miércoles, 16 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 10




Mamá? –el susurro de Marcos y su toque en el brazo despertaron a Paula al instante. Al abrir los ojos, se encontró al pequeño mirándola perplejo. Miraba al otro lado de la cama y luego a ella, como si estuviera preguntándose algo. 


Entonces Paula lo recordó sobresaltada, despertándose del todo: ¡Pedro Alfonso estaba en la cama con ella!


Se llevó el índice a los labios para que Marcos guardara silencio y le susurró:
–Vuelve a tu habitación. Mamá irá dentro de un momento, ¿de acuerdo?


Marcos asintió a regañadientes, y Paula se sintió inmensamente aliviada de que no replicara. Necesitaba tiempo para pensar cómo iba a explicarle aquello, pero no disponían de él en ese momento. Tenían que salir de allí cuanto antes.


Mientras Paula se bajaba de la cama dio gracias por que estuvieran tapados con la colcha y Marcos no los hubiera visto desnudos. Aquello solo habría añadido más dificultad a la que ya de por sí implicaba el tener que explicarle qué hacía aquel hombre durmiendo con ella.


Paula miró a Pedro mientras tomaba la ropa que había colgado la noche anterior en una silla. Tenía el cabello negro revuelto y necesitaba ya un afeitado, pero ninguno de aquellos detalles le restaba un ápice de atractivo. Aun con los ojos cerrados era capaz de despertar en ella el deseo que la había devorado la noche anterior: los maravillosos hombros, tan musculosos…, la suave piel…, el vello en su tórax…


Quería acariciarlo de nuevo, pero tenía la sensación de que no debía hacerlo, porque no le pertenecía. El placer que había experimentado la noche anterior era un placer robado a otra mujer, se recordó poniéndose la camiseta, abrochándose la falda vaquera y calzándose las sandalias. 


Se sentía como una ladrona, intentando no hacer ruido, recogiendo sus pertenencias, pero no quería que Pedro se despertara. La situación ya era bastante delicada como para complicarla.


Tenían que salir de allí cuanto antes, no quería verse implicada en una escena familiar en casa de los Alfonso. Era a Pedro a quien le correspondía poner en orden su vida si quería volver a ella, si lo ocurrido entre ambos la noche anterior tenía algún significado para él… Ella misma aún no podía creer que aquello hubiera sucedido de verdad.


Salió sigilosamente de la habitación cerrando la puerta muy despacio. ¿Volvería a saber algo de él o…? Paula sacudió la cabeza no queriendo plantearse nada más. Si quería, Pedro podía averiguar por medio de su abuela dónde vivía. Si de verdad le importaba, la buscaría. Tenía que concentrarse en su hijo y dejarse de fantasías.


Marcos estaba esperándola en el otro cuarto sentado al estilo indio en el suelo, como esperando pacientemente a que le diera permiso para hablar. Sus grandes ojos castaños se alzaron hacia ella con curiosidad al verla entrar. Paula le dirigió una sonrisa tranquilizadora mientras iba a su lado. 


Dejó a su lado la bolsa de viaje y puso el traje de noche, cubierto con una bolsa de plástico, sobre la cama.


–¿Has ido ya al baño? –le preguntó en voz baja. Marcos asintió con la cabeza–. Bien, entonces vamos a vestirte –le dijo sacando una muda de la bolsa de viaje–. ¿Puedes hacerlo tú solo mientras yo entro un momento al baño?


–Claro, pero oye, mamá…


–¡Ssh! Todavía hay gente durmiendo en la casa, Marcos. 
Hablaremos cuando estemos abajo, ¿de acuerdo?


El pequeño frunció el ceño, pero empezó a quitarse el pijama. Satisfecha de ver que se cumplían sus instrucciones, Paula se apresuró a entrar en el baño para adecentarse un poco. Aunque era muy temprano, seguramente alguien del servicio estaría ya levantado y podría dejar un mensaje de agradecimiento para Isabella Valeri. Su amabilidad exigía ser correspondida, pero no podía hacerlo directamente. Sería muy embarazoso si, en medio de la conversación, a Marcos se le escapaba lo que había presenciado… «Por favor, Dios mío, no dejes que nadie se entere de esto», rogó en silencio con cierta ansiedad.


Eran casi las siete cuando Marcos y Paula bajaron las escaleras. Le dijo que se quedara cuidando de sus cosas en el inmenso hall mientras ella iba a buscar a alguno de los criados de la casa. Por suerte Rosita estaba ya en la cocina.


El ama de llaves le dirigió una cálida sonrisa que se trocó en una expresión confundida cuando Paula le anuncio su inmediata partida.


–Pero si la señora esperaba que se quedaran al desayuno… Por lo menos al desayuno –protestó Rosita.


Paula se deshizo en disculpas y profusos agradecimientos, pero resultaba francamente difícil mantenerse firme en su decisión, sobre todo cuando Rosita la acompañó hasta el hall insistiendo en que la señora Alfonso se disgustaría mucho cuando supiera que no la iban a acompañar para el desayuno.


–De veras que no puedo quedarme, Rosita. Por favor, dile a la señora Alfonso que es un asunto de familia, ella lo entenderá –le dijo Paula desesperada mientras arrastraba a Marcos tras de sí y cruzaba la puerta.


Mientras se dirigían al coche Marcos ya no se aguantó más y le preguntó:
–¿Quién era ese hombre que estaba en tu cama, mamá?


