martes, 15 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 8




Marcela se mostró encantada al ver a Patricio Owen dar un toque a su pareja de baile en el hombro.


–Mi turno, querido muchacho –le dijo enarcando una ceja con malicia–, por la vieja amistad que me une a la señorita.


Marcela no pudo evitar reírse. La amistad entre ellos era más «íntima» que «vieja».


–Discúlpame, Chris –le dijo al tipo con el que había estado bailando–, y gracias por bailar conmigo.


–Ha sido un placer, por ti haría lo que fuera –respondió el tal Chris sonriendo como un tonto.


Aquello era exactamente lo que debería haberle dicho Pedro en lugar de haberla cambiado por «su» cantante. ¡El modo en que la tenía agarrada mientras bailaban! Al menos la compañía de su querido Patricio la haría olvidar por unos momentos aquel ultraje. Dedicó a este una mirada lasciva mientras él la tomaba entre sus brazos, moviéndose inmediatamente al ritmo de la música. 


Decididamente era el bailarín más sexy que conocía, se dijo Marcela. Y no solo era bueno en la pista de baile, también en la cama.


–¿Te ha dejado abandonada tu maravilloso prometido, nena? –le preguntó Patricio burlón.


–¿Y tú?, ¿te ha dejado tirado tu acompañante en los dúos? –replicó ella con malicia.


–Bueno, las perspectivas son prometedoras, pero me temo que es… de las que quieren pasar por el altar. Por cierto, ándate con ojo con ella, querida, me parece que a Pedro le tiene comiendo de su mano.


–No te preocupes, las riendas las llevo yo, Patricio.


El pianista suspiró recorriéndola hambriento con la mirada.


–Es una lástima que Pedro no sea el hombre que te conviene. No te aprecia en lo que vales… Al contrario que yo. ¿No te apetece divertirte un rato entre los arbustos?


–Demasiado arriesgado –respondió ella entre risas.


Un brillo desafiante relumbró en los ojos de él.


–Ah, pero, ¿no es el peligro verdaderamente excitante?


–Me temo que el placer no compensa el peligro, Patricio –respondió ella. Sin embargo, parecía estar deleitándose con aquella posibilidad.


–Vamos, Marcela… –la instó Patricio. Siguiendo el ritmo de la música, movió las caderas hacia dentro y hacia fuera para enfatizar su propuesta–. Él ha ido fuera con la deliciosa Paula… ¿Ojo por ojo…?


–Por favor, Patricio… Dudo que se hayan ido a revolcarse entre los arbustos.


–Tienes razón, es más probable que se hayan ido a alguna habitación… –insistió él.


Pedro es demasiado puritano como para engañarme.


–¿Y no te resulta aburrido? De cualquier modo, sí que debe estar en una habitación –dijo. Ella enarcó las cejas extrañada–. Paula me dijo hace ya rato que quería subir a ver cómo estaba el niño. Parece ser que Isabella los ha invitado a ella y a su hijo a pernoctar aquí para que no viajen de noche… –explicó.


–¡Esa vieja bruja! –exclamó Marcela irritada–. Está tratando de crear problemas entre Pedro y yo.


Patricio no dudó en atizar las brasas:
–Sin duda tu prometido estará ahora inclinado sobre la camita del pequeño, emocionado por su dulce inocencia, pensando en cómo será cuando él tenga su primer hijo mientras…


–¡Cállate, Patricio!


El pianista se rio con la malicia del mismísimo diablo.


–…Mientras nosotros conspiramos.


Tomándola de la mano, ejecutó una complicada secuencia de pasos que acabó con ella entre sus brazos, casi tendida sobre el suelo de la pista de baile. Era un bailarín tan espectacular y divertido, pensó Marcela riéndose mientras él volvía a ponerla de pie. Echaba de menos aquella clase de diversión. Con Patricio no podía tomarse nada en serio, pero precisamente ahí radicaba su encanto. Pura diversión sin ningún compromiso, diversión y nada más.


Se detuvieron al llegar al final del salón y, sin soltarle la mano, Patricio la condujo a los jardines susurrando en su oído:
–Ven, echaremos una caña al aire antes de que te pongan alrededor de ese precioso cuello la soga de la familia Alfonso…


Sabía que no debía ir con él, pero lo hizo.


****



Pedro sabía que debía regresar al salón de baile, aunque solo fuera por mantener las apariencias. Marcela estaría subiéndose por las paredes por su prolongada ausencia, y no quería que la gente comenzase a murmurar sobre su salida a los jardines con Paula. Sería un canalla si dejara que su buena reputación se mancillase por su culpa.


Sin embargo, la sola idea de volver a la fiesta y verse obligado a unirse a conversaciones insustanciales se le antojaba insoportable. No le sería difícil inventar alguna historia, pero tampoco quería tener que explicar nada. Lo cierto era que se sentía muy incómodo por lo que había hecho con Paula…, y por lo que había sentido.


