martes, 23 de febrero de 2016

EL SECRETO: CAPITULO 1




Paula? ¿Paula Chaves?


Paula apretó el móvil contra la oreja al tiempo que lamentaba su estupidez por haber respondido a la llamada.


¿Cuántas instrucciones más le iba a dar Sandra King sobre aquel empleo?


Iba a atender a una familia de cuatro miembros e iba a cocinar para ellos durante dos semanas. Cualquiera diría que se trataba de gobernar el país. Además ya había realizado un trabajo similar dos años antes, durante tres meses, antes de empezar a trabajar en un hotel de Londres.


–Sí –contestó mientras su vista deambulaba por el paisaje nevado que la rodeaba.


Había sido un viaje fantástico, justo lo que necesitaba para dejar de pensar en su desgraciada situación. Había viajado en primera clase y en aquel momento se hallaba en el asiento trasero de un coche con chófer, a media hora de su destino.


–No has respondido a mis llamadas –la acusó la voz al otro extremo de la línea.


Sandra King la había entrevistado tres veces para aquel trabajo. Parecía como si le disgustara tener que dárselo a una mujer bajita, regordeta y pelirroja, cuando había muchas otras candidatas más adecuadas: rubias de acento perfecto y risa fácil.


Pero, como le había dejado claro con satisfacción mal disimulada, aquella familia en concreto quería a alguien corriente, porque lo último que la señora deseaba era una chica ligera de cascos que fuera a flirtear con su rico esposo.


Paula, que, tras la primera entrevista, había buscado en Google información sobre la familia para la que iba a trabajar, se quedó de piedra, ya que el esposo en cuestión no era del tipo con el que una chica en su sano juicio intentaría flirtear. Era corpulento, con amplias entradas, de casi sesenta años, pero asquerosamente rico, por lo que suponía que debía de resultar tan atractivo como una estrella de rock.


De todos modos, ella no estaba por la labor de flirtear con nadie.


–Lo siento, Sandra… –sonrió porque sabía que a Sandra no le gustaba que la llamaran por su nombre, sino señorita King, como lo hacían en la agencia, dedicada exclusivamente a buscar empleo temporal a chicas en casas de familias ricas y famosas–. El teléfono no me ha funcionado bien desde que salí de Londres y no puedo hablar mucho tiempo porque me estoy quedando sin saldo.


No era cierto, pero no estaba dispuesta a escuchar otra lista de lo que la familia comía y no comía, ni de lo que a los hijos, de cuatro y seis años, les gustaba hacer antes de acostarse, ni de lo que podía decir o no decir.


Paula no conocía a nadie que fuera tan exigente con todo. La familia para la que había trabajado dos años antes era alegre, extrovertida y fácil de complacer.


Pero no se quejaba. Aunque fueran exigentes, el sueldo era fabuloso y, lo más importante, el empleo la alejaba de Roberto y Emilia, y del dolor.


Había conseguido olvidarse de su exprometido, de su mejor amiga y de su compromiso roto, pero amenazaban con volver a adueñarse de sus pensamientos.


El tiempo lo curaba todo, le habían repetido sus amigos, a quienes nunca les había gustado Roberto y quienes, ya que ella volvía a ser libre, no se habían privado de decirle todo lo malo que pensaron de él desde el día que lo conocieron.


Por una parte, esos comentarios negativos la habían animado y apoyado; por otro, le habían demostrado que carecía de criterio para juzgar a las personas.


–Pues lamento decirte que el empleo se ha anulado.


Paula tardó unos segundos en comprender.


–¿Has oído lo que he dicho, Paula?


–Es una broma, ¿verdad? Por favor, dime que no hablas en serio.


–Nunca hablo en broma. La familia Ramos se ha echado atrás. Me llamaron hace unas horas y, si hubieras contestado a mis llamadas, te habrías evitado el viaje.


–¿Por qué han anulado la oferta?


