sábado, 6 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 20




Pedro se encontraba con Julian y Ricardo. Discutían acerca de cómo conseguir que Rodolfo confesara que tenía los documentos que acreditaban la legitimidad del primero como primogénito del zar, así como lograr detenerlo en sus intentos de matar a Alfonso, porque, a pesar de que todos sospechaban de él, gracias a los informadores que tenían esparcidos por los círculos en los que se movía éste, no podían demostrar nada y, claro, sin pruebas resultaría irrisorio denunciarlo. Podría convertirse todo en un desorbitado escándalo que seguramente acabaría en nada, y los implicados terminarían siendo el hazmerreír del país.


—Entonces, ¿qué hacemos ahora? —preguntó Penfried—. Yo estoy harto de esperar a que te asesine, mejor matémosle nosotros a él.


Hastings no dijo nada, sólo miraba por la ventana del despacho de la casa del marido de Clara; Pedro pensó que estaría pensando en la muerte de su tío, en lo que ello podría significar para su vida personal. Él estaba al tanto de su encuentro clandestino con la esposa de Rodolfo, al igual que Paula, aunque seguramente el hombre pensaba que su secreto estaba a salvo.


—Nadie va a matar a nadie —dijo sin volverse.


—A mí todo esto me resulta extraño. —Pedro creía que había algo raro—. Esos documentos me los robó hace meses, y sólo desde hace poco más de una semana han intentado acabar conmigo con más asiduidad. He sufrido algunos atentados a lo largo de mi vida, pero no tantos como en esta última semana.


—Sí —asintió Ricardo—, y en una de esas ocasiones por poco acaban también con mi hermana.


Pedro no pudo evitar que su mirada se cruzara con la de Julian, quien lo miró con una expresión que quería decir que sospechaba de su interés por la joven aunque nunca haría ningún comentario al respecto. El hombre no era persona de inmiscuirse en asuntos ajenos, todo lo contrario que su esposa.


—Podrías concretar desde cuándo, Alfonso —solicitó Ricardo—, tal vez haya algo que se nos escapa. Algo debe de haber propiciado ese interés repentino por verte muerto.


—Sí que hay una fecha —dijo pensativo—; todo comenzó la noche siguiente a la cena que diste en tu casa.


—¿De verdad? —preguntó Penfried, quien no acudió al evento—. ¿Qué pasó esa noche?


—Lo cierto es que nada fuera de lo común. —«Sólo que descubrí que la mujer que me había embrujado era su hermana»—. No podemos hacer nada, sólo esperar —añadió Pedro con fastidio—; Carter no ha encontrado nada de interés en casa de Rodolfo. Siempre creyó que los documentos estarían allí, sólo era cuestión de tiempo el dar con ellos, pero al parecer no ha sido así. Ha tenido que llevarlos a otro lugar.


—También hay otra persona infiltrada en esa casa —afirmó finalmente Ricardo para asombro de los otros dos—: Amalia, la doncella de Marianne.


Pedro lo miró un poco sorprendido, aunque no Julian.



—¿El Ministerio está implicado?


—¿De qué estáis hablando? —pregunto el afectado.


Nadie pareció haberlo oído, por lo que se dio cuenta de lo que ocurría.


—Por favor, no me digáis que ellos también están enterados de quién soy. Eso sólo puede significar una cosa: más complicaciones. Sabía que trabajabas para ellos, pero pensé que podía confiar en ti.


—No hay nada que ellos no sepan, Alfonso, pero te puedo asegurar que no se han enterado por mí. —Ricardo se volvió a mirarlo—. Hace años que trabajo para el Gobierno, al igual que Melbourne y lady Lamarck, pero nunca traicionaría la confianza de un amigo. Fue ella quien introdujo a Amalia en el servicio de mi tío, al igual que hicimos con Carter. La diferencia es que Carter busca esos documentos para nosotros, y Amalia, para el Ministerio.


Pedro pensó que él sí que había abusado de su confianza, así como que el imbécil de Melbourne, que había sido capaz de acercarse a él con el objetivo de obtener los documentos, seguramente para chantajear a su padre.


—¿Y cuándo pensabas decírmelo? —Era irritante saberse vigilado por miembros de su propio entorno.


—Ni siquiera ahora debería estar haciéndolo, podrían tacharme de traidor —le señaló—, pero lo hago por la amistad que me une a ti, y porque no creo que esa información deba caer en las manos inadecuadas.


Él no dijo nada, estaba un poco enfadado, y defraudado, pero tampoco tanto como para no comprender a Hastings.


—Pues creo que por el momento no podemos hacer nada, bastará con intentar encontrar esos dichosos documentos antes que ellos.


—No estoy de acuerdo…


Alguien llamó a la puerta, pero no esperó a que lo invitasen a entrar, sino que abrió y se metió en la estancia provocando un remolino de faldas a su alrededor.


—¿Clara, que haces? —le preguntó su marido, molesto.


—Necesito hablar con el conde.


—¿Tiene que ser ahora?


—Sí, Julian, tiene que ser ahora.


Ricardo no dijo nada; no le gustaba la esposa de Julian, era una mala influencia para su hermana.


—¿Te importa, Hastings? —le preguntó Penfried—. No tienes que hablar con mi mujer si no quieres, y ella —le dijo, mirándola— lo va a aceptar y se va a marchar a hacer lo que tenga pendiente.


—Tengo pendiente esta conversación —se empecinó.


—Clara…


Pedro tuvo que aguantarse las ganas de reírse para no encolerizar aún más a Julian.


—Señora —le dijo Hastings muy serio animándola a hablar. 
Después de todo, qué otra cosa podía hacer, estaba en su casa y su marido estaba presente, sería una ofensa ignorarla—, la escucho.


