lunes, 15 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 2




Era un hombre atractivo, pero excesivamente adusto. Paula esperó a que le explicara el asunto que lo había llevado hasta allí, o por lo menos, a que le dejara saber por qué parecía tan enfadado.


El vaquero la recorrió con la mirada de los pies a la cabeza, sin decir una sola palabra, haciendo desear a Paula que el jersey no fuera tan estrecho, que la mini falda no fuera tan mini y que sus botas no fueran tan… plateadas.


Por fin, el señor Alfonso comenzó a hablar. Más que pronunciar, arrastraba las palabras de tal forma que era casi imposible comprenderlo.


—Me llamo Pedro Alfonso—le dijo, como si esperara que aquel nombre pudiera significar algo para ella. Por supuesto, era un nombre sin ninguna connotación especial para Paula.


—Y yo Paula Chaves.


Pedro Alfonso arqueó las cejas con gesto de extrañeza.


—¿No sabe quién soy?


—¿Debería saberlo? —La joven no estaba de humor para juegos—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Es que alguien nos ha concertado una cita y se ha olvidado de decírmelo?


Pedro esbozó una mueca que podría haber sido una sonrisa, pero Paula sospechaba que se acercaba más a una expresión de desprecio.


—Soy el presidente de CENTRA, la Central Texana de Ranchos de Avestruces —al advertir que Paula no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo, continuó
explicando—: Somos una organización de rancheros que invertimos comunitariamente fondos para la cría de avestruces.


Paula todavía no alcanzaba a comprender qué hacía aquel tipo allí hablando de avestruces.


—Me temo que…


—Señorita, ¿pero no es usted la nieta de Beau Chaves?


Paula, que todavía no había asimilado la noticia de la muerte de su abuelo, se limitó a asentir.


—Ya entiendo.


Al cabo de unos segundos, el señor Alfonso se cambió el sombrero de mano y agarró a Paula del brazo.


—¿Podemos sentamos allí? —señaló unas sillas de madera que había a ambos lados de un probador.


Paula no pudo evitar cierto nerviosismo mientras el ranchero, ¿Pedro había dicho que se llamaba?, la guiaba hacia las sillas. Nunca le habían gustado demasiado ese tipo de hombres recios, curtidos por el trabajo al aire libre, modelo al que, a juzgar por sus manos y su rostro, respondía inequívocamente Pedro Alfonso. De modo que le resultó curioso comprobar que podía llegar a apreciar los encantos de un hombre tan varonil. Lo tendría en cuenta en el futuro.


Esperó a que su visitante se hubiera sentado para acercar una silla y sentarse frente a él.


Pedro se inclinó hacia delante y dijo con expresión más amable:
—Señorita Chaves…


—Llámame Paula. Me estás poniendo nerviosa.


Pedro pestañeó un par de veces.


—No era ésa mi intención. Tú puedes llamarme Pedro.


Pedro —Paula sonrió y cruzó las piernas.


Pedro se aclaró la garganta.


—Señorita… perdón, Paula, siento tener que decirte que tu abuelo ha fallecido —se quedó mirándola fijamente, esperando su reacción, y se llevó la mano al bolsillo, donde Paula sospechaba tenía preparado un pañuelo.


—Sí, lo sé.


En un instante, la expresión compasiva con la que Pedro había acompañado sus palabras se transformó en cólera.


—¿Ya lo sabes?


Paula asintió.


El vaquero se enderezó en la silla y apoyó las manos en las rodillas con evidente enfado.


—¿Y ni siquiera te has molestado en ir al funeral? Por lo menos podías haber contestado a las cartas que te enviaron los abogados —sacudió la cabeza—. Es increíble, realmente increíble.


Paula intentó defenderse.


—Para tu información, he recibido esas cartas hace menos de una hora.


—¡Pero si las enviaron hace una semana!


—Hasta hace un rato no había ido a ver mi apartado postal. En cualquier caso, alguien podría haberse tomado la molestia de llamarme por teléfono.


—Lo intentamos. Pero tu teléfono no aparece en la guía.


—Sí, eso es cierto. Pero mi abuelo lo sabía —sin embargo, nunca lo usaba.


Siempre había sido ella la que lo había llamado, y la verdad era que no muy a menudo.


—Nadie lo encontró.


—Entonces, ¿por qué no me llamó nadie a la tienda? —Paula se había puesto a la defensiva. ¿Cómo se atrevía aquel extranjero a tratarla de ese modo?—. Es evidente que sabías que trabajaba aquí.