El control que se había autoimpuesto parecía estar torturándolo físicamente. Era como si cada músculo de su cuerpo le doliera, como si estuvieran contraídos por una tensión que no hubiera logrado liberar. Lo mejor sería dar un paseo. Después de todo, necesitaba estar solo para pensar



*****

–Seguro que no llevas nada debajo de ese vestido –dijo Patricio con picardía. Deslizó su mano hacia la cintura de ella acariciándole la cadera, con la sensual maestría que lo caracterizaba.


–Para ya, ¿quieres? –le espetó Marcela. Sin embargo, no hizo nada por detener el sobeteo del pianista, cuya mano había descendido hasta las nalgas para comprobar si en efecto llevaba o no ropa interior.


A Marcela no la tomó por sorpresa que se tomara semejantes libertades. Solía hacerlo con todas las mujeres y, en cierto modo, siempre la excitaba ser el objeto de deseo de un hombre. Además, no había nadie por allí. La mayoría de la gente que salía para fumar o para tomar un poco de aire fresco se iban al cenador, al otro lado del salón de baile.


–Lo sabía, no llevas absolutamente nada –confirmó Patricio tras su somera exploración–, lo cual significa que estás totalmente dispuesta para mí.


Rodeando un frondoso seto de hibiscos en flor, le indicó un banco.


–¿Qué te parece? Excitante, ¿no crees? Tú te sientas, yo me agacho… El seto te cubre hasta la cintura, así que nadie me verá y, de todos modos, tú puedes vigilar por encima del seto por si sale alguien del salón de baile mientras jugamos un rato…


–Eres incorregible, Patricio –replicó ella. Sin embargo, el riesgo de ser descubiertos la excitó aún más.


–Lo sé, pero es que no sabes cómo me ponen las bodas…


–No te necesito para el sexo, Pedro es increíble en la cama –lo picó ella. No obstante, hizo lo que Patricio había sugerido, recostándose en el banco, los brazos extendidos sobre el respaldo, como si estuviera descansando. Fuera por el frío aire de la noche o por la excitación del juego, de pronto notó que se le habían endurecido los pezones.


Patricio también parecía haberlo advertido, y le acaricio los senos mientras le susurraba seductoramente:
–¿No hay nada como un poco de infidelidad, eh? –dejó caer las manos para levantarle la falda del vestido–. Apuesto a que por aquí abajo ya estás húmeda y calentita para mí…


–No debería hacer esto…


–Tú no vas a hacer nada, cariño. Simplemente, relájate y háblame. Será algo distinto para variar, un desafío, tener que estar a dos cosas a la vez –respondió Patricio sonriendo con malicia e introduciendo una mano entre sus muslos–. No sé cómo quieres casarte con Pedro Alfonso, es asquerosamente honrado.


Marcela tardó un buen rato en retomar el aliento para contestar:
–Ese es el problema, Patricio, que tú no eres nada honrado, ¿qué iba a hacer contigo si un día me encontrara en apuros?


–¿Estamos hablando de dinero? –inquirió él bajándose la cremallera de la abultada entrepierna del pantalón.


–Bueno, desde luego Pedro posee una sólida fortuna, y su familia tiene un estatus de prestigio que impulsaría mi carrera como diseñadora. Esas son cosas que tú no puedes darme, querido.


–Ah, pero puedo darte esto…



*****

Pedro no sabía cómo había aguantado a lo largo del resto de la fiesta. Los minutos pasaron inexorables y tortuosos hasta que finalmente llegó el momento en que los novios se despidieron.


Había estado conteniéndose hasta el límite de lo imposible teniendo que mantener cara de póquer ante la euforia de Marcela.


En cuanto el coche de los recién casados se alejó, arrastró a su prometida del brazo hasta su automóvil.


–¡Eh, la fiesta todavía no se ha acabado! –protestó ella.


–Pues nosotros nos vamos –contestó él con aspereza.


–¿Se puede saber qué es lo que te pasa, Pedro? –exclamó Marcela exasperada–. Has estado toda la noche de lo más aburrido. ¿Te encuentras mal o qué?


–Exactamente.


–Pues podrías habérmelo dicho antes.


–Ya te lo estoy diciendo ahora.


Marcela resopló con fastidio por el inesperado fin de la diversión.


Pedro no dijo nada mientras entraban en el coche, un Jaguar SL, prueba de su «sólida fortuna», ni mientras conducía camino del apartamento de Marcela.


–Entonces… ¿No vas a pasar la noche conmigo? –inquirió Marcela en un tono impaciente. Probablemente se arrepentía de no haber hecho un plan alternativo con Patricio Owen.


–No, no pasaré contigo esta noche…, ni ninguna otra –le espetó él deteniendo el coche frente al bloque de pisos de Marcela.