Clara miró alrededor, ella esperaba que tanto su esposo como Alfonso la dejaran a solas con lord Hastings; sin embargo, los dos parecieron ponerse más cómodos en sus asientos y mirarla con cara de querer decir «de aquí no nos movemos». «Muy bien —pensó la mujer al cabo de unos segundos—, no me importa que escuchéis.»


—Sólo quería preguntarle por qué no quiere que Paula salga a pasear conmigo y, sin embargo, le parece correcto que salga con la antigua criada de su tío. —Estaba verdaderamente furiosa.


—¿Qué ha dicho? —preguntó el hombre sin comprender. ¿Con qué criada tenía tratos su hermana?


—He ido a su casa —miró a Julian—. Sí, ya sé que me has prohibido ir a un lugar donde no quieren mis visitas, pero necesitaba hablar con Paula de un tema importante. —Esta vez miró a Pedro y éste enrojeció, dándose cuenta de que conocía su relación con la otra, lo cual podría suponer un grave problema para él si a Clara le daba por hacer de las suyas—. Y resulta que veo cómo sale a pasear —ahora miraba nuevamente a Ricardo—, cogida del brazo de Amalia, como si fuesen grandes amigas.


El marido de Clara se dio cuenta de que su mujer se había puesto celosa de que Paula pudiera tener otra confidente, pero también cayó en la cuenta de que esa confidente podría resultar peligrosa.


—¿Amalia no es la doncella de Marianne? —preguntó Pedro con un mal presentimiento—¿Esa… Amalia?


—Era —lo corrigió la mujer—. Marianne me ha contado que Rodolfo la ha despedido porque por su culpa se perdieron unos papeles muy importantes.


Los tres hombres se miraron con la cara congestionada.


—¿Cuándo se perdieron esos documentos? —preguntó Pedro saltando de su asiento.


—Hace alrededor de una semana, pero ¿qué tiene eso que ver con mi problema? —protestó—. No nos desviemos del tema.


—¿Cómo te enteras siempre de todo? —la reprendió su marido sorprendido e ignorando su último comentario—. Ni siquiera nosotros sabíamos eso.


Ella simplemente hizo un mohín.


—Por casualidad no sabrás nada de esos papeles —continuó Pedro, aunque no esperaba ninguna repuesta. 


Sería increíble que Clara les dijera dónde estaban.


—No —dijo ofendida—, lo único que sé es que Paula tenía unos papeles que pertenecían a su tío y que no me dejó leer, quería devolvérselos. Así que esos no pueden ser, porque no se han perdido, los tiene Pau en su habitación.


Julian y Pedro la miraron sorprendidos, y el hermano de su amiga la observó como quien ha presenciado un milagro.


—¿Qué? —les preguntó contrariada porque la miraran de aquella forma.


—Lady Penfried —le dijo Ricardo completamente asombrado porque esa mujercita supiera conseguir la información mejor que el servicio secreto británico—, ¿sabría usted el motivo por el cual mi hermana tendría esos documentos en su poder?


Aquella pregunta la incomodó un poco, y miró de nuevo a su marido y luego a Pedro.


—Sí, pero no voy a decir nada. Le he prometido a Pau guardar el secreto.


Pedro tuvo la certeza de que lo diría, sólo era cuestión de esperar, pero no mucho, porque Paula podría estar en peligro.


—Vamos, Clara, la hermana de Ricardo podría estar en serios problemas —le instó Julian—; ya que has empezado a hablar, cosa que te encanta, termina de una vez.


Ella negó con la cabeza y volvió a mirar a Pedro, y éste pensó que Ricardo lo mataría cuando la otra soltara la lengua, sólo esperaba que no tuviese prisa y pudieran encontrar primero a Paula y los documentos.



—Creo que puedes hablar sin comprometer demasiado a la dama.


—Créeme, querido, no puedo.


—Debes hacerlo —le dijo Pedro y ella lo miró un poco enojada. Clara sospechaba que era Alfonso el amante de su amiga, pero aún no lo tenía confirmado; de ser así, hubiese hecho lo posible para que se casara con ella. No obstante, él, a pesar de que era consciente del lío que podía montarse, decidió que la seguridad de la muchacha era más importante que todo lo demás.


—Muy bien —asintió—, pero que conste que lo hago por el bien de Pau.


—Desde luego. —Ricardo no estaba tan convencido, pero tenía que encontrar a su hermana sana y salva; los esbirros de Melbourne estaban habituados a hacer cualquier cosa para conseguir sus objetivos. Y, por el momento, ese objetivo eran los documentos.


—Paula era la mujer que me acompañaba la noche que me sacaste del burdel —le explicó a su esposo, a la vez que vio a Pedro tomar aire y a Ricardo soltar un juramento. Sin embargo, Julian no pareció sorprendido—, pero su tío la descubrió allí y se la llevó a su casa. —Si Alfonso pensaba que iba a traicionar a su amiga, iba listo, aunque estaba disfrutando haciéndolo sufrir un poco—. No obstante, ella decidió regresar a la suya propia en mitad de la noche y se llevó consigo el abrigo de Rodolfo para protegerse del frío, y, al devolver el abrigo, no se dio cuenta de que se habían caído unos papeles; cuando los encontró, los guardó para devolvérselos más tarde.


Los tres la miraban y por una vez Clara temió haberse metido en un buen lío.


—Sería mucho pedirle que también pudiera decirme dónde podrían estar mi hermana y Amalia en este momento, ¿no? 
—Ricardo había llegado a la conclusión de que con lady Penfried cualquier cosa era posible.


Aquella pregunta la incomodó un poco, porque confesar que podría saberlo era desvelar lo que había hecho.


—Claraaa —Julian pronunciaba su nombre de esa forma cuando quería obligarla a hacer algo. Y Clara sabía que, cuando lo hacía, debía obedecerle.


—Muy bien —aceptó—, he puesto a uno de mis cocheros a seguirlas —murmuró mirando de reojo a su marido.


