domingo, 10 de enero de 2016

DESTINO: CAPITULO 1




A última hora de la tarde del domingo, Pedro detuvo su camioneta en el arcén y apagó el motor. Sin embargo, no se detuvo porque quisiera admirar la espectacular puesta de sol, sino porque se había quedado horrorizado con el edificio que se alzaba al este; quizá, la casa peor diseñada que había visto en su vida.


Como ingeniero y amante de la arquitectura que era, aquel engendro ofendía su sentido de la estética, de las proporciones y hasta del color.


La vivienda, que probablemente había sido una bonita casa campestre, se extendía por una estrecha lengua de tierra que se internaba en el Atlántico. Pero la habían ampliado sin orden ni concierto, ajustándola a los obstáculos naturales que habían encontrado en el camino.


Una de las alas giraba a la izquierda para evitar la abrupta curva de la playa y otra, se desviaba un poco para sortear un árbol. En cuanto a los tejados, ni siquiera se encontraban al mismo nivel. Y el color no podía ser más singular: una mezcla de tonos salmón, azul grisáceo y amarillo que, lejos de resultar relajantes, ofendían a la vista.


Pedro sacudió la cabeza y pensó que era digna de su dueña, Paula Chaves.


La había conocido durante la boda de su mejor amigo, y le había causado una impresión dudosa. Paula era una mujer alta y huesuda cuyo cabello negro parecía víctima de un cortacésped. Además, su concepto del maquillaje se reducía a un toque de carmín en unos labios generosos que no dejaban de moverse, porque hablaba sin parar. Y, por si eso fuera poco, tenía opiniones rotundas sobre todos los temas imaginables.


Opiniones que raramente coincidían con las suyas.


Entonces, ¿qué estaba haciendo allí? ¿Cómo era posible que Tobias y Lisa lo hubieran convencido? La idea de pasar varios meses en la casa de una mujer como Paula Chaves era sencillamente disparatada. Pero debía de estar tan loco como sus amigos, porque había aceptado su sugerencia.


Por desgracia, no tenía muchas opciones. Lo habían contratado para que supervisara la construcción de un centro comercial en Marathon, una localidad cercana. Pero enero era un mes difícil en los Cayos de Florida. Los hoteles, hostales y pisos de alquiler estaban abarrotados de turistas, y los pocos sitios que seguían disponibles solo admitían estancias cortas.


A pesar de ello, los visitó todos. Y descubrió que la mayoría eran habitaciones pequeñas con una ducha igualmente minúscula donde un hombre tan alto como él habría sufrido un ataque de claustrofobia.


Por supuesto, quedaba la alternativa de alojarse en Miami y viajar todos los días a Marathon. Pero Pedro conocía sus limitaciones. El tráfico era infernal en aquella época del año, y no soportaba la perspectiva de condenarse a un atasco diario entre un montón de turistas que conducían fatal porque prestaban más atención al paisaje que a la carretera.


Cuando ya empezaba a estar desesperado, Lisa le informó de que Paula estaba dispuesta a ofrecerle una habitación en su casa y a prepararle incluso las comidas sin más condición de que hiciera su parte de la compra.


Pedro se quedó tan sorprendido que la miró con desconfianza y preguntó:
–¿Por qué me ofrece una habitación? No se puede decir que yo le cayera precisamente bien cuando nos presentaron.


–Bueno, ya sabes cómo es –contestó su amiga con una de sus encantadoras sonrisas.


Sin embargo, Pedro no lo sabía. Ni sabía cómo era ni lo quería saber. Y, no obstante, había hecho el equipaje, lo había metido en el maletero y se había puesto en camino hacia la casa de Paula Chaves, después de comprar comida y bebida en el supermercado local.


Respiró hondo, arrancó y, un par de minutos después, aparcó junto al edificio. Estaba sacando las maletas y las bolsas de provisiones cuando sintió un golpe a la altura de la rodilla y las bolsas salieron volando. Pedro se lanzó a rescatar las cervezas como si la vida le fuera en ello, porque tenía la impresión de que iba a necesitar más de un trago para soportar a aquella mujer.


Al darse la vuelta, vio que una niña rubia, de alrededor de tres años, lo miraba con solemnidad. Tenía un pulgar metido en la boca y una manta raída en la mano libre.


Pedro estuvo a punto de gemir. Se había olvidado de los niños. O, más bien, había hecho lo posible por olvidar el asunto. Los niños le ponían nervioso. Hacían montones de preguntas, pedían cosas todo el tiempo y eran una fuente constante de disgustos para sus padres. Pero aquella niña le cayó bien. Parecía tan inocente como tranquila.


–Hola… –dijo con cautela.


La niña no dijo nada.


–¿Dónde está tu mamá?


De repente, los ojos azules de la pequeña se llenaron de lágrimas. Y, luego, para horror de Pedro, se sacó el pulgar de la boca y salió corriendo mientras daba gritos desaforados que habrían despertado a un muerto.


Ya estaba a punto de subirse otra vez a la camioneta y marcharse de allí cuando Paula Chaves apareció con un cuchillo de cocina, furiosa.


Pedro se le encogió el corazón. No estaba acostumbrado a enfrentarse con mujeres armadas. Pero, al mirarla con más detenimiento, su susto inicial se transformó en sorpresa. 