Paula puso los ojos en blanco y se mordió el labio inferior.


–Em… Pues, era el hombre que conocimos el otro día, el que te enseñó el estanque, ¿te acuerdas?


–Ah, sí, ya me acuerdo… el señor simpático.


–Eso es. Y esta es su casa.


–¿Y no tiene una cama para él? –inquirió el niño. Paula casi se rio.


–Sí, cariño, pero… Verás…, anoche fue a tu habitación para ver si estabas bien, y te encontró acurrucado bajo las mantas, así que pensó que debía subirte otra vez a la cabecera… Y tú te despertaste, ¿lo recuerdas?


Marcos sacudió la cabeza.


–Bueno, pues gritaste asustado y entonces yo entré en la habitación y me encontré allí a Pedro, el señor simpático, acunándote. Te volvimos a acostar y te tapamos. Él esperó para asegurarse de que estabas bien y de que te dormías otra vez, pero los dos estábamos muy cansados y nos quedamos dormidos.


Marcos se quedó un rato mirándola sin decir nada, como si estuviera pensando en ello y finalmente asintió.


–Claro, la cama era bastante grande y él cabía –reflexionó él satisfecho por la explicación.


–Claro, hijo –asintió Paula agradecida por la ingenua lógica de los niños.


–Es un hombre muy simpático, ¿verdad, mamá? –le preguntó Marcos sin cuestionar más allá la respuesta.


–Ya lo creo, cariño –sonrió ella.


¡Demasiado agradable y simpático para alguien como Marcela Banks! ¿Tendría él intención de llevar a término su compromiso con ella? ¿Podía serle infiel y seguir decidido a casarse con ella?


Las vanas esperanzas de Paula se disiparon como la niebla en la mañana. La noche anterior tenía que haber significado algo, tenía que haber significado algo…



****


Dado que la señora no bajaría a desayunar hasta las nueve, como acostumbraba a hacer cuando se acostaba tarde, y que no había sido capaz de retener a Paula Chaves y a su hijo, Rosita pensó que lo mejor sería subir a arreglar las habitaciones que habían dejado libres para ir aligerando trabajo.


Sin embargo, al ir a entrar en la habitación de la niñera, se detuvo perpleja en el quicio de la puerta. La cama estaba ocupada… ¡por un hombre! Un hombre que se parecía mucho a… Rosita rodeó de puntillas la cama para poder verle el rostro. ¡María santísima!, ¡el señorito Pedro!, ¡con el torso desnudo!, ¡y sus ropas esparcidas por todo el suelo del cuarto!


Aquello solo podía significar una cosa… Por eso la joven cantante se había marchado tan pronto. Rosita salió de la habitación sin hacer ruido para no despertar a Pedro, lo cual podría haber sido bastante embarazoso, se dijo.


Además, sabía que la señora querría ser informada al punto de que su nieto no había pasado la noche con su prometida.


¿Cuántas veces, a lo largo de todos sus años de servicio en Alfonso’s Castle, habría escuchado a la señora expresar su natural preocupación por el futuro de la familia? «¡Los jóvenes de hoy en día son tan desconsiderados hacia sus mayores…!», se lamentó Rosita. La mujer se sentía muy orgullosa de que su patrona la estimara tan discreta como para hacerla partícipe de sus cuitas, y esta le había confiado que Marcela Banks la desagradaba en extremo, así como su plan para sacarla del terreno de juego. El haber puesto a Paula Chaves en el camino de Pedro parecía haber funcionado, claro que… ¿hasta qué punto podía considerarse un éxito si Paula se había ido?


Rosita sacudió la cabeza preocupada. Le sabía mal inmiscuirse en las vidas amorosas de los demás, y podía granjearse la ira del señorito Pedro, pero era por el bien de la familia. La señora sabría qué hacer, tenía que decírselo… ¡Inmediatamente!



****

Pedro estaba tan a gusto que se resistió a dejarse arrancar de los brazos de Morfeo. Solo entonces regresó a su mente la razón por la cuál se sentía tan bien: Paula Chaves.


Paula… ¿No había estado acurrucada a su lado antes de quedarse dormido? Al encontrarse solo en la cama se incorporó como un resorte, buscándola, con los ojos muy abiertos.


Se había ido, no quedaba en la habitación signo alguno de ella. Pedro miró su reloj de pulsera. Pasaban algunos minutos de las nueve. Sí, debía hacer largo rato que se había marchado, probablemente su hijo se habría despertado temprano. Y lo que a ambos les había parecido lícito en la oscuridad de la noche, sin duda no le habría parecido a ella muy correcto a la luz del día. Si Marcos los había visto juntos, lo cual era bastante probable, ¿cómo se las habría apañado ella para explicárselo?, se preguntó sintiéndose culpable.


Ojalá ella no lo hubiera eximido así de toda responsabilidad, de tener que afrontar la parte de responsabilidad que le correspondía. Así era indudablemente más sencillo para él, menos vergonzoso para su familia, pero, de cualquier modo era responsable de lo ocurrido,más aún que ella, ya que era él quien había acudido en su busca… Aunque hubiera sido de forma inconsciente. Era solo que… Después de su ruptura con Marcela, había estado dándole vueltas a todo aquello del matrimonio, a lo que él buscaba en una mujer, y se había dado cuenta de que la clase de mujer que fuera a ser su compañera por el resto de sus días debía ser una mujer que compartiera sus valores, una mujer que quisiera tener hijos…


De pronto, se quedó paralizado por la duda. ¿Le había dicho a Paula que había roto su compromiso? No podía decir si lo había hecho o no, porque, en el calor del momento, solo se había dejado llevar por sus sentimientos. Y, entonces, recordó que ella, al encontrarlo en el cuarto de Marcos, había exigido saber qué estaba haciendo allí, le había preguntado por qué no estaba con Marcela, y él le había contestado… 


«¡Olvídate de Marcela!»