–¿Qué quieres decir con eso? –respondió Marcela lanzándole una mirada iracunda.


–Quiero decir, que rompo nuestro compromiso… En este mismo momento –respondió Pedro. Puso el motor en punto muerto y giró la cabeza hacia ella. La mirada en sus ojos era gélida–. Lo nuestro se acabó, Marcela. No estamos hechos el uno para el otro.


–¿Qué?, ¿y qué te ha hecho cambiar de opinión de repente? –replicó ella furiosa por aquel brusco anuncio.


–Muchas cosas, pero yo diría que la gota que ha colmado el vaso ha sido escuchar de tus labios cómo le explicabas a Patricio Owen que te ibas a casar conmigo por mi «sólida fortuna» y el prestigio de mi familia.


Marcela se quedó boquiabierta un instante por el shock, pero reaccionó rápidamente:
–Oh, vamos, Pedro… –balbució–, no estaba hablando en serio… Ya sabes lo superficial que es Patricio… Él no entiende de sentimientos –le aseguró alargando la mano para acariciarle el muslo–. Tú sabes que te quiero.


Pedro apartó aquella mano experta, que sabía cómo administrar las más enloquecedoras caricias, colocándola de nuevo en la falda de ella.


–Estaba dando un paseo por los jardines cuando, a través del silencio de la noche, llegaron a mis oídos no solo vuestras palabras, sino también otros sonidos… No quería montar una escena, así que volví a la fiesta.


No pudiendo negar aquello, Marcela alzó la barbilla desafiante.


–Patricio y yo éramos amantes antes de que te conociera, Pedro. No ha vuelto a haber nada entre nosotros desde entonces, ni lo volverá a haber. Solo fue…


–No me lo digas… Estabais rememorando los viejos tiempos, ¿o era una despedida un tanto cariñosa? –le espetó Pedro ásperamente.


–Ha sido solo sexo, no ha significado nada para mí –replicó ella.


–Oh, sí, claro, ¿qué más da? Un pequeño desliz de vez en cuando…, cuando te invade la necesidad de serme infiel –contestó él sacudiendo la cabeza–. Marcela, esa no es la clase de matrimonio que yo tenía en mente. Es mejor que a partir de ahora sigamos caminos separados.


–¿Para qué? ¿Para que puedas llevarte a Paula Chaves a la cama sin remordimientos? –se burló ella.


Pedro no respondió al instante. En el fondo, aunque no era esa la razón que lo había llevado a romper el compromiso, lo cierto era que sí deseaba a Paula. ¿Le había sido él también infiel aunque solo hubiera sido de pensamiento? Marcela interpretó su silencio según la máxima de «quien calla, otorga», y volvió a la carga:
–No seas estúpido, Pedro, hazle lo que quieras hacerle y quítatela de la cabeza.


–Y seguramente eso excusaría tu «pecadillo», ¿no es así? –la reprendió él. ¿Cómo podía haber sentido jamás algo por una mujer que no sabía lo que eran el honor ni la integridad?


–¡Oh, por amor de Dios! Es como cuando se te antoja algo dulce. Te tomas un chocolate en un momento dado porque caes en la tentación, pero una vez has satisfecho ese capricho, vuelves a comer cosas sanas, porque sabes que, a la larga, es lo que te conviene. Es solo una cuestión de perspectiva…


–Gracias por explicarme tu punto de vista –respondió él–. Perdona que no lo comparta –respondió él furioso. ¿Acaso no se daba cuenta de que con esa actitud despreocupada solo le daba más motivos para alejarse de ella?


–Al menos yo soy honesta –continuó pinchándolo–, yo dejé atrás a Patricio en el momento en que regresé dentro. Tú, en cambio, sigues muriéndote por esa cantante, y la frustración de no haber satisfecho tu deseo te está volviendo loco. Ahora quieres pagarlo conmigo solo porque yo he hecho lo que tú hubieras querido hacer.


¿Cómo podía…? Él no habría usado a Paula de esa manera…, jamás. Se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche, dando la vuelta para abrir la puerta de Marcela. No quería seguir hablando ni un segundo más.


–No pienso salir hasta que hayamos aclarado esto –dijo ella furiosa al ver que sus pullas no tenían el efecto deseado.


–Hemos terminado, Marcela, no tengo nada más que decirte –la cortó él. No iba a darle opción a que siguiera tratando de hacerle ver que todo estaba bien, que era un mojigato.


Ella lo miró fijamente, como desafiándolo a obligarla a salir del automóvil, pero él se negó a picar el anzuelo.


Marcela comprendió finalmente que no tenía sentido esforzarse por convencerlo. Con un suspiro de mártir, se desabrochó el cinturón y salió del coche, poniéndose de pie con un ligero contoneo, como si quisiera recordarle lo sexy que podía ser con un pequeño incentivo.


