lunes, 15 de febrero de 2016
ANIVERSARIO: CAPITULO 2
Era un hombre atractivo, pero excesivamente adusto. Paula esperó a que le explicara el asunto que lo había llevado hasta allí, o por lo menos, a que le dejara saber por qué parecía tan enfadado.
El vaquero la recorrió con la mirada de los pies a la cabeza, sin decir una sola palabra, haciendo desear a Paula que el jersey no fuera tan estrecho, que la mini falda no fuera tan mini y que sus botas no fueran tan… plateadas.
Por fin, el señor Alfonso comenzó a hablar. Más que pronunciar, arrastraba las palabras de tal forma que era casi imposible comprenderlo.
—Me llamo Pedro Alfonso—le dijo, como si esperara que aquel nombre pudiera significar algo para ella. Por supuesto, era un nombre sin ninguna connotación especial para Paula.
—Y yo Paula Chaves.
Pedro Alfonso arqueó las cejas con gesto de extrañeza.
—¿No sabe quién soy?
—¿Debería saberlo? —La joven no estaba de humor para juegos—. ¿Qué está pasando aquí? ¿Es que alguien nos ha concertado una cita y se ha olvidado de decírmelo?
Pedro esbozó una mueca que podría haber sido una sonrisa, pero Paula sospechaba que se acercaba más a una expresión de desprecio.
—Soy el presidente de CENTRA, la Central Texana de Ranchos de Avestruces —al advertir que Paula no tenía la menor idea de lo que le estaba diciendo, continuó
explicando—: Somos una organización de rancheros que invertimos comunitariamente fondos para la cría de avestruces.
Paula todavía no alcanzaba a comprender qué hacía aquel tipo allí hablando de avestruces.
—Me temo que…
—Señorita, ¿pero no es usted la nieta de Beau Chaves?
Paula, que todavía no había asimilado la noticia de la muerte de su abuelo, se limitó a asentir.
—Ya entiendo.
Al cabo de unos segundos, el señor Alfonso se cambió el sombrero de mano y agarró a Paula del brazo.
—¿Podemos sentamos allí? —señaló unas sillas de madera que había a ambos lados de un probador.
Paula no pudo evitar cierto nerviosismo mientras el ranchero, ¿Pedro había dicho que se llamaba?, la guiaba hacia las sillas. Nunca le habían gustado demasiado ese tipo de hombres recios, curtidos por el trabajo al aire libre, modelo al que, a juzgar por sus manos y su rostro, respondía inequívocamente Pedro Alfonso. De modo que le resultó curioso comprobar que podía llegar a apreciar los encantos de un hombre tan varonil. Lo tendría en cuenta en el futuro.
Esperó a que su visitante se hubiera sentado para acercar una silla y sentarse frente a él.
Pedro se inclinó hacia delante y dijo con expresión más amable:
—Señorita Chaves…
—Llámame Paula. Me estás poniendo nerviosa.
Pedro pestañeó un par de veces.
—No era ésa mi intención. Tú puedes llamarme Pedro.
—Pedro —Paula sonrió y cruzó las piernas.
Pedro se aclaró la garganta.
—Señorita… perdón, Paula, siento tener que decirte que tu abuelo ha fallecido —se quedó mirándola fijamente, esperando su reacción, y se llevó la mano al bolsillo, donde Paula sospechaba tenía preparado un pañuelo.
—Sí, lo sé.
En un instante, la expresión compasiva con la que Pedro había acompañado sus palabras se transformó en cólera.
—¿Ya lo sabes?
Paula asintió.
El vaquero se enderezó en la silla y apoyó las manos en las rodillas con evidente enfado.
—¿Y ni siquiera te has molestado en ir al funeral? Por lo menos podías haber contestado a las cartas que te enviaron los abogados —sacudió la cabeza—. Es increíble, realmente increíble.
Paula intentó defenderse.
—Para tu información, he recibido esas cartas hace menos de una hora.
—¡Pero si las enviaron hace una semana!