Cualquiera habría dicho que no era la misma mujer que le habían presentado. Su cara le pareció enormemente más interesante y su figura, incomparablemente más sexy. De hecho, le gustó mucho. Incluso con un cuchillo en la mano.


–Ah, eres tú…


Paula bajó el cuchillo y se puso a recoger la comida que se había desperdigado por el suelo. Pedro no se dio cuenta, pero estaba tan nerviosa como él. Y no solo por los gritos de la niña, sino porque lo encontraba más atractivo de lo que le habría gustado.


–Siento lo de Melisa –continuó–. Porque supongo que habrá sido ella…


–Si te refieres a una niña de unos tres años que tiene tendencia a meterse el pulgar en la boca, sí –dijo Pedro con humor–. No sé qué he hecho, pero se ha asustado. He preguntado por su madre y ha huido entre gritos.


–Ahora lo entiendo.


Él frunció el ceño.


–¿Qué es lo que entiendes?


–Que se haya puesto así… Ha entrado en la casa como si hubiera visto al mismísimo diablo –contestó.


–¿Y por eso has salido con un cuchillo?


Paula miró el cuchillo como si lo viera por primera vez.


–Oh, lo siento…


–No lo sientas. Todas las precauciones son pocas – comentó–. Aunque supongo que te parezco inofensivo, porque no me has atacado con él.


Paula pensó que le parecía tan inofensivo como un hoyo lleno de víboras. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado el efecto que le causaba? Especialmente, cuando el día de la boda se había dedicado a llevarle la contraria todo el tiempo.


–Creo que te debo una explicación sobre Melisa –dijo, cambiando de conversación–. Su madre la abandonó hace un año, sin decir una palabra. Por fortuna, una vecina la encontró al día siguiente y avisó a las autoridades… Cuando lo supe, no lo podía creer. ¿A quién se le ocurre dejar sola a una niña? Pobre Melisa… Todavía se despierta en mitad de la noche y se pone a llorar.


–Lo siento. No sabía nada. Pensaba que era hija tuya.


–Pues no lo es. Solo cuido de ella y de unos cuantos niños más, aunque algunos me tratan como si fuera su madre –le explicó–. Pero, ya que te vas a quedar una temporada, será mejor que te hable de ellos, para que los conozcas un poco y sepas tratarlos. Los mayores se acostumbran rápidamente a la gente. En cambio, los pequeños son más sensibles.


Pedro la miró con sorpresa.


–¿Cuántos chicos tienes en la casa?


–Cinco… Bueno, seis cuando Teo no se queda en la residencia de estudiantes –contestó–. Hoy están todos. Y, de vez en cuando, se presenta alguno de los que vivieron aquí… Pero solo a saludar.


Paula se dio cuenta de que Pedro, un hombre tan alto y fuerte que no debía de tener miedo a nada, dio un paso atrás como si quisiera huir. Y lo comprendió de sobra. Al fin y al cabo, ella quería huir desde que lo había visto en el exterior de la casa, con aquellos vaqueros desteñidos y aquella camiseta ajustada que enfatizaban su cuerpo.


–Bueno, dudo que los vea con frecuencia –dijo él con incomodidad–. Estaré trabajando casi todo el día.


–De todas formas, es mejor que los conozcas. Entra en la casa y te la enseñaré.


Paula lo llevó por la cocina porque era lo que estaba más cerca. Pero también era un desastre de platos, vasos y cubiertos sin limpiar, como todos los domingos.


–Disculpa el desorden. Los chicos no faltan nunca a la cena de los sábados, y siempre dejan la limpieza para el día siguiente –le explicó–. Pero no durará mucho. Dentro de veinte minutos, la cocina estará absolutamente inmaculada.


Pedro la miró con incertidumbre.


–¿Estás segura de que no seré una molestia? Sé que hablaste con Lisa y me ofreciste tu casa, pero creo que ya tienes bastantes problemas.


–¿Te lavarás tu ropa?


–Sí, claro.


–¿Y te harás tu cama?


–Sí, por supuesto.


–¿Sabes hacer café?


–Sí, pero…


–Entonces, no hay problema.


Paula no supo por qué había pronunciado esas palabras.


A decir verdad, había preferido que se buscara otro alojamiento. Cuando Lisa le pidió que le echara una mano, su primera reacción fue negativa. De ojos azules, hombros anchos, piel pecosa y cabello rubio, Pedro parecía la personificación de todo lo que Paula detestaba en los hombres. Era demasiado atractivo. Un peligro ambulante.


Además, tenían opiniones tan diametralmente opuestas que su primera conversación terminó en debate subido de tono. 


Paula ni siquiera recordaba de qué habían discutido. Solo sabía que había sido por algo intrascendente, relacionado con los entremeses.


Al pensarlo, se acordó de Lisa. Su amiga estaba presente cuando discutió con Pedro, y se había dedicado a mirarlos con interés. En su momento, no le dio importancia; pero luego, cuando le pidió que lo alojara en su domicilio, se dio cuenta de que tramaba algo. Y acertó.


–Piensa en Pedro como si fuera un proyecto –le había dicho Lisa–. Tendrás varias semanas para trabajártelo.