–Pues no pienso devolverte la sortija de compromiso –ronroneó–, sé que reflexionarás sobre esto y te darás cuenta de que tengo razón.


–Quédatela –respondió él. ¡Cómo si eso le importara!–. Pero no pienses ni por un minuto que voy a darte otra oportunidad, esto se ha acabado –le aseguró él cerrando la puerta del coche.


–Ese estúpido orgullo tuyo no calentará tu cama por las noches, Pedro.


–Prefiero eso a toda una ristra de Patricio Owens –respondió él–. ¿Quieres que te acompañe hasta la puerta? –ofreció señalando el edificio.


–No, creo que me quedaré aquí para verte marchar –le dijo con una sonrisa burlona–. ¿Quién sabe?, puede que cambies de idea a mitad de camino y des media vuelta.


Era ella quien había rechazado aquel gesto de cortesía, y no iba a insistir. Pedro le hizo una fría inclinación de cabeza.


–Adiós –le dijo. Y, sin una palabra más, se metió en el coche, dejando a Marcela Banks fuera de su vida. Ni siquiera miró hacia atrás en el espejo retrovisor.


En ese momento no pensaba tampoco en Paula Chaves, que se había quedado en Alfonso’s Castle invitada por su abuela. Solo quería ir a casa.









UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 7





Resultaba extraño lo desinflada que se sentía en aquel momento, tras la actuación. En lugar de eso, debería estar entusiasmada por lo bien que había salido todo. ¡Si incluso Patricio Owen estaba encantado con ella! Hacía solo un minuto le había sugerido que podían actuar juntos más veces, y su anfitriona y las demás personas sentadas a su mesa la habían colmado de halagos. ¿Y qué era lo que ella quería hacer? Salir corriendo de allí y quedarse sola.


Era una estúpida, ¿por qué tenía que afectarla de aquella manera el haber visto a Pedro Alfonso conducir a su prometida a la pista de baile? ¿Qué esperaba, que la sacara a ella? 


Deseaba no haberlos visto, pero era imposible cuando habían salido a bailar los primeros, nada más terminar la canción, Marcela vibrando sensualmente al ritmo de la música con aquel atrevido vestido rojo, él pendiente solo de ella. ¿De qué otro modo podía ser?, se repitió furiosa consigo misma.


–Patricio, acerca una de las sillas de esa mesa –ordenó Isabella–, quiero que Paula se siente conmigo un rato mientras…


–Oh, no, yo… De verdad que tengo que marcharme ya, no puedo… –se apresuró a decir Paula.


–¿Que te vas ya? –repitió Isabella frunciendo el entrecejo–. Pero yo quería que te quedaras a disfrutar de la fiesta… Estate tranquila, querida, Rosita está cuidando de Marcos.


Isabella la había invitado a pasar la noche en Alfonso’s Castle y se había sentido tentada de aceptar, soñando con un posible romance con su nieto mayor, pero en aquellos momentos aquella fantasía se le antojaba tan absurda que buscó una salida desesperadamente:
–No creo que sea buena idea, señora Alfonso, este lugar es extraño para él, si se despierta y…


–Oh, vamos, Paula, si hay algún problema…


Pero la joven no acertó a escuchar el final de la frase. En ese momento acababa de ver a Pedro Alfonso acercándose entre la gente a través de la pista de baile… ¡Dirigiéndose justo hacia ella! Los bailarines parecían apartarse a su paso como el mar Rojo abriéndose ante Moisés, como si la fuerza que parecía refulgir dentro de él los controlara. Y se dirigía a ella, a ella… Podía verlo en sus ojos, fijos en los suyos.


Paula tuvo una extraña sensación, como si la estuvieran pinchando con mil alfileres a un tiempo. El corazón amenazaba con salírsele por la garganta y se había quedado sin aliento. Se quedó totalmente quieta, esperando que llegara a su lado, sin poder creer que aquello estuviera ocurriendo realmente. ¿De verdad quería estar con ella? ¿Tal vez iba a pedirle que…?


No se atrevió a completar esa pregunta. Estaba temblando por dentro, anticipando aquel momento. No podía ser verdad y, sin embargo, él no miraba a nadie más mientras avanzaba. Creyó ver en sus ojos una acuciante necesidad, un fuerte deseo, que la hacía albergar esperanzas contra su voluntad, cerrando sus sentidos a todo lo demás que la rodeaba.


Estaba increíblemente atractivo con su esmoquin. De algún modo, parecía hacerle más alto, mas fuerte, más masculino… Iba a ponerse en ridículo delante de él, no podía controlar su nerviosismo, era como si fuera un instrumento y la sola visión de aquel hombre sacara de ella notas que nunca había imaginado que llevaba dentro. 


Decididamente, había una química especial entre ellos que ni siquiera había sentido con su marido.


