miércoles, 3 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 9





Si lo hubiesen golpeado en ese instante, ni lo habría notado. 


¡Por todos los diablos! Maldijo entre dientes una y todas las veces que consideró necesarias. ¿Cómo que esa joven era la hermana de Chaves? ¿Se había acostado con la hermana pequeña del conde? ¿De su reciente amigo? 


Pensó que, de haber sido una mujer, se habría desmayado allí mismo y ni las sales habrían podido reanimarlo. ¿Era posible tener tan mala suerte? Sin poder evitarlo, recordó la trampa en la que se vio envuelto Penfried y que lo llevó al altar de la mano de lady Clara Stanton.


Y empezó a sudar.


¿Lo habría invitado Ricardo para hablar sobre el honor mancillado de su hermana y obligarlo a desposarla? Desde luego era la misma muchacha, de eso no tenía dudas, aunque su actitud en aquel momento, allí de pie, junto al hombre, recibiendo a los invitados de su hermano, era la de una verdadera dama educada bajo los estrictos dictados que marcaba la sociedad: es decir, sosa y aburrida. Nadie hubiera dicho que era la misma chica desatada de la noche anterior, que se tocaba y gemía buscando su propio placer, y que lo había hecho conducirse movido por la pasión. Tenía lógica que la joven estuviese en casa de Rodolfo; después de todo, era su sobrina. «Y la mujer por la que has pasado una noche en vela pensando en cómo encontrarla para volver a poseerla.»


Recordó la invitación que le hizo Chaves, cuyo motivo, según éste, no era otro que el de que su tío también acudiría esa noche; así él podría intentar averiguar algo sobre los dichosos documentos. Debía creer que no había una razón oculta, Ricardo no era hombre de intrigas. Intentó convencerse de ello, una y otra vez; sin embargo, cuándo se trataba de restaurar el honor de una hermana… Sólo esperaba que no fuera eso. Por el bien de todos.


Volviendo su atención a Paula Chaves, la estudió con más atención. ¿Así que de ese modo era cómo se llamaba la mujer que le había quitado el sueño? Intentó que no fuese demasiado evidente su interés por ella para evitar preguntas indiscretas, y rezó por conseguirlo, porque se sentía atraído hacia ella como por un imán. Por lo visto usaba lentes, horribles por cierto, aunque no desmejoraban su aspecto. No es que fuese poseedora de una gran belleza, pero era atractiva y, si le soltaba el aterciopelado cabello de fuego sobre la piel de porcelana, que irónicamente carecía de las típicas pecas de las pelirrojas, podía considerarla hermosa. 


Al menos a él se lo pareció la noche anterior, y no iba bebido. Y se lo pareció en aquel momento cuando tuvo que hacer un gran esfuerzo por evitar que su miembro tomara la iniciativa de sus actos. «Tranquilo.» Respiró hondo.


Se estiró los puños en un gesto nervioso cuando le llegó el turno de saludar a los anfitriones. Nunca había sido un cobarde y no iba a achantarse en ese preciso instante por culpa de una jovencita perversa y de mal comportamiento. Y que le había robado la cordura.


—¡Hombre, Alfonso! —lo saludó Ricardo, mientras la mujer que se le escapó de entre los dedos la noche anterior lo miraba como si fuera la primera vez que lo veía—. Permíteme que te presente a mi hermana Paula, creo que ya te he hablado de ella.


—Señorita. –Tomó su mano y se la llevó a los labios, pero no la tocó, no se atrevía.


Pedro actuó mecánicamente saludando de manera cortés a ambos hermanos. Esperaba que de un momento a otro lo instaran a hablar en privado para obligarlo a acceder a llevar a la joven al altar, o acudir en armas al amanecer. Para su consternación, sólo tenía una opción, la segunda, puesto que el matrimonio estaba descartado. Totalmente. Esperó a ver qué hacía ella antes de meter la pata de alguna forma, con la vaga esperanza de que la joven no lo delatara; sin embargo, estaba convencido de que no sería así, por lo que empezó a contar mentalmente cuánto tardaría en hacerse la dama ultrajada y exigir una reparación.


«Un, dos, tres, cuatro, cinco…»


Pedro —Chaves parecía preocupado—, ¿te ocurre algo? Pareces a punto de desmayarte.


«…seis, siete, ocho, nueve…» Estaba seguro de que iba a hacerlo.


—Señor —le dijo ella intrigada mientras le colocaba de forma inocente una mano sobre el antebrazo, provocando que Pedro tuviese la sensación de haberse quemado—, ¿se encuentra bien? Si quiere puedo acompañarlo al salón privado para que se recupere un poco y, más tarde, cuando se encuentre repuesto, pueda incorporarse a la cena.


Pues se quedaría en nueve.


La muy zángana era la viva imagen de la hipocresía, actuaba como si se viesen por primera vez; como si la noche anterior, mejor dicho, como si hacía menos de veinticuatro horas, no se hubiese abierto de piernas para él.