–Lisa, tengo seis niños en casa y una profesión agotadora – replicó ella–. No necesito un hombre. Necesito una niñera.


–Necesitas un hombre.


–Oh, no, a mí no me vengas con esas… Que tú estés felizmente enamorada no significa que los demás aspiremos a la misma suerte. Yo no necesito un hombre. Y mucho menos, un hombre al que le gusta la lucha libre. 


–A Pedro no le gusta la lucha libre.


–Bueno, quizá es el boxeo… 


–Eres una cobarde, ¿sabes?


–No digas tonterías. Es que no tengo tiempo ni ganas de rehabilitar a un tipo de treinta y siete años. Ya es tarde para él. 


–Eres psicóloga, Paula. Sabes que nunca es tarde para nadie.


–Nunca es tarde si quieren rehabilitarse. Pero dudo que Pedro Alfonso tenga el menor deseo de cambiar.


–Tómatelo como si fuera un experimento. Quién sabe, hasta es posible que puedas escribir un ensayo sobre él.


–Olvídalo, Lisa.


–No puedo. Ya le he dicho que se puede alojar en tu casa.


–¿Por qué has hecho eso?


–Porque supuse que no te opondrías. Nunca das la espalda a los desamparados.


Pedro tiene casa propia. Y, por lo que me has dicho de él, también tiene tantas pretendientas como una estrella de cine. No me necesita.


–Vamos, Paula…


–Está bien… Supongo que no pasará nada porque comparta habitación con Joaquin durante un par de semanas.


Extrañamente, su amiga no reaccionó con la alegría que Paula había imaginado. De hecho, la miró como si se sintiera culpable. Y Paula desconfió todavía más.


–¿Qué ocurre, Lisa? ¿Qué es lo que no me estás contando?


–Te lo digo si no te enfadas. Además, aún estás a tiempo de echarte atrás…


–¿Qué ocurre? Suéltalo de una vez.


–Que no se trata de un par de semanas, sino de un par de meses. O quizás, de tres o cuatro meses.


Paula protestó sin convencimiento alguno. Sabía que había perdido la partida, así que intentó acostumbrarse a la idea de tenerlo en casa. Pensándolo bien, la presencia de Pedro podía ser positiva para los chicos, aunque solo fuera porque les ofrecería un modelo masculino del que aprender.


Pero al verlo ahora, en la cocina, pensó que había cometido un error. Durante la boda, lo había encontrado tan molesto que había llegado a la conclusión de que se sentía incómoda por culpa de sus opiniones. Sin embargo, Pedro no había dicho nada durante los últimos minutos que pudiera explicar la desconcertante aceleración de su pulso. De hecho, parecía abrumado por las circunstancias.


Paula sacudió la cabeza y echó un vistazo a lo que Pedro había comprado. Había donuts, bolsas de patatas fritas, ganchitos y un montón de cosas así.


–Eso no puede estar en la casa. Tíralo a la basura –le ordenó.


Pedro la miró con espanto.


–¿Que lo tire a la basura? ¿Por qué? Lisa dijo que comprara comida y la he comprado…


–Has comprado comida basura, que es muy distinto. No puedo permitir que los chicos se atiborren de productos que son adictivos y malos para la salud.


–Pues no lo permitas. Me los comeré yo.


–No sabes lo que dices. No puedes traer esas cosas a la casa y esperar que no se las coman –afirmó.


–Entonces, las esconderé en mi habitación.


–¿Lo ves? Justo lo que yo te decía. Son adictivos. Eres adicto a la comida basura y ni siquiera te has dado cuenta.


–Yo no soy adicto a nada. Simplemente, me gustan.


–Oh, vamos…


Él frunció el ceño y la miró con tanta intensidad que ella retrocedió.


–Te pongas como te pongas, no lo voy a tirar a la basura.


–Muy bien, como quieras. Pero que no lo vean los chicos.


Pedro sonrió.


–Trato hecho.


Su actitud era tan arrogante y desenfadada a la vez que Paula sintió el deseo casi irrefrenable de abofetearlo. Y se maldijo para sus adentros. Ella no era de las que perdían los estribos. Ella era psicóloga, una profesional que creía en la importancia de la comunicación y en la necesidad de solventar los conflictos de forma civilizada.


¿Qué demonios le estaba pasando?


–¿Algo más? –preguntó Pedro.


Ella respiró hondo e intentó recordar que estaba con un amigo de Lisa y de Tobias. Además, su presencia sería temporal. Con un poco de suerte, se cansaría enseguida y se marcharía a otra parte.


–Ahora que lo dices, sí. La cena es a las siete, y todos ayudamos en lo que podemos.


–¿Eso es todo?


–Ni mucho menos. Aquí viven menores que no están acostumbrados a que les marquen los límites, así que necesitan normas –respondió–. Pero ya las aprenderás.


–Está bien…


Paula no esperaba que Pedro se mostrara tan razonable. Y, por algún motivo, eso aumentó su irritación.


–Bueno, te acompañaré a tu dormitorio.


Antes de que pudieran recoger su equipaje, oyeron gritos procedentes del otro extremo de la casa. Ella salió corriendo y él la siguió.