Mientras él rodeaba la mesa dirigiéndose hacia ella y su abuela, Paula se giró hacia él, y la gente desapareció para ella en una masa difusa de colores. Solo podía mirarlo a él, porque sus brillantes ojos azules mantenían los suyos cautivos.


–¿Le gustaría bailar? –aunque era una pregunta, casi sonó como una orden a la que ella no pudiera negarse. Tampoco habría querido.


–Sí –dijo quedamente. Él alargó la mano y ella la tomó, poniéndose de pie y dejando que la llevara hacia la pista de baile. Entonces Pedro le rodeó la cintura con uno de sus fuertes brazos atrayéndola hacia sí, generando una especie de electricidad imposible de explicar.


La mano libre de Paula descansaba en el hombro de él, y la joven se quedó mirándola fijamente, tratando de resistir el impulso de deslizarla hacia el cuello, de introducirla por la camisa y tocar… «Ni hablar», se reprendió mentalmente, «¿dónde está tu sentido del decoro?» Ya era bastante frustrante notarlo tan cerca, pero con la barrera de la ropa entre ellos. Deseaba tocarlo, acariciarle el cabello…


«¡Basta, Paula!, vas a meterte en problemas… Problemas mayores de los que ya tienes». Tenía que comportarse como una persona madura, le recordaba una y otra vez el poco sentido común que no había sido acallado ya por su deseo. 


Marcela también estaba allí, podía estar observándolos…


Claro que tampoco parecía que a él le importara eso demasiado. ¿Bailaría así con todas las mujeres? Estaban tan cerca el uno del otro que le llegaba el embriagador aroma de su colonia. Estaba empezando a sentirse mareada, pero quería estar aún más cerca de él, saber cómo sería estar pegada a su cuerpo si pudiera dar rienda suelta al loco deseo que provocaba en ella.


¿Podría él oler su perfume también?, ¿le gustaría? Tenía la cabeza agachada hacia ella, de modo que la mejilla le rozaba el cabello. ¿Qué estaría pensando…, sintiendo? Casi le daba la impresión de que estuviera tratando de aspirar su esencia, de absorberla, ansiando más igual que ella.


Desde que salieran a la pista ninguno de los dos había pronunciado palabra, y el silencio parecía magnificar todas aquellas inquietantes sensaciones. El suave ritmo de la música se ajustaba a cada uno de sus movimientos, y el calor que provocaba la fricción de sus cuerpos estaba creando un cosquilleo en sus senos y en sus muslos, una excitación tal, que era casi insoportable, mientras que la mano derecha de él, firme en su espalda, le impedía siquiera alejarse de él un centímetro… Ni ella lo quería tampoco.


De pronto sintió que ella no era la única que se estaba excitando, y se regocijó de que Pedro no pudiera ocultar el efecto que estaba teniendo en él. Sin embargo, relajó un poco la presión de su mano sobre la espalda de Paula y se separó un poco de ella.


Paula quería pensar que aquella clara evidencia de deseo significaba algo más que una pura respuesta a un estímulo. 


Era una locura, un placer prohibido, un juego peligroso, y aun así… No podía dejar de rogar a Dios por que aquella atracción devastadora fuera mutua.


De pronto la música se paró y comenzó una nueva canción, mucho más rápida. Las parejas en torno a ellos siguieron bailando, pero Pedro no se movió. Un ataque de pánico golpeó a Paula. ¿Eso era todo?, ¿iba a dejarla?, tal vez la llevaría de nuevo con su abuela y él volvería con Marcela…


Todas aquellas preguntas la estaban sumiendo en un turbulento torbellino, y la única forma de detenerlo era mirarlo a los ojos. Tenía los labios ligeramente apretados, la barbilla tensa, y en sus ojos un brillo intenso parecía querer hacerle también mil preguntas a ella.


–Salgamos fuera, necesito un poco de aire fresco –le dijo con voz ronca.


Sin esperar a que ella asintiera, la guió a los jardines, la mano aún en su cintura, manteniéndola a su lado. El corazón de Paula comenzó a latir de nuevo apresuradamente. ¿Por qué estaba dejándole hacer? Debería incomodarla que la llevara allí fuera, lejos de las miradas curiosas, debería detenerlo… Sin embargo, la mano de él en su cintura parecía insistir en que siguiera con él. Ella necesitaba saber a dónde conducía todo aquello, pero, si a él no le importaba lo que pensara la gente, ¿por qué había de importarle a ella? 


Tal vez era cierto que solo quería respirar un poco de aire fresco…


Una vez estuvieron en los jardines, él se detuvo. Quizá la magia del momento ya había pasado para él. Paula alzó la vista y lo encontró contemplando absorto la fuente. Echó a andar de nuevo, aparentemente queriendo alejarse del resto de los invitados que paseaban cerca de la casa.


