martes, 23 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 2





La voz profunda y fría la devolvió de golpe a la realidad. Se giró con el corazón latiéndole a toda prisa.


Había un desconocido en la casa, por lo que debería buscar algo con lo que defenderse.


Aquel hombre podía ser peligroso.


Se quedó en blanco. Olvidó que debía sentirse asustada, aterrorizada incluso. Se hallaba en una mansión llena de objetos valiosos y los dueños no estaban. Probablemente, el hombre que había frente a ella, de más de un metro ochenta de estatura, habría entrado a robar, y ella lo había interrumpido. Todo el mundo sabía lo que le sucedía a un inocente cuando interrumpía un robo.


Pero, ¡por Dios!, ¿había visto en su vida a alguien tan guapo?


El cabello negro, algo más largo de lo convencional, enmarcaba un rostro perfecto: boca grande y sensual, rasgos cincelados, ojos tan negros como la noche. Llevaba una camiseta y unos vaqueros y estaba descalzo.


No era muy habitual que un ladrón se descalzara, pero ella pensó que lo habría hecho para que no lo oyera acercarse.


–Podría hacerle la misma pregunta.


Trató de que la voz pareciera calmada, como si controlara la situación, como si no fuera fácil intimidarla.


–¡Y no se atreva a dar un paso más!


Como una idiota, se había dejado el móvil en la mochila, que estaba en la encimera de la cocina. Pero ¿cómo iba a haberse figurado que le ocurriría algo así?


Sin hacer caso de sus palabras, el hombre dio dos pasos hacia ella, que retrocedió hasta chocar con la encimera. Se dio la vuelta para agarrar lo que hallara más a mano, que fue el hervidor, un utensilio de cristal que no mataría una mosca y mucho menos a aquel hombre musculoso, que solo se hallaba a un metro de ella y que, imperturbable, se había cruzado de brazos.


–¿Y qué me va a hacer? No estará pensando pegarme con eso…


–Dígame qué hace aquí o… llamaré a la policía. Lo digo en serio.


Pedro no había previsto que la noche fuera a desarrollarse así. De hecho, ni siquiera pensaba que estaría allí. Había prestado la casa a los pesados amigos de su madre, que habían decidido no ir en el último momento. Y fue entonces cuando él decidió ir a pasar unos días.


Así perdería de vista a su madre, que cada día insistía más en que se casara y sentara la cabeza. Tres meses antes, la mujer había sufrido un pequeño derrame cerebral que no le había dejado secuelas, pero, al creer que había visto la muerte de cerca, lo único que deseaba era abrazar a un nieto antes de morir. ¿Era mucho pedirle a su querido hijo?


Sinceramente, Pedro creía que sí, pero no se lo había dicho.


Si a eso se añadía la existencia de una exnovia que se negaba a aceptar que la relación había terminado, unos días esquiando le habían parecido una excelente idea.


Pero parecía que la paz y la tranquilidad se habían esfumado, por lo que no estaba de buen humor mientras contemplaba a aquella loca que esgrimía contra él el hervidor y lo amenazaba con llamar a la policía.


Una loca bajita y pelirroja que pensaba que estaba robando en su propia casa.


Para partirse de risa.


–No creerá que puede enfrentarse a mí, ¿verdad? –con gran rapidez de reflejos, Pedro le quitó la peligrosa arma y la colocó en su sitio–. Ahora, antes de que sea yo quien llame a la policía para que la eche a la calle, dígame qué demonios hace aquí.


Paula lo miró desafiante.


–Si lo que pretende es asustarme, no lo conseguirá.


–Nunca intento asustar a una mujer.


Aquel hombre desprendía sensualidad por todos los poros. 


¿Cómo iba ella a pensar con claridad cuando la miraba con aquellos ojos oscuros de manera insolente e intransigente a la vez?


–Trabajo aquí –dijo ella, por fin, incapaz de dejar de mirarlo.


Él enarcó una ceja y ella lo fulminó con la mirada, ya que, a diferencia de él, tenía todo el derecho a estar allí.


Paula se preguntó qué más podía salir mal. Había ido allí a recuperarse, a tomarse un respiro, a recuperar fuerzas para volver a Londres. Debería estar utilizando la cocina para preparar la comida de la familia Ramos en vez de estar mirando a alguien que parecía un adonis, pero que se comportaba como un hombre de las cavernas.


–¿Ah, sí?