Mostraba una preocupación sincera por su salud, fingiendo desconocer el motivo de su tensión; no obstante, retiró la mano inmediatamente de su cuerpo, y Pedro se reconfortó pensando que ella también lo había sentido.


—Perfectamente —dijo recuperándose del shock—, sólo estoy un poco cansado. Anoche me acosté muy tarde esperando a alguien.


Al decir esto último, la miró, esperando ver algún tipo de reacción en ella, tal vez una mirada cómplice, un sonrojo, algo. Nada. Lo miraba directamente, sin un ápice de pudor o vergüenza, con cara de preocupación, pero no por ella, sino por él.


—Debes cuidarte más, Alfonso —sugirió el otro hombre haciéndole un guiño, extrañado por su comportamiento—. Ahora, si nos disculpas, tenemos que continuar dando la bienvenida a los demás invitados.


—Por supuesto, lo siento.


Chaves lo había amonestado discretamente, no en vano se había quedado parado junto a ellos, obstaculizando al resto de los invitados que iban llegando, sin querer marcharse de allí hasta que ella dijera algo, una seña para que se vieran más tarde, un gesto íntimo, ¿qué sabía él? Sólo era consciente de que tenían una conversación pendiente.


—No hace falta que se excuse, lord Alfonso—le dijo ella con una sonrisa sincera—, pero debería tomar algo de beber, parece descompuesto.


—¿Lo considera necesario?


—Desde luego.


—Tendré que seguir sus indicaciones, señorita.


—Sería recomendable.


Pedro la hubiese estrangulado allí mismo. ¿Se podía ser más descarada? Decididamente, no. La joven Paula Chaves, el modelo de rectitud y buen comportamiento del que Ricardo alardeaba, era pura fachada. O, expresado de otra forma, era todo un modelo a seguir en lo que a hipocresía se refería. «Y en mujer apasionada», pensó con pesar.


—Creo que seguiré su consejo.


Ella se limitó a asentir con la cabeza para volverse a saludar a otra persona, olvidándose por completo de él mientras su hermano hacía lo propio, así que se vio obligado a alejarse y esperar que la noche transcurriese según los planes de aquella jovencita. ¿Se estaría burlando de él? En realidad tenía que estar agradecido de que ella hubiese actuado con tanta indiferencia, como si no lo conociese, mejor eso a que hiciera una escena, ¿no? «Pues la verdad es que no le agradezco nada», murmuró por lo bajo, consciente de que ésa iba a ser una noche muy larga.


Paula, por su parte, estaba tan metida en sus propios problemas que no prestó mucha atención al marqués que le había presentado su hermano. ¿Lord Alfonso había dicho que era? Pudiera ser. El hombre parecía verdaderamente consternado cuando lo saludaron, y ella hasta llegó a preocuparse de que sufriera un vahído y acabara estampado contra el suelo. Sin embargo, éste pareció rechazar su ayuda cuando se la ofreció, incluso percibió el respingo del hombre cuando lo tocó y, aunque ella se sintió por un momento extasiada al tocar ese brazo masculino, retiró en seguida su mano para evitar ser asaltada de nuevo por su excesiva lujuria. Paula hubiese jurado que más que enfermo parecía asustado por algo, o tal vez no, bueno, qué más daba, seguramente estaría verdaderamente enfermo y su imaginación volvía a apoderarse de ella. Aunque en realidad no lo parecía, pensó volviendo a él; es más, era tan alto y parecía tan fuerte que dudaba de que alguna vez pudiera adolecer de ningún mal. Y ese extraño acento tan marcado… más tarde indagaría sobre el hombre, como solía hacer cuando conocía a alguien. Clara o Marianne se encargarían de contarle cualquier cotilleo que se cerniera sobre éste o su familia, ellas siempre estaban al tanto de todo. Y había sentido curiosidad.


Lo que sí apreció en él fue su exagerada apostura, demasiado guapo para la tranquilidad de ninguna mujer. 


Mucho menos la suya, que ya había dado muestras de su debilidad en lo que a temas sensuales concernía. 


Afortunadamente lord Alfonso era rubio y ella estaba segura de que su amante era moreno, como el hombre tras el cristal. Había decidido que le gustaban los morenos, y esperaba que su impudicia pudiera dirigirse exclusivamente a los hombres que le gustaban y no al sexo masculino en general. Aunque, claro, con Pedro cualquiera haría una excepción. Se compadeció de la pobre que cayera prendida en sus redes. Estaba segura de que ésta lo pasaría verdaderamente mal porque, por su forma de mirarla, decidió que se trataba de un mujeriego. ¿Quién, si no, osaría repasar su cuerpo y sus rasgos con tanta impertinencia que un hombre de ese calibre? Paula sintió cómo la desnudó con la mirada, incluso se sintió un poco enardecida. 


