martes, 15 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 7





Resultaba extraño lo desinflada que se sentía en aquel momento, tras la actuación. En lugar de eso, debería estar entusiasmada por lo bien que había salido todo. ¡Si incluso Patricio Owen estaba encantado con ella! Hacía solo un minuto le había sugerido que podían actuar juntos más veces, y su anfitriona y las demás personas sentadas a su mesa la habían colmado de halagos. ¿Y qué era lo que ella quería hacer? Salir corriendo de allí y quedarse sola.


Era una estúpida, ¿por qué tenía que afectarla de aquella manera el haber visto a Pedro Alfonso conducir a su prometida a la pista de baile? ¿Qué esperaba, que la sacara a ella? 


Deseaba no haberlos visto, pero era imposible cuando habían salido a bailar los primeros, nada más terminar la canción, Marcela vibrando sensualmente al ritmo de la música con aquel atrevido vestido rojo, él pendiente solo de ella. ¿De qué otro modo podía ser?, se repitió furiosa consigo misma.


–Patricio, acerca una de las sillas de esa mesa –ordenó Isabella–, quiero que Paula se siente conmigo un rato mientras…


–Oh, no, yo… De verdad que tengo que marcharme ya, no puedo… –se apresuró a decir Paula.


–¿Que te vas ya? –repitió Isabella frunciendo el entrecejo–. Pero yo quería que te quedaras a disfrutar de la fiesta… Estate tranquila, querida, Rosita está cuidando de Marcos.


Isabella la había invitado a pasar la noche en Alfonso’s Castle y se había sentido tentada de aceptar, soñando con un posible romance con su nieto mayor, pero en aquellos momentos aquella fantasía se le antojaba tan absurda que buscó una salida desesperadamente:
–No creo que sea buena idea, señora Alfonso, este lugar es extraño para él, si se despierta y…


–Oh, vamos, Paula, si hay algún problema…


Pero la joven no acertó a escuchar el final de la frase. En ese momento acababa de ver a Pedro Alfonso acercándose entre la gente a través de la pista de baile… ¡Dirigiéndose justo hacia ella! Los bailarines parecían apartarse a su paso como el mar Rojo abriéndose ante Moisés, como si la fuerza que parecía refulgir dentro de él los controlara. Y se dirigía a ella, a ella… Podía verlo en sus ojos, fijos en los suyos.


Paula tuvo una extraña sensación, como si la estuvieran pinchando con mil alfileres a un tiempo. El corazón amenazaba con salírsele por la garganta y se había quedado sin aliento. Se quedó totalmente quieta, esperando que llegara a su lado, sin poder creer que aquello estuviera ocurriendo realmente. ¿De verdad quería estar con ella? ¿Tal vez iba a pedirle que…?


No se atrevió a completar esa pregunta. Estaba temblando por dentro, anticipando aquel momento. No podía ser verdad y, sin embargo, él no miraba a nadie más mientras avanzaba. Creyó ver en sus ojos una acuciante necesidad, un fuerte deseo, que la hacía albergar esperanzas contra su voluntad, cerrando sus sentidos a todo lo demás que la rodeaba.


Estaba increíblemente atractivo con su esmoquin. De algún modo, parecía hacerle más alto, mas fuerte, más masculino… Iba a ponerse en ridículo delante de él, no podía controlar su nerviosismo, era como si fuera un instrumento y la sola visión de aquel hombre sacara de ella notas que nunca había imaginado que llevaba dentro. 


Decididamente, había una química especial entre ellos que ni siquiera había sentido con su marido.


Mientras él rodeaba la mesa dirigiéndose hacia ella y su abuela, Paula se giró hacia él, y la gente desapareció para ella en una masa difusa de colores. Solo podía mirarlo a él, porque sus brillantes ojos azules mantenían los suyos cautivos.


–¿Le gustaría bailar? –aunque era una pregunta, casi sonó como una orden a la que ella no pudiera negarse. Tampoco habría querido.