—¡Clara! —la regañó éste levantándose del asiento, y Pedro, a pesar de la preocupación por Paula, no pudo evitar soltar una risotada.


—Es mi amiga, no podía quedarme de brazos cruzados y permitir que una intrusa se interpusiera entre nosotras —le explicó a modo de disculpa pero sin remordimiento alguno—. Es mi única amiga de verdad, y no quiero compartirla.


Ricardo no sabía ni qué pensar, pero Pedro la hubiera abrazado allí mismo si no fuera porque Julian era un hombre bastante celoso. ¡Gracias al afán de Clara por meterse en la vida de los demás podrían encontrarla! Y también los preciados documentos.


—¿Sería tan amable de facilitarme dicha información? —Ricardo hubiera prohibido de por vida la amistad de su hermana con esa mujer, pero tenía que reconocer que su inapropiado comportamiento podía ser crucial para hallar a Paula, la cual podía estar en serios problemas en aquellos momentos si Amalia había descubierto que ella tenía lo que buscaba.


—Sólo si promete no volverse a inmiscuir en mi amistad con su hermana, y no prohibirle venir a verme.


Su marido maldijo por lo bajo, puesto que estaba hasta la coronilla de que siempre estuviera intentando conseguir lo que quería por medio del chantaje.


Pedro pasó, en un segundo, de querer abrazarla a desear estrangularla, porque ése no era el momento de ponerse a negociar, Rebeca podría estar en peligro.


Y a Ricardo, por una vez, le pareció que Clara sería una buena amiga para su hermana.


—Hecho.



****


Estaban esperando a que llegaran los superiores de su secuestradora. Por lo visto Amalia quería que ellos la interrogaran o decidieran qué se debía hacer, aunque Paula no entendía por qué tendrían que hacer algo. 


Después de todo, aquellos documentos llevaban ya varios días en su poder, y nadie hasta entonces se había preocupado por ellos. Ni siquiera su tío, que era el dueño de los mismos; bueno, si creía lo que había dicho Amalia, el dueño era Alfonso.


—No entiendo qué hacemos aquí. Ni tampoco por qué me tienes que estar apuntando continuamente con ese arma. Creí que teníamos una buena relación. —Al decir esto se volvió a ajustar las lentes.


Estaba intentando llegar a un entendimiento con Amalia; después de todo, la muchacha la había ayudado en otra situación complicada para ella y no creía que fuese a hacerle daño.


—Sería más fácil para ti si me dieras lo que te he pedido —le dijo mientras tomaba asiento junto a ella—, no creo que se los hayas dado a Alfonso, y créeme que no me gustaría tener que hacerte ningún daño. Me recuerdas demasiado a mi hermana.


—Se los he dado.


Estaba mintiendo de nuevo.


—Mientes, llevas ignorando a Alfonso desde la noche que pasasteis juntos.


Paula la miró con la boca abierta.


—¿Sabías que era él? —le preguntó sorprendida. «¿Cómo no se me ocurrió preguntarle a ella si había visto al hombre de esa noche?»


Amalia la miró abriendo mucho los ojos.


—Tú, ¿no? —Y empezó a reír a carcajadas.


—No sabía que era él —le dijo enfadada porque se riese de ella—, no veo sin mis lentes.


Amalia la miró aún con lágrimas en los ojos y le señaló los anteojos, para que se los diera.


—Entonces, dámelos.


—¿Por qué? No voy a escaparme —protestó negándose a quitárselos.


—Mejor no correr riesgos, eres una chica impredecible.


—Te equivocas, soy demasiado predecible.


—Dámelos, Paula —insistió adoptando una actitud más hostil.


—Me quedaré sin ver nada —intentó convencerla ignorando el hecho de que la tuteaba sin el menor reparo—, estamos casi a oscuras y, si me los quitas, me dejarás indefensa.


—Ya estás indefensa —afirmó arrogante—, puedo ser más letal que cualquier hombre.


—Pues no lo pareces.


—Por eso mismo lo soy, puedo pasar desapercibida y atacar cuando menos lo esperas.


—Intentas asustarme y no lo consigues.


—De momento —le dijo volviendo a sonreír—; aun así, dámelos.


La miró contrariada pero se los dio, aunque refunfuñando por lo bajo.


—Ahora es mejor que te pongas cómoda —la aconsejó Amalia—, tardarán en llegar, y cuando lo hagan querrán hablar contigo de esos papeles.


Paula no le contestó, estaba enfadada con ella y, como no podía verla como a una delincuente, no le tenía miedo. Se palpó con disimulo el bolsillo donde guardaba lo que ella y sus jefes andaban buscando y suspiró tranquila. Aquello debía ser muy importante, así que mejor no los soltaba hasta que hablara con su tío, o con Alfonso; después de todo, su nombre aparecía en el sobre que contenía éstos. Volviendo a recordar las palabras de Amalia, pensó que lo único que podría asustarla realmente era que su hermano se enterase de lo perversa que había sido, de que Ricardo descubriera cuánto le gustaba ser una mala mujer. Eso sí que la aterraba, y no una mujer que amenazaba con hacerle daño.


Así que se acomodó como pudo en el incómodo sillón donde la otra la había obligado a sentarse, cerró los ojos, y, sin poder evitarlo, se quedó dormida mientras Amalia vigilaba por la ventana, esperando la llegada de Melbourne y Leticia.





INCONFESABLE: CAPITULO 19



Se dirigió a su habitación con la intención de serenarse un poco. No iba a llorar, desde luego que no iba a llorar. 


Hubiese sido mejor no tener ni idea de con quién pasó aquella noche a haberle puesto un rostro, y que ese rostro fuese de alguien como Alfonso. Demasiado apuesto, demasiado agradable, demasiado encantador. Demasiado todo para su tranquilidad. Con él su imaginación había volado demasiado alto, ¿cómo pudo albergar la esperanza siquiera de que él no dudaría en aceptar su proposición? 


