es la persona de la agencia que me contrató. Está en Londres.


Paula se atrevió a mirarlo abiertamente y se ruborizó. Era extranjero, de eso no había duda, guapo y exótico, pero su inglés era perfecto, con un leve acento.


–Me habían contratado para cocinar para la familia Ramos y cuidar de sus hijos.


De pronto se dio cuenta de que él los había llamado por su nombre de pila, cuando ella había recibido instrucciones estrictas de dirigirse a ellos de manera formal y de recordar que no eran sus amigos, lo cual demostraba la forma tan distinta en que operaban las agencias.


–¿Para qué lo habían contratado a usted? No, no me lo diga.


–¿No?


Aquella mujer era fascinante, como venida de otro planeta. 


Pedro siempre obtenía halagos y sumisión de las mujeres, que hacían lo imposible por complacerlo y decirle lo que quería oír.


Nacido en una familia rica, había aprendido de pequeño lo que era el poder y, en aquel momento, a los treinta y cuatro años de edad, con la fortuna heredada de sus padres y con la que él mismo había logrado, estaba acostumbrado a que lo trataran como a un multimillonario que obtenía lo que deseaba simplemente chasqueando los dedos.


¿A qué creía aquella mujer que se dedicaba? Le picaba la curiosidad.


–Es usted monitor de esquí.


Paula se dio cuenta de que aquel giro inesperado de los acontecimientos estaba influyendo positivamente en su depresión. Apenas se había acordado de Roberto, de Emilia y de la terrible historia en la que se había convertido su vida desde que aquel hombre había aparecido.


–Monitor de esquí –repitió él al tiempo que se percataba de que repetía todo lo que ella decía, lo cual le parecía increíble.


–Tiene aspecto de monitor de esquí.


–¿Me lo debo tomar como un cumplido?


–Si quiere… –replicó ella dando marcha atrás rápidamente por si él creía que le estaba tirando los tejos, lo que no era cierto–. ¿No es increíble cómo viven los ricos?


Cambió de tema a toda prisa mientras él dejaba la botella en la encimera, se sentaba en una silla y colocaba otra frente a él para poner los pies en ella.


–Increíble –asintió Pedro.


–¿Ha tenido tiempo de ver la casa? Es como las que salen en las revistas. Resulta difícil creer que alguien la use. ¡Todo está tan nuevo y brillante!


–Le impresiona el dinero, por lo que veo.


Pedro pensó en todas las demás casas y pisos de su propiedad, desperdigados por todo el mundo. Incluso tenía un chalé en una isla del Caribe al que hacía por lo menos dos años que no había ido.


Paula se apoyó en la mesa sosteniéndose la barbilla con una mano y lo miró. Pensó que tenía unos ojos maravillosos y unas pestañas aún más maravillosas: largas, espesas y oscuras. Y tenía un aspecto arrogante. Eso debería haber hecho que perdiera todo el interés por él, ya que Roberto también lo era y, al final, había resultado ser un canalla.


–No –dijo ella–. Vamos a ver, no me malinterprete. Tener dinero está muy bien. Ojalá tuviera yo más –«sobre todo teniendo en cuenta que estoy en paro», pensó–. Pero me educaron en la idea de que hay cosas más importantes en la vida. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía ocho años y fue mi abuela la que me crio. No teníamos mucho dinero, pero eso no me importaba. Creo que la gente vive la vida que desea y que lo hace sin la ayuda del dinero.


Suspiró.


–Dígame que me calle si estoy hablando mucho. Suelo hacerlo. Y ahora que sé que no es usted un ladrón, es agradable que haya alguien más aquí. Me marcharé a primera hora de la mañana, pero… Bueno, vale ya de hablar de mí. ¿Era la primera vez que iba a trabajar para la familia Ramos? Me refiero a que los ha llamado por su nombre de pila.


Pedro pensó en Alberto y Julia Ramos y reprimió una carcajada de desprecio ante la idea de trabajar para ellos. 