–Sí, aunque no es asunto suyo. Soy la persona que la familia Ramos ha empleado para trabajar para ellos durante las dos semanas próximas. Llegarán de un momento a otro.


–Pues me cuesta creerlo, ya que sé que Alberto y Julia no vendrán porque uno de sus hijos está enfermo.


Pedro abrió la nevera y sacó una botella de agua mineral, que se bebió sin dejar de mirarla.


–Oh…


Así que aquel hombre arrogante no era un ladrón, pero, en lugar de decírselo inmediatamente, había prolongado la incertidumbre de ella al no dignarse a comunicarle que conocía a los dueños de la casa.


¿Acaso ya no quedaban tipos agradables en el mundo?


–Pues si cree que voy a disculparme por…


–¿Tratar de agredirme con el hervidor?


–… se equivoca. No sé qué hace aquí, pero debería haberme dicho que conocía a los dueños. Supongo que también le han fallado a usted.


–¿Cómo dice?


–A mí me han dejado plantada –añadió ella con tristeza.


Como ya no se hallaba en peligro, había vuelto a respirar con normalidad, pero prefirió alejarse un poco del hombre, que seguía de pie junto a la nevera y que le producía un efecto extraño.


Observó distraídamente, mientras él se sentaba en un taburete, que tenía las piernas largas y musculosas y fuertes tobillos.


Volvió a la realidad cuando él habló de nuevo, lo que hizo que frunciera el ceño.


–Usted también no –gimió, ya que por el final de la frase había entendido que él le preguntaba cómo era posible que hubiera hecho el viaje sin que le hubieran notificado que ya no la necesitaban–. Ya me ha sermoneado bastante Sandra por no responder al teléfono. No tengo fuerzas para soportar que usted me diga lo mismo. De todos modos, ¿por qué está aquí? ¿No le dijo nada su agencia antes de viajar hasta aquí?


–¿Mi agencia?


Pedro, a pesar de que siempre sabía qué decir, se quedó sin palabras.


–Sandra es la persona de la agencia que me contrató. Está en Londres.


Paula se atrevió a mirarlo abiertamente y se ruborizó. Era extranjero, de eso no había duda, guapo y exótico, pero su inglés era perfecto, con un leve acento.


–Me habían contratado para cocinar para la familia Ramos y cuidar de sus hijos.


De pronto se dio cuenta de que él los había llamado por su nombre de pila, cuando ella había recibido instrucciones estrictas de dirigirse a ellos de manera formal y de recordar que no eran sus amigos, lo cual demostraba la forma tan distinta en que operaban las agencias.


–¿Para qué lo habían contratado a usted? No, no me lo diga.


–¿No?


Aquella mujer era fascinante, como venida de otro planeta. 


Pedro siempre obtenía halagos y sumisión de las mujeres, que hacían lo imposible por complacerlo y decirle lo que quería oír.


Nacido en una familia rica, había aprendido de pequeño lo que era el poder y, en aquel momento, a los treinta y cuatro años de edad, con la fortuna heredada de sus padres y con la que él mismo había logrado, estaba acostumbrado a que lo trataran como a un multimillonario que obtenía lo que deseaba simplemente chasqueando los dedos.


¿A qué creía aquella mujer que se dedicaba? Le picaba la curiosidad.


–Es usted monitor de esquí.


Paula se dio cuenta de que aquel giro inesperado de los acontecimientos estaba influyendo positivamente en su depresión. Apenas se había acordado de Roberto, de Emilia y de la terrible historia en la que se había convertido su vida desde que aquel hombre había aparecido.


–Monitor de esquí –repitió él al tiempo que se percataba de que repetía todo lo que ella decía, lo cual le parecía increíble.


–Tiene aspecto de monitor de esquí.


–¿Me lo debo tomar como un cumplido?


–Si quiere… –replicó ella dando marcha atrás rápidamente por si él creía que le estaba tirando los tejos, lo que no era cierto–. ¿No es increíble cómo viven los ricos?


Cambió de tema a toda prisa mientras él dejaba la botella en la encimera, se sentaba en una silla y colocaba otra frente a él para poner los pies en ella.


–Increíble –asintió Pedro.


–¿Ha tenido tiempo de ver la casa? Es como las que salen en las revistas. Resulta difícil creer que alguien la use. ¡Todo está tan nuevo y brillante!


–Le impresiona el dinero, por lo que veo.


Pedro pensó en todas las demás casas y pisos de su propiedad, desperdigados por todo el mundo. Incluso tenía un chalé en una isla del Caribe al que hacía por lo menos dos años que no había ido.