¡Dios!, ¿cómo podía haber sido tan insensible? Solo los cielos sabían lo que Paula habría pensado de él. Nada bueno seguramente. Era todo culpa suya, ¿por qué diablos no le habría explicado el cambio en su situación? Habría creído que era un donjuán sin escrúpulos. Había sido como perder toda conciencia de sí mismo y de lo demás ante la promesa de una noche de amor con ella, ninguna otra cosa le había importado en aquel momento, pero entonces…


Pedro apartó bruscamente la ropa de la cama y se levantó. 


Tenía que saber si Paula seguía allí, tenía que explicárselo… Tal vez estuviera desayunando con su abuela… Era una posibilidad poco probable, pero tal vez la necesidad de ella por recibir una explicación la hubiera hecho quedarse.


Agarró sus ropas y salió disparado hacia su habitación con la esperanza de no encontrarse a nadie por los pasillos. De cualquier modo, siendo domingo por la mañana sería bastante raro. Se dio una ducha rápida, se afeitó, se puso ropa limpia y, a las nueve y media, estaba ya en el piso de abajo. Mientras corría por las escaleras, había estado ensayando mentalmente las posibles preguntas de Paula y las respuestas que podría darle.


Le resultó difícil reducir la tensión que lo atenazaba antes de llegar al comedor. No quería que su abuela se metiera de por medio antes de que pudiera resolver aquella cuestión con Paula.


Le pareció que lo mejor sería anunciar sin rodeos que había roto su compromiso con Marcela. Eso tranquilizaría a Paula acerca de su proceder la noche anterior, y distraería a su abuela del tema, más peliagudo, que tenía que tratar con su invitada y protegida. Claro que también estaba el pequeño Marcos… ¿Lo habría visto en la cama con su madre?


Mentalizándose para afrontar todos aquellos problemas a distintos niveles, Pedro se sintió tremendamente desilusionado al entrar en el comedor y encontrar allí solo a su abuela. Se detuvo en el quicio de la puerta para tratar de cambiar el semblante y ocultar su decepción. Por suerte la silla de su abuela estaba girada hacia los ventanales del fondo de la habitación, a través de los cuales podía contemplarse el océano.


Su abuela tenía la mano derecha apoyada en la mesa y, junto a ella, había una taza de café. Según parecía, ya habían retirado el desayuno y, si Paula había estado allí, desde luego Marcos y ella debían haberse marchado antes incluso de que él se despertara.


Todavía dudando qué hacer, Pedro seguía en el quicio de la puerta cuando su abuela abandonó sus reflexiones y alzó la vista hacia la taza de café. En aquel momento debió verlo por el rabillo del ojo, y Pedro supo que ya no tenía otra opción más que quedarse.


Pedro… Vaya, esto sí que es una sorpresa –dijo.


–Buenos días, nonna –saludó él. Fue hacia ella con fingida tranquilidad, y le preguntó en un tono lo más despreocupado posible–, ¿ya se han ido tus huéspedes?


–¿Cómo sabes que Paula Chaves y su hijo…? –respondió ella enarcando una ceja.


–Paula me dijo que los habías invitado a pasar aquí la noche –se apresuró a explicar él.


–¡Oh, ya veo! Pues sí, la verdad es que esperaba que se quedaran a desayunar, pero se marcharon esta mañana muy temprano.


No, a su abuela no le había agradado aquella despedida a la francesa, observó Pedro sintiendo una punzada de culpabilidad en el pecho. Estaba claro que Paula se había marchado temiendo que pudiera armarse un escándalo, o peor, que la humillaran. Incluso se había arriesgado a ofender a su abuela con tal de que no se removieran más las ya turbulentas aguas. Era todo culpa suya, él la había puesto en una posición equívoca y era a él a quien correspondía hacer algo para enmendarlo.


Su abuela tomó una campanilla de la mesa para llamar a su ama de llaves y le señaló un asiento frente a ella.


–¿Quieres que Rosita te traiga algo para desayunar?


Era extraño que su abuela no le hubiera preguntado que estaba haciendo en casa, ya que, normalmente, acostumbraba a pasar los sábados por la noche en casa de Marcela.


–No, gracias, no quiero nada de comer –respondió. No podía perder más tiempo–, pero no me vendría mal una taza de café.


Rosita apareció enseguida y su abuela le pidió que llevara café para ambos, pero no le insistió a Pedro para que comiera algo. Sí que estaba rara aquella mañana… Siempre estaba acusando a Marcela de no alimentarlo bien, así que, ¿por qué no lo obligaba a tomar algo sólido entonces? ¿Acaso sospechaba que no acababa de llegar del apartamento de Marcela?


–La fiesta de anoche fue todo un éxito, ¿no te parece? –comentó Isabella mientras esperaban el café.


–Sí –asintió él. Le parecía que hiciera una eternidad de aquello. No quería siquiera recordarlo.


–Y el discurso de Antonio estuvo muy bien.


–Sí, bueno, ya sabes lo bien que se le da eso –volvió a asentir él después de un rato.


Tony siempre había sido muy extrovertido, alguien con quien uno nunca se aburría. Algunas veces Pedro se decía que le gustaría poseer aquella alegría vital de su hermano pequeño, su capacidad para vivir al día. «Tu problema, Pedro», solía decirle, «es que siempre quieres tenerlo todo bajo control». Y tenía razón, pero entonces… 


¿Qué había sido de todo aquel control de sí mismo la noche pasada?


–Y mi hallazgo, Paula Chaves, cantó maravillosamente –continuó Isabella.


–Oh, sí, ya lo creo –murmuró él. Y giró la cabeza hacia el ventanal para que su abuela no pudiera ver lo mucho que le afectaba la simple mención de su protegida.


El silencio de su anciana abuela le dio a entender que estaba esperando que él dijera algo más. Claro, después de todo, Paula había estado en su mesa cuando él la invitó a bailar. ¿Los habría visto quizá salir del salón de baile más tarde? Si era así, evidentemente pensaría que a él ella no lo dejaba totalmente indiferente, pero, más allá de eso, no le pareció que pudiera sospechar lo que había ocurrido entre ellos.


Entonces recordó que tenía que informar a su abuela de la ruptura de su compromiso con Marcela. No había vuelta atrás ni reconciliación posible. Aunque no se sintiera atraído por Paula, en ningún caso reconsideraría el matrimonio con una mujer que le era infiel con tal desvergüenza.


A su vez, aquellos pensamientos devolvieron su mente a la inquietud de que Paula se hubiera llevado una impresión incorrecta de él. Su comportamiento había sido intolerable, y el deseo irrefrenable que lo había llevado a actuar así no era una excusa válida. A sus ojos había debido parecer un aprovechado, que había tomado lo que había querido de ella sin haber aclarado primero las cosas.


Rosita regresaba en aquel instante con el café y una taza para él. Pedro le dio las gracias sonriendo cuando se la puso delante, pero ella no le devolvió la sonrisa. Parecía como que no quisiera mirarlo a la cara y, tras colocar en silencio el azucarero y un platito de pastas, salió del comedor. Aquello era ciertamente insólito, ¡Rosita callada!


Algo grave estaba ocurriendo allí. Rosita había trabajado para los Alfonso desde que él era un niño, y siempre había tenido un gesto amable para él. Pedro dirigió una mirada rápida a su abuela, pero sus ojos estaban fijos en la cafetera mientras se servía y la expresión de su rostro era impenetrable. A Pedro le pareció que estaba demasiado tranquila, demasiado serena, exactamente la actitud que solía aparentar ante alguna contrariedad.


–¿Qué problema hay, nonna?


Isabella Valeri dejó la cafetera sobre la mesa y alzó los ojos hacia los de su nieto con una mirada Áspera.


–Tú eres el problema, Pedro –le espetó con rotundidad.


¡Lo sabían! ¡Rosita y ella sabían que había dormido con Paula!


–Siento que mis acciones te hayan causado molestias –balbució conmocionado–, pero en cuanto pueda voy a solucionarlo –le prometió.


–¿Y puedo saber cómo vas a corregir la situación? –exigió saber Isabella con ojos reprobadores–, ¿necesito recordarte que…?


–Rompí mi compromiso con Marcela anoche –la interrumpió Pedro–, después de la fiesta, antes de regresar a casa.


Los ojos de su abuela brillaron con una expresión que Pedro no supo definir antes de reclinarse en su asiento con aire de alivio.


–Bueno, me alegra saber que al menos no has obrado del todo de forma deshonrosa.


–Nonna, te aseguro que…


–Voy a ser muy clara contigo, Pedro –lo cortó su abuela–, Paula Chaves era mi invitada, y la considero una mujer lo suficientemente decente como para no haber sido ella quien te incitara a pasar la noche en la habitación en la que yo la había alojado. No sé a ti, pero a mí me parece que su apresurada partida esta mañana habla por sí sola…


–¿Dijo ella algo sobre…? –inquirió él frunciendo las cejas.


–¡Por favor, Pedro…! ¿Acaso crees que una joven con dignidad como Paula iba a soltarme a la cara que mi nieto la había seducido?


–Yo no la seduje –protestó Pedro al punto.


–¿O tal vez que la había utilizado tras su ruptura con otra mujer como un donjuán cualquiera que va de flor en flor?


–¡Eso no es cierto! –exclamó él, frenético, golpeando la mesa con el puño y levantándose–. Mantente al margen de esto, nonna, yo lo arreglaré.


–Eso espero,Pedro –respondió ella enfadada–, no querría tener que avergonzarme de uno de mis nietos.


¿Avergonzarse? Aquello le dolió más a Pedro que cualquier otra cosa que pudiera haberle dicho, pero le hizo ver aún más lo detestable que había sido su conducta y apaciguó la ira que habían despertado en él sus acusaciones. Su abuela solo estaba tratando de hacerle ver aquello desde la posición de Paula, dejándole entrever las razones por las que se
había marchado de ese modo. Era obvio que a su abuela el proceder de Paula no le parecía mucho más correcto que el suyo, pero también que estaba del lado de la joven.


–Aprecias a Paula, ¿no es así, nonna? –murmuró Pedro.


–Muchísimo. Es una mujer de una gran fuerza interior, y me duele profundamente pensar que pueda resultar herida por un nieto mío.