«¡Ay, Clara, te voy a matar! Y mi hermano me matará a mí cuando descubra lo que he hecho, y cómo me he humillado proponiéndole matrimonio a un hombre.»


Al abrir la puerta de su dormitorio se detuvo en seco al ver allí a Amalia, rebuscando entre sus cajones como una poseída.


—¡Señorita! —exclamó la joven, volviéndose de inmediato, cuando la vio.


—¿Qué estás haciendo? —le preguntó sorprendida de encontrarla en su cuarto. Después de todo, confiaba en esa muchacha, fue quien la ayudó a llegar a su casa aquella noche. Aún tenía el demonio metido en el cuerpo por haber llegado a pedirle a Alfonso matrimonio y que éste la rechazara... y hete aquí que tenía a una víctima para su coraje.


—No se enfade, por favor —se apresuró a disculparse la otra—, su tío me ha amenazado con matarme si no le llevó los documentos que estaban en su abrigo. El que usted llevaba puesto la otra noche —le explicó la muchacha.


—¿Y por eso entras como una vulgar ladrona en mi habitación? Podrías habérmelos pedido sin más. —¿Estaría hablando de los documentos que había encontrado y que aún no había tenido tiempo de devolver, donde figuraba el nombre del marqués? Claro que sí, no podían ser otros. En ese momento le hubiese gustado saber qué decían.


—Puede dármelos ahora —le pidió, levantando la mano hacia ella, esperando llevarse consigo los papeles—, yo se los llevaré, y así su tío no me hará daño.


Algo en la expresión de la joven hizo que desconfiara. Allí había algo que no andaba bien. Tuvo un presentimiento, una sensación de que algo no iba como debiera. Observó a la mujer y le pareció ver una frialdad en sus ojos de la que no se había percatado antes. La miró nuevamente. Paula pensó que nadie se atrevería a meterse de esa forma en una habitación donde no había sido invitada, de manera furtiva, y registrarla con sigilo para evitar ser descubierta. No sabía por qué, pero intuyó que esos papeles eran muy importantes, tanto como para que alguien se arriesgara de ese modo. Sin embargo, no se mostró nerviosa, e intentó tranquilizarse al recordar que Amalia no daría con los documentos.


—La verdad es que no puedo —dijo con fingido pesar. «Te estás volviendo una mentirosa consumada»—. Se los di por error a lord Alfonso, pensaba que serían suyos, puesto que llevaban su nombre. Tal vez he cometido un disparate, pero seguro que puede arreglarse, podrías pedírselos a él. —Intentó poner cara de estúpida, la que ponía cuando Ricardo la regañaba como si no comprendiese las consecuencias de sus actos.


—¿Qué ha hecho qué? —gritó la criada con la cara descompuesta y echando chispas por los ojos.


En realidad los tenía en el bolsillo oculto de la falda del vestido; los había cogido esa mañana para devolvérselos a su tío en cuanto lo viera, lo que ocurría era que todavía no
había tenido tiempo de hacerlo. Tampoco supo qué la impulsó a decir aquello, pero tenía el presentimiento de que en aquellas viejas páginas se ocultaba un mensaje de mucho valor para alguien, quizá para el marqués, cuyo nombre aparecía en el membrete del sobre.


Tal vez debió dejar que Clara los leyera.


—No creo que sea tan grave, podemos pedírselos.


—¿Usted ha leído esos documentos? —le preguntó la joven mirándola fijamente.


Paula no supo qué decir.


—Si los hubiese leído, no me estaría proponiendo que se los pidiésemos al marqués, puesto que fue a él a quien se los robó su tío.


Amalia ya no mostraba el respeto de los criados hacia sus patrones. Una vez le dijo que no era una criada común, y ahora veía a qué se estaba refiriendo en ese momento.


—Y tú se los pensabas robar a Rodolfo —le dijo sin pensar.
Sin saber cómo, había dado con la teoría acertada. ¿Qué pondría en aquellos dichosos papeles? Si los hubiera leído Clara, seguro que ahora Alfonso estaría casado con ella, de eso se hubiera encargado su amiga.


—Chica lista —le dijo sacando un arma, la misma que le había robado a Alfonso—. Paula entrecerró los ojos cuando vio la pistola, pero no hizo nada, tenía la sensación de que la abnegada Amalia se había convertido en alguien muy diferente, incluso su rostro parecía transformado—. Bien, adoptemos un plan alternativo. Me acompañará entonces, usted me ayudará a recuperarlos. Después de todo, es un pequeño precio a pagar por cómo la ayudé.


Ella sabía que se estaba refiriendo a la noche en que comenzaron sus preocupaciones.


—Creo que estás un poco alterada —se estaba empezando a preocupar cuando vio la mirada decidida de la mujer—, seguramente no es necesario todo esto. Si son de lord Alfonso, y él los tiene de nuevo en su poder, ¿no deberías robárselos a él?


—Prepárese para salir, señorita, es usted una mala mentirosa.


«Soy mala en muchas cosas.»



***

Rodolfo observaba a su sobrino con gesto malhumorado. El muy imbécil se había negado a pagar sus últimas deudas de juego, y no es que ello le afectase mucho, porque gracias al negocio que había cerrado tenía los bolsillos repletos; lo que realmente le molestaba era que no bailase al son que le tocaba. De un tiempo a esta parte, Ricardo se había vuelto muy dictatorial, y eso no le convenía. Sonrió mentalmente pensando que los rusos pagaban muy bien, y que sólo tendría que culminar el trabajo que había empezado para cobrar la otra mitad de lo pactado, y a lo mejor un poco más.