–¿Aquí grita todo el mundo? –preguntó Pedro por el camino.


–Solo en caso de desastre.


–¿Y los desastres son frecuentes?


Pedro la miró con una mezcla de pánico y curiosidad que a Paula le pareció divertida.


–No me digas que los gritos te ponen nervioso…


–No es que me pongan nervioso. Es que gritan tan fuerte que tengo miedo de que sea malo para sus pulmones.


–Sus pulmones gozan de buena salud. Salvo en el caso de Pablo, claro. Ya se ha acatarrado varias veces en lo que va de invierno.


Ann se detuvo en seco y añadió:
–Me preguntó por qué.


–¿De qué estás hablando?


–De Pablo. Me pregunto por qué se acatarra con tanta frecuencia.


–Pues no lo sé, pero… ¿no crees que deberías dejar esa preocupación para otro momento? Ese grito ha sonado de lo más inquietante.


–Sí, tienes razón –Paula se puso en marcha–. Aunque supongo que será por la bañera. A veces, las cañerías se atascan y el grifo pierde agua. Imagina lo que ocurre cuando coinciden las dos cosas.


Momentos después, Paula pisó un charco y resbaló. Pedro reaccionó rápidamente y la agarró de la cintura, impidiendo que perdiera el equilibrio. A ella le gustó tanto el contacto de sus manos que lamentó que la soltara.


–Quédate aquí –ordenó él–. Yo me encargaré de todo.


Ella sacudió la cabeza.


–No, ya me encargo yo…


Paula volvió a resbalar, y él dijo:
–Quédate donde estás o te romperás el cuello.


Pedro se abrió camino por el agua que ya empapaba las alfombras del pasillo. Paula lo miró con enfado, pero se contuvo.


Podía seguir discutiendo o podía ser práctica y ayudar.


Tras optar por lo segundo, recogió las alfombras, las llevó al exterior y regresó con un cubo y una fregona. Ya estaba recogiendo el agua cuando Pedro salió del cuarto de baño con Melisa y Tomas bajo los brazos, como si fueran un par de sacos de arroz.


Al verla, dejó a los chicos con Paula y dijo:
–Voy a la camioneta, a buscar unas herramientas.


–¿Dónde está Tamara?


–Está en el cuarto de baño. Ha puesto un dedo en el grifo para que deje de salir agua –respondió con humor–. Puede que grite como una condenada, pero esa chica sabe mantener la calma en situaciones difíciles.


–Será por la costumbre. La bañera se desborda dos veces por semana.


Melisa y Tomas se pusieron a hablar al mismo tiempo, deseosos de contar anécdotas sobre las inundaciones de la casa. Pedro los escuchó con atención, sacudió la cabeza y preguntó a Paula:
–¿Por qué no has llamado a un fontanero?


Paula no había llamado a un fontanero porque no tenía dinero suficiente. Pero no quería que Pedro lo supiera, así que mintió.


–Pensé que lo podría arreglar yo sola.


–Pues no se puede decir que lo hayas arreglado muy bien – ironizó–. Si se sigue saliendo, se estropeará el entarimado del pasillo.


Ella apretó los dientes.


–Te recuerdo que solo eres un invitado. No necesito que vengas a mi casa y me digas lo que tengo que hacer.


–Ni yo necesito que tú me digas lo que tengo que comer.


Pedro lo dijo con un tono tan encantador que la desarmó por completo.


–Está bien. Come lo que te dé la gana.


–Faltaría más.


–Pero arregla esa bañera, por favor.


–Eso está hecho.


Pedro sonrió y se dirigió hacia la cocina.


–¿Adónde vas? ¿No has dicho que ibas a la camioneta? – preguntó ella.


–Sí, pero he pensado que me apetece una cerveza. ¿Quieres una? Podemos echar un trago mientras arreglamos la bañera.


–Vete al…


Él la interrumpió.


–Por Dios, Paula. Cuida tu lenguaje –dijo con sorna–.
Estamos delante de los niños.


Mientras Pedro se alejaba, Paula se preguntó si pegarle un tiro por la espalda sería demasiado traumático para los pequeños







DESTINO: SINOPSIS




¿Le quedaba algo que dar?


Cuando algún niño necesitaba un hogar, Paula Chaves se lo ofrecía con los brazos abiertos. Nunca había dudado en entregarse a los demás. Hasta que Pedro Alfonso, un famoso contratista, se lo pidió todo: su cuerpo, su corazón y su vida.


Y una parte de ella quería dárselo todo. Ansiaba que la desearan y que la cuidaran, que le dieran lo que nunca había tenido. Pero otra parte estaba muerta de miedo por lo que Pedro implicaba: perder el control, despreciar la lógica, vivir el momento, rendirse. Porque, si daba ese paso, ¿qué le quedaría cuando él se fuera?





sábado, 9 de enero de 2016

MISTERIO: CAPITULO FINAL




«Me estaba comportando como una tonta. Enfócate Paula y dile que lo quieres escuchar, deja el miedo». Me repetí mentalmente.


—Me regalas un vaso con agua. —Fue lo único que dije después que aclaré mi garganta.


—Desde luego. —se levantó con rostro resignado a buscarme la bebida. Me quedé observando a Emma mientras jugaba con una de sus muñecas nuevas. 