Pedro asintió con la cabeza. «Una mujer de gran fuerza interior…» A su abuela nunca le había gustado Marcela, pero él siempre había disculpado su juicio por el hecho de que era una mujer anciana, de ideas anticuadas, que no estaba al día de cómo habían cambiado las cosas en el mundo. Sin embargo, tal y cómo había acabado su relación con Marcela, estaba empezando a pensar que tal vez también él fuera un anticuado. Se le antojaba muy triste que, hasta que el destino no se lo había puesto ante las narices, no se había dado cuenta de que una «gran fuerza interior» como la de Paula era de mucho más valor que toda aquella superficial sofisticación de Marcela que lo había hipnotizado.


–Yo no la seduje, nonna, ni tampoco lo hice por despecho, hay una atracción mutua entre nosotros, y no pienso dejar escapar a la mujer que de verdad quiero ahora que la he encontrado.


Su abuela cerró los ojos y suspiró aliviada.


–En la agenda de mi oficina están apuntados el teléfono y la dirección de Paula.


–¡Gracias, nonna, muchísimas gracias! –exclamó él emocionado besándola en la mejilla–. Si me disculpas voy ahora mismo a…


Ella asintió.


–Por favor, Pedro, ten cuidado –lo advirtió Isabella con la mirada–, el corazón de una mujer que canta así ha de ser por fuerza muy frágil.


–¿Crees que no lo sé? –replicó él con considerable ironía–, puede que me equivocara con Marcela, pero estoy aprendiendo, nonna, estoy aprendiendo…


Y abandonó el comedor dispuesto a aprender aún más.








martes, 15 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 9






Un grito de Marcos despertó a Paula. Se dio la vuelta en la cama de inmediato, pero, todavía medio dormida, se encontró totalmente desorientada en aquel lugar poco familiar. Le llevó unos segundos recordar dónde estaba.


Entonces vio una luz tenue a través de la puerta entreabierta que comunicaba con la habitación de Marcos.


Se bajó de la cama para ir hacia allí, pero se detuvo un instante al ver que se había vuelto a quedar todo en silencio.


Marcos debía haber gritado en sueños y haberse vuelto a dormir. Probablemente una pesadilla. Sin embargo, ya que estaba levantada, prefería ir a comprobar que estaba bien.


De pronto le llegó un suave murmullo. ¿Había alguien ocupándose de Marcos? ¿Llevaría rato gritando antes de que ella se hubiera despertado? Tal vez Rosita, la amable ama de llaves, lo había oído y había ido a tranquilizarlo. Era ella quien tenía que estar pendiente de su hijo, no aquella pobre mujer mayor, cansada sin duda de la jornada.


Paula tomó la bata de los pies de la cama y se metió las mangas, escuchando incómoda el frufrú de la seda y el encaje del camisón sobre su piel desnuda al moverse. No había vuelto a ponerse aquel camisón dorado de su ajuar de novia en siglos. Siempre le había parecido demasiado ostentoso para dormir con él, pero se lo había llevado por si se veía obligada a aceptar la invitación de Isabella, le había parecido que resultaría apropiado allí. En aquel momento le pareció que había sido una estupidez.


Claro que también había fantaseado un poco con la idea de dormir bajo el mismo techo que Pedro Alfonso, pero… Oh, aquella noche la había hecho sentirse de nuevo una mujer, no solo una madre. Y cuando la había besado… No, ojalá no lo hubiera hecho, lo único que había conseguido era que albergase ilusiones que nunca iban a convertirse en realidad. 


Reprendiéndose por ser tan fantasiosa, Paula se anudó el cinturón de la bata. «Pon los pies en la tierra, Paula», se dijo, «Pedro Alfonso no es para ti».


¿Cómo iba a serlo?, ella era una mujer normal y corriente con un hijo, y él estaba comprometido con una sofisticada diseñadora de ropa. ¡Cómo si la situación fuera a cambiar porque ella se pusiera ese ridículo camisón de seda y encaje!


Paula trató de dejar a un lado la pesadumbre que le habían provocado aquellos pensamientos, y entró en la habitación de Marcos. Y cuál no sería su sorpresa al encontrar a su hijo acunado no en los brazos de Rosita, sino en los del hombre que era la causa de su desazón.


La joven se quedó unos instantes agarrada al picaporte para mantener el equilibrio mientras pasaba el shock. Pedro Alfonso estaba de espaldas a ella, pero no cabía duda de que era él. 


¿Qué hacía allí? ¿Cómo es que no estaba con su prometida? ¿Qué hora sería?


Paula vio un reloj con forma de caballito de mar en la pared. 


Marcaba casi la una y media de la madrugada. Se suponía que la fiesta acababa a las doce. Tal vez él había ido a llevar a Marcela a su casa y había regresado en aquel momento, pero aquello no explicaba qué hacía en el cuarto de Marcos. 


¿Tal vez lo había oído gritar cuando subía las escaleras?


Totalmente perpleja, observó cómo volvía a acostar al pequeño en la cama y lo tapaba. Pedro Alfonso se quedó de pie junto a la cama un instante y entonces se inclinó y besó al niño en la frente. Era un gesto tan paternal, que Paula sintió que se le derretía el corazón.


Ojalá no lo hubiera hecho, aquello le recordó a Angelo, reavivando el dolor que el tiempo estaba empezando a silenciar. Era como si hubiera alcanzado sin querer una conexión íntima con ella, dolorosamente íntima, ya que nunca se materializaría.