—No lo supe hasta después del funeral —el duro gesto de su boca se había relajado—. Para ser sincero, estaba tan enfadado que quería venir hasta aquí para ver personalmente a una mujer capaz de ignorar de esa manera a sus parientes.


—¿Ignorar a mis parientes? ¿De verdad has venido en avión hasta aquí porque pensabas que había ignorado a mi abuelo?


—Sí, exactamente.


Paula lo miró con los ojos entrecerrados.


—Mira, las cartas que me enviaron eran cartas certificadas, de modo que si te hubieras puesto en contacto con tus abogados, te habrían dicho que todavía no habían recibido la confirmación de que me hubieran llegado —estaba segura de que ni siquiera se le había ocurrido preguntar antes de montarse en el avión.


Evidentemente, Pedro Alfonso era un hombre muy impaciente.


Como permanecía en silencio, girando el sombrero entre las manos, Paula decidió aprovechar su ventaja:
—Además, reservar un vuelo en menos de veinticuatro horas es muy caro, supongo que has podido descubrirlo por ti mismo, ¿no?


Aquella vez, Pedro esbozó una sonrisa inconfundible que cambió completamente su expresión. Las arrugas que había alrededor de su boca se profundizaron y sus ojos adquirieron una calidez que a Paula le llegó al corazón. La joven decidió que tendría que revisar sus prejuicios contra los vaqueros.


—No deberías juzgar tan rápido a la gente. Para poder ir al funeral tendría que haberme gastado todo el dinero que he estado ahorrando durante años.


—Tienes razón —admitió Pedro—. Te debo una disculpa. Y también mis condolencias.


Paula asintió, un poco sorprendida por la rapidez con la que parecía haber superado su enfado. Era como si de pronto hubiera decidido mostrarle su lado bueno, aunque la joven no podía entender el motivo de aquella decisión.


—Siento que hayas tenido que perder el tiempo viniendo a Nueva York —dijo cuando comenzó a incomodarla la persistente mirada de Pedro.


—No ha sido ninguna pérdida de tiempo. De todas formas, quería conocerte.


—¿Y por qué demonios querías conocerme? —preguntó Paula, estaba demasiado asombrada para andarse con rodeos.


—Bueno, Beau hablaba mucho de ti —le contestó con una sonrisa.


—¿De verdad? —aquella respuesta le hizo sentirse culpable. Debería haberle escrito más, haberlo llamado más.


—Pareces sorprendida.


—Y lo estoy —admitió—. No estábamos especialmente unidos, al menos no tanto como otras familias. Sólo le había visto una vez antes de irme a pasar un verano con él cuando mis padres se divorciaron. Pero al menos mi abuelo y yo nos
mantuvimos en contacto, cosa que no puedo decir de mi padre. No volví a verlo desde que se divorció de mi madre.


—Tengo entendido que el hijo de Beau falleció.


—Sí —eso era todo lo que Paula pensaba decir sobre su padre—. Y también me perdí su funeral.


Se quedó mirando fijamente a Pedro, desafiándolo a hacer algún comentario sobre su falta de sentimientos.


Pedro arqueó una ceja y le dijo:
—Deberías revisar tu correo más a menudo.


Pero aquella vez no había llegado ninguna notificación por correo. Todavía estaba estudiando y su madre le había informado de la muerte de su padre semanas después de que ocurriera.


—Me he pasado toda esta semana trabajando día y noche para terminar un proyecto. Lo he terminado esta mañana y después he ido a buscar el correo, no lo había hecho en toda la semana. Siento haberme perdido el funeral, sinceramente. ¿Ya estás satisfecho?


Pedro fijó la mirada en su sombrero.


—No podemos cambiar el pasado —la miró de nuevo a los ojos—. ¿Podrías estar lista para volar a Texas mañana por la mañana o debería reservar los billetes para más tarde?


—¿Qué?


—Que si podrías estar lista para salir mañana. Yo puedo acompañarte, pero sólo dispongo de tres días antes de volver al rancho. Así que, si quieres retrasar más el vuelo, tendrás que ir sola. Enviaré un coche para que te lleve al rancho desde el aeropuerto.