Preguntándome: ¿esta es la vida que quiero llevar? ¿Estaré preparada para este nuevo rol?


La voz de Pedro me trajo de vuelta a la realidad.


—Te traje una botella.


—Gracias. —La acepté y le di un trago—Contestando a tu pregunta: sí, me gustaría que termináramos esa conversación pendiente. —Él sonrió y sacó su IPhone para marcar con rapidez.


—¿Qué haces? —lo miré sonriendo y sin comprender.


—Llamo a Irma para que se apure antes de que cambies de opinión, fue a comprar unos ingredientes para la cena. —No pude evitar reír y negar con la cabeza.


—Me he creado mala fama, que mal concepto tienes de mí. —Él soltó una carcajada, para luego apartarse un poco y hablar por teléfono. Eso me tranquilizó, el momento incómodo había pasado.


—Ni hablar. Irma estará aquí en unos minutos. —La alegría lo hacía lucir aún más irresistible—Vuelvo enseguida. —Se dirigió hasta donde estaba Emma jugando. Le habló al oído y ella asintió tranquila. Luego ella le dio a su padre un beso en la mejilla.


Casi enseguida la puerta del departamento de abrió y apareció Irma cargada con unas bolsas, Pedro salió a su encuentro y se las quitó de las manos.


—¿Dónde las quieres Irma?


—En la cocina doctor, gracias. —Él desapareció por una puerta lateral mientras Irma se dirigía hacia Emma para darle un beso.


—Hola Irma. —Me senté junto a la niña.


—Hola doctora. Es bueno verla por aquí —dijo la mujer con una sonrisa.


—Bueno Irma, nosotros nos vamos. —Le notificó Pedro mientras se dirigía hacia nosotras .Me puse los zapatos y tomé el bolso—No deje que abuse, a las nueve a la cama.


—No se preocupe, doctor.


Me despido de Emma con un beso mientras él se calza los zapatos. Después de despedirme de Irma, Pedro colocó su mano en mi espalda y me dirigió todo el camino hasta el todoterreno. Me fue imposible evitar que los nervios aparecieran para torturarme cuando ya estaba dentro del vehículo.


«Ha llegado el momento Paula, relájate, todo va a salir bien», me repetía como un mantra.


—¿Te molesta si vamos a tu casa?, necesito que estemos en un lugar tranquilo para lo que tengo que contarte. Aprovechemos que tu padre se quedará con Alicia esta noche, ¿te parece?


Sonreí con algo de nerviosismo y asentí con la cabeza ante su propuesta. El momento para poner en orden mi vida había llegado.


Tan pronto como entramos al departamento, me desplomé en el sofá y, me saqué los zapatos porque no los soportaba ni un segundo más. Me senté con las piernas dobladas y me masajeé el talón.


—Túmbate, y coloca los pies sobre mis piernas, deja que yo lo haga. —Vacilé por un momento, pero hice lo que me decía. Su propuesta era tentadora.


Pedro comenzó masajeando mi pie derecho, hundiendo sus dedos en la parte baja de la planta, se sentía tan bien que enseguida logré relajarme. Sin premura atendió uno y luego al otro, varios gemidos se me escaparon.


—Gracias, no tenía idea de lo bueno que eres. —Él me sonrió de medio lado y ladea la cabeza. «Por todos los santos, esta para comérselo a besos»—Creo que es hora de ponernos serios… —Pedro se aclaró la garganta y se acomodó en el asiento.


—No sé cómo empezar, no te rías, pero te confieso que he estado practicando este momento, ahora que te tengo en frente… —Tomé su mano y la apreté ligeramente—Gracias, necesitaba sentir tu contacto. —Él se volvió a acomodar en el sofá, estaba visiblemente incómodo—Desde la muerte de Irene, la mamá de Emma, me he estado echando la culpa del accidente. Era de noche, veníamos de una fiesta en casa de unos amigos, los dos habíamos tomado unas copas de más… —Movió la cabeza negando y siguió—Bueno el resto es historia. Ahora que me he reencontrado contigo, veo las cosas con más claridad, me he dado cuenta que sin querer he estado castigándome por su muerte. Me volqué en la bebida y en algunas ocasiones consumí una que otra droga. Evadirme era mi objetivo, ataduras con mujeres no estaban en mi lista de cosas por hacer, sólo las usaba para complacer mis caprichos, y desde hace un año para acá, he estado practicando lo que se conoce como intercambio de pareja. —Su mirada se concentró en un punto muerto del piso, eso me hizo pensar que estaba avergonzado. Le pasé la mano por el cabello, su reacción me partió el corazón. 


Cuando su mirada se encontró con la mía estaba empañada.


—Por favor Pedro, continúa —dije en voz baja.


—No soy ningún santo, Paula, y tampoco me arrepiento de lo que he hecho. Te cuento todo esto para que sepas la verdad por mí y no por terceros, pero algo sí tengo claro. —Me miró fijamente al hablar—Si me dejas entrar en tu vida, te prometo que no te arrepentirás. —Me gustó como sonaba eso de «dejarlo entrar en mi vida», un escalofrío recorrió mi espalda, ¿estaba hablando en serio? «¿Es esto lo que quieres Paula? ¿Él será capaz de mantener su promesa? ¿Está buscando una compañera de vida?» ¡Oh, por Dios!, su confesión me abrumó sentía que mi cabeza estaba a punto de explotar —Di algo, lo que sea.