Sin embargo, a medida que siguieron caminando y llegaron junto a la fuente, vio que no había nadie por allí y, aunque los jardines contaban con alumbrado nocturno, el cenador estaba en penumbra. Paula comprendió que él había estado buscando un lugar privado, pero parecía que incluso después de haberlo encontrado estuviera dudando. Se habían detenido y él, mirando en derredor, le indicó un banco con la mano.


–Por favor.


Paula tomó asiento, pero él se quedó de pie, apenas a un metro de ella. Su tensión era tan palpable que a la joven le fue imposible relajarse. Todos y cada uno de los músculos de su cuerpo parecían estar contraídos, esperando saber qué sucedería a continuación. Paula tuvo una sensación premonitoria de que iba a vivir un momento importante en su vida, pero se sintió incapaz de dar el primer paso.


El silencio se alargó durante segundos…, minutos…, mientras él parecía estar tratando de tomar una decisión, la cabeza gacha. Sin embargo, podía notar su mirada, fija en sus hombros desnudos, descender ansiosa hacia el escote. 


Paula se sintió enrojecer, como si aquella mirada la quemara.


–¿Puedo tutearla, Paula?


Ella asintió levemente.


–Gracias, hazlo tú también, por favor –le dijo él–. ¿Cuántos años tienes?


–Veintiséis –musitó ella. Sentía la boca totalmente seca.


–Yo tengo treinta y cuatro. Treinta y cuatro… –repitió como criticándose por su comportamiento.


La edad no tenía nada que ver con los sentimientos, se dijo Paula, pero, aun así, él estaba sacudiendo la cabeza como si los ochos años de diferencia supusieran un obstáculo insalvable. No podía entender cuál era el conflicto interior con el que parecía estar batallando por la expresión de su rostro. Pedro se alejó unos metros más de ella, y se quedó mirando los jardines, de perfil.


–Háblame de ti –le rogó, y, sin embargo, volvía a sonar como una orden. Ella no alcanzaba siquiera a imaginar qué esperaba obtener con sus respuestas.


–Me crié en una pequeña plantación de caña de azúcar, que aún poseen mis padres.


–¿De caña de azúcar?, ¿dónde?


–Cerca de Edmonton, justo al otro lado de Cairns.



–¿Cómo se llaman tus padres?


–Chaves, Francisco y Elena Chaves.


Pedro asintió con la cabeza:
–He oído hablar de tu padre.


–Mi hermano mayor, Juan, y su familia también viven en la plantación, y mi hermano pequeño, Dany, vive del turismo.


–Oh, el que hace las carreras de sapos…


–Sí –sonrió ella–, entre otras cosas.


–¿No tienes ninguna hermana?


–No –negó ella sacudiendo la cabeza–, solo nosotros tres.


–¿Y dónde estudiaste?


–Asistí a la escuela primaria de Edmonton, y luego mis padres me inscribieron en el instituto Saint Joseph en Cairns.


–Humm… Un colegio de monjas, ¿eh? –inquirió él con una sonrisa irónica en los labios.


Paula se mordió la lengua, sin saber muy bien cómo tomarse aquel comentario, pero inmediatamente él continuó con las preguntas:
–¿Trabajabas antes de casarte?


–Sí, trabajaba en una floristería. Siempre me han gustado mucho las flores –explicó. No es que fuera un trabajo fascinante, pero para ella siempre había sido suficiente, y no iba a excusarse por su falta de ambiciones.


–¿Y cuántos años tenías cuando te casaste?


–Veintidós.


–Vaya, eras muy joven –murmuró él.


–Estábamos muy enamorados –replicó Paula. Parecía absurdo tener que justificarse cuando aquella atracción estaba siendo tan repentina. Había querido a Angelo por muchas, muchísimas razones. En cambio, lo que sentía por aquel hombre no parecía tener ningún sentido, pero, con todo, era algo del todo imposible de ignorar.


Debería ser ella quien estuviera haciéndole preguntas. Claro que, ¿supondría alguna diferencia el saber más de él? Y, de cualquier modo, ¿por qué estaba haciéndole todas aquellas preguntas? ¿Tal vez estaba tratando de convencerse a sí mismo de que ella no le convenía, de que Marcela era un partido mucho mejor?


Aquel pensamiento hizo que se sintiera dolida y enfadada. 


Ella no había buscado aquello de ningún modo, no era ella quien andaba persiguiéndolo. Era él quien había tomado la iniciativa.


–¿Y seguiste trabajando cuándo te casaste? –continuó Pedro ajeno a las reflexiones de ella.


–En la floristería no, hacía de cocinera cuando alquilaba el barco para pesca en alta mar –contestó. «Y le era de mucha más ayuda de la que Marcela Banks lo será nunca para ti», añadió para sí con airado resentimiento por cómo parecía estar juzgándola.