—Pero… —probablemente Pedro pensaba que quería ir a ver a sus parientes. El pobre hombre debía de estar impresionado por la falta de sentimientos del clan Chaves—, si ya se ha celebrado el funeral, ¿por qué voy a ir a Texas? Si tengo parientes allí, ya es un poco tarde para ponerme en contacto con ellos.


Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula lo interrumpió.


—Mira, mi abuelo y mi padre discutieron cuando se fue del rancho. Pasé muchos años sin saber siquiera que tenía un abuelo. Y sólo a través de él llegué a saber que tenía primos. Jamás los he visto y ellos tampoco han hecho ningún esfuerzo para ponerse en contacto conmigo. Mira —posó la mano en su brazo—. Supongo que fuiste un buen amigo de mi abuelo, pero no creo que sirva de nada que vaya ahora a Texas, y te aseguro que mi situación financiera cambiaría considerablemente.


A Paula se le quebró la voz. Se sentía terriblemente culpable y habría dado cualquier cosa por sacar en ese momento una tarjeta de crédito y salir a reservar un billete a Texas. Pero, entre otras cosas, nunca había tenido tarjeta de crédito y todo el dinero que tenía estaba destinado a financiar sus estudios en París. Esperar que los empleara en un viaje al rancho para guardar las apariencias era pedir demasiado.


Sintió un nudo en la garganta, estaba a punto de llorar. Pero no quería hacerlo todavía. Quería esperar hasta la noche para poder despedirse a su manera de su abuelo, releyendo todas sus cartas y reviviendo sus recuerdos.


Tragó saliva y pestañeó con fuerza.


Entre las lágrimas, vio frente a ella un pañuelo blanco y sintió al mismo tiempo la callosa mano de Pedro en el hombro.


—Gracias —consiguió decir mientras tomaba el pañuelo, decidida a no echar a perder su maquillaje.


Pedro suspiró y se levantó.


—Espero que puedas venir conmigo. Sería más fácil y más rápido. Y en lo que se refiere a los abogados, el tiempo se traduce siempre en dinero.


—Sí —Paula se levantó también, pero aun así tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a la cara. Le devolvió el pañuelo, alegrándose de no haber tenido que usarlo.


Caminaron hacia la puerta en silencio. Una vez allí, Pedro sacó del bolsillo una tarjeta y se la tendió.


—En cuanto estés dispuesta a viajar, llámame para que envíe un coche al aeropuerto de Austin. Y si pudieras salir antes del fin de semana, te lo agradecería. Las cosas van a seguir paradas hasta que vayas.


—Pero ¿por qué?


Pedro la miró con el ceño fruncido.


—Bueno, por la situación del rancho.


—Qué ¿pasa con el rancho? Nunca he sabido nada de él.


—¿Pero Beau no…? —empezó a decir Pedro y suspiró con impaciencia.


Paula tuvo la sensación de que si ella no hubiera estado presente aquel suspiro habría sido sustituido por un juramento.


—Claire, tras la muerte de Beau, tú eres la nueva propietaria del rancho.







ANIVERSARIO: CAPITULO 1






—¿Qué te parecen mis últimos diseños? ¿Crees que con ellos podré conseguir la beca para estudiar en París? —durante los últimos diez minutos, Paula Chaves había estado esperando con impaciencia a que Audrey, la propietaria de la boutique en la que trabajaba, una de las mejores de Nueva York, terminara de ver los bocetos.


—Mmm —respondió Audrey, mientras volvía a pasar las páginas.


—Magnífico —Paula elevó los brazos al cielo y se dirigió hacia las escaleras que conducían al piso de arriba—. Tengo que enviar los diseños esta misma tarde, y lo único que se te ocurre decir es «mmm».


—Los diseños son buenos, tú ya lo sabes, pero estaba intentando verlos como si me encontrara con ellos por primera vez —miró por encima de sus gafas a Paula—, y
no como si ya hubiera vendido algunos de ellos en la tienda.


—Lo siento —farfulló Paula. Un brillo atrapó de pronto su atención y buscó su procedencia con la mirada; se trataba del reflejo del sol proyectado en un par de pendientes que colgaban de las orejas de un maniquí—. Vaya, no recuerdo haber visto antes esos pendientes.


—Los trajeron ayer. Los saqué por la noche.


—Oh —no había censura en la voz de Audrey, a pesar de que en circunstancias normales, Paula se habría quedado con ella a desembalar los últimos pedidos, algo que formaba parte de su trabajo. Pero el día anterior había estado ultimando los bocetos que quería enviar al concurso anual de la Academia de la Moda de París.