—Me has dejado sin palabras… no sé qué decir… —Pedro se levantó del sofá y me ofreció una mano.


«!No! No quiero que se vaya. ¡Oh. Dios, no lo permitas!».



—Ven aquí. —Colocó mi palma sobre la de él, y en seguida estuve entre sus brazos—Tic… Toc… el tiempo se agotó. —Susurró y posó sus labios sobre los míos dándole paso al interior de mi boca. Su beso fue desesperado y posesivo, no podía negar que su iniciativa me gustaba mucho.


Mis dedos se deslizaron por su cabello y mi cuerpo se tensó. 


Lo deseaba tanto que anhelaba que me devorara entera, que hiciera conmigo lo que quisiera. Pedro llevó su boca a mi oreja y gimió antes de mordisquearme con suavidad el lóbulo. Cerré los ojos, quería olvidarme de todo, sentirlo dentro de mí. Estaba desesperada, necesitaba sentir su piel desnuda contra la mía.


Como si hubiera leído mis pensamientos, él me alejó para quitarme la ropa, lanzándola a un lado. Hice lo mismo con la de él, le saqué con ansiedad la camisa, pasé mis dedos por su pecho hundiéndolos en el suave bello que lo cubría.


—Te Amo, Paula, y no estoy dispuesto a seguir esperando. —Su voz era gruesa, apasionada.


—Tienes razón, es una tontería seguir esperando. —Con manos temblorosas abrí el cinto del pantalón, el botón y la cremallera, para finalmente empujarlos hacia abajo junto con su ropa interior.


Pedro se arrodilló delante de mí. Me sostuvo de las caderas para dejar un camino de besos por todo mi estómago mientras masajeaba mis nalgas y muslos arrancándome gemidos ansiosos. Se puso de pie y me cargó entre sus brazos para llevarme a la habitación. Me colocó sobre la cama, y se acostó a mi lado, estuve tan excitada que poco me faltó para alcanzar el clímax solo con sus caricias.


Sus manos se detuvieron en uno de mis pezones, los frotó y luego se lo llevó a la boca succionándolo con devoción. 


Repitió la misma operación con el otro, generándome temblores en todo el cuerpo, aumentado la humedad en mis partes íntimas y una urgencia de sentirlo dentro de mí.


Metió una de sus manos entre mis piernas, rozando mi sexo con dos dedos, introduciéndolos con suavidad. Los movió de una manera que me hizo enloquecer, me retorcía de placer bajo su tacto.


Cuando se detuvo pensé en insultarlo, pero al verlo llevarse los dedos a la boca saboreando mi esencia, mi deseo terminó de encenderse.


Pedro, por favor, te necesito dentro de mí. —Él besó mi cuello y comenzó a bajar.


—Primero necesito probarte. —Por un instante me miró, sus ojos eran puro fuego. Lo perdí de vista cuando se sumergió entre mis piernas—Ábrete para mí —lo obedecí inmediatamente. Mi cuerpo era un traidor cuando estaba con él. Solo respondía a sus mandatos.


Con la punta de su lengua acarició mi clítoris y succionó mis pliegues para luego mordisquearlos con suavidad.


«¡Maldición! Lo hacía tan bien que estaba a punto de explotar».


—No aguanto, Pedro. —Él levantó la cabeza y buscó mi mirada—Ven aquí —mi voz fue tan baja que parecía un susurro.


Con la gracia de un felino se levantó lentamente, pasó el dorso de su mano por sus labios para limpiar el resto de mis fluidos. Abrió mis piernas y se introdujo dentro de mí. Buscó mi mirada antes de empujar con fuerzas una y otra vez. Mis caderas se movían solas, llevando su ritmo.


Nos besamos con pasión percibiendo mi sabor en sus labios. 


La mezcla fue fulminante, tanto, que logró estimular todos mis sentidos.


—Dime que eres mía, necesito escucharte. —La respiración de Pedro era entrecortada, estábamos llegando al límite.


—Soy tuya, Pedro, soy tuya. —Me sentía sofocada y desesperada.


Me aferré de sus hombros mientras nos movíamos con rapidez. Nos consumíamos mutuamente. Dentro de mí lo sentía caliente, frenético y descontrolado. Me penetraba una y otra vez. La intensidad de nuestras miradas, al cruzarse, demostraban lo que sentíamos.


Con las pieles sudadas y resbaladizas, gemimos con desesperación al borde del placer. El momento estaba cerca. 


No podía contenerme por más tiempo, mi orgasmo llegó
duro y preciso.


—¡Pedro!… Ohhh, Pedro. —Se formó una sonrisa de satisfacción en mi rostro.


—¡Paula!… Ahhh —gruñó—Ohh Paula, me vas a matar. —Me gustó cómo sonaron esas palabras.


Su cuerpo se desplomó a mi lado. Ambos respirábamos con agitación. Me envolvió entre sus brazos mientras esperábamos a que nuestros organismos se estabilizaran.