Afortunadamente el hombre rechazó su ayuda de acompañarlo a un lugar apartado para que descansara y eso era bueno para ella, quien no sabía qué haría cuando volviese a estar a solas con algún hombre. Menos mal que Richard no pareció darse cuenta de la tensión que pareció aflorar entre ellos o Dios sabe qué podría haber ocurrido; su hermano no era amigo de que los caballeros se tomasen libertades en su casa, mucho menos con las mujeres de su familia. Seguramente ella se percató de la mirada íntima que le dirigió Alfonso porque, al convertirse en una mala mujer, esas cosas no le pasarían desapercibidas a partir de la noche pasada.


Sacudió la cabeza intentando desechar esos pensamientos y se encogió de hombros con un gesto de impotencia. No podía hacer nada al respecto.


Dejando de lado la impresión que le había causado lord Alfonso, volvió a pensar en su complicada situación, y decidió que tendría que buscar ayuda cuanto antes, ya que no era tan boba como para no darse cuenta de que su inconsciencia e incontrolado comportamiento podría tener alguna consecuencia inesperada. Afortunadamente su tía ya estaba allí y podría ayudarla a encontrar alguna salida. Se confesaría con Marianne, lo haría esa misma noche, después de la cena, cuando los invitados se retiraran a la sala de juegos o al salón de baile. Ella la ayudaría, Marianne siempre lo había hecho y no le fallaría en ese momento tan importante de su vida. Mientras tanto, sólo debía aguantar el tiempo que durase aquella incómoda cena, y ya se veía contando los segundos para poder estar a solas con su tía y desahogarse.








INCONFESABLE: CAPITULO 8






Paula no quería bajar a cenar. Le había insistido a su hermano Ricardo en que se encontraba mal, pero éste no la creyó y le ordenó que se comportara como una mujer adulta, recordándole que dentro de poco sería una señora casada, motivo éste por el que tendría que acostumbrarse de una vez a las veladas, ya que su prometido era una persona con una activa vida social. Por lo visto su futuro esposo tenía un alto cargo en el Ministerio. Pues cuando se enterase de lo que había hecho... contuvo el aliento, mejor ni pensarlo. 


Quizá podría conseguir que se rompiera el compromiso sin tener que pasar la vergüenza de desvelar su aventurilla. 


Ricardo se empecinó en que bajara y, como era habitual en Paula, accedió sin dar mucha guerra. Después de todo, ¡para qué batallar! No le quedaba más alternativa que obedecer, puesto que su rostro ese día no era el de una joven enfermiza y ella no era muy dada a las mentiras. Se había levantado mejor que nunca. Sus mejillas estaban sonrosadas y su piel desprendía un brillo especial, si hasta su pelo parecía más lustroso. Así que no podía intentar aparentar estar enferma con el buen aspecto que presentaba. Y pensó que todo ello se lo debía a su lujurioso y desvergonzado comportamiento de la noche anterior. 


Afortunadamente, Thomas no le hizo ningún comentario hiriente cuando la vio aparecer ante el umbral de la puerta de atrás de la enorme casa de su hermano, a pocas horas de que amaneciera, envuelta en una capa de hombre y dando vagas explicaciones de que extrañaba su cama y no quería dormir en casa de su tío, por lo que había vuelto a casa. La excusa para aparecer con ropa de dormir había sido que, debido a lo tarde que era, no había tenido ganas de vestirse para salir porque estaba muy cansada. ¡La mentira más gorda que había dicho nunca! Y la menos consistente, teniendo en cuenta la educación que Ricardo le había dado. Estaba segura de que el hombre no la creyó ni por un segundo, pero, como venía acompañada de la joven Amalia, miembro del servicio de casa de su tío, optó por no decir nada y conducirla hasta su dormitorio. Incluso había creído haber visto la compasión reflejada en la mirada del mayordomo. Y eso la avergonzó aún más, porque pensó que la estaba comparando con su difunta madre.


Con el escandaloso matrimonio de su difunta madre.


Ella era consciente de que Ricardo, al que quería como a un hermano pero que no lo era, se comportaba de forma tan estricta y formal porque deseaba enmendar en lo posible el daño que su padre le ocasionó al nombre de su familia. Ésa fue la promesa que le hizo a su abuelo, y era la promesa por la que vivía. Por eso Paula pensaba que su hermano no soportaría descubrir su descocado comportamiento de la noche anterior. Ni ella misma se creía haber actuado como lo hizo cuando se despertó esa mañana. Había imaginado que se trataba de un sueño; eso sí, uno delicioso. No obstante, el escozor en sus partes íntimas le indicaba que no lo había sido.


Lo cierto era que lo había hecho y no podía culpar solamente al hombre que formó parte de aquella situación, porque la verdad era que había deseado ese interludio con todas sus fuerzas. Eso sí que podía recordarlo, a pesar de que no su rostro. Creía firmemente que todo fue consecuencia de lo que bebió y presenció en casa de Emilia, la dueña del prostíbulo donde Justino las había llevado, así como de su estado de embriaguez, y del deseo que se despertó en ella por el hombre tras el cristal: tan moreno, tan fuerte, tan varonil.


«Cálmate, Paula.»