–¿Así que eras como una especie de anfitriona en el barco con él para los clientes?


–Sí, me gustaba hacerlo –respondió en un tono beligerante–. Pero cuando me quedé embarazada empecé a tener mareos y me quedé en casa, pero allí le preparaba las comidas y Angelo las llevaba al barco.


¿Qué había de malo en trabajar sirviendo a la gente?, se dijo a sí misma enfadada. Incluso los diseñadores de moda trabajaban con sus clientes en mente. El trabajo que había hecho entonces era tan digno como el que hacía su prometida. Evidentemente no ganaba tanto dinero como ella, pero no tenía nada de lo que avergonzarse.


–Así que desde que tuviste a Marcos… ¿Has dejado de trabajar?


–No exactamente.


Hubo un momento en que sí había dejado de trabajar, tras la muerte de Angelo, pero prefería no pensar en aquella época de vacío, en el duro golpe que había supuesto para ella, en el dolor…, en la sensación de aturdimiento constante. Era como estar en el limbo, ni con los vivos ni con la persona que la había dejado. Lo único que había quedado de los planes que habían hecho de formar una gran familia era el pequeño Marcos. Su maravilloso hijito era a la vez un consuelo y un constante recordatorio de lo que la muerte le había robado. Desde que falleciera su esposo no había querido planificar más, tal vez por miedo a tentar al destino.


Poco a poco había aprendido a vivir día a día, saliendo adelante más que buscando nuevas oportunidades para ella. 


Y, entonces, Isabella Alfonso le había abierto una puerta y era posible que Patricia Owen le abriese más aún, pero en aquel instante todo aquello no parecía importante. Pedro Alfonso se había convertido en el centro de su mundo y no podía pensar en otra cosa a pesar de no saber a qué atenerse con él. Debía de estar perdiendo la razón además del norte…


–Oh, te refieres a tus trabajos temporales como cantante –dijo él viendo que ella se quedaba callada.


–No, también trabajo en la floristería de mi tía –contestó Paula despacio. De pronto, al decir aquellas palabras, ella misma supo que, aunque le agradaba, el trabajo de ayudante en la floristería era algo provisional–. Está bien porque puedo llevar a Marcos allí y no tengo que dejarlo en una guardería –añadió.


–¿Lo has dejado a cargo de alguien esta noche?


Con tantas emociones se había olvidado de lo que iba a hacer, ir a ver a su pequeño.


–De Rosita, vuestra ama de llaves –respondió poniéndose de pie. Se sentía agitada, como si se hubiera comportado como una mala madre dejándose arrastrar por fantasías estúpidas en vez de mantener los pies firmes en el suelo, en la realidad, junto a su hijo–, y si me disculpas, voy a ver cómo se encuentra.


–¿Marcos está aquí?, ¿en Alfonso’s Castle? –la interrogó Pedro muy sorprendido.


Paula se volvió hacia él molesta. ¿Acaso le parecía que su hijo y ella no eran dignos de ser huéspedes de su abuela? 


Alzando la barbilla de forma instintiva, desafiando cualquier opinión negativa que él pudiera albergar de ella, le respondió:
–Tu abuela nos invitó amablemente a pasar la noche para que Marcos no tuviera que hacer el viaje de regreso de noche.


–¿Entonces tú también vas a dormir en la casa?


–Tu abuela me ha dejado la habitación de la niñera, junto al cuarto de los niños –contestó Paula. Y, casi al instante, deseó no habérselo dicho. Aunque a ella le había parecido perfecto, seguramente parecería como si no se merecieran el honor de dormir en una de las habitaciones de invitados. Todas aquellas preguntas empezaban a exasperarla sobremanera–. ¿Por qué estás haciéndome tantas preguntas?, ¿por qué no me dices qué es lo que estás pensando en realidad? –exclamó–, ¡esto no es justo!


–¡Sé que no lo es! –replicó él–. Yo solo quería que me ayudases a resolver el dilema interior que tengo, pero ahora veo que es imposible. Únicamente yo puedo decidir.


Aquello disparó todo el resentimiento que había estado conteniendo durante la conversación


–¡Oh, caray qué suerte tienes! –le espetó sarcástica–, tú puedes decidir, tienes varias opciones… Pues en cambio parece que yo no. Pero, tranquilo, me marcharé. Al menos eso sí puedo hacerlo.


Cuando echó a andar para volver dentro, fue como si estuviera tratando de arrastrar su cuerpo fuera de un campo magnético, fuera del inmenso poder de atracción que ejercía sobre ella.


–¡No, espera, Paula!


Pedro la había agarrado por la muñeca para detenerla y hacer que se girara hacia él, pero, al hacerlo, ella se tambaleó y perdió el equilibrio, yendo a caer entre sus brazos. Él le rodeó la cintura con firmeza, pero Paula interpuso una distancia de seguridad entre ambos colocando las manos sobre su tórax.