—Hasta hace un rato no había ido a ver mi apartado postal. En cualquier caso, alguien podría haberse tomado la molestia de llamarme por teléfono.
—Lo intentamos. Pero tu teléfono no aparece en la guía.
—Sí, eso es cierto. Pero mi abuelo lo sabía —sin embargo, nunca lo usaba.
Siempre había sido ella la que lo había llamado, y la verdad era que no muy a menudo.
—Nadie lo encontró.
—Entonces, ¿por qué no me llamó nadie a la tienda? —Paula se había puesto a la defensiva. ¿Cómo se atrevía aquel extranjero a tratarla de ese modo?—. Es evidente que sabías que trabajaba aquí.
—No lo supe hasta después del funeral —el duro gesto de su boca se había relajado—. Para ser sincero, estaba tan enfadado que quería venir hasta aquí para ver personalmente a una mujer capaz de ignorar de esa manera a sus parientes.
—¿Ignorar a mis parientes? ¿De verdad has venido en avión hasta aquí porque pensabas que había ignorado a mi abuelo?
—Sí, exactamente.
Paula lo miró con los ojos entrecerrados.
—Mira, las cartas que me enviaron eran cartas certificadas, de modo que si te hubieras puesto en contacto con tus abogados, te habrían dicho que todavía no habían recibido la confirmación de que me hubieran llegado —estaba segura de que ni siquiera se le había ocurrido preguntar antes de montarse en el avión.
Evidentemente, Pedro Alfonso era un hombre muy impaciente.
Como permanecía en silencio, girando el sombrero entre las manos, Paula decidió aprovechar su ventaja:
—Además, reservar un vuelo en menos de veinticuatro horas es muy caro, supongo que has podido descubrirlo por ti mismo, ¿no?
Aquella vez, Pedro esbozó una sonrisa inconfundible que cambió completamente su expresión. Las arrugas que había alrededor de su boca se profundizaron y sus ojos adquirieron una calidez que a Paula le llegó al corazón. La joven decidió que tendría que revisar sus prejuicios contra los vaqueros.
—No deberías juzgar tan rápido a la gente. Para poder ir al funeral tendría que haberme gastado todo el dinero que he estado ahorrando durante años.
—Tienes razón —admitió Pedro—. Te debo una disculpa. Y también mis condolencias.
Paula asintió, un poco sorprendida por la rapidez con la que parecía haber superado su enfado. Era como si de pronto hubiera decidido mostrarle su lado bueno, aunque la joven no podía entender el motivo de aquella decisión.
—Siento que hayas tenido que perder el tiempo viniendo a Nueva York —dijo cuando comenzó a incomodarla la persistente mirada de Pedro.
—No ha sido ninguna pérdida de tiempo. De todas formas, quería conocerte.
—¿Y por qué demonios querías conocerme? —preguntó Paula, estaba demasiado asombrada para andarse con rodeos.
—Bueno, Beau hablaba mucho de ti —le contestó con una sonrisa.
—¿De verdad? —aquella respuesta le hizo sentirse culpable. Debería haberle escrito más, haberlo llamado más.
—Pareces sorprendida.
—Y lo estoy —admitió—. No estábamos especialmente unidos, al menos no tanto como otras familias. Sólo le había visto una vez antes de irme a pasar un verano con él cuando mis padres se divorciaron. Pero al menos mi abuelo y yo nos
mantuvimos en contacto, cosa que no puedo decir de mi padre. No volví a verlo desde que se divorció de mi madre.
—Tengo entendido que el hijo de Beau falleció.
—Sí —eso era todo lo que Paula pensaba decir sobre su padre—. Y también me perdí su funeral.
Se quedó mirando fijamente a Pedro, desafiándolo a hacer algún comentario sobre su falta de sentimientos.
Pedro arqueó una ceja y le dijo:
—Deberías revisar tu correo más a menudo.
Pero aquella vez no había llegado ninguna notificación por correo. Todavía estaba estudiando y su madre le había informado de la muerte de su padre semanas después de que ocurriera.