—¿Te das cuenta, Paula? —Me volteé para mirarlo embelesada.


—¿Cuenta de qué, Pedro? —Él pasó un dedo por mis labios. Sus ojos poseían un brillo diferente.


—Tú eres todo lo que necesito para sentirme completo. —Tomó mi rostro entre sus manos y pegó su frente a la mía—Te amo, Paula Chaves. —Su confesión me desarmó, había esperado tanto tiempo por escuchar esas palabras que mis ojos se empañaron.


—También te amo, Pedro Alfonso… siempre te he amado.


Fin






MISTERIO: CAPITULO 22




Finalmente fui a reunirme con los abuelos que se habían instalado en la habitación de papá. La abuela estaba sentada en la orilla de la cama y el abuelo se hallaba a su lado sacándose los zapatos.


—Te traje un regalo, Paula —dijo ella mientras extraía una caja rectangular forrada con un papel dorado y una cinta roja aterciopelada.


—¡Abuela!, para que te molestaste, no es mi cumpleaños. —Sonreí, ella sabía cuánto me gustaban los regalos. Tomé el paquete y lo examiné con atención.


—No es nada. —Su voz se tornó un susurro—Ábrelo, quiero ver si te gusta. —Lentamente desenvuelvo el paquete.


Al destapar la caja encontré una fotografía enmarcada que nos habíamos tomado la última vez que los había visitado. 


Aparecíamos los tres abrazados, yo estaba en medio de los dos y todos teníamos unas sonrisas gigantes, con los cabellos alborotados por la brisa y un cielo azul de fondo. 


Mis ojos volvieron a llenarse de lágrimas. Abracé la foto y traté de sonreírle a la abuela.


—Abuela, es preciosa, gracias. —Nos abrazamos los tres.


—Roberto nos contó acerca del diario, Paula. —La voz del abuelo en esa ocasión fue suave—Quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti, has sido valiente al querer enfrentar el pasado. Tu sabes cuánto te queremos hija y que con nosotros cuentas para lo que sea. —La abuela pasó su brazo sobre mis hombros.


—Gracias por todo, por el cariño, por la paciencia y por estar siempre presente en mi vida. Los adoro. —«Las lágrimas volvieron a salir, pero estas eran de alivio. Nunca fuimos capaces de decirnos esas palabras ».


—El amor no se agradece Paula —dijo la abuela. Su voz era dulce—El amor se siente y lo único que siempre hemos querido hija, es que seas feliz. —Con eso dejamos atrás los secretos, no había nada más que ocultar. Desde ese momento me sentía completa, preparada para seguir adelante sin tener que mirar atrás.



************


Una semana después, papá, Alicia, las niñas y yo, nos fuimos juntos a la fiesta de Emma. El evento se realizó en un club cuya fachada exterior ara similar a la de un castillo medieval pintado de color rosa. Niñas corrían y gritaban por todos lados.


Junto a la puerta nos esperaba Pedro. Papá se encargó de bajar a las niñas, Alicia y yo nos acercamos a la cumpleañera.


—¡Hola princesa! —Saludé a la cumpleañera y ella corrió hacia mí para abrazarme.


—¡Paula, Paula, viniste! —Envolvió mi cuello en sus bracitos con ternura.


—No me perdería tu fiesta por nada del mundo. ¿Cuántos años estás cumpliendo? —Pregunté bajándola al suelo e inclinándome para quedar a su altura.


—Seis, ya soy una niña grande. —Era demasiado linda, no me resistí y le di un beso en la mejilla.


—Vamos, Emma, enséñame dónde puedo dejar el regalo. —Ambas caminamos tomadas de la mano para llegar hasta Pedro.


—Papá, Paula me trajo un regalo. Guárdalo, nosotras vamos a jugar. —Cuando se lo entregué, nuestros dedos se rozaron. 


Una pequeña descarga de electricidad se encargó de recorrer mi cuerpo. Nos miramos, podría jurar que él había sentido lo mismo.


—Lo mantendré seguro, vayan a divertirse. —Me guiñó un ojo.


Nos encontramos con Alicia y las pequeñas, Emma se unió a las niñas y las tres salieron corriendo, persiguiéndose y gritando sin parar.


Por el rabillo del ojo veo a mi padre conversando con Pedro y el gusanillo de la curiosidad me invadió. La pregunta de Alicia me hizo reaccionar.


—¿Vas a hablar con él? —Aly pasó el brazo sobre mi hombro. Se refería a Pedro—Ustedes hacen una bonita pareja —Negué con la cabeza.


—Eres una traidora, ¿estás de su parte ahora? —Alcé una ceja.


—¡Nunca amiga! —alegó con picardía, dándome un ligero empujón.


—No sé Aly. La noche en que mi padre te propuso matrimonio hablamos un momento en la terraza, pero la conversación quedó en el aire. De verdad no sé qué va a pasar con nosotros —le dije sintiéndome frustrada.


—Si tienes otra vez la oportunidad de hablar con Pedro, te pido que lo escuches. Ya después que lo hagas podrás tomar una mejor decisión. —Asentí, no quería seguir hablando del tema. No sabía si volveríamos a retomar esa conversación y nada más pensar en ello me entristecía.