En ese momento él se alejó de la cama con una expresión seria y reflexiva en el rostro, y echó a andar hacia la puerta que daba al pasillo, pero debió verla por el rabillo del ojo porque de pronto giró la cabeza hacia ella y se detuvo.


Paula se sintió temblar de pies a cabeza. Era una suerte que aún estuviera agarrada al picaporte, porque era como si se hubiese declarado un terremoto y no hubiera manera de huir. 


No debería haberse quedado allí observando, había sido muy estúpido, podía meterse en problemas.


Él seguía mirándola fijamente y, aún desde el otro extremo de la habitación, la intensidad de su mirada era tal que parecía que la quemara. Daba la impresión de que hasta el aire estuviera cargado de electricidad, formando un campo de fuerza del que no pudieran salir.


Paula no sabría decir cuánto tiempo pasaron así, mirándose el uno al otro. Mientras ella observaba la corbata desanudada, y los primeros botones de la camisa desabrochados, él parecía estar recreándose en la escasez de ropa que la joven llevaba encima.


Pedro dio un paso hacia ella. pero se detuvo al instante, girando la cabeza para comprobar que Marcos seguía dormido. Al ver que así era, volvió la cabeza hacia delante. 


Paula no se había movido de donde estaba.


–Siento haberte despertado –se disculpó él en voz baja–. Creo que Marcos ya está bien así que me…


–¿Qué le ocurría? –le cortó Paula. Su natural preocupación de madre anuló por un momento la agitación que sentía por su presencia allí.


–Cuando entré estaba acurrucado a los pies de la cama con las mantas cubriéndolo y…


–Oh, no es nada, lo hace a menudo, le gusta hacerse un ovillo, no sé por qué.


Él se encogió de hombros por su ignorancia.


–Me preocupó que pudiera asfixiarse y lo destapé para subirlo a la cabecera, pero debió asustarse y gritó. Lo siento mucho.


–No pasa nada –respondió ella sonriendo con una ligera ironía–, pero me sorprende que hayas conseguido que vuelva a dormirse tan rápidamente, por lo general no es fácil.


–Por suerte me reconoció al abrir los ojos –contestó él–, si no, creo que habría seguido gritando.


–Aún no me has dicho por qué entraste –le recordó ella molesta en un tono más alto de lo que había pretendido.


–Shhh… –le advirtió él volviéndose una vez más a mirar al pequeño.


Confusa, Paula no se resistió cuando él la empujó suavemente dentro de la habitación de la niñera y entró tras ella, entornando la puerta hasta que solo quedó una rendija, lo justo para no despertar al niño con su charla pero también para poder oírlo si se despertaba. Paula se quedó apoyada en la pared junto al quicio y él la tomó por los hombros, quemándole la piel con su contacto a través de la fina tela de la bata.


Paula no se atrevía a mirarlo a la cara, temerosa de quedarse de nuevo transpuesta por su atractivo rostro o de que él pudiera advertir en sus ojos la vulnerabilidad y el deseo lascivo que la sacudía en aquel momento.


–Probablemente te parecerá que lo que voy a decirte no tiene ningún sentido, pero solo quería volver a ver a Marcos –le explicó con voz ronca, como si buscara su comprensión.


–¿Por qué?, ¿para qué? –preguntó ella sacudiendo la cabeza.


Pedro inspiró con fuerza.


–Estaba preguntándome… cómo sería… tener un hijo.


¿Era solo curiosidad?, ¿un anhelo quizás? Paula alzó la vista hacia él esperando encontrar la respuesta en su rostro. 


Pedro puso una mano en su mejilla y sus ojos se encontraron.


–Es un niño precioso…, igual que su madre.


En realidad Marcos se parecía más a Angelo, pero en aquel momento para la joven lo único que contaba era que él la encontraba hermosa. Sin embargo, aun con la garganta seca, sintió que no debía dejarse engatusar por su galantería.


–No deberías decirme esas cosas.


–¿Por qué no? Es la verdad.


–¿Y qué pasa con Marcela?


–Olvídate de Marcela, es a ti a quien quiero.


«A ti a quien quiero… a ti a quien quiero…» Aquellas palabras resonaron como un eco dentro de su cabeza y los latidos del corazón se tornaron en una especie de redoble de tambor ante lo que parecía la inminente materialización de aquel deseo que no podía reprimir. No podía apartar sus ojos de los de él, refulgentes de anhelo, ni podía negar que ella misma ansiaba aquello más que ninguna otra cosa. Su necesidad le recorría las venas como un verdadero torrente. 


No podía pensar en otra cosa. Marcela se desvaneció de su mente y en su lugar comenzó a entonar de forma inconsciente para sí un cántico enloquecido: «Hazlo realidad, Dios mío, hazlo realidad, hazlo realidad…».