De nuevo ese ardor. Y más calor al recordar los besos, las caricias, la sensación de sentir ese cuerpo embistiendo el suyo. ¡Ay, madre! Se persignó pensando que se había convertido en una mujer de mala vida, en una pecadora, porque, a pesar de todo, no conseguía arrepentirse. «Por eso soy una desvergonzada y una perdida, porque no lo lamento.»


Contrariamente a todo, se sentía estupendamente, y de ahí sus remordimientos, pues sabía que lo que había hecho no estaba bien. La educación que había recibido al menos le permitía reconocer que no era decente. El hombre podía ser cualquiera y ella era una dama. Las damas no se comportaban de esa forma, eso sólo lo hacían las mujeres de mala reputación, las amantes, las prost… Se estremecía con sólo pensar en cuál sería el calificativo que le endilgarían las féminas de su círculo social si se llegase a descubrir su desliz. Un desliz que le había reportado infinitas satisfacciones. Trago saliva. «Me estoy volviendo a humedecer.»


—¿Se encuentra bien, señorita? —le preguntó Nadia, su doncella, cuando hubo terminado de peinarla—. Parece un poco extraña esta noche.


—¿Te parece? —preguntó tocándose las mejillas, intentando ignorar las palpitaciones en la parte inferior de su cuerpo.


—No sé qué decir.


—¡Ay, Dios mío!


Hasta ella misma se percató de la angustia en su voz. La muchacha la miró asintiendo y Paula corrió a colocarse sus lentes. Con ellas puestas se sentía más segura porque al menos recuperaba su visión. Se volvió a convencer de que nadie conocía su secreto. Sólo el hombre que ella no lograría identificar y que podría sacar a la luz su indecencia, y la propia Amalia, pero no desconfiaba de ella; después de todo, la ayudó a pesar de poder quedarse sin empleo si alguien llegaba a descubrirlas.


—Creo que estoy un poco cansada. –«Aún me duele la cabeza por todo el alcohol que tomé ayer y la vergüenza no me deja dormir.»— Esperemos que no se alargue mucho la cena para poder retirarme pronto.


—Por supuesto, señorita.


Alguien golpeó la puerta.


—Pau, ¿estás lista?


Una Marianne resplandeciente apareció ante ella con su deslumbrante sonrisa. Paula pensó que sus dos únicas amigas eran inmensamente hermosas: Clare, una rubia angelical con una mirada que te traspasaba, y su tía Marianne, una mujer de pelo castaño oscuro y ondulado, en armonía con un rostro exuberante y arrebatador. Y ella era la tercera en discordia, la excepción que confirmaba la regla de que todas las mujeres podían ser bendecidas con la belleza. Aunque sí con una lujuria que no la dejaba pensar con claridad.


—¡Qué alegría verte de nuevo, querida! —exclamó la otra sonriendo—. He regresado hoy mismo y me he apresurado en arreglarme para venir a cenar, ¡tenía tantas ganas de verte!


—Yo también. —«Cuando te cuente lo que he hecho…»


—Si estás lista, podemos bajar juntas —sugirió su tía acercándose a ella para verla mejor—. Te noto diferente.


¡Ay, madre!


—¿De verdad? —preguntó conteniendo el aliento. «Es imposible que lo sepa, es imposible que lo sepa, Amalia prometió no decir nada.»


—Sí —asintió la otra—. Estás radiante, y me gustaría saber a qué se debe. ¿No me digas que te has enamorado? ¿Ya has conocido a tu prometido? ¿Es apuesto? Seguro que sí.
Paula negó con la cabeza, ruborizándose e intentado desviar la atención a otro tema.


—¿Has… venido con mi tío? —Eso es, un tema neutral. Además, necesitaba saber si Rodolfo acudiría a la cena. Él le aseguró que guardaría silencio, habían hecho un trato, ¿no?, y los caballeros cumplían siempre sus tratos, o eso esperaba. Rodolfo no diría dónde la encontró anoche.


Una sombra oscureció la mirada de Marianne, pero ésta se compuso en seguida, por lo que pensó que podría haber sido su exagerada imaginación, como siempre.


—Será mejor que bajemos —le indicó la mujer enlazando su brazo con el de ella mientras sonreía de nuevo, aunque a Pau no le pasó inadvertido que su sonrisa no era tan brillante como momentos antes—, tu hermano espera que lo acompañes en esta pequeña recepción. Es más, prácticamente me ha ordenado que te saque de aquí aunque sea a rastras.


—Eso lo define muy bien.


—¿Eso crees? –preguntó Marianne volviendo a sonreír.


—Es un ogro.


—No lo dices en serio.


—Por supuesto —le dijo imitando el tono distante y serio de Ricardo—: «Una dama nunca se queda mirando fijamente a un caballero, Paula»; «debes aprender a respetar las reglas de la buena conducta,Pau».


—Para ya —le exigió la otra carcajeándose.


—Un ogro, lo que yo te diga.


—Cuando conozcas a tu prometido, no te parecerá tan ogro tu hermano, estarás feliz de que haya dispuesto ese matrimonio para ti.


Paula la miró espantada.


—Anda, vamos, lord Estricto nos espera.