Paula participaba todos los años porque estaba decidida a estudiar un master en diseño y moda, y ése era precisamente el premio del concurso: una beca para la academia y la posibilidad de trabajar en el taller de algún diseñador famoso. Durante los cuatro años que llevaba trabajando en la boutique de Audrey, ésta la había visto
repasar todos sus diseños hasta el último minuto año tras año y la verdad era que siempre había sido indulgente con ella.


Pero nunca había estudiado su muestrario con tanta atención. Paula señaló nerviosa los pendientes del maniquí.


—¿Son de cristal austriaco?


Los pendientes centellearon de nuevo, como si estuvieran invitando a Paula a que se acercara. Aquel día, la joven se había puesto una minifalda violeta y un jersey de lana color rosa, y casualmente, aquellos pendientes eran rosas y violetas. Audrey había colocado alrededor del cuello del maniquí un pañuelo con las mismas tonalidades de los pendientes.


Era una combinación perfecta.


Aquella mañana, Paula había optado por conjuntar su atuendo con accesorios de plata; le había gustado el contraste del frío metal con el jersey de lana. Pero, al ver
el montaje de Audrey, cambió de opinión. Se quitó el cinturón de plata, se ató el pañuelo del maniquí en la cintura y cambió sus pendientes de plata por aquellos de
cristal.


Pero la cosa no podía quedar así. Ella podía llevar un pañuelo en la cintura, pero el maniquí no podía llevar un cinturón en el cuello. Eso sería…


¡Una idea brillante!


—¡Audrey necesito un papel!


Audrey agarró una de las hojas vacías del cuaderno de bocetos y se dispuso a arrancarla.


—No, de ahí no —protestó Paula. Se metió detrás del mostrador y, al no encontrar otra cosa, tomó una bolsa de papel. Rápidamente, plasmó su última idea genial.


Estaba tan concentrada que apenas se dio cuenta de que Audrey se había levantado y la estaba observando. Segundos después, alzó el papel.


—¡Ya está! —Se volvió para mostrárselo a Audrey—. ¿Crees que debería cambiar alguno de los modelos del muestrario por éste?


—¿Cinturones? —Audrey desvió la mirada hacia Paula—. ¿Una mujer vestida sólo con cinturones?


—No, mira… lleva un cinturón estrecho en el cuello, otro más ancho en el pecho y el más ancho de todos alrededor de las caderas. Y los tres van conectados con un velo transparente —Claire dejó el dibujo sobre el mostrador, dibujó un par de piernas y en uno de los muslos un cinturón haciendo las veces de una liga—. ¿Qué te parece? Cuero para el día y hebillas con diamantes para la noche.


Audrey se cruzó de brazos y miró fijamente a Paula.


—Sí, supongo que este modelo podría gustarle a determinado tipo de mujeres, pero desde luego no a la mayoría.


Paula frunció el ceño.


—¿Te parecen las telas demasiado atrevidas?


—¿De verdad quieres saber mi opinión? —La miró con firmeza—. No deberías necesitarla. Es un diseño tuyo, eres tú la que tiene que decidir si es un modelo demasiado atrevido o no. Tienes que tener tu propia visión, una opinión propia.


Paula arrugó la bolsa de papel y la tiró a una papelera de mimbre.


—No tengo visión. Esa es la razón por la que necesito ir a París.


Audrey asintió y volvió a echar un vistazo al book de Paula.


—Es un buen muestrario —repitió—, pero todos los modelos son demasiado diferentes.


—Por supuesto —replicó Paula, sorprendida—. Este año quiero mostrarles mi versatilidad.


—Pero no estás dando a conocer tu estilo.


Paula todavía no se había instalado en un solo estilo. Cada estación intentaba hacer algo diferente.


—Durante los tres últimos años, al jurado no les ha gustado el estilo que les he mostrado. Así que este año espero que por lo menos alguno de los modelos le guste a alguno de los miembros del jurado.


Suspiró largamente, cerró el book y lo metió en un sobre en el que había escrito previamente la dirección. Estaba decidida a estudiar en París, y quería hacerlo pronto. Si no conseguía una beca ese año, ahorraría el dinero para pagarse un curso y se iría. Sabía que no sería fácil, pero lo haría. Tenía que hacerlo.


—Bueno, voy a echar esto al correo —comentó mientras se despedía de Audrey alzando la mano.