Se imaginó volviendo al piso que había compartido con Emilia y la posibilidad de volver a verla mientras recogía sus cosas para marcharse a Estados Unidos con Roberto. Se sintió mareada.


–Uno de los niños está enfermo de viruela.


–Pero solo me falta media hora para llegar al chalé –gimió Paula.


Habían dejado atrás el pueblo de Courchevel y el coche subía por una carretera bordeada de mansiones con vistas espectaculares, helipuerto, piscina climatizada, sauna…


–Pues tendrás que decirle al chófer que dé la vuelta. Como es natural, se te compensará el tiempo y las molestias.


–¿No puedo pasar allí la noche? Está anocheciendo y estoy agotada. Tengo la llave de la casa. Dejaré todo como me lo he encontrado. Tengo que dormir, Sandra.


No podía hacerse a la idea de que lo único que le había salido bien en las dos horribles semanas anteriores se hubiera derrumbado como un castillo de naipes.


–Eso sería muy irregular.


–También lo es haberme quedado sin empleo en el último momento, cuando estoy a punto de llegar a la casa y después de haberme pasado ocho horas viajando.


Vio la mansión en una elevación frente a ella y, durante unos segundos, todos sus pensamientos negativos se evaporaron ante su magnífica y enorme estructura, que dominaba el horizonte.


–¡Supongo que no hay otro remedio! –Exclamó Sandra–. Pero, por favor, Paulacontesta las llamadas cuando suene el teléfono. Y no toques nada ni te pongas a fisgonear. Limítate a comer y a dormir y asegúrate de que, cuando te vayas, nadie se dé cuenta de que has estado allí.


Paula hizo una mueca cuando Sandra cortó la llamada bruscamente. Se inclinó hacia delante para ver mejor la mansión conforme se aproximaban, hasta que el vehículo giró a la izquierda y tomó el camino particular que llevaba hasta ella.


–Esto… –carraspeó y esperó que el chófer, que la había saludado en el aeropuerto de Chambery en mal inglés y que no había abierto la boca desde entonces, entendiera la esencia de lo que iba a decir.


–Oui mademoiselle?


–Parece que ha habido un cambio de planes.


–¿Qué ha pasado?


Paula respiró aliviada. Al menos no tendría que explicarle la situación en su limitado francés. Le explicó sucintamente lo sucedido. Él tendría que pasar la noche en algún sitio y llevarla de vuelta al aeropuerto al día siguiente. Sentía mucho las molestias, pero podía llamar…


Buscó en su amplia mochila y sacó la cartera y, de ella, la tarjeta de la agencia que no había pensado que usaría en las dos semanas siguientes.


Se preguntó si se quedaría en la mansión, ya que tenía capacidad para alojar a quinientos chóferes, pero eso tendría que resolverlo él solo, aunque se temía que la escasa amabilidad de Sandra ya se habría agotado después de dejar que ella durmiera allí.


La vida era terrible. A ella la había engañado su prometido, al que conocía desde la infancia, y, por si no bastara, la había engañado con su mejor amiga y compañera de piso.


Para colmo, él le había dicho que se había comprometido con ella porque sus padres estaban hartos de que derrochara el dinero y fuera un mujeriego, y le habían dado un ultimátum: o buscaba a una chica decente con la que sentar la cabeza o podía irse olvidando de ponerse al frente del próspero negocio familiar.


Privado de la fortuna familiar y de un trabajo hecho a su medida, Paula supuso que Roberto hubiera tenido que enfrentarse a la terrible perspectiva de encontrar un empleo sin la ayuda de papá y mamá, por lo que se había inclinado por la opción menos aterradora de hacerle creer que realmente tenían una buena relación y de pedirle que se casaran mientras tanteaba el terreno con su compañera de piso, más alta, más delgada y más guapa.


A los padres de él, Paula les había gustado. Había pasado la prueba de fuego. Y para él, era el pasaporte para su herencia.


Lo único peor que haberlos pillado juntos en la cama hubiera sido haberse casado con aquel canalla y descubrir después que ella no le interesaba en absoluto.