—Me he pasado toda esta semana trabajando día y noche para terminar un proyecto. Lo he terminado esta mañana y después he ido a buscar el correo, no lo había hecho en toda la semana. Siento haberme perdido el funeral, sinceramente. ¿Ya estás satisfecho?
Pedro fijó la mirada en su sombrero.
—No podemos cambiar el pasado —la miró de nuevo a los ojos—. ¿Podrías estar lista para volar a Texas mañana por la mañana o debería reservar los billetes para más tarde?
—¿Qué?
—Que si podrías estar lista para salir mañana. Yo puedo acompañarte, pero sólo dispongo de tres días antes de volver al rancho. Así que, si quieres retrasar más el vuelo, tendrás que ir sola. Enviaré un coche para que te lleve al rancho desde el aeropuerto.
—Pero… —probablemente Pedro pensaba que quería ir a ver a sus parientes. El pobre hombre debía de estar impresionado por la falta de sentimientos del clan Chaves—, si ya se ha celebrado el funeral, ¿por qué voy a ir a Texas? Si tengo parientes allí, ya es un poco tarde para ponerme en contacto con ellos.
Pedro abrió la boca para decir algo, pero Paula lo interrumpió.
—Mira, mi abuelo y mi padre discutieron cuando se fue del rancho. Pasé muchos años sin saber siquiera que tenía un abuelo. Y sólo a través de él llegué a saber que tenía primos. Jamás los he visto y ellos tampoco han hecho ningún esfuerzo para ponerse en contacto conmigo. Mira —posó la mano en su brazo—. Supongo que fuiste un buen amigo de mi abuelo, pero no creo que sirva de nada que vaya ahora a Texas, y te aseguro que mi situación financiera cambiaría considerablemente.
A Paula se le quebró la voz. Se sentía terriblemente culpable y habría dado cualquier cosa por sacar en ese momento una tarjeta de crédito y salir a reservar un billete a Texas. Pero, entre otras cosas, nunca había tenido tarjeta de crédito y todo el dinero que tenía estaba destinado a financiar sus estudios en París. Esperar que los empleara en un viaje al rancho para guardar las apariencias era pedir demasiado.
Sintió un nudo en la garganta, estaba a punto de llorar. Pero no quería hacerlo todavía. Quería esperar hasta la noche para poder despedirse a su manera de su abuelo, releyendo todas sus cartas y reviviendo sus recuerdos.
Tragó saliva y pestañeó con fuerza.
Entre las lágrimas, vio frente a ella un pañuelo blanco y sintió al mismo tiempo la callosa mano de Pedro en el hombro.
—Gracias —consiguió decir mientras tomaba el pañuelo, decidida a no echar a perder su maquillaje.
Pedro suspiró y se levantó.
—Espero que puedas venir conmigo. Sería más fácil y más rápido. Y en lo que se refiere a los abogados, el tiempo se traduce siempre en dinero.
—Sí —Paula se levantó también, pero aun así tuvo que alzar la cabeza para mirarlo a la cara. Le devolvió el pañuelo, alegrándose de no haber tenido que usarlo.
Caminaron hacia la puerta en silencio. Una vez allí, Pedro sacó del bolsillo una tarjeta y se la tendió.
—En cuanto estés dispuesta a viajar, llámame para que envíe un coche al aeropuerto de Austin. Y si pudieras salir antes del fin de semana, te lo agradecería. Las cosas van a seguir paradas hasta que vayas.
—Pero ¿por qué?
Pedro la miró con el ceño fruncido.
—Bueno, por la situación del rancho.
—Qué ¿pasa con el rancho? Nunca he sabido nada de él.
—¿Pero Beau no…? —empezó a decir Pedro y suspiró con impaciencia.
Paula tuvo la sensación de que si ella no hubiera estado presente aquel suspiro habría sido sustituido por un juramento.
—Claire, tras la muerte de Beau, tú eres la nueva propietaria del rancho.
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