—¡Buena suerte!


Paula se dirigió a través de Greewich Vilage hacia la oficina de correos, intentando ignorar el desagradable olor de los ginkgos florecidos. Se fijaba, casi sin ser consciente de ello, en todas las mujeres con las que se cruzaba, analizando la
moda que había terminado imponiéndose durante la primavera. Por supuesto, ella estaba trabajando ya de lleno en la moda de verano, pero había algunas tendencias que se mantenían durante varias estaciones.


Llegó a la oficina de correos sin haber visto nada nuevo; lo único que se veía por todas partes eran vaqueros y botas, botas y vaqueros. Ella nunca había trabajado con ese tejido, y quizá debería hacerlo. Se acercó a la ventanilla, entregó el sobre y cruzó los dedos mientras el empleado de correos le ponía los sellos.


Y ya estaba.


Paula exhaló un suspiro de alivio y sintió que la energía la abandonaba. Había pasado las últimas semanas trabajando sin cesar. Y había llegado por fin el momento de volver a la vida normal. Bostezando, se dirigió a la zona de la oficina en la que estaban los casilleros de los apartados. No había abierto el suyo desde hacía una semana, aunque la verdad era que nunca recibía demasiadas cartas.


Sin embargo, en aquella ocasión encontró el apartado lleno. 


Echó un rápido vistazo a la correspondencia y todos los sobres de propaganda fueron a parar a la papelera. Entre todos ellos, había dos notificaciones de sus correspondientes cartas certificadas. Maldición, pensó la joven, eso significaba que tendría que hacer una nueva cola para recibirlas.


Mientras la cola iba avanzando lentamente, Paula intentaba imaginarse quién podría haberle enviado aquellas cartas. 


Estaba segura de que iban a ser malas noticias. Las noticias buenas siempre llegaban con flores; para recibir las malas, había que hacer una larga cola en la oficina postal.


Al final, el empleado le tendió dos sobres grandes. Cada uno de ellos contenía dos sobres blancos con la firma de un despacho de abogados en una esquina.


Ya era definitivo: la suma de dos cartas certificadas con la firma de unos abogados equivalía indefectiblemente a problemas. Con el corazón acelerado, abrió el sobre con la fecha más antigua y empezó a leer la carta antes incluso de haberla desplegado por completo.


Sentimos tener que comunicarle que su abuelo, Juan Beauregard Chaves, falleció el día dieciocho de abril.


Paula alzó la mirada. Había pasado una semana desde entonces. Y ella no había sabido nada. Los ojos se le llenaron de lágrimas de arrepentimiento y tristeza. Se sentía culpable. Nunca había estado especialmente unida a su abuelo, pero éste no había perdido nunca el contacto con ella. Al contrario que su hijo, el padre de Paula, del que la joven no había vuelto a saber nada tras el divorcio de sus padres.


¿Por qué nadie la habría avisado? ¿No entendían que tenía derecho a ser informada de una noticia como aquélla? Ni siquiera su madre había tenido el detalle de llamarla. Y, si bien era cierto que su madre había dejado de ser la nuera de Juan Beau, era bastante probable que alguien le hubiera comunicado su muerte. Aunque quizá no. La familia de Paula no se caracterizaba por cuidar los detalles.


En el resto de la carta, le informaban de que estaban ocupándose de arreglar todo lo relativo al funeral.


Lentamente, rasgó el segundo sobre y sacó su contenido. 


Como ya sospechaba, se había perdido el funeral. Para asistir, habría tenido que gastar los ahorros que guardaba para su futura vida en París en un vuelo a Texas, pero los habría gastado sin dudar.


Sin molestarse en leer el resto de la correspondencia, regresó a la boutique.


Estaba triste, pero se encontraba en perfectas condiciones para trabajar.


La última vez que había visto a su abuelo había sido el día que había terminado los estudios superiores, y desde entonces habían pasado ya seis años. La vez anterior se habían visto con motivo de su graduación, y la anterior…


El verano que se habían divorciado sus padres. Paula había pasado aquel verano en el rancho de su abuelo. En medio de sus constantes disputas, sus padres habían decidido que a la niña le convendría pasar un verano en el campo, que
además les saldría más barato que cualquier otra posibilidad.


A Paula no le había importado. De hecho, había sido un alivio poder alejarse de las peleas de sus padres. Tenía trece años y además estaba loca por los caballos. Pero
un mes después, no le habría importado no volver a ver un caballo en toda su vida.


