lunes, 15 de febrero de 2016

ANIVERSARIO: CAPITULO 1






—¿Qué te parecen mis últimos diseños? ¿Crees que con ellos podré conseguir la beca para estudiar en París? —durante los últimos diez minutos, Paula Chaves había estado esperando con impaciencia a que Audrey, la propietaria de la boutique en la que trabajaba, una de las mejores de Nueva York, terminara de ver los bocetos.


—Mmm —respondió Audrey, mientras volvía a pasar las páginas.


—Magnífico —Paula elevó los brazos al cielo y se dirigió hacia las escaleras que conducían al piso de arriba—. Tengo que enviar los diseños esta misma tarde, y lo único que se te ocurre decir es «mmm».


—Los diseños son buenos, tú ya lo sabes, pero estaba intentando verlos como si me encontrara con ellos por primera vez —miró por encima de sus gafas a Paula—, y
no como si ya hubiera vendido algunos de ellos en la tienda.


—Lo siento —farfulló Paula. Un brillo atrapó de pronto su atención y buscó su procedencia con la mirada; se trataba del reflejo del sol proyectado en un par de pendientes que colgaban de las orejas de un maniquí—. Vaya, no recuerdo haber visto antes esos pendientes.


—Los trajeron ayer. Los saqué por la noche.


—Oh —no había censura en la voz de Audrey, a pesar de que en circunstancias normales, Paula se habría quedado con ella a desembalar los últimos pedidos, algo que formaba parte de su trabajo. Pero el día anterior había estado ultimando los bocetos que quería enviar al concurso anual de la Academia de la Moda de París.


Paula participaba todos los años porque estaba decidida a estudiar un master en diseño y moda, y ése era precisamente el premio del concurso: una beca para la academia y la posibilidad de trabajar en el taller de algún diseñador famoso. Durante los cuatro años que llevaba trabajando en la boutique de Audrey, ésta la había visto
repasar todos sus diseños hasta el último minuto año tras año y la verdad era que siempre había sido indulgente con ella.


Pero nunca había estudiado su muestrario con tanta atención. Paula señaló nerviosa los pendientes del maniquí.


—¿Son de cristal austriaco?


Los pendientes centellearon de nuevo, como si estuvieran invitando a Paula a que se acercara. Aquel día, la joven se había puesto una minifalda violeta y un jersey de lana color rosa, y casualmente, aquellos pendientes eran rosas y violetas. Audrey había colocado alrededor del cuello del maniquí un pañuelo con las mismas tonalidades de los pendientes.


Era una combinación perfecta.


Aquella mañana, Paula había optado por conjuntar su atuendo con accesorios de plata; le había gustado el contraste del frío metal con el jersey de lana. Pero, al ver
el montaje de Audrey, cambió de opinión. Se quitó el cinturón de plata, se ató el pañuelo del maniquí en la cintura y cambió sus pendientes de plata por aquellos de
cristal.


Pero la cosa no podía quedar así. Ella podía llevar un pañuelo en la cintura, pero el maniquí no podía llevar un cinturón en el cuello. Eso sería…


¡Una idea brillante!


—¡Audrey necesito un papel!


Audrey agarró una de las hojas vacías del cuaderno de bocetos y se dispuso a arrancarla.


—No, de ahí no —protestó Paula. Se metió detrás del mostrador y, al no encontrar otra cosa, tomó una bolsa de papel. Rápidamente, plasmó su última idea genial.


Estaba tan concentrada que apenas se dio cuenta de que Audrey se había levantado y la estaba observando. Segundos después, alzó el papel.


—¡Ya está! —Se volvió para mostrárselo a Audrey—. ¿Crees que debería cambiar alguno de los modelos del muestrario por éste?


—¿Cinturones? —Audrey desvió la mirada hacia Paula—. ¿Una mujer vestida sólo con cinturones?


—No, mira… lleva un cinturón estrecho en el cuello, otro más ancho en el pecho y el más ancho de todos alrededor de las caderas. Y los tres van conectados con un velo transparente —Claire dejó el dibujo sobre el mostrador, dibujó un par de piernas y en uno de los muslos un cinturón haciendo las veces de una liga—. ¿Qué te parece? Cuero para el día y hebillas con diamantes para la noche.


Audrey se cruzó de brazos y miró fijamente a Paula.


—Sí, supongo que este modelo podría gustarle a determinado tipo de mujeres, pero desde luego no a la mayoría.


Paula frunció el ceño.


—¿Te parecen las telas demasiado atrevidas?


—¿De verdad quieres saber mi opinión? —La miró con firmeza—. No deberías necesitarla. Es un diseño tuyo, eres tú la que tiene que decidir si es un modelo demasiado atrevido o no. Tienes que tener tu propia visión, una opinión propia.