Paula se apoyó en la mesa sosteniéndose la barbilla con una mano y lo miró. Pensó que tenía unos ojos maravillosos y unas pestañas aún más maravillosas: largas, espesas y oscuras. Y tenía un aspecto arrogante. Eso debería haber hecho que perdiera todo el interés por él, ya que Roberto también lo era y, al final, había resultado ser un canalla.


–No –dijo ella–. Vamos a ver, no me malinterprete. Tener dinero está muy bien. Ojalá tuviera yo más –«sobre todo teniendo en cuenta que estoy en paro», pensó–. Pero me educaron en la idea de que hay cosas más importantes en la vida. Mis padres murieron en un accidente de coche cuando tenía ocho años y fue mi abuela la que me crio. No teníamos mucho dinero, pero eso no me importaba. Creo que la gente vive la vida que desea y que lo hace sin la ayuda del dinero.


Suspiró.


–Dígame que me calle si estoy hablando mucho. Suelo hacerlo. Y ahora que sé que no es usted un ladrón, es agradable que haya alguien más aquí. Me marcharé a primera hora de la mañana, pero… Bueno, vale ya de hablar de mí. ¿Era la primera vez que iba a trabajar para la familia Ramos? Me refiero a que los ha llamado por su nombre de pila.


Pedro pensó en Alberto y Julia Ramos y reprimió una carcajada de desprecio ante la idea de trabajar para ellos. 


En realidad, Alberto había trabajado para su padre y después, al morir su progenitor, para él. Debido a ello, Pedro no lo había despedido, a pesar de su absoluta incompetencia. Los Ramos le resultaban muy molestos, pero su madre era la madrina de uno de sus hijos.


–Hace tiempo que nos conocemos –contestó él esquivando la pregunta.


–Eso me parecía.


–¿Por qué?


Paula se echó a reír y tuvo la impresión de que era la primera vez que reía de verdad desde hacía dos semanas.


–Porque ha puesto los pies en una silla y porque ha dejado la botella vacía en la encimera. Sandra me dijo que no podía dejar señal alguna de mi presencia cuando me marchara. Puede que hasta tenga que borrar mis huellas dactilares.


–Tiene una risa preciosa –dijo Pedro sorprendiéndose a sí mismo.


Y era cierto. Al oírla le entraban ganas de sonreír.


Y al mirarla…


La primera impresión de que era bajita, rellenita y con un cabello indomable se había evaporado rápidamente. Era cierto que no era alta, pero tenía la piel de porcelana y los ojos más azules que había visto en su vida. Y al reírse se le formaban hoyuelos.


Paula se puso roja como un tomate. A raíz de la ruptura de su compromiso, su autoestima había caído en picado, por lo que el cumplido le produjo un enorme bienestar. Claro que un cumplido sobre su forma de reírse no era tal, aunque viniendo de aquel adonis…


–Debe de ser fantástico ser monitor de esquí. ¿Quiere saber una cosa? No es un secreto ni nada parecido…


–Me encantaría saberlo, aunque no sea un secreto ni nada parecido.


¡Vaya! A Pedro le pareció que aquel descanso improvisado estaba resultando una distracción que no había previsto.


–Yo esquiaba. Aprendí en un viaje escolar, a los diez años. A los quince llegué a pensar en dedicarme a ello profesionalmente, pero no teníamos dinero. Por eso estaba encantada con este trabajo.


De pronto, pensó en su situación: sin novio, sin empleo y sin el sueldo de dos semanas trabajando allí con el añadido de poder esquiar de vez en cuando.


–Para serle sincera, por eso me contrató Sandra a mí en vez de a las otras chicas más guapas que querían el empleo. Creí que podría esquiar en mis ratos libres, pero ahora… Bueno, así es la vida. Últimamente no he tenido mucha suerte, así que no sé de qué me extraño.


Sonrió mientra trataba de no dejarse vencer por la tristeza.


–Ni siquiera sé su nombre. Yo soy Paula, pero mis amigos me llaman Pau.


Le tendió la mano y el contacto con sus fríos dedos le produjo una descarga eléctrica de los pies a la cabeza.


Pedro –dijo él.


Así que ella creía que era monitor de esquí. Era estimulante estar en compañía de una mujer que no supiera lo que poseía, que no sonriera tontamente ni tratara de engatusarlo.


–Y creo que podremos resolver el asunto de tu empleo…




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