Se habían puesto en contacto con él desde las más altas esferas de la aristocracia rusa para encargarle que se hiciera con el acta del primer matrimonio del zar, así como del acta de nacimiento del hijo nacido fruto de esas nupcias. Fue por eso por lo que descubrió los orígenes del marqués de Alfonso. ¡Quién lo hubiera dicho! ¡Un estimado lord inglés el primogénito de uno de los hombres más poderosos del mundo! Aquello podría desestabilizar un imperio si se llegase a descubrir que la zarina Carlota no era la primera esposa de éste, y que su hijo Alejandro tampoco era el primogénito, por lo que no había límites a lo que él pidiera mientras obtuviese resultados. Primero se apoderó de los documentos de casa de la marquesa viuda, la abuela de Alfonso. Luego, cuando los perdió por culpa de la idiota de Amalia, recibió el encargo de orquestar la muerte del joven marqués, una muerte accidental por supuesto, para que nadie pudiera pensar en el asesinato.


Lo había intentado en varias ocasiones desde que descubrió que había perdido los documentos, pero no había tenido éxito: una de las veces, porque Paula lo había salvado; después incendió la casa que tenía alquilada Alfonso pensando que estaría durmiendo, pero él no estaba allí esa noche, y lo del atropello tampoco le salió bien.


La tonta de la criada de su esposa se despidió ella misma cuando él la regañó por haber perdido su abrigo y tras explicarle que allí había unos papeles muy importantes; ese mismo día, la muy estúpida, se marchó. Aunque no le importó. Para lo que le servía, siempre escuchando a escondidas tras alguna puerta y vigilando cada uno de sus movimientos. La muchacha pensaba que no sabía para quién trabajaba, y lo cierto era que poseía mucha más información que cualquiera de ellos, porque para eso tenía una cómplice infiltrada en el Ministerio. Gracias a eso los rusos doblaron sus honorarios. Los ingleses querían tener esos documentos para usarlos en sus negociaciones con el imperio, y la zarina quería esos papeles para destruirlos, y, si no era así, había que eliminar a la persona que podría suponer un obstáculo en la sucesión.


Él mismo los recuperaría, después de todo sabía quién los tenía. Paula le había devuelto el abrigo sin la documentación, así que o los tenía su sobrina o finalmente se habían perdido. Con lo que la muerte de Alfonso era un hecho.


Centrándose nuevamente en su sobrino, frunció el entrecejo. 


Ya le gustaría darle su merecido a ese arrogante que aprovechaba la menor oportunidad para meterse entre las piernas de su esposa. Esos imbéciles creían que él era ajeno a sus encuentros, pero no lo era, simplemente lo dejaba estar esperando el momento oportuno de actuar. 


Primero tenía que morir el abuelo de su esposa para que ésta heredara, luego podría quedarse viudo. Apretó los puños. El hombre que evitaba a toda costa el escándalo se acostaba con la esposa de su tío... asombroso, ¿verdad? 


Pues lo sería aún más cuando el marqués muriera en su casa y se descubriera que Paula andaba metida en burdeles, y, para rematar, la muerte de su esposa.


Sí, ésa sería su venganza para Hastings.


Hizo una mueca para evitar sonreír, pero en su mirada se podía vislumbrar la maldad que emanaba de su alma.


Alzó su copa de coñac y brindó por su audacia.





INCONFESABLE: CAPITULO 18




«Piensa que soy una mala mujer, estoy segura. Debe opinar eso de mí. ¿Qué otra cosa puede justificar mi comportamiento ante sus ojos?» Ella lo miró de reojo. «Lo más sorprendente es que no me importa.» El espigado y adusto mayordomo había entrado ya dos veces al saloncito donde Paula se encontraba tomando su desayuno. Ella se percató de que evitaba mirarla pero, también, de que intentaba decirle algo sin atreverse a hacerlo. Lo miraba por encima de su taza de té, avergonzada por las circunstancias en las que el hombre la había sorprendido últimamente: primero, la madrugada que llegó a casa acompañada por Amalia, envuelta en una capa masculina; luego, la noche pasada, cuando llamó a la habitación del marqués en un discreto intento de sacarla de una situación comprometida. 


Paula no llegaba a comprender el motivo por el cual no había acudido a Ricardó para quejarse del atroz comportamiento de su hermana, de lo cual, por cierto, le estaba más que agradecida.


Lo miró nuevamente cuando hizo el intento de hablarle, pero en ese instante la puerta se abrió, dando paso a la persona que ocupaba sus pensamientos desde la noche anterior.


—Buenos días —saludó Alfonso mirándola con intención, esperando algún tipo de reacción en la mujer: después de todo, se había metido en su habitación sin ser invitada y había intentado seducirlo, de nuevo. Es más, su miembro había estado en el mismo lugar hacia donde ella llevaba, en ese instante, la taza de té. Su boca. Pedro gimió.


—Milord. —Thomas le devolvió el saludo con semblante serio.


—Lord Alfonso —susurró Paula sin girarse para mirarlo, mientras continuaba bebiendo su té, comportándose como era habitual en ella cuando se hallaban a plena luz, y provocando en el hombre una serie de reacciones que podrían haberlo llevado a cometer algún acto violento contra la chica de no haber estado presente el mayordomo.


—¿Le importaría dejarme a solas con la señorita Chaves? —le preguntó al anciano en un tono que no daba opciones a réplicas. De ese día no pasaba que aclararan de una vez por todas aquella inusual situación. Ya era hora de poner las cosas en claro. Paula no podía ir por ahí provocándolo y después actuando como si sólo los uniese la mera cortesía. ¡Ni pensarlo! No lo iba a consentir más —. Por supuesto, la puerta permanecerá entreabierta.