Paula arrugó la bolsa de papel y la tiró a una papelera de mimbre.


—No tengo visión. Esa es la razón por la que necesito ir a París.


Audrey asintió y volvió a echar un vistazo al book de Paula.


—Es un buen muestrario —repitió—, pero todos los modelos son demasiado diferentes.


—Por supuesto —replicó Paula, sorprendida—. Este año quiero mostrarles mi versatilidad.


—Pero no estás dando a conocer tu estilo.


Paula todavía no se había instalado en un solo estilo. Cada estación intentaba hacer algo diferente.


—Durante los tres últimos años, al jurado no les ha gustado el estilo que les he mostrado. Así que este año espero que por lo menos alguno de los modelos le guste a alguno de los miembros del jurado.


Suspiró largamente, cerró el book y lo metió en un sobre en el que había escrito previamente la dirección. Estaba decidida a estudiar en París, y quería hacerlo pronto. Si no conseguía una beca ese año, ahorraría el dinero para pagarse un curso y se iría. Sabía que no sería fácil, pero lo haría. Tenía que hacerlo.


—Bueno, voy a echar esto al correo —comentó mientras se despedía de Audrey alzando la mano.


—¡Buena suerte!


Paula se dirigió a través de Greewich Vilage hacia la oficina de correos, intentando ignorar el desagradable olor de los ginkgos florecidos. Se fijaba, casi sin ser consciente de ello, en todas las mujeres con las que se cruzaba, analizando la
moda que había terminado imponiéndose durante la primavera. Por supuesto, ella estaba trabajando ya de lleno en la moda de verano, pero había algunas tendencias que se mantenían durante varias estaciones.


Llegó a la oficina de correos sin haber visto nada nuevo; lo único que se veía por todas partes eran vaqueros y botas, botas y vaqueros. Ella nunca había trabajado con ese tejido, y quizá debería hacerlo. Se acercó a la ventanilla, entregó el sobre y cruzó los dedos mientras el empleado de correos le ponía los sellos.


Y ya estaba.


Paula exhaló un suspiro de alivio y sintió que la energía la abandonaba. Había pasado las últimas semanas trabajando sin cesar. Y había llegado por fin el momento de volver a la vida normal. Bostezando, se dirigió a la zona de la oficina en la que estaban los casilleros de los apartados. No había abierto el suyo desde hacía una semana, aunque la verdad era que nunca recibía demasiadas cartas.


Sin embargo, en aquella ocasión encontró el apartado lleno. 


Echó un rápido vistazo a la correspondencia y todos los sobres de propaganda fueron a parar a la papelera. Entre todos ellos, había dos notificaciones de sus correspondientes cartas certificadas. Maldición, pensó la joven, eso significaba que tendría que hacer una nueva cola para recibirlas.


Mientras la cola iba avanzando lentamente, Paula intentaba imaginarse quién podría haberle enviado aquellas cartas. 


Estaba segura de que iban a ser malas noticias. Las noticias buenas siempre llegaban con flores; para recibir las malas, había que hacer una larga cola en la oficina postal.


Al final, el empleado le tendió dos sobres grandes. Cada uno de ellos contenía dos sobres blancos con la firma de un despacho de abogados en una esquina.


Ya era definitivo: la suma de dos cartas certificadas con la firma de unos abogados equivalía indefectiblemente a problemas. Con el corazón acelerado, abrió el sobre con la fecha más antigua y empezó a leer la carta antes incluso de haberla desplegado por completo.


Sentimos tener que comunicarle que su abuelo, Juan Beauregard Chaves, falleció el día dieciocho de abril.


Paula alzó la mirada. Había pasado una semana desde entonces. Y ella no había sabido nada. Los ojos se le llenaron de lágrimas de arrepentimiento y tristeza. Se sentía culpable. Nunca había estado especialmente unida a su abuelo, pero éste no había perdido nunca el contacto con ella. Al contrario que su hijo, el padre de Paula, del que la joven no había vuelto a saber nada tras el divorcio de sus padres.


¿Por qué nadie la habría avisado? ¿No entendían que tenía derecho a ser informada de una noticia como aquélla? Ni siquiera su madre había tenido el detalle de llamarla. Y, si bien era cierto que su madre había dejado de ser la nuera de Juan Beau, era bastante probable que alguien le hubiera comunicado su muerte. Aunque quizá no. La familia de Paula no se caracterizaba por cuidar los detalles.


En el resto de la carta, le informaban de que estaban ocupándose de arreglar todo lo relativo al funeral.


Lentamente, rasgó el segundo sobre y sacó su contenido. 