–¡No juegues conmigo! –le gritó alzando los ojos hacia su rostro.


Los ojos azules de Pedro brillaban de un modo apasionado:
–¿Crees que estoy jugando contigo, Paula? –masculló entre dientes, como tratando de contener un torbellino de emociones–, ¿crees que estaba jugando contigo mientras bailábamos?


La joven sintió de pronto que sus defensas flaqueaban. No quería luchar, no podía… La intensidad de los sentimientos que él parecía estar proyectando estaba reavivando el fuego del deseo en su interior. Quería más, no le bastaba con estar entre sus brazos. Aquella proximidad era un horrible tormento, una prolongación cruel de la zozobra que ambos sentían y que exigía una decisión…


Con uno de sus musculosos brazos, Pedro la atrajo más hacia sí mientras que levantaba el otro para acariciarle el rostro. 


Las puntas de sus dedos apartaron con delicadeza un mechón de la frente de Paula y descendieron por la mejilla, trazando el contorno de la boca, para deslizarse hacia la barbilla, el cuello, introducirse por debajo del suave cabello y llegar a la nuca. Aquel contacto de piel contra piel era tan hipnotizador, que Paula no podía pensar con claridad. 


Quería más, mucho más…


De pronto sintió que Pedro respiraba agitadamente, su tórax subía y bajaba apretado contra su pecho.


–Perdóname, Paula, pero tengo que hacer esto –murmuró. 


Aquellas palabras susurradas cargadas de imperiosa necesidad hicieron que el corazón de la joven se desbocara.


Y entonces vino el beso, repentino y arrollador, como si la pasión que habían estado reprimiendo estallara de pronto, urgiéndoles a saborear al otro, a dejar a un lado toda inhibición. Pronto se convirtió en un desenfrenado intercambio de emociones que parecía estar fusionándolos en una sola alma, absorbiendo todas sus energías.


Sin saber cómo, Paula de repente se encontró echándole los brazos al cuello y arqueando su cuerpo hacia él, deleitándose en la masculinidad de sus duras formas. 


Ansiaba alcanzar una intimidad absoluta con él.


Era tan extraño… Era como si nunca hubiera sabido que alguien pudiera despertar semejantes sensaciones en ella, y de repente, sin previo aviso, estaban inundándola, aturdiéndola… Era el resultado de una química perfecta. Se lo decía el latido acelerado de su corazón, y los mensajes constantes de sus neuronas al cerebro de que lo necesitaba, lo necesitaba…


Aun cuando él puso fin al beso, aquella química increíble seguía allí, flotando en el ambiente. Descansó la mejilla contra su cabello, manteniéndola abrazada con tal presión, que parecía que no quisiera soltarla nunca.


–Créeme, Paula, esto no es ningún juego –dijo con voz áspera–, pero tenemos que detenerlo porque tienes razón… No es justo.


Aquellas palabras devolvieron a la joven bruscamente a la realidad, como si alguien la hubiera despertado, zarandeándola, de un sueño maravilloso. Sintió el cuerpo de él tensarse, y apartarse de ella, obligándola a retirar los brazos de sus hombros. Entonces el significado de sus palabras la golpeó, como si la hubieran abofeteado. ¿Que tenían que detenerlo?, ¿que no era justo?


Pedro había dado un paso atrás, y se había quedado mirándola preocupado, los brazos caídos junto a los costados, viendo cómo ella se tambaleaba ligeramente al quedarse sin su apoyo.


Tratando de controlar el temblor que la agitaba, Paula se rodeó el cuerpo con los brazos, sintiendo que todo el calor que había generado aquel beso se había disipado de pronto.


Se quedó mirándolo fijamente, paralizada por la incredulidad, incapaz de comprender cómo podía pretender detener aquello. La promesa implícita de satisfacción, de plenitud, se había roto. Era como estar cayendo en una especie de agujero negro donde solo había vacío y oscuridad.


¿Qué vio él en los ojos de ella? ¿Acaso la herida abierta por el rechazo?, ¿un corazón destrozado?, ¿una verdad que no quería afrontar?


Fuera lo que fuera, Pedro frunció el ceño como si se sintiera culpable y murmuró un «lo siento» que la dejó aún más aturdida.


¿Que lo sentía? Aquello era insoportable… La furia la sacudió de tal modo en aquel instante que de algún modo le dio fuerzas para girarse sobre los talones y salir corriendo hacia la entrada de Alfonso’s Castle, la vista borrosa por las lágrimas en sus ojos.


Entonces pensó en Marcos. Él era lo único que tenía, y la quería incondicionalmente. Había una gran diferencia, una diferencia enorme entre el amor y el deseo sexual. Haría bien en quedarse al lado de su hijo y dejarse de fantasías.