En realidad, Alberto había trabajado para su padre y después, al morir su progenitor, para él. Debido a ello, Pedro no lo había despedido, a pesar de su absoluta incompetencia. Los Ramos le resultaban muy molestos, pero su madre era la madrina de uno de sus hijos.


–Hace tiempo que nos conocemos –contestó él esquivando la pregunta.


–Eso me parecía.


–¿Por qué?


Paula se echó a reír y tuvo la impresión de que era la primera vez que reía de verdad desde hacía dos semanas.


–Porque ha puesto los pies en una silla y porque ha dejado la botella vacía en la encimera. Sandra me dijo que no podía dejar señal alguna de mi presencia cuando me marchara. Puede que hasta tenga que borrar mis huellas dactilares.


–Tiene una risa preciosa –dijo Pedro sorprendiéndose a sí mismo.


Y era cierto. Al oírla le entraban ganas de sonreír.


Y al mirarla…


La primera impresión de que era bajita, rellenita y con un cabello indomable se había evaporado rápidamente. Era cierto que no era alta, pero tenía la piel de porcelana y los ojos más azules que había visto en su vida. Y al reírse se le formaban hoyuelos.


Paula se puso roja como un tomate. A raíz de la ruptura de su compromiso, su autoestima había caído en picado, por lo que el cumplido le produjo un enorme bienestar. Claro que un cumplido sobre su forma de reírse no era tal, aunque viniendo de aquel adonis…


–Debe de ser fantástico ser monitor de esquí. ¿Quiere saber una cosa? No es un secreto ni nada parecido…


–Me encantaría saberlo, aunque no sea un secreto ni nada parecido.


¡Vaya! A Pedro le pareció que aquel descanso improvisado estaba resultando una distracción que no había previsto.


–Yo esquiaba. Aprendí en un viaje escolar, a los diez años. A los quince llegué a pensar en dedicarme a ello profesionalmente, pero no teníamos dinero. Por eso estaba encantada con este trabajo.


De pronto, pensó en su situación: sin novio, sin empleo y sin el sueldo de dos semanas trabajando allí con el añadido de poder esquiar de vez en cuando.


–Para serle sincera, por eso me contrató Sandra a mí en vez de a las otras chicas más guapas que querían el empleo. Creí que podría esquiar en mis ratos libres, pero ahora… Bueno, así es la vida. Últimamente no he tenido mucha suerte, así que no sé de qué me extraño.


Sonrió mientra trataba de no dejarse vencer por la tristeza.


–Ni siquiera sé su nombre. Yo soy Paula, pero mis amigos me llaman Pau.


Le tendió la mano y el contacto con sus fríos dedos le produjo una descarga eléctrica de los pies a la cabeza.


Pedro –dijo él.


Así que ella creía que era monitor de esquí. Era estimulante estar en compañía de una mujer que no supiera lo que poseía, que no sonriera tontamente ni tratara de engatusarlo.


–Y creo que podremos resolver el asunto de tu empleo…




EL SECRETO: CAPITULO 1




Paula? ¿Paula Chaves?


Paula apretó el móvil contra la oreja al tiempo que lamentaba su estupidez por haber respondido a la llamada.


¿Cuántas instrucciones más le iba a dar Sandra King sobre aquel empleo?


Iba a atender a una familia de cuatro miembros e iba a cocinar para ellos durante dos semanas. Cualquiera diría que se trataba de gobernar el país. Además ya había realizado un trabajo similar dos años antes, durante tres meses, antes de empezar a trabajar en un hotel de Londres.


–Sí –contestó mientras su vista deambulaba por el paisaje nevado que la rodeaba.


Había sido un viaje fantástico, justo lo que necesitaba para dejar de pensar en su desgraciada situación. Había viajado en primera clase y en aquel momento se hallaba en el asiento trasero de un coche con chófer, a media hora de su destino.