Éste lo miró con hostilidad ante tal petición; después de lo ocurrido la noche anterior, no se fiaba de dejarlos solos. A pesar de ello, se vio obligado a obedecer, pues no podía negarse a acatar una orden directa de un noble invitado en la casa de su patrón. Así que se marchó, pero dejó la puerta abierta de par en par, indicándole a lord Alfonso lo poco sensato que le parecía.


—Tenemos que hablar, ahora mismo —le dijo a la mujer.


Ésta se sonrojó.


—Sería lo más acertado.


Paula seguía sin mirarlo y eso sólo provocaba que su ira se fuese acrecentando por segundos.



—Por lo que puedo ver, te seguirás comportando como una hipócrita —le reprochó al ver que no dejaba su actitud distante.


—¿Disculpe? —preguntó sorprendida, mirándolo por primera vez, mientras se ajustaba bien las lentes sobre el puente de la nariz—. No he sido yo quien ha actuado como si no hubiese ocurrido nada entre nosotros. —Al decir aquello sintió quebrarse su voz, pero en seguida volvió a controlarse.


Él la miró sorprendido por sus palabras. Sorprendido y dolido.


—¿Estás intentando echarme a mí la culpa de tu indiferencia? —le preguntó cogiendo la silla que había a la derecha de ella y sentándose bruscamente, obligándola a mirarlo.


—No he querido decir eso. —Paula no iba a alzar la voz, nunca lo hacía y no iba a empezar ahora. No obstante, tenía una conversación pendiente con él, aunque hubiese querido ser ella quien la iniciara, y de otra forma. Y se encontraba molesta, furibunda, porque su necesidad estaba insatisfecha.


—Debo corregirte, querida: no he sido yo quien ha actuado 
como si no hubiese habido nada entre nosotros. —Bajo la voz para repetir sus palabras, mirándola fijamente, y ella sintió cómo su azul y profunda mirada le acariciaba el rostro.


—Yo tampoco. —¡Ay, madre! Ella había perdido el coraje de la noche anterior.


—Por favor, Paula —explotó indignado—, si actuaste como si te fuese a violar la noche en la que supe quién eras, sólo te faltó escupirme a la cara. Hasta me diste una patada. Me ignoras continuamente.


—No…, no es cierto.


—¿De verdad? —le preguntó apretando los labios—. Pues entonces debo tener un grave problema, porque no entiendo tu actitud. —El acento que tanto lo caracterizaba se hizo más evidente—. Primero te me entregas con una pasión arrolladora, y luego me ignoras y haces como que no existo. Créeme, es algo difícil de comprender para un hombre, sobre todo porque no creo haber hecho nada para merecer tu desprecio.


Ella se humedeció el labio inferior y Alfonso sintió un tirón en la entrepierna, molesto porque ese gesto tan común en Paula lo alterase.


—Todo tiene una explicación —le dijo devolviéndole la mirada; ella no era una cobarde, no era ninguna cobarde, se repetía—, puede que no sea la más conveniente, pero es la que hay.


Alfonso la contemplaba con el ceño fruncido. No quería tocarla, no quería acercarse demasiado a ella o tal vez acabaría haciendo algo de lo que terminaría arrepintiéndose.


—Bien, te escucho.


—Lord Alfonso —lo llamó retomando el trato de usted—, ¿sería tan amable de acompañarme a dar un paseo por el jardín para que pueda darle su explicación, así como hablarle del problema en el que me hallo?


No debería hacerlo. Sabía que no debería salir solo con ella.


Alfonso le tendió el brazo para acompañarla fuera, no sin antes notar la presencia del mayordomo junto a la puerta del saloncito, vigilante. Al pasar junto a él, le hizo una breve señal con la cabeza, indicándole con ese breve gesto que no haría nada deshonroso. Aunque lo cierto era que le hubiese gustado hacerlo para ver la cara que ponía.


—Bien —señaló cuando estuvieron entre la profunda vegetación—, puedes empezar.


—¿Me creería usted si le dijese que no tenía intención de mantener ningún tipo de relación íntima —no pudo evitar ponerse como una amapola— con nadie?


—Sería difícil, pero puedes intentarlo.


Paula sintió que él estaba tenso, y enfadado, pero decidió ignorarlo.


—Sabrá usted del escándalo protagonizado por la esposa de lord Penfried en aquella casa de mala reputación.


—¿De Clara? —no pudo evitar sonreír.


Paula asintió con la cabeza.


—Yo era la otra mujer.


La examinó con curiosidad y Paula se sintió incómoda, pero, ya que había decidido hacerle la proposición, tendría que sincerarse con él.


—No sé por qué, pero no me sorprende —murmuró, y ella apretó los labios.


—Bebí demasiado esa noche mientras observábamos el… espectáculo, y estaba un poco acalorada. —Era la forma más suave de decir excitada—. Era la primera vez que contemplaba algo así. Luego, cuando a Clara se la llevó su marido, mi tío Rodolfo me encontró e insistió en llevarme a su casa para que nadie fuese testigo de mi comportamiento, y salvaguardar así mi reputación.


Pedro recordó que Rodolfo había alardeado de tener a una muchacha bien dispuesta, y que luego él se encontró, curiosamente, a Paula presa de la lujuria.


—No sé por qué, pero no podía dormir —le explicó completamente colorada; claro que lo sabía, pero no iba a admitirlo delante de él—; tenía mucho calor, las imágenes del hombre haciéndole el amor a aquella mujer no abandonaban mi cabeza ni por un segundo, y el agua que bebía no que quitaba la sed, sino que me hacía sentir más calor. Estaba sofocada. Bajé en busca de Amalia, la doncella de mi tía Marianne, y allí fue donde me encontré con un hombre al que pedí que calmara mi deseo.


—Más bien lo exigiste —masculló.


El hombre pensó que ella no se estaba dando cuenta del efecto que esas palabras le estaban causando. Estaba que moría de deseo por introducirse dentro de ella, por embestirla, por saborearla.