«Soy una mala mujer.»







martes, 2 de febrero de 2016

INCONFESABLE: CAPITULO 7





Paula sabía que desde la cocina había una pequeña puerta que daba a una escalera, y que de ahí podría llegar hasta el piso donde los criados tenían sus habitaciones. Sólo tenía que encontrarla. Nunca se había adentrado en ese espacio de la vida íntima de los criados, pero era una cuestión de extrema urgencia. Necesitaba hablar con Amalia. Y lo necesitaba urgentemente, porque sentía que iba a desfallecer. La escalera debía estar tras una pequeña puerta dentro de la cocina y ella iba a llegar hasta ella; sólo esperaba que no le resultase muy embarazoso dar con la chica, porque tendría que abrir habitación por habitación hasta hallarla.


Otra vez ese calor que le nacía desde lo más hondo. 


¡Aaayyy! Ahora un escalofrío. Su piel estaba tan sensible que sentía el más ligero roce y, claro, la fina tela del camisón lo único que hacía era acentuar su estado de excitación.


No pudo más.


Necesitaba saciarse de inmediato.


Más que cualquier otra cosa.


Su piel le pedía contacto con otra piel, su organismo anhelaba movimientos indecentes.


La parte más oculta de su cuerpo empezó a moverse en sensuales giros, buscando, añorando el contacto con el cuerpo masculino.


No llevaba nada debajo del camisón, y eso hacía que al caminar sintiera la humedad de su entrepierna resbalar por sus muslos.


¡Otro vahído! Y más calor; sentía que su cuerpo estaba prendido en llamas.


Se apoyó en el filo de la enorme mesa de la cocina y se recostó un poco. Lo necesitaba, y debía procurarse el alivio que pudiera. Con una mano se bajó el tirante del delicado camisón, dejando al descubierto parte de su busto, y empezó a acariciar el endurecido y sensible pezón de uno de sus pequeños pechos, lo que pareció provocarle algo de alivio, aunque muy poco comparado con la lujuria que se había apoderado de ella. Subió una pierna a una de las sillas de madera que había junto al enorme tablero en el que estaba apoyada, y se arremangó el camisón hasta el nacimiento de sus blanquecinos muslos, sintiendo cómo el aire frío de la noche provocaba una descarga en su cuerpo al contacto con su enardecido sexo. Pero aún quería más. 


Se introdujo de nuevo un dedo, como había hecho momentos antes en su dormitorio, y lo movió dentro de su húmeda cueva, consiguiendo experimentar de nuevo aquellas deliciosas sensaciones; se halló sumergida en un mar de recién descubiertas emociones que la estaban volviendo loca, por lo que echó su cabeza hacia atrás en un estado de concupiscente abandono, transportada a un sinfín de sensaciones, olvidándose de todo lo demás.



****


Alfonso estaba duro como el granito. Su cuerpo había tomado el control y le exigía a gritos que acudiera a auxiliar a aquella sensual ninfa de cabellos de fuego que se movía de forma tan erótica ante sus ojos. No había llegado a entrar en la cocina, pues se mantuvo firmemente anclado en el marco de la puerta, observando boquiabierto y encantado aquella imagen, aquel cuerpo que se exhibía para él.


Aquella mujer era presa de una lascivia incontrolable, de la búsqueda de un deseo que sólo un hombre podría satisfacer completamente. Se tocaba de forma tan erótica que él, quien nunca pensó que disfrutaría observando y no actuando, sentía que estaba a punto de estallar ante lo que estaba presenciando. No podía moverse, la imagen que se presentaba ante sí era de una carga sexual tan alta que tenía miedo de que se esfumara si la tocaba. Aquello tenía que ser una aparición, los sueños de cualquier hombre hechos realidad en una mujer. Y él había tenido la suerte de presenciarlo y, si ella se lo permitía, disfrutarlo.


La continuó observando en la oscuridad mientras la oía gemir y, con cada gemido de desesperado placer que emitía, su miembro saltaba. Le sugería que se dirigiera hacia ella, que la tomara allí mismo. Sus gemidos, en el silencio de la noche, inundaban sus sentidos. Hasta podía oír la fricción que el dedo de ella producía al introducirse en su feminidad, el chapoteo con el néctar procedente de su cuerpo, el cual indicaba lo preparada que estaba para la invasión masculina. 


¿Ésta era la joven que Rodolfo tenía preparada para su disfrute? Entrecerrando los ojos, se negó a aceptarlo. De eso nada, se dijo, sería un pecado enorme dejarla en manos de ese estúpido. Un hombre como Rodolfo no merecía un bocado como ése. Pedro apenas podía moverse por miedo a que ella se marchara si lo veía, pero quería tocarla. Lo necesitaba, y su miembro se erguía en dirección a la ninfa. 


Estaba acalorado, enardecido. Las manos le picaban del ansia de tocarla, de pegarla junto a su cuerpo y poseerla de forma animal, salvaje.