–No has respondido a mis llamadas –la acusó la voz al otro extremo de la línea.


Sandra King la había entrevistado tres veces para aquel trabajo. Parecía como si le disgustara tener que dárselo a una mujer bajita, regordeta y pelirroja, cuando había muchas otras candidatas más adecuadas: rubias de acento perfecto y risa fácil.


Pero, como le había dejado claro con satisfacción mal disimulada, aquella familia en concreto quería a alguien corriente, porque lo último que la señora deseaba era una chica ligera de cascos que fuera a flirtear con su rico esposo.


Paula, que, tras la primera entrevista, había buscado en Google información sobre la familia para la que iba a trabajar, se quedó de piedra, ya que el esposo en cuestión no era del tipo con el que una chica en su sano juicio intentaría flirtear. Era corpulento, con amplias entradas, de casi sesenta años, pero asquerosamente rico, por lo que suponía que debía de resultar tan atractivo como una estrella de rock.


De todos modos, ella no estaba por la labor de flirtear con nadie.


–Lo siento, Sandra… –sonrió porque sabía que a Sandra no le gustaba que la llamaran por su nombre, sino señorita King, como lo hacían en la agencia, dedicada exclusivamente a buscar empleo temporal a chicas en casas de familias ricas y famosas–. El teléfono no me ha funcionado bien desde que salí de Londres y no puedo hablar mucho tiempo porque me estoy quedando sin saldo.


No era cierto, pero no estaba dispuesta a escuchar otra lista de lo que la familia comía y no comía, ni de lo que a los hijos, de cuatro y seis años, les gustaba hacer antes de acostarse, ni de lo que podía decir o no decir.


Paula no conocía a nadie que fuera tan exigente con todo. La familia para la que había trabajado dos años antes era alegre, extrovertida y fácil de complacer.


Pero no se quejaba. Aunque fueran exigentes, el sueldo era fabuloso y, lo más importante, el empleo la alejaba de Roberto y Emilia, y del dolor.


Había conseguido olvidarse de su exprometido, de su mejor amiga y de su compromiso roto, pero amenazaban con volver a adueñarse de sus pensamientos.


El tiempo lo curaba todo, le habían repetido sus amigos, a quienes nunca les había gustado Roberto y quienes, ya que ella volvía a ser libre, no se habían privado de decirle todo lo malo que pensaron de él desde el día que lo conocieron.


Por una parte, esos comentarios negativos la habían animado y apoyado; por otro, le habían demostrado que carecía de criterio para juzgar a las personas.


–Pues lamento decirte que el empleo se ha anulado.


Paula tardó unos segundos en comprender.


–¿Has oído lo que he dicho, Paula?


–Es una broma, ¿verdad? Por favor, dime que no hablas en serio.


–Nunca hablo en broma. La familia Ramos se ha echado atrás. Me llamaron hace unas horas y, si hubieras contestado a mis llamadas, te habrías evitado el viaje.


–¿Por qué han anulado la oferta?


Se imaginó volviendo al piso que había compartido con Emilia y la posibilidad de volver a verla mientras recogía sus cosas para marcharse a Estados Unidos con Roberto. Se sintió mareada.


–Uno de los niños está enfermo de viruela.


–Pero solo me falta media hora para llegar al chalé –gimió Paula.


Habían dejado atrás el pueblo de Courchevel y el coche subía por una carretera bordeada de mansiones con vistas espectaculares, helipuerto, piscina climatizada, sauna…


–Pues tendrás que decirle al chófer que dé la vuelta. Como es natural, se te compensará el tiempo y las molestias.


–¿No puedo pasar allí la noche? Está anocheciendo y estoy agotada. Tengo la llave de la casa. Dejaré todo como me lo he encontrado. Tengo que dormir, Sandra.


No podía hacerse a la idea de que lo único que le había salido bien en las dos horribles semanas anteriores se hubiera derrumbado como un castillo de naipes.