El trabajo del rancho era muy duro, y los sueños de Paula, que esperaba pasarse el día explorando el mundo a lomos de un caballo habían terminado el mismo día de su llegada con un insoportable dolor de nalgas.


Los caballos además requerían infinitos cuidados. Durante aquel verano, había tenido la desgracia de descubrir también su alergia al heno, a la hierba y al polvo.


No, la vida del rancho no estaba hecha para ella, pero jamás había olvidado el afecto de su abuelo. A partir de entonces, se habían escrito un par de veces al año, para felicitarse las Navidades y sus respectivos cumpleaños. Juan Beau siempre la instaba a que pasara otro verano en el rancho, pero ella nunca había querido regresar.


Y ya no tendría otra oportunidad de volver a ver a su abuelo.


El único modo de averiguar lo que había sucedido sería contactar con los abogados que le habían escrito, cosa que decidió hacer esa misma tarde, durante el descanso del trabajo. Mientras llegaba a la boutique, se prometió que llamaría también a su madre.


—Ya he vuelto —le gritó a Audrey, que se encontraba en el cuarto de trabajo.


Después de echarse un rápido vistazo en el espejo y atusarse un poco el pelo, se pintó los labios y guardó el bolso en uno de los cajones del mostrador.


Pelo negro, piel pálida y labios rojos. Esos eran los rasgos más característicos de su imagen. ¿Quién iba a fijarse nunca en ellos?


—Paula —Audrey corrió la cortina que separaba la boutique del taller—. Ha venido alguien que quiere hablar contigo.


¿Quién podría ser?, se preguntó Paula, incapaz de adivinarlo por la expresión de su jefa.


En cuanto entró en el taller, fijó la mirada en un hombre de pelo azabache que en ese momento estaba mirando por la ventana, Paula no tenía idea de quién era y lo primero que pensó al verlo fue que jamás se había encontrado con un hombre tan alto.


Al oírla entrar, el desconocido se volvió. Descubrió entonces Paula que, a pesar de su traje oscuro perfectamente cortado, sostenía un sombrero vaquero entre las manos y llevaba botas de cuero en los pies. La joven ya conocía aquel look, la moda del oeste se había impuesto en Manhattan hacía un par de años. Pero aquel hombre no parecía estar haciendo ninguna concesión a la moda. Audrey la urgió a acercarse.


—Señor Alfonso, ésta es Paula Chaves.


—Gracias, señora.


La mirada de Paula voló desde las botas de cuero hacia su bronceado rostro cuando el desconocido comenzó a hablar con una voz profunda y vibrante. El vaquero, esbozó una sonrisa de compromiso y señaló con la cabeza a Audrey, que, discretamente, se retiró.


Paula ya le había tendido la mano cuando él volvió sus ojos oscuros hacia ella.


Por un breve instante, tuvo la sensación de que no tenía ninguna intención de estrechársela, de modo que pensó en retirarla.


Pero justo entonces, el vaquero le tomó la mano y se la estrechó con tal intensidad que estuvo a punto de gritar. Normalmente, le gustaba que le estrecharan la mano con firmeza, pero el trabajo enfervorecido de la semana anterior le había dejado la mano ligeramente dolorida. Aun así, consideró importante devolverle el apretón con pareja intensidad, como si en vez de un saludo, aquello fuera una
especie de prueba.


—Señorita Chaves —inclinó la cabeza con un gesto similar al que le había dirigido a Audrey, pero aquella vez no fue acompañado por ninguna sonrisa.


Y era una pena, porque una sonrisa podría haber suavizado las duras líneas de su rostro.


—Señor Alfonso.




ANIVERSARIO: SINOPSIS




Paula Chaves era alérgica a Texas. De eso estaba segura. 


Ella era una chica nacida y criada en la ciudad. Por desgracia para cumplir las exigencias del testamento de su abuelo ella se descubrió a si misma quedándose en lo más profundo del centro del estado. En el cual encontró a Pedro Alfonso.


Alto, delgado y demasiado atractivo para su propio bien, Pedro era un hombre de pocas palabras, y, para Paula, todo eso era semejante a una invitación. Tal vez el estado tenía algo a su favor después de todo. Pero Paula solo estaba en Texas temporalmente. Ella era una diseñadora de modas no una ranchera. Después de un año ella tenía la intención de partir con la puesta del sol… ¿o no?