Se miró con tristeza el dedo anular donde, unas semanas antes, lucía un anillo con un gran diamante.


Sus amigos le dijeron que era un error habérselo devuelto, que debería habérselo quedado y haberlo vendido a la primer oportunidad. Al fin y al cabo, se lo merecía, después de todo lo que él la había hecho sufrir.


El dinero le habría venido bien, ya que había dejado el trabajo en el hotel para dedicarse a ser una buena esposa y madre de familia.


Tal como estaban las cosas, se encontraba sin trabajo, sin poder entrar en su casa hasta que Emilia se fuera y con muy poco dinero ahorrado.


Y no tenía a quién recurrir. Su abuela, su único pariente vivo, que vivía en Escocia, hubiera vendido la casa de haber sabido el estado de penuria de su nieta, pero Paula no tenía intención de contárselo. Bastante tenía con intentar superar el hecho de que su boda de cuento de hadas se hubiera esfumado.


Le había dicho a su abuela que se iba a trabajar de niñera unos días con una familia a Courchevel, donde podría esquiar, algo que le encantaba. Le había quitado importancia al trauma de la ruptura diciéndole que se le pasaría en un par de semanas.


Para que la anciana no se inquietara, le había contado que la familia era prácticamente amiga suya y que la ayudaría a recuperarse. Además, había adornado aún más el asunto anunciándole que, a su vuelta a Londres, había otro trabajo esperándola mucho mejor que el que había dejado.


No quería, bajo ningún concepto, que su abuela se preocupara.


–Esto… ¿Quiere que llame a la agencia para saber si puede pasar la noche en el chalé?


Se había resignado a otra embarazosa conversación con Sandra en la que esta le diría que la situación en la que se hallaba era culpa suya por no contestar al teléfono y que el chófer no podía dormir en la casa.


Pero el hombre, Pierre, era cliente habitual de un hotel de Courchevel en el que trabajaba un familiar, por lo que se alojaría allí.


Pierre la ayudó a sacar el equipaje, que contenía ropa que no se pondría, y se marchó cuando ella hubo entrado en el edificio.


El interior era moderno y minimalista: un espacio abierto con dos salones separados por una pared en la que había una moderna chimenea. Más allá, Paula divisó una amplia cocina y otras habitaciones, pero se quedó mirando por las ventanas, que tenían vistas espectaculares del valle.


La nieve estaba intacta. La temporada de esquí estaba siendo muy buena debido a lo mucho que había nevado.


Paula decidió explorar el edificio. No iba a quedarse mucho tiempo, así que, ¿por qué no iba a disfrutar de la aventura del descubrimiento? Su piso era diminuto. ¿Por qué no fingir que la mansión le pertenecía?


Examinó cada habitación de forma exhaustiva admirando el caro mobiliario. No había visto tanto cromo, cristal y cuero en su vida.


La cocina era una maravilla: encimeras de mármol negro, una mesa de metal y una serie de utensilios de cocina que hicieron que le entraran ganas de cocinar.


Estaba contenta de haber dejado de trabajar en el hotel. 


Tenía tres estrellas, pero todos creían que alguien había sido sobornado para hacer la vista gorda y otorgarle esa categoría. Las habitaciones eran muy básicas, el restaurante llevaba años pidiendo una reforma, al igual que las dos cafeterías.


Además, durante el año y medio que había trabajado allí, Julian, el chef, no le había permitido hacer nada sola y siempre estaba observándola para encontrar defectos en su forma de cocinar.


Pasó la mano por una de las brillantes encimeras y tocó algunos de los maravillosos utensilios, ninguno de los cuales parecía haber sido utilizado. Al abrir la nevera comprobó que estaba llena, al igual que los armarios. En el botellero, los vinos eran caros.


Absorta en la inspección de la cocina y soñando con lo que se sentiría al poseer tal fortuna que le permitiera a uno tener una casa como aquella como segunda vivienda, no se dio cuenta de que alguien se acercaba.


–¿Quién es usted?




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