–Eso sería muy irregular.


–También lo es haberme quedado sin empleo en el último momento, cuando estoy a punto de llegar a la casa y después de haberme pasado ocho horas viajando.


Vio la mansión en una elevación frente a ella y, durante unos segundos, todos sus pensamientos negativos se evaporaron ante su magnífica y enorme estructura, que dominaba el horizonte.


–¡Supongo que no hay otro remedio! –Exclamó Sandra–. Pero, por favor, Paulacontesta las llamadas cuando suene el teléfono. Y no toques nada ni te pongas a fisgonear. Limítate a comer y a dormir y asegúrate de que, cuando te vayas, nadie se dé cuenta de que has estado allí.


Paula hizo una mueca cuando Sandra cortó la llamada bruscamente. Se inclinó hacia delante para ver mejor la mansión conforme se aproximaban, hasta que el vehículo giró a la izquierda y tomó el camino particular que llevaba hasta ella.


–Esto… –carraspeó y esperó que el chófer, que la había saludado en el aeropuerto de Chambery en mal inglés y que no había abierto la boca desde entonces, entendiera la esencia de lo que iba a decir.


–Oui mademoiselle?


–Parece que ha habido un cambio de planes.


–¿Qué ha pasado?


Paula respiró aliviada. Al menos no tendría que explicarle la situación en su limitado francés. Le explicó sucintamente lo sucedido. Él tendría que pasar la noche en algún sitio y llevarla de vuelta al aeropuerto al día siguiente. Sentía mucho las molestias, pero podía llamar…


Buscó en su amplia mochila y sacó la cartera y, de ella, la tarjeta de la agencia que no había pensado que usaría en las dos semanas siguientes.


Se preguntó si se quedaría en la mansión, ya que tenía capacidad para alojar a quinientos chóferes, pero eso tendría que resolverlo él solo, aunque se temía que la escasa amabilidad de Sandra ya se habría agotado después de dejar que ella durmiera allí.


La vida era terrible. A ella la había engañado su prometido, al que conocía desde la infancia, y, por si no bastara, la había engañado con su mejor amiga y compañera de piso.


Para colmo, él le había dicho que se había comprometido con ella porque sus padres estaban hartos de que derrochara el dinero y fuera un mujeriego, y le habían dado un ultimátum: o buscaba a una chica decente con la que sentar la cabeza o podía irse olvidando de ponerse al frente del próspero negocio familiar.


Privado de la fortuna familiar y de un trabajo hecho a su medida, Paula supuso que Roberto hubiera tenido que enfrentarse a la terrible perspectiva de encontrar un empleo sin la ayuda de papá y mamá, por lo que se había inclinado por la opción menos aterradora de hacerle creer que realmente tenían una buena relación y de pedirle que se casaran mientras tanteaba el terreno con su compañera de piso, más alta, más delgada y más guapa.


A los padres de él, Paula les había gustado. Había pasado la prueba de fuego. Y para él, era el pasaporte para su herencia.


Lo único peor que haberlos pillado juntos en la cama hubiera sido haberse casado con aquel canalla y descubrir después que ella no le interesaba en absoluto.


Se miró con tristeza el dedo anular donde, unas semanas antes, lucía un anillo con un gran diamante.


Sus amigos le dijeron que era un error habérselo devuelto, que debería habérselo quedado y haberlo vendido a la primer oportunidad. Al fin y al cabo, se lo merecía, después de todo lo que él la había hecho sufrir.


El dinero le habría venido bien, ya que había dejado el trabajo en el hotel para dedicarse a ser una buena esposa y madre de familia.


Tal como estaban las cosas, se encontraba sin trabajo, sin poder entrar en su casa hasta que Emilia se fuera y con muy poco dinero ahorrado.