Pedro desanudó el cinturón de la bata, echó la parte de los hombros hacia atrás, le sacó las mangas, tirando, apartando esa barrera… Sus manos recorrieron las sinuosas curvas de Paula reclamándolas para sí… Los carnosos labios imprimieron besos por toda la garganta, ascendieron por las cumbres de sus senos deteniéndose en cada delicado pezón, mordisqueándolos y lamiéndolos a través de la fina tela del camisón. Pedro engulló una aureola, después la otra, succionando despacio y envolviendo a la joven en una tremenda ola de calor… Era tan excitante… Ella lo ayudó a deshacerse del abrigo, de la camisa… Las suaves manos de Paula se regocijaron en los fuertes hombros desnudos, en los tensos músculos de la espalda, en la mata de vello negro del tórax… Lo acarició dejando a un lado toda inhibición, porque lo deseaba, porque lo necesitaba… El placer que le producía aquella intimidad entre los dos era tan intenso que estaba sintiéndose casi mareada. Y siguieron más besos, besos maravillosos, embriagadores… Las sienes le palpitaban, y el pulso se le disparó al descubrir que él estaba quitándose los pantalones y el resto de la ropa. Quería descubrir todas las sensaciones físicas que pudiera llegar a experimentar junto a él.


Mientras acariciaba el resto de su cuerpo, Paula sintió que estaba perdiendo el control, desintegrándose en la promesa de plenitud que él le ofrecía. Pedro levantó su camisón impaciente, frotándose contra ella para que la joven sintiera que estaba dispuesto para hacerse uno con ella, y sintiendo entonces que ella también lo estaba. Era más que una necesidad, era un anhelo que parecía empujarlos a dar y tomar todo lo que un hombre y una mujer pueden compartir.


Era algo tan fuerte, tan imperioso, que cuando él la tomó en volandas y la llevó hacia la cama, fue como planear hacia el clímax, y nada más tocar el colchón, abrió las piernas para él.


No tuvo que esperar, él la penetró con la misma urgencia que ella sentía, y Paula lo rodeó automáticamente con las piernas, atrayéndolo más hacia sí, balanceándose hacia atrás y hacia delante, hacia detrás y hacia delante…, cada vez con más fuerza, como queriendo grabar en su mente cada sensación, la esencia más profunda de aquella gloriosa fusión. Con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, hundió los dedos en la espalda de Pedro y arqueó las caderas hacia él para intensificar la conexión entre ellos. 


Él se introdujo más, incrementando el ritmo, llenándola con un gozo salvaje, inyectando en ella un placer que no parecía tener fin, llevándola a las cumbres una y otra vez hasta saciarla.


Se desmoronaron juntos sobre el colchón, exhaustos, sin aliento, deslizándose hacia unos momentos de total quietud y silencio, todavía pegados el uno junto al otro.


Paula estaba aturdida. Nunca había experimentado nada semejante…, y había sido con Pedro Alfonso, ¡con Pedro Alfonso! Estaba tumbado a su lado, desnudo como ella, y probablemente tan perplejo como ella por las cotas de comunión que habían alcanzado en aquel inesperado encuentro. Sí, el deseo había sido palpable, y había sido mutuo, pero ninguno de los dos lo había planeado, ni había imaginado que pudiera resultar tan increíble.


Lo hecho, hecho estaba, no podían volver atrás en el tiempo, y Paula, siendo sincera consigo misma, se dijo que hubiera vuelto a hacerlo. Si aquello iba a ser solo una vez en la vida, desde luego había merecido la pena, no se arrepentiría ni un ápice de ello. Era todo tan extraño…, ni siquiera con Angelo había sentido un placer tan intenso, ni una pasión tan frenética.


Pedro Alfonso… Pedro… Su mente se deleitó con su nombre, repitiéndolo en silencio como si contuviera algún mágico secreto. Sintió deseos de decirlo en voz alta, para saborear aquel dulce sonido en su boca como lo había saboreado a él. ¿Estaría él también maravillado por lo electrizante que había resultado aquel encuentro entre los dos? ¿O estaría tal vez pensando en Marcela…? No, probablemente no. «Olvídate de Marcela»… ¡Con qué fiereza había pronunciado aquellas palabras.


Y, lo cierto era, que Paula se había llegado a olvidar de ella. 


En el calor del momento no había podido pensar en nada ni en nadie, pero tampoco se sentía culpable por lo que había ocurrido. Al fin y al cabo Pedro aún no estaba casado con ella. Claro que, de todos modos, estaba engañándola, se recordó con severidad.


¿Lo lamentaría él? ¿Se sentiría culpable por ello? ¿Significaba algo para él lo que habían compartido aquella noche? ¿O habría sido solo una oleada de lujuria que se extinguiría como la llama de una vela? ¿Volvería con Marcela ahora que había satisfecho su deseo?


El corazón de Paula latió apresurado con creciente ansiedad.


Allí echada en la oscuridad junto a él, recordando lo que acababan de hacer, sintiendo su cuerpo vibrar aún por haber alcanzado alturas que nunca hubiera imaginado, no le pareció justo que aquello pudiera acabar como una locura de una sola noche.


–Paula…


Al pronunciar él su nombre, con su voz tan profunda, fue como escuchar el ronroneo de un gato, tan suave y sensual que hizo que todo su cuerpo se estremeciera. La mano de Pedro se deslizó sobre la suya, entrelazando sus dedos, atrapándola posesivamente, y el pulso volvió a disparársele a Paula por una creciente ansiedad. ¿Iba a dejarla ya?


–No puedo decir que me arrepienta de lo que ha ocurrido, porque no me arrepiento en absoluto –continuó él. Llevó la mano de Paula a sus labios y la besó como si estuviera saboreando la feminidad de su forma y textura, o rindiendo un homenaje a lo que acababa de darle como mujer–. Dime que tú tampoco lo sientes, Paula… –murmuró con voz ronca.