Se quitó la chaqueta sin dejar de observarla, lentamente, con sensuales movimientos, mientras se introducía un poco más en la habitación y cerraba suavemente la puerta. Acto seguido, se desabotonó el chaleco y, una vez desatado el complicado lazo, los botones de la camisa, dejando ésta abierta para que su piel pudiera tocar la de ella cuando la poseyera. Porque iba a hacerla suya, eso nadie podría evitarlo aunque quisiera. Después, hizo lo propio con los botones de su pantalón y sus calzones, dándole libertad a su otro yo, aunque se los dejó puestos para no quedarse completamente desnudo, y ya no hubo vuelta atrás.
Iba a hacerla suya en ese preciso instante.


Paula sintió cómo unas enormes manos masculinas la tomaban de las caderas y la acercaban a alguien, a un hombre. «¡Sí!», pensó enfebrecida. Y por poco le da un desmayo de lo a gusto que se sintió. El hombre le apartó la mano de su sexo y se la colocó en su entrepierna, introduciéndola entre la ropa, para que pudiera sentir el calor, y la textura, que emanaba de su inhiesta verga. Ella emitió un profundo suspiro de placer al percibir cuán excitado estaba, igual o más que ella, y pensó que después de todo esa noche iba a conocer el amor carnal. ¡Por fin! Ya no tendría que buscar a Amalia, obtendría lo que su cuerpo le exigía a gritos en ese momento. Para su propio asombro, no se sintió insegura o asustada: era tal su deseo y su determinación de satisfacerlo que, tomando la iniciativa, empezó un movimiento con su mano que casi provoca en él un descontrol absoluto. El mismo que vio esa noche hacer a la mujer al hombre en el que pensaba continuamente, aquel hombre moreno que lanzaba miradas a través del cristal, consciente de que ellas estaban allí y que le gustaba que lo mirasen, enseñándoles lo que podrían aprender.


«¡Estoy ardiendo! ¡Te quiero dentro de mí!», le gritaba su cerebro a ese desconocido.


Pedro aguantó todo lo que pudo antes de apartar la mano de ella de su virilidad. Le hizo rodearlo con las piernas y la subió hasta que el sexo humedecido de ella quedó a la altura de su miembro, sintiendo cómo éste rozaba la ansiada funda femenina. Era pequeña y no pesaba nada, al menos para él, que era exageradamente alto, por lo que no le costó ningún esfuerzo mantenerla allí mientras se llevaba el pecho que ella tenía descubierto a la boca.


En el mismo instante en el que el hombre le succionó el pezón, ella gruñó de satisfacción, inclinándose hacia atrás para facilitarle mejor el acceso a su boca y, mientras él la sometía a una deseada tortura, ella bailaba con sus caderas pegadas al cuerpo de éste, en un vaivén desesperado por conseguir culminar lo que su cuerpo pedía a gritos.


—¿Estás ansiosa? —le preguntó en un audible susurro.


—Ajá —le dijo sin poder verle el rostro pero deseándolo con todo su ser.


—No quisiera que después me tacharas de aprovecharme de ti.


—No lo haré.


—¡Diantres! –exclamó maravillado—. ¿De dónde has salido tú?


—De casa de Emilia.


Paula no supo por qué dijo aquello, tal vez porque quería sentirse como una de las mujeres que trabajan en dicho lugar; puede que porque, por una vez, no le hizo caso a lo que otros le dictaban; quizá porque estaba cegada por la lujuria. No le importó; ella, a pesar de no poder verlo, imaginaba que era el hombre que había observado en aquel lugar, y eso la excitaba aún más. Metiéndole sus delicadas manos por dentro de la camisa, acercó su busto al torso descubierto de éste, y sintió la tibieza de aquel enorme pecho masculino sobre su trozo de piel desnuda.


—Bájame el camisón —le ordenó con un hilo de voz—, quiero sentirte.


Alfonso tomó aire para poder controlarse; esa mujer era todo un descubrimiento de placeres ocultos, y la quería, necesitaba poseerla ya mismo.


—Nadie podrá culparme nunca de dejar a una dama desatendida.


—Entonces…


Sintió que aquella chica era poderosa, ejercía una especie de control sobre él, así que hizo lo que ella le ordenó: le bajó la suave tela hasta la cintura, dejando al descubierto aquella piel del color de la porcelana bañada por el naranja de su cabello, e hizo lo propio con la parte inferior del camisón: se lo subió hasta la cintura, por lo que la prenda, que en un principio la cubría, quedó hecha un fino lazo, dejando todo su menudo cuerpo al descubierto.


—Vas a enloquecerme, ¿lo sabes?


—Lo que necesito en este momento es que me poseas. —Paula sólo tenía un objetivo y era calmar su ansia, convertirse en mujer. Por una vez en su vida ella quería hacerlo por propia iniciativa y no viéndose arrastrada por los deseos de los demás. Se dio cuenta de que deseaba que ese hombre la poseyera, allí, en la mesa de la cocina de la casa de sus tíos, donde cualquiera podía entrar y… «¡No me importa! Lo que quiero, lo que necesito, lo tengo entre mis piernas.»— Dime a qué estás esperando.