Como ya sospechaba, se había perdido el funeral. Para asistir, habría tenido que gastar los ahorros que guardaba para su futura vida en París en un vuelo a Texas, pero los habría gastado sin dudar.


Sin molestarse en leer el resto de la correspondencia, regresó a la boutique.


Estaba triste, pero se encontraba en perfectas condiciones para trabajar.


La última vez que había visto a su abuelo había sido el día que había terminado los estudios superiores, y desde entonces habían pasado ya seis años. La vez anterior se habían visto con motivo de su graduación, y la anterior…


El verano que se habían divorciado sus padres. Paula había pasado aquel verano en el rancho de su abuelo. En medio de sus constantes disputas, sus padres habían decidido que a la niña le convendría pasar un verano en el campo, que
además les saldría más barato que cualquier otra posibilidad.


A Paula no le había importado. De hecho, había sido un alivio poder alejarse de las peleas de sus padres. Tenía trece años y además estaba loca por los caballos. Pero
un mes después, no le habría importado no volver a ver un caballo en toda su vida.


El trabajo del rancho era muy duro, y los sueños de Paula, que esperaba pasarse el día explorando el mundo a lomos de un caballo habían terminado el mismo día de su llegada con un insoportable dolor de nalgas.


Los caballos además requerían infinitos cuidados. Durante aquel verano, había tenido la desgracia de descubrir también su alergia al heno, a la hierba y al polvo.


No, la vida del rancho no estaba hecha para ella, pero jamás había olvidado el afecto de su abuelo. A partir de entonces, se habían escrito un par de veces al año, para felicitarse las Navidades y sus respectivos cumpleaños. Juan Beau siempre la instaba a que pasara otro verano en el rancho, pero ella nunca había querido regresar.


Y ya no tendría otra oportunidad de volver a ver a su abuelo.


El único modo de averiguar lo que había sucedido sería contactar con los abogados que le habían escrito, cosa que decidió hacer esa misma tarde, durante el descanso del trabajo. Mientras llegaba a la boutique, se prometió que llamaría también a su madre.


—Ya he vuelto —le gritó a Audrey, que se encontraba en el cuarto de trabajo.


Después de echarse un rápido vistazo en el espejo y atusarse un poco el pelo, se pintó los labios y guardó el bolso en uno de los cajones del mostrador.


Pelo negro, piel pálida y labios rojos. Esos eran los rasgos más característicos de su imagen. ¿Quién iba a fijarse nunca en ellos?


—Paula —Audrey corrió la cortina que separaba la boutique del taller—. Ha venido alguien que quiere hablar contigo.


¿Quién podría ser?, se preguntó Paula, incapaz de adivinarlo por la expresión de su jefa.


En cuanto entró en el taller, fijó la mirada en un hombre de pelo azabache que en ese momento estaba mirando por la ventana, Paula no tenía idea de quién era y lo primero que pensó al verlo fue que jamás se había encontrado con un hombre tan alto.


Al oírla entrar, el desconocido se volvió. Descubrió entonces Paula que, a pesar de su traje oscuro perfectamente cortado, sostenía un sombrero vaquero entre las manos y llevaba botas de cuero en los pies. La joven ya conocía aquel look, la moda del oeste se había impuesto en Manhattan hacía un par de años. Pero aquel hombre no parecía estar haciendo ninguna concesión a la moda. Audrey la urgió a acercarse.


—Señor Alfonso, ésta es Paula Chaves.


—Gracias, señora.


La mirada de Paula voló desde las botas de cuero hacia su bronceado rostro cuando el desconocido comenzó a hablar con una voz profunda y vibrante. El vaquero, esbozó una sonrisa de compromiso y señaló con la cabeza a Audrey, que, discretamente, se retiró.


Paula ya le había tendido la mano cuando él volvió sus ojos oscuros hacia ella.


Por un breve instante, tuvo la sensación de que no tenía ninguna intención de estrechársela, de modo que pensó en retirarla.


Pero justo entonces, el vaquero le tomó la mano y se la estrechó con tal intensidad que estuvo a punto de gritar. Normalmente, le gustaba que le estrecharan la mano con firmeza, pero el trabajo enfervorecido de la semana anterior le había dejado la mano ligeramente dolorida. Aun así, consideró importante devolverle el apretón con pareja intensidad, como si en vez de un saludo, aquello fuera una
especie de prueba.


—Señorita Chaves —inclinó la cabeza con un gesto similar al que le había dirigido a Audrey, pero aquella vez no fue acompañado por ninguna sonrisa.


Y era una pena, porque una sonrisa podría haber suavizado las duras líneas de su rostro.


—Señor Alfonso.




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