–Yo no lo siento, Pedro –respondió ella con honestidad. Él suspiró, como aliviado..


–Al menos por esa parte está bien para los dos. El problema es…, que no he usado ninguna protección. Yo…, lo siento. ¿Puede eso traerte dificultades?


Lo cierto era que Paula ni siquiera había pensado en ello. No esperaba que aquello fuera a ocurrir. ¿Qué razón podría haber tenido para tomar algún tipo de anticonceptivo? Ni siquiera los deseos que en secreto había albergado de que pudiera haber un acercamiento entre ellos la habían llevado a imaginar que fueran a… En fin, ¡no allí, ni aquella noche!


Frenéticamente Paula empezó a contar mentalmente los días pasados desde su último periodo. Sus ciclos solían ser muy regulares, así que podía predecir con bastante poco margen de error cuando no tenía riesgo de embarazo. Ya habían pasado tres semanas… Gracias a Dios, se dijo mientras la inundaba un tremendo alivio, estaba fuera de su periodo fértil.


–No pasa nada, no hay riesgo –aseguró a Pedro.


–Pero no estás tomando la píldora… –dedujo él por la larga duda de ella.


–No, nunca la he tomado, y desde luego no esperaba…


–Yo tampoco –respondió él apretándole la mano cariñosamente–. Claro que no puedo negar que no haya estado pensando en ti antes, que no haya estado deseándote –añadió suspirando–. Esta noche, durante la fiesta yo…


–Yo también te deseaba… –admitió ella rápidamente, no queriendo que él cargara por los dos con la culpabilidad de lo ocurrido cuando la necesidad había sido mutua. No podía negar lo mucho que había ansiado saber cómo sería hacer el amor con él.


Pedro soltó la mano de Paula y se incorporó ligeramente sobre el codo para mirarla. Paula alzó los ojos hacia él, aún algo vergonzosa, pero necesitando saber qué estaba pensando. La habitación estaba demasiado oscura como para poder leer la expresión de su rostro con exactitud, pero no parecía reflejar preocupación, más bien una ligera confusión.


–Bueno, aquí estamos –murmuró como si lo ocurrido se debiera a un extraño capricho del destino. Sin embargo, era innegable que había un cierto tinte de placer y satisfacción en su voz.


Aunque Paula hubiera deseado aferrarse a ese placer y dejar a un lado todo lo demás, su mente parecía estar girando en torno a sus palabras y a una pregunta que la atormentaba… 


¿Dónde estaba Marcela? ¿Es que no le importaba su prometida en lo más mínimo?, ¿no se sentía culpable por ella?


Aunque deseaba que verdaderamente se hubiera olvidado de Marcela, su interior pugnaba con la necesidad de averiguar en qué lugar quedaba ella después de aquello. 


Unas horas antes, en los jardines, él le había dicho que no había sido justo con ella al besarla. ¿Había perdido de repente ese sentido de justicia a consecuencia de todo lo que habían sentido unos momentos atrás?


Los ojos de Pedro recorrieron toda su desnudez, y su mano siguió el camino que estos marcaban, delimitando y acariciando cada una de sus suaves curvas, volviendo a hacerla estremecer, era una distracción demasiado fuerte como para seguir preocupándose por Marcela Banks.


–Eres preciosa, Paula, adictiva como una droga…, toda tú eres perfecta –murmuró Pedro. Paula sabía que no era cierto, pero viniendo de él, resultaba como una música deliciosa para sus oídos. Además, el modo en que estaba tocándola realmente la hacía sentirse hermosa, voluptuosa… 


Era maravilloso sentirse deseable allí, en aquel momento, con aquel hombre.


Aquello le dio valor para explorar su magnífica masculinidad con mucha más sensualidad que la primera vez, porque, satisfecho el deseo contenido, ya no era una necesidad apremiante. Era verdaderamente perfecto, se dijo Paula mientras saboreaba la libertad de acariciarlo y se deleitaba en las reacciones que obtenía de sus estímulos.


No era solo sexo, pensó la joven. Estaban haciendo el amor en su sentido más romántico, y su ser estaba siendo gradualmente atraído hacia un mundo delimitado por las más exquisitas sensaciones. Y ella se estaba dejando llevar por la corriente, por las eróticas ondas, por el intenso oleaje de placer… No había nada prohibido ni inoportuno, porque todo era parte de un viaje íntimo que los inducía a hacer lo que se les antojara a lo largo de la noche.


Ninguno de los dos pronunció palabra, tal vez porque no había palabras que pareciesen tener más significado que lo que estaba ocurriéndoles. De hecho, era como si hubiera entre ellos una comunicación fluida, continua, a un nivel más elemental, más instintivo…, algo que las palabras podrían estropear porque no podían expresar lo que estaban compartiendo. Era mejor sentir y dejarse llevar.


Para Paula fue una auténtica revelación de cómo dos personas podían llegar a vincularse hasta tal punto físicamente, era como una potente mezcla de asombro, de dulzura, de pasión y de sensualidad. En ese instante, más que nunca, fue consciente del tremendo gozo que podía proporcionar la armonía entre dos personas, y cómo, increíblemente, parecía no tener fin. Se fueron saciando el uno del otro poco a poco, mientras el contento y el cansancio iban apoderándose de ellos y arrastrándolos hacia el sueño.


¿Era el final o el principio? Ninguno de los dos se atrevió siquiera a formular esa pregunta. El tiempo se encargaría de contestarla.