–Sí –dijo quedamente. Él alargó la mano y ella la tomó, poniéndose de pie y dejando que la llevara hacia la pista de baile. Entonces Pedro le rodeó la cintura con uno de sus fuertes brazos atrayéndola hacia sí, generando una especie de electricidad imposible de explicar.


La mano libre de Paula descansaba en el hombro de él, y la joven se quedó mirándola fijamente, tratando de resistir el impulso de deslizarla hacia el cuello, de introducirla por la camisa y tocar… «Ni hablar», se reprendió mentalmente, «¿dónde está tu sentido del decoro?» Ya era bastante frustrante notarlo tan cerca, pero con la barrera de la ropa entre ellos. Deseaba tocarlo, acariciarle el cabello…


«¡Basta, Paula!, vas a meterte en problemas… Problemas mayores de los que ya tienes». Tenía que comportarse como una persona madura, le recordaba una y otra vez el poco sentido común que no había sido acallado ya por su deseo. 


Marcela también estaba allí, podía estar observándolos…


Claro que tampoco parecía que a él le importara eso demasiado. ¿Bailaría así con todas las mujeres? Estaban tan cerca el uno del otro que le llegaba el embriagador aroma de su colonia. Estaba empezando a sentirse mareada, pero quería estar aún más cerca de él, saber cómo sería estar pegada a su cuerpo si pudiera dar rienda suelta al loco deseo que provocaba en ella.


¿Podría él oler su perfume también?, ¿le gustaría? Tenía la cabeza agachada hacia ella, de modo que la mejilla le rozaba el cabello. ¿Qué estaría pensando…, sintiendo? Casi le daba la impresión de que estuviera tratando de aspirar su esencia, de absorberla, ansiando más igual que ella.


Desde que salieran a la pista ninguno de los dos había pronunciado palabra, y el silencio parecía magnificar todas aquellas inquietantes sensaciones. El suave ritmo de la música se ajustaba a cada uno de sus movimientos, y el calor que provocaba la fricción de sus cuerpos estaba creando un cosquilleo en sus senos y en sus muslos, una excitación tal, que era casi insoportable, mientras que la mano derecha de él, firme en su espalda, le impedía siquiera alejarse de él un centímetro… Ni ella lo quería tampoco.


De pronto sintió que ella no era la única que se estaba excitando, y se regocijó de que Pedro no pudiera ocultar el efecto que estaba teniendo en él. Sin embargo, relajó un poco la presión de su mano sobre la espalda de Paula y se separó un poco de ella.


Paula quería pensar que aquella clara evidencia de deseo significaba algo más que una pura respuesta a un estímulo. 


Era una locura, un placer prohibido, un juego peligroso, y aun así… No podía dejar de rogar a Dios por que aquella atracción devastadora fuera mutua.


De pronto la música se paró y comenzó una nueva canción, mucho más rápida. Las parejas en torno a ellos siguieron bailando, pero Pedro no se movió. Un ataque de pánico golpeó a Paula. ¿Eso era todo?, ¿iba a dejarla?, tal vez la llevaría de nuevo con su abuela y él volvería con Marcela…


Todas aquellas preguntas la estaban sumiendo en un turbulento torbellino, y la única forma de detenerlo era mirarlo a los ojos. Tenía los labios ligeramente apretados, la barbilla tensa, y en sus ojos un brillo intenso parecía querer hacerle también mil preguntas a ella.


–Salgamos fuera, necesito un poco de aire fresco –le dijo con voz ronca.


Sin esperar a que ella asintiera, la guió a los jardines, la mano aún en su cintura, manteniéndola a su lado. El corazón de Paula comenzó a latir de nuevo apresuradamente. ¿Por qué estaba dejándole hacer? Debería incomodarla que la llevara allí fuera, lejos de las miradas curiosas, debería detenerlo… Sin embargo, la mano de él en su cintura parecía insistir en que siguiera con él. Ella necesitaba saber a dónde conducía todo aquello, pero, si a él no le importaba lo que pensara la gente, ¿por qué había de importarle a ella? 


Tal vez era cierto que solo quería respirar un poco de aire fresco…


Una vez estuvieron en los jardines, