AL RECUPERAR la sensibilidad en sus paralizados miembros, Paula subió los escalones de dos en dos con el corazón desbocado.
Para cuando llegó a la habitación, donde ya tenía la ropa preparada, había vuelto a la realidad. Pedro había esperado para decírselo hasta saber que estaba embarazada. Y además, ¿qué había dicho? «Estoy solo». Podría significar que no tenía nada mejor que hacer.
¿Estaría viendo y oyendo lo que quería ver y oír?
Cerró los ojos y se presionó las sienes para detener el diálogo interior antes de que le explotara la cabeza. No sería una imagen muy decorosa para una perfecta anfitriona.
Abrió los ojos y se tiró de la manga del jersey para ver la hora.
–¡Dios mío!
Se desnudó a toda prisa y entró en el baño, donde vació medio frasco de aceite en la bañera y abrió los grifos al máximo. Cuando la bañera estuvo llena, se sujetó descuidadamente el pelo en lo alto de la cabeza y se metió en el agua.
Al ponerse el vestido negro, clásico y sexy al mismo tiempo, había conseguido recuperar la compostura, aunque solo superficialmente. Por dentro estaba tan nerviosa que no sabía si podría esperar a que Pedro le explicara qué demonios había querido decir. Tenía el horrible presentimiento de que nada más verlo haría una estupidez, como decirle que lo amaba.
Y si lo hacía, él saldría corriendo, se echaría a reír en su cara o... Cualquier cosa sería preferible a aquella espantosa incertidumbre.
****
Pedro se sacó el estuche del bolsillo. Debería haber sido un anillo, pensó mientras lo abría y contemplaba el collar de zafiros que le había llamado la atención al pasar frente a una joyería. Se los imaginaba alrededor de su esbelto cuello, del mismo color que sus ojos. Volvió a guardarse el estuche y se recostó en el sillón frente a la chimenea.
Un sexto sentido le hizo levantar la mirada justo cuando una figura apareció en la puerta que daba al jardín. El mono que llevaba puesto lucía el logotipo de la empresa de catering contratada para la cena.
Lo primero que pensó fue que se había perdido, pero su forma de moverse dejaba claras sus intenciones. El hombre miró por encima del hombro para asegurarse de que nadie lo veía y entró en la biblioteca.
–Qué bonito –murmuró mientras miraba las estanterías llenas de libros a su alrededor. El espejo estaba colocado de tal modo que Pedro podía ver al intruso sin que él advirtiera su presencia.
El hombre fue ganando confianza e incluso empezó a silbar mientras agarraba los objetos para examinarlos como si fuera un experto. Debía de tener buen ojo, al menos para su precio, porque los más valiosos se los metía en el bolsillo.
Se fijó en el armario que contenía la colección de plata del abuelo de Pedro, y fue entonces cuando Pedro le vio el rostro por primera vez.
La curiosidad inicial se transformó en algo más personal y frío, mucho más frío, al reconocerlo. Pero un pensamiento más acuciante le hizo desviar la mirada hacia la puerta.
Paula entraría en cualquier momento, y Pedro no quería presentarle a aquel hombre. Sintió un leve remordimiento, pero se recordó que, si Paula hubiera querido conocer a su padre, lo habría buscado ella misma.
Cuando Pedro decidió investigar a la familia biológica de Paula tuvo que enfrentarse al dilema moral, pero siguió adelante a pesar de las dudas, movido por el deseo de encontrar a la madre que Paula anhelaba conocer.
Al conseguir la información, sin embargo, descubrió que su madre había muerto por una sobredosis después de haber abandonado a sus hijos.
Pero Amanda también era una víctima. El verdadero malvado de la historia era su amante, el padre de Paula, un hombre casado que había cumplido condena por bigamia.
¿Qué demonios estaba haciendo allí?
No era el momento de saberlo. La prioridad era asegurarse de que no se encontrara con Paula.
Estaba levantándose, mientras el ladrón se llenaba los bolsillos con los objetos de plata, cuando la puerta se abrió.
Pedro se detuvo y volvió a hundirse en el sillón. No le hacía gracia ocultarse y esperar, pero si quería que aquel hombre saliera para siempre de la vida de Paula necesitaría algo con qué negociar. Un bolsillo lleno de objetos valiosos y la amenaza de la cárcel podrían ser de gran utilidad.
Paula se detuvo en la puerta. ¿Debería llamar? Decidió que no y la empujó.
–¡Oh!
La biblioteca no estaba vacía. Había un hombre de mediana edad, de la empresa de catering, pero ni rastro de Pedro.
Paula quería encontrarlo, pero la cortesía la acuciaba a hablar con aquel hombre, quien la miraba de una manera demasiado intensa y sin aparente intención de explicar su presencia allí, en el santuario de Pedro.
–Hola, ¿puedo ayudarlo en...? –se detuvo al observar al hombre. Estaba segura de que nunca lo había visto, pero...–. Disculpe, ¿nos conocemos? Su cara me resulta familiar.
El hombre sonrió, y Paula sintió un escalofrío en la espalda.
Experimentó una inexplicable antipatía, pero se obligó a sonreír también mientras retrocedía lentamente hacia la puerta.
–Bonita plata georgiana... Una auténtica pieza de coleccionista.
Para asombro y horror de Paula, el hombre deslizó en el bolsillo de su mono la figura que había estado admirando. Se fijó en que tenía los bolsillos abultados... ¿llenos de otras piezas robadas? Aquel ladrón debía de estar loco, pero esperó que no fuera violento.
–Devuelva inmediatamente esa figura a su sitio y no lo denunciaré por robo.
–¿Robo? –el hombre se mesó la perilla–. Yo lo llamaría redistribución de la riqueza –mostró sus dientes amarillentos en una fea sonrisa–. Te reconocería en cualquier parte, cariño... Eres la viva imagen de tu madre.
Paula se había movido hacia la puerta para pedir ayuda, pero las palabras del hombre le congelaron la sangre.
–¿Co... conoce a mi madre?
–La conocía. Por desgracia, Amanda ya no está entre nosotros.
–Está muerta... –los pensamientos y las dudas se arremolinaban en su cabeza. ¿Le estaría diciendo la verdad? ¿Qué motivo podría tener para mentir?–. ¿Mi madre se llamaba Amanda?
–Eres mucho más alta que ella. Era muy poquita cosa, menos cuando os llevaba dentro a ti y a tu hermano, claro.
Por unos breves instantes había tenido madre... Era absurdo sentir que se la habían arrebatado, pero así se sentía. Una lágrima solitaria le resbaló por la mejilla. En el fondo, muy en el fondo, siempre había albergado la esperanza de que algún día su madre volviera a buscarlos y les explicara por qué los había abandonado.
Algo que jamás ocurriría...
–No te pongas triste, cariño.
–¿Quién es usted?
Pedro aferró con fuerza los brazos del sillón y cerró los ojos.
Sabía lo próximo que iba a suceder y no podía evitarlo.
Tendría que dejar que el trágico desenlace siguiera su curso y luego darle a Paula todo el apoyo que necesitara... como si no hubiera sufrido ya bastante en su corta vida.
–Me duele que no reconozcas a tu padre.
A Paula casi se le salieron los ojos de sus órbitas. Se quedó rígida como una estatua y negó lentamente con la cabeza.
Era imposible, aquel hombre no podía ser su padre.
–Creo que será mejor que se marche –dijo con firmeza–. Antes de que llame a Seguridad. Deje la figura y váyase.
–Vaya, vaya, te has convertido en una princesita, ¿eh? Parece que te ha ido muy bien –miró alrededor y asintió con aprobación.
–Si no se marcha inmediatamente tendré que denunciarlo a su jefe.
Él soltó una áspera risotada.
–No estoy en nómina, pero esto... –se tocó el logotipo del pecho con orgullo–, me ha facilitado bastante la entrada.
–Usted no es mi padre –si se lo repetía bastantes veces acabaría por creérselo–. Yo no tengo padre.
–Mírame bien, cariño –se señaló la cara y la miró con ojos entornados.
Sobresaltada, tanto por el cambio de tono como por la sugerencia, posó la mirada en el rostro del hombre que afirmaba ser su padre. Era ridículo. No se parecía en nada a las imágenes que había tenido de su padre. Ella y Marcos siempre habían... Marcos. Se apretó la barriga con una mano para sofocar las náuseas al comprender por qué su rostro le había parecido tan familiar. No había ninguna semejanza en sus rasgos, pero sí en la forma ligeramente rasgada de sus ojos y en la curva de los labios, aunque los de su hermano eran más carnosos y expresaban irritabilidad más que maldad.
Bajó la mirada para protegerse, pero no antes de que el hombre leyera su expresión y lanzara una exclamación de triunfo.
Afortunadamente el orgullo acudió en su ayuda. Alzó el mentón y lo miró fijamente a los ojos.
–¿Qué haces aquí?
–He venido a ver a mi hija.
–¿Después de veinticuatro años? –se concentró en el reproche para no mostrar signos de temor–. No sabes nada de lo que significa ser padre –no pudo evitar una sonrisa al pensar que su hijo sí que tendría un padre, la clase de padre que daría la vida por su hijo.
–Tranquila. No voy a quedarme mucho tiempo –dijo él, visiblemente desconcertado por el cambio de actitud en Paula–. Es que me he quedado sin dinero y tú... bueno, podrías prestarme un poco.
A Paula se le revolvió el estómago. Aquel hombre era su padre... Se estremeció de asco y se preguntó cuándo acabaría aquella pesadilla.
–No tengo dinero.
–Pero tu marido sí... de sobra –se frotó codiciosamente las manos.
–¿Cómo me has encontrado?
–Vi tu foto en el periódico y supe que eras tú... ¿No te parece increíble? Al nacer eras una llorona fea y roja.
–No tengo dinero –repitió Paula.
–Pero puedes conseguirlo. No creo que a tu marido le guste que se sepa que tu padre tiene un historial delictivo... ¿Te imaginas los titulares?
El intento de chantaje le cortó la respiración. Miró con repugnancia a aquel hombre, su padre biológico, que no parecía tener una sola gota de decencia en la sangre.
–Vete al infierno.
–Me parece que no lo estás entendiendo... –empezó él, pero el chirrido de un sillón lo interrumpió e hizo que ambos se giraran.
–No, eres tú quien no lo entiende. ¿Cuántos años te cayeron la última vez? ¿Cinco, que se quedaron en dos? No sé si sabes que la justicia es mucho más implacable cuando se trata de chantaje... Con tu historial podrían caerte... ¿Cuánto? ¿Quince años?
–Vamos, solo he venido a ver a mi niña –declaró él.
Pedro se acercó, amenazándolo con su imponente estatura y su arrolladora personalidad.
–No es tu niña, es mi mujer. Vacíate los bolsillos, lárgate y no se te ocurra volver jamás. Si lo haces, te aseguró que lo lamentarás.
Acobardado, el viejo retrocedió hacia la puerta. Allí levantó el puño y lo agitó amenazadoramente.
–Tú sí que lo lamentarás cuando venda la historia a la prensa.
Se marchó y Pedro se giró hacia Paula, que estaba mortalmente pálida.
–Lo siento.
–¿Y si lo hace? –preguntó ella, conteniéndose a duras penas–. ¿Qué pasará con el contrato con la familia real?
–Olvídate de él y del maldito trato –espetó Pedro. Solo lo preocupaba Paula.
Ella no pareció comprenderlo.
–La cena... Tenemos que recibir a los invitados... Tranquilo, no te defraudaré.
–No importa... –empezó él, pero ella ya había salido apresuradamente de la biblioteca.
Pedro apretó la mandíbula, pero no le quedó otro remedio que poner buena cara y seguirla.
Irónicamente, Paula consiguió mantener la calma durante la cena. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que usar el tenedor equivocado u olvidar el nombre de un invitado famoso. Sabía que solo estaba postergando lo inevitable, pero si por ella fuera seguiría así para siempre.
No tenía sentido fingir... Había visto el desprecio en los ojos de Pedro al echar a su padre. Para él, ella estaba contaminada, la misma sangre fluía por sus venas, y eso no los dejaba en buena posición.
El príncipe sentado a su derecha le dijo algo y ella asintió con una sonrisa, sin comprender una sola palabra, pero contenta de poder apartar la mirada de Pedro. Siempre había envidiado su aplomo en público, pero aquella noche apenas había abierto la boca.
–Eres un hombre con suerte, Pedro.
Pedro apartó la vista de Paula, lamentándose por estar sentados en los extremos opuestos de la mesa. La maldita cena se alargaba de manera interminable.
–Lo sé –respondió. Era un cobarde. Un maldito cobarde. Su forma de enfrentarse a lo que sentía por Paula, su patético intento por reprimir los sentimientos...
–Felicita al chef de mi parte.
–Claro –el camarero retiró su plato intacto, y por unos instantes tapó la imagen de su mujer. Estaba allí sentada, tan digna como una reina, cuando por dentro debía de estar... El amor y el orgullo le contrajeron dolorosamente la garganta. Lo carcomía la vergüenza por no haber podido protegerla de la verdad, pero al menos podía protegerla de lo que pensara hacer su padre. Y así se lo diría en cuanto acabara la cena.
No sería lo único que le dijera.
–Un brindis por nuestra encantadora anfitriona –propuso alguien.
Pedro maldijo en silencio, o tal vez en voz alta, porque la mujer que estaba sentada a su lado se rio. Francamente, le daba igual.
Paula agachó la cabeza, confiando en que los invitados interpretaran el gesto como una muestra de agradecimiento.
Pero entonces sintió un dolor insoportable en el vientre y soltó un grito desgarrador al tiempo que se doblaba por la cintura. Un instante después todo se volvió negro.