Y no tenía a quién recurrir. Su abuela, su único pariente vivo, que vivía en Escocia, hubiera vendido la casa de haber sabido el estado de penuria de su nieta, pero Paula no tenía intención de contárselo. Bastante tenía con intentar superar el hecho de que su boda de cuento de hadas se hubiera esfumado.


Le había dicho a su abuela que se iba a trabajar de niñera unos días con una familia a Courchevel, donde podría esquiar, algo que le encantaba. Le había quitado importancia al trauma de la ruptura diciéndole que se le pasaría en un par de semanas.


Para que la anciana no se inquietara, le había contado que la familia era prácticamente amiga suya y que la ayudaría a recuperarse. Además, había adornado aún más el asunto anunciándole que, a su vuelta a Londres, había otro trabajo esperándola mucho mejor que el que había dejado.


No quería, bajo ningún concepto, que su abuela se preocupara.


–Esto… ¿Quiere que llame a la agencia para saber si puede pasar la noche en el chalé?


Se había resignado a otra embarazosa conversación con Sandra en la que esta le diría que la situación en la que se hallaba era culpa suya por no contestar al teléfono y que el chófer no podía dormir en la casa.


Pero el hombre, Pierre, era cliente habitual de un hotel de Courchevel en el que trabajaba un familiar, por lo que se alojaría allí.


Pierre la ayudó a sacar el equipaje, que contenía ropa que no se pondría, y se marchó cuando ella hubo entrado en el edificio.


El interior era moderno y minimalista: un espacio abierto con dos salones separados por una pared en la que había una moderna chimenea. Más allá, Paula divisó una amplia cocina y otras habitaciones, pero se quedó mirando por las ventanas, que tenían vistas espectaculares del valle.


La nieve estaba intacta. La temporada de esquí estaba siendo muy buena debido a lo mucho que había nevado.


Paula decidió explorar el edificio. No iba a quedarse mucho tiempo, así que, ¿por qué no iba a disfrutar de la aventura del descubrimiento? Su piso era diminuto. ¿Por qué no fingir que la mansión le pertenecía?


Examinó cada habitación de forma exhaustiva admirando el caro mobiliario. No había visto tanto cromo, cristal y cuero en su vida.


La cocina era una maravilla: encimeras de mármol negro, una mesa de metal y una serie de utensilios de cocina que hicieron que le entraran ganas de cocinar.


Estaba contenta de haber dejado de trabajar en el hotel. 


Tenía tres estrellas, pero todos creían que alguien había sido sobornado para hacer la vista gorda y otorgarle esa categoría. Las habitaciones eran muy básicas, el restaurante llevaba años pidiendo una reforma, al igual que las dos cafeterías.


Además, durante el año y medio que había trabajado allí, Julian, el chef, no le había permitido hacer nada sola y siempre estaba observándola para encontrar defectos en su forma de cocinar.


Pasó la mano por una de las brillantes encimeras y tocó algunos de los maravillosos utensilios, ninguno de los cuales parecía haber sido utilizado. Al abrir la nevera comprobó que estaba llena, al igual que los armarios. En el botellero, los vinos eran caros.


Absorta en la inspección de la cocina y soñando con lo que se sentiría al poseer tal fortuna que le permitiera a uno tener una casa como aquella como segunda vivienda, no se dio cuenta de que alguien se acercaba.


–¿Quién es usted?




EL SECRETO. SINOPSIS




No podían negar la química sexual que había entre ambos.


El multimillonario Pedro Alfonso era muchas cosas: inquietante, inteligente y un mujeriego consumado. ¿Qué no era? El monitor de esquí que la hermosa e inocente Paula creía, al que había abierto su corazón en un apartado y suntuoso chalé de invierno.


Pedro, un arrogante playboy, se sintió desconcertado ante la insólita reacción de ella cuando le habló de su inmensa fortuna. ¡Nadie se le había quejado nunca! Cuando, debido a una emergencia familiar, él necesitó a una mujer a su lado, Paula se vio de repente camino a España… ¡y prometida!