—Volví a esta casa, en la madrugada, aconsejada y acompañada por Amalia, sin ponerle rostro al hombre a quien me entregué. No sé si sabrá que apenas veo sin mis anteojos, sumado a todo el alcohol que ingerí y al estado de semioscuridad, no sabía a quién me estaba entregando. En ese momento lo único que me importaba era calmar mi anhelo, saciarme por completo.


Mientras ella hablaba de lo excitaba que estaba la noche que pasaron juntos, Pedro sentía cómo su miembro se iba inflando con desesperación. La mujer, con sus palabras, estaba consiguiendo que tuviera serios problemas para mantener su cuerpo bajo control.


—Yo no le he ignorado —le confesó—, simplemente no sabía que era usted, estaba buscando al hombre que podría haber sido mi… —contárselo a Clara era una cosa muy diferente, porque, mientras hablaba, él la miraba con un hambre que la estaba haciendo desear que la besara.


—¿… amante?


—¿Cómo? —preguntó desorientada.


—La palabra que buscas es amante. —Al decirlo, se acercó a ella un poco más.


—Pensé que podría haber sido el señor Carter —admitió—; tracé un plan para ir descartando posibles candidatos. Aunque lo cierto es que nunca se me pasó por la cabeza que podría ser usted.


Ante tal confesión, el hombre no pudo evitar soltar una carcajada. No sabía si sentirse insultado o halagado. 


Después de tantas noches dándole vueltas al incomprensible
comportamiento de la joven, ahora resultaba que ella no sabía que era él, no lo había reconocido, ni siquiera tenía la más mínima sospecha. Aquello estaba resultando verdaderamente cómico. Nunca hubiese imaginado una explicación como ésa. Recordó todas las noches que había pasado en vela intentado explicar el extraño comportamiento de la mujer. Demasiadas. «Pobre Pedro—se dijo—, tan avezado en las artes de la seducción para que una joven e inexperta muchacha te haga perder la cabeza de esta forma, para finalmente venir a decirte que no se acordaba de ti.» De risa.


—Y yo que pensaba que estabas tan descontenta con mis artes amatorias que no querías ni oír mi nombre —apuntó divertido.


¿De verdad estaban teniendo aquella conversación? Paula debería sentirse avergonzada, ultrajada y muchas cosas más que ahora no conseguía precisar; sin embargo, tuvo que reconocer que se encontraba muy a gusto donde estaba, y el tema de conversación era de lo más estimulante. «Cómo no iba a serlo si soy una mala mujer.»


—Está equivocado.


—Entonces, debo suponer que te dejé satisfecha.


«¡Ay, qué me desplomo!»


Pedro se acercó un poco pero ella se quedó donde estaba, no retrocedió un ápice, aunque se vio obligada a alzar el rostro hacia él debido a la elevada estatura de éste. En ese momento lo único en lo que pensaba era en que la besara.


—Sí —dijo sin pensar, pero se corrigió inmediatamente al darse cuenta de lo que podría haber significado aquella afirmación—; quiero decir que no lo ignoraba, en ningún momento lo he hecho, y estoy apesadumbrada de que pensara eso de mí. Pero estaba buscando a ese hombre y usted me asustaba, no comprendía lo que me hacía sentir, tan parecido a lo que sentí aquella noche. Y nunca imaginé que usted podría ser la persona que yo estaba buscando.


Alfonso no pudo más y la tomó por la pequeña cintura, acercándola a él.


—¿Y cómo te diste cuenta de que podía ser tu amante?


Sólo con oír pronunciar esa palabra de sus labios, Paula se sintió arder, y escalofríos, muchos escalofríos, y mariposas en la barriga que revoloteaban sin parar. Y las piernas le flaqueaban, y esta vez sí que iba a desplomarse.


—Fue por algo que dijo —le confesó mientras sentía el sudor caerle por la frente y empañarle los cristales—, unido a su complexión física, edad y… porque parecía perseguirme.


—¡Perseguirte! —exclamó fingiendo estar horrorizado.


—Al menos eso pensé. —«Y muchas más cosas que no voy a admitir en este instante.» La mano del hombre empezó a jugar con su cintura, provocando que ella lo mirara con deseo.


Aunque lo que Pedro pensaba era que estaba adorable, allí, entre sus brazos, con las mejillas sonrosadas, las lentes resbalándole por la pequeña nariz debido al sudor, y hablando de sus encuentros amorosos como quien hablaba de tomar el té. ¡Claro que le gustaba!


—Pues te equivocaste totalmente —le dijo seductor. Él no la perseguía. Ni hablar, él no necesitaba perseguir a ninguna mujer—, y deja de tratarme de usted —le ordenó un poco molesto porque ella mantuviera esa distancia tan formal—. Después de todo, nos conocemos demasiado bien. Recuerda que has sido mía.


«Mía», qué bien sonaba aquella simple palabra en sus labios. Justo cuando dijo aquello, se inclinó para besarla en los labios pero, en ese preciso instante, Paula giró la
cabeza y le impidió el acceso a su boca, pillándolo desprevenido, como había hecho con su prometido, sorprendiéndolo, puesto que estaba convencido de que ella accedería, lo había visto en sus ojos. Ella estaba tan ansiosa como él.


Y profirió un gruñido.


Y ella decidió que definitivamente iba a desplomarse.


«Vamos Paula, tienes que hacerlo», se animó, ahora más osada por el interés que Alfonso mostraba en ella.


—Tengo que explicarle el motivo de que anoche fuera a su... —tenía que intentar conseguir que él le pidiera matrimonio y no iba a lograrlo llevándole la contraria, así que accedió a tutearlo—... a tu habitación. Era para que habláramos sobre lo ocurrido esa noche; tenía muchos indicios de que habías sido tú y quería estar segura. Sin embargo —respiró hondo al recordar lo ocurrido la noche anterior—, todo se complicó un poco.