—No te preocupa lo que pueda decir Rodolfo de esto, ¿verdad? —le preguntó mientras le daba un profundo beso, un beso animal, cargado de promesas y de necesidad.


Paula apartó un instante su boca para darle acceso a su cuello; había descubierto que le encantaba que la besara allí, la trastornaba lo que le hacía sentir su lengua al recorrer éste hasta su clavícula para después volver a subir.


—Nadie tiene que saberlo —le dijo provocando que Pedro sonriese y decidiera que la quería para él—. Esto es cosa de dos, de nadie más. —Además, su tío no tenía por qué conocer de sus intimidades. Si ella no se lo contaba a nadie, estaría a salvo.


—Yo sí.


El hombre barrió lo que había en la mesa de un manotazo y, separándola un poco de él, la obligó a tenderse sobre ella con las piernas abiertas, expuesta y lista para ser devorada. 


A continuación bajó su cabeza hasta la maraña de rizos naranjas que protegían su feminidad y la hundió entre ellos, aspirando el olor a almizcle que desprendía, lo cual no hacía sino volverlo loco de necesidad. Tocó el pequeño botón que se escondía entre los matojos con su lengua, primero de forma esquiva, deleitándose con la reacción de la mujer, que se arqueaba como una gata salvaje, más tarde tomando posesión por completo de éste con su boca.


—Voy a morir —susurró tirándole del pelo para subirlo hasta ella—. Dame paz, por favor.


Soltando un grito de satisfacción, Pedro apenas pudo controlar lo que se apoderó de él cuando escuchó esas dos palabras: dame paz. Por supuesto que iba a dársela. La levantó lo suficiente para verle el rostro y memorizarlo, porque, a pesar de que estaba oscuro, él podía ver la mirada vidriosa, los labios separados, las mejillas sonrosadas producto de la pasión, la pequeña nariz y la voluptuosa boca.


—¿Dónde has estado todo este tiempo? —le preguntó mientras la levantaba nuevamente, alzándola de las caderas y embistiendo con una fuerza, un ansia y un impetuoso desenfreno. Sintió la pequeña barrera que proclamaba la virginidad de la chica, pero no se detuvo, era halagador ser el primero, pero no por ello la deseaba más, porque más era casi imposible. Seguramente Rodolfo habría querido culminar la noche con una de las vírgenes que se ofrecían en los burdeles. Pues ésta era para él, no iba a perderla de vista después de esa noche. Sería suya.


Paula se agarró con fuerza a los hombros del hombre mientras éste entraba y salía de su cuerpo desequilibrándola debido al cúmulo de sensaciones que se iban dando paso a través de los movimientos de él, los cuales se apresuraba a imitar, intentado mantener el ritmo de sus vaivenes. Bajó las manos de sus hombros hasta su cintura, obligándole a pegarse totalmente a ella con aquel movimiento embriagador, y sintió una enorme cicatriz que surcaba el bajo de su espalda hasta el fibroso trasero.


—¿Estás lista para volar conmigo? —le preguntó jadeante mientras volvía a hundirse en ella; iba a estallar de un momento a otro y quería que ella lo hiciera también.


—Para lo que quieras —le dijo apretando los labios en un intento de aguantar el grito de satisfacción que estuvo a punto de soltar cuando él arremetió por última vez contra ella.


Pedro sintió el palpitar procedente de la feminidad de la mujer al haber conseguido llevarla a lo más alto, y se sintió exultante. Ella, por su parte, estaba maravillada con la experiencia vivida, y sentía los fluidos íntimos de sus cuerpos resbalar del centro de su cuerpo hasta su trasero.


—No puedo dejarte marchar —le susurró el hombre—, ven conmigo, a mi casa. Necesito saciarme de ti por completo. Quiero tenerte toda la noche en mi cama.


Paula abrió la boca, muda del asombro, ¡por fin un hombre la deseaba realmente por ser una mujer! No por ser una dama, la hermana de un conde con una dote excesiva.


Sólo por ser una mujer, ese desconocido la necesitaba a ella, y ella quería sentirse deseada, necesitada, amada. 


¿Para qué pensar en el mañana? Después de esa noche se sentía diferente... «Y lo eres», se dijo.


—Me iré contigo —asintió en un susurro. ¿Por qué lo había hecho? No lo conocía, no le veía el rostro; sin embargo, se sentía segura y deseada con ese hombre. Sólo sabía que era joven, fuerte, alto, educado y con un apetito que le asaltaba los sentidos. Si encima fuese guapo y con el pelo negro, como el hombre tras el cristal, su dicha sería completa—. Espérame fuera, iré a ponerme algo encima.


—No —negó Pedro, temiendo perderla. No quería que Rodolfo la poseyera después de haber estado con él—, ten mi chaqueta.


—No puedo —se excusó—, debo recoger mis cosas.


Él volvió a negarse, pero ella insistió, sensual.


—Está bien —accedió convencido de que ella lo seguiría y, dándole de nuevo un beso arrollador, salió en busca de un coche de alquiler que los llevara a su casa.


Se sentía un hombre con suerte.


Cuando el desconocido se hubo marchado, Paula decidió ir corriendo a su habitación, ponerse su capa y salir tras él. 


Lo haría. Correría su aventura, no la de otros, y que el destino dispusiera lo mejor para ella. Por una vez iba a ser libre y no pensaría en los demás. ¡Sí! Eso haría, pensó sonriendo mientras se volvía para regresar de nuevo a su dormitorio. No obstante, apenas se hubo recompuesto un poco el camisón, alguien salió de las sombras para hacerla volver a la realidad.


—¡Señorita Paula! —exclamó Amalia acudiendo a su encuentro con cara de preocupación.


Ella se giró para enfrentarse con la mujer a la que en un principio había ido a buscar cuando se topó con su amante.


—¿Amalia, eres tú? No puedo ver bien sin mis lentes.


—Sí, señorita —respondió la criada acercándose a ella—. ¿Qué ha hecho, por Dios? Si su tío la llega a descubrir minutos antes aquí, hubiese habido un asesinato.


Paula se sonrojó al comprender que la muchacha había sido testigo de su descarriado comportamiento y, a pesar de todo, no le importó.


—Tú no se lo dirás.


—Claro que no —exclamó indignada la otra—, pero al igual que yo oí que algo caía contra el suelo, pudo haberlo hecho otra persona. Por eso, es mejor salir de aquí cuanto antes.


En ese momento Paula sintió un poco de frío al ser consciente, por primera vez desde que empezara a experimentar esa insufrible ansia de placer, de que tal vez, pero sólo tal vez, podía haber actuado de forma demasiado intrépida.


—No puedo, le he prometido que me iría con él. —Ella quería marcharse con él sin pensar en nada más. Al día siguiente ya enfrentaría la situación. Pero, esa noche, no; esa noche era su momento de libertad.


—Todo esto es culpa de su tío —murmuró la mujer.


—Mi tío no tiene nada que ver, soy yo, que me he convertido en…, en… una mala mujer.


Y no se arrepentía, aun más, volvía a sentir ese ardor que se apoderó de ella anteriormente.


—Se ha bebido toda la jarra, ¿no?


—Estaba sedienta.


—Por eso es culpa de su tío —masculló de nuevo pero más bajito para que ella no pudiera oírla—. Vamos, la sacaré de esta casa, no vaya a ser que acabe perdiéndose todavía más.


Amalia había visto a Rodolfo dirigirse a la habitación de su sobrina, y no quería más problemas sin que estuviese la tía de la joven. Demasiado con que la chica ya se hubiese entregado a un hombre como para que otro también aprovechara el estado en el que se encontraba ésta gracias a los asquerosos brebajes del dueño de la casa.


—Tengo que volver a mi habitación, he de recoger mis cosas, él me espera. —Paula deseaba marcharse con él. Estaba empecinada, y Amalia parecía no entender nada.


—Usted no va a volver a ningún sitio —le ordenó la otra—, la llevo a su casa. Tome, póngase esto mientras consigo que algún coche nos acerque donde su hermano.


—No.


—Desde luego que sí.


—He dicho que no, me voy con él.


—Escuche bien, señorita. —Amalia daba miedo—. Yo no debería estar haciendo esto. Es más, tendría que estar en mi dormitorio haciendo como que no he visto nada, pero no soy una criada común, y no voy a dejarla de nuevo a merced de ningún hombre.


—Yo quería.


—Eso no lo dudo.


—Nadie se ha aprovechado de mí. —Necesitaba que aquello quedara claro.


—La creo —le dijo—, pero ahora regresaremos a su casa. Vamos, póngase bien el abrigo de su tío, después me lo dará y yo lo devolveré a su lugar.


Y Paula, como era habitual en ella, accedió con pesar.



***


Pedro estaba en la calle, junto a un elegante coche de alquiler, esperando a su ninfa pelirroja de ojos celestes, cuando la vio salir acompañada de una doncella y meterse en otro vehículo, uno más modesto. Llevaba puesto un enorme abrigo masculino y daba la impresión de tener mucha prisa. No supo reaccionar. ¿Qué significaba aquello? 


La vio marcharse sin saber qué hacer, lo había pillado por sorpresa. Se quedó con un palmo de narices y sus planes de pasar una agradable velada en su casa con su apasionada compañera hechos añicos. ¿Qué diablos había ocurrido para que se marchara sin él?


Maldijo a la mujer por haberlo usado y después olvidado como si él no fuese una persona y ella pudiera desecharlo de aquella forma. Se subió furioso al coche y se dirigió a su casa, preparado para pasar una larga noche en vela. ¿Qué es lo que había podido ocurrir? Hubiese jurado que estaba dispuesta para él... claro, a no ser que Rodolfo la hubiese descubierto y algo desagradable hubiese ocurrido. «Podría haber venido a mí.»


Encima no sabía dónde localizarla.


Bueno, no del todo, le había dicho que había salido de casa de Emilia, del prostíbulo.