—Oye, no te hagas la loca amiga, ¿para cuándo es la boda? —Pregunté para cambiar de tema. Una gran sonrisa se forma en su rostro.


—Esta noche vamos a discutir lo de la fecha, después de dormir a las niñas. He planeado una pequeña velada a la luz de las velas con sushi, vino y una música de fondo. Roberto ha sido muy paciente, se merece eso y bueno… un cariñito de más. —Cubrí mis oídos y simulé alejarme de ella sin parar de reír.


—Demasiada información, no quiero saber más. —Nuestra diversión fue tan efusiva que atrajimos sin querer la atención de quienes nos rodeaban.


Dos horas más tarde nos encontramos alrededor de la mesa de la torta, cantamos cumpleaños, y Emma pidió un deseo mientras soplaba las velas. No soltó mi mano ni la de Pedro en ningún momento, ese cariño tan genuino que sentía por mí me ablandó el corazón.


Por el rabillo del ojo lo capturé varias veces a Pedro mirándome. Me gustaba que lo hiciera, a quien quería engañar. Seguía estando enamorada de él como una adolescente. Solo esperaba que su interés no decayera por haberme tomado todo ese tiempo en darme cuenta. Sin embargo, la conversación seguía pendiente, y lo que tenía que decir me inquietaba.


—Paula, es hora de irnos, las gemelas están cansadas —anunció papá después de comer pastel. Me acerqué para despedirme de Emma, pero su manito se aferró a la mía.


—Paula no te vayas tan pronto, ven a casa con nosotros, por favor —lo dijo con la vocecita más dulce que había oído.
La voz de Pedro resonó detrás de nosotras sobresaltándome.


—A mí también me gustaría que vinieras Paula, además, hoy debemos hacer todo lo que la princesa Emma diga. —la niña sonrió y me abrazó, ese gesto tan efusivo hizo que aceptara la invitación


—Acepto su invitación su majestad —le dije sonriendo mientras nos separábamos. Pedro me agradeció en silencio con una sonrisa.


—Amiga nos vamos, las gemelas están agotadas —me indicó Alicia para luego acercarse a mi oído y murmurar—Escúchalo y pásala bien, deséame suerte a mí. —Le guiñé un ojo.


Al terminar la fiesta ayudé a Pedro a guardar los regalos en el todoterreno. Emma se subió sola en su silla y nos llamó apurándonos.


—Ya casi terminamos —dije para calmarla.


—Listo, la última bolsa. Vamos, Paula. Princesa Emma, ¿quiere ir a palacio?


—¡Sí! —gritó la niña, aunque se notaba cansada.


Pedro se giró hacia mí antes que subiéramos al auto y posó su mirada azul en mis labios. Como un reflejo, acaricié su mandíbula. Él atrapó mi mano y la besó con afecto.


Al subirnos al todoterreno, puse música mientras Pedro manejaba. El trayecto era corto y en menos de quince minutos aparcó el vehículo en el estacionamiento de su edificio. Entre los tres logramos bajar todos los paquetes, y subimos a un viejo elevador. Emma pulsó el botón de su piso y las dos comenzamos a contar hasta que las puertas se abrieron. No podía negar que la pasaba muy bien con ella y Emma se mostraba feliz conmigo. Al igual que Pedro, que en todo momento nos observaba con cariño y satisfacción.


Entramos al departamento y quedé impresionada por su tamaño. Era muy espacioso y estaba decorado con practicidad, utilizando un estilo moderno con muebles coloridos y muy pocos adornos.


—Es precioso, Emma, me gusta tu castillo. —Ella se rió y tiró de mi mano para sentarnos en el sofá—Deja que me quite los zapatos, ya no los aguanto. —Ambas nos descalzamos en medio de risas.


—Ayúdame a abrir los regalos, ¡vamos, vamos! —La euforia de la chica era contagiosa. Entre las dos rompimos los papeles y abrimos cajas.


—¿La están pasando bien?, aquí les traigo pizza por si quieren. —Pedro colocó la bandeja sobre una mesa, ubicada en el medio de la sala. Estaba vestido de manera informal. 


Me pareció tan sexy que no pude evitar suspirar al verlo.


—Gracias Pedro, creo que princesa Emma la está pasando súper. —le guiñé un ojo a la niña.


—Papá, este es el mejor cumpleaños de mi vida —dijo emocionada y se levantó para tomar un pedazo de pizza.


—Gracias por venir con nosotros. —Pedro se acercó y se sacó los zapatos antes de sentarse a mi lado, muy cerca, tan cerca que nuestros cuerpos podían rozarse. Inhalé hondo, mientras él pasaba su brazo por encima de mis hombros, esta vez no lo rechacé, me gustaba cómo se sentía. Cerré los ojos y recosté mi cabeza sobre su hombro—Tenía tantas ganas de tenerte en mis brazos —susurró cerca de mi oído. Giré el rostro hacia él al escuchar sus palabras—¿Vamos a terminar esa conversación que dejamos pendiente? —Me perdí en su mirada, en esos ojos que me hacían olvidarme de todo, las palabras no salieron de mi boca. Estaban atoradas en mi garganta. El miedo a lo que sucedería era más fuerte que yo.