Alfonso la miró entrecerrando los ojos; algo le decía que, si había sido capaz de meterse en su dormitorio en plena noche para hablar, no sólo buscaba una confirmación de que él fuera ese hombre.


—Y… —la instó a continuar.


—Quería proponerte que te casaras conmigo —lo dijo con un desapego que no sentía.


En realidad presentía que iba a desmayarse de un segundo a otro, pero recordó a Clara, lo que ella hubiera hecho o dicho en esos momentos; su amiga no se hubiese desmayado, lo hubiese obligado a casarse con ella. «Pero tú no eres Clara, no serías capaz de hacerlo.» Parpadeó varias veces intentando aparentar que no esperaba su respuesta con desesperación. Siempre había pensado que no tendría que preocuparse en buscar marido porque su matrimonio llevaba años concertado, por lo que su vida giraba en torno a fiestas, visitar a conocidos, salir de compras o sermonear constantemente a su amiga. No obstante, ahora que se veía obligada a pedirle a un hombre, que encima no era su prometido y del que no se acordaba como debiera, que se casara con ella, sentía que estaba viviendo otra vida, su vida, y no a la que la habían destinado los demás.


Más tarde vería cómo le decía a Melbourne que había decidido no casarse con él.


—Después de que compartiéramos esos momentos —prosiguió inquieta—, que yo siga siendo una dama y que tú estés soltero, pienso que estamos a tiempo de arreglar la situación. Corregir nuestro desliz de la forma más honorable posible.


Expulso el aire que llevaba conteniendo en el pecho todo ese tiempo. Ya estaba. Lo había hecho. Le había propuesto matrimonio a un marqués, y ahora sólo le quedaba esperar no verse rechazada.


Pasaron los segundos y él no dijo nada.


Y eso la puso nerviosa.


Pedro se limitó a observarla. La contemplaba atentamente, tanto que ella pensó que quería leer en su alma.


—Desde luego es evidente que eres amiga de Clara —soltó cargándose sus ilusiones.


«Cínico», pensó Paula mientras respiraba hondo al oírlo pronunciar aquellas palabras, dolida porque sabía a lo que se estaba refiriendo.


—Sólo trataba de arreglar la situación. —En su voz no se apreciaba el torrente de emociones que estaba sintiendo—. Consideré que sería lo más conveniente, dadas las circunstancias.


A Alfonso no le estaba gustando el camino que estaba tomando aquella conversación, y tampoco le agradaba que lo presentara como a un ogro que había robado la virtud de una dama. Ni mucho menos, ambos sabían cómo había empezado todo.


—Pareces olvidar que yo no sabía quién eras; de haberlo sabido, no te habría puesto un dedo encima, y este desastre, como lo llamas, no estaría ocurriendo.


—Ahora lo sabes y, por lo que veo, no tienes ningún inconveniente en tocarme —le recriminó. Le hubiera golpeado allí mismo, pero ella era una dama, desde luego que lo era, y no iba a actuar de forma diferente a como lo haría una dama. ¡Pero cómo le hubiera gustado darle una patada en la espinilla, otra vez!


El hombre la soltó al comprender sus palabras y la miró sin saber qué decir. La llamada de atención de Paula le había hecho recordar quién era ella, quién era él, y dónde se encontraban. «Recuerda tu honor, recuerda tu amistad con Ricardo. Recuerda que no te gusta. ¡Pero sí que me gusta! —se reprochó—. Me encanta su forma de mirarme por encima de esas horribles lentes, incluso cuando me ignora, me vuelve loco.»


—Discúlpame, por favor.


Ella asintió, pero no por eso dolía menos el verse rechazada, porque, verdaderamente, eso era lo que Alfonso estaba haciendo, rechazarla.


—No quiero que me malinterpretes —debería darle una excusa de peso, tampoco quería humillarla, ni lastimarla—, estoy prometido. —Esperó que ella lo comprendiera y lo aceptara.


Al parecer iba a ser así, puesto que no la vio muy afligida porque él no hubiera aceptado su propuesta de matrimonio, y eso, por todos los demonios, le escoció. Demasiado para su gusto. Se sentía irritado.


—Lo entiendo. —Aquellas dos sencillas palabras la hundieron. Para siempre. ¿Cómo era posible que Clara no le hubiera dicho que estaba comprometido con otra? Iba a estrangularla, seguramente lo olvidó convenientemente, y ella se había puesto en ridículo, albergando esperanzas y haciéndose ilusiones—. Estás prometido.


—Así es.


Pedro no quería decirle que su compromiso no era real, que era una pantomima. No quería hacerle creer que había alguna posibilidad.


—Entonces, creo que esta conversación no va a ningún lugar.


—Por lo visto.


—Será mejor que me marche.


—Probablemente sea lo más acertado.


—Entonces, creo que me voy.


—¿Te acompaño? —se ofreció.


Paula lo miró decidiendo qué hacer, y Alfonso rezó para que lo rechazara porque lo había hecho en un impulso. El mismo que tenía que controlar para no abalanzarse sobre ella y besarla.


—No es necesario. —Él respiró aliviado.


—Paula —la llamó cuando ella se disponía a marcharse—, sabes que cuentas con mi amistad.


Ella le sonrió y se fue murmurando. No era su amistad lo que quería.


Alfonso se quedó quieto, observando cómo ella se marchaba sin saber qué hacer o decir. Sentía que le picaban las manos de aguantarse la necesidad que lo embargaba de tocarla de nuevo. Él no sabía cómo enfrentarse a esa situación, porque quería que se quedara, pero no quería casarse con ella. 


Pero es que tampoco quería que se casara con Melbourne.


«Y entonces, ¿qué quieres? No lo sé, sólo que me duele verla partir, como si un trozo de mí se fuera con ella.» ¿Qué es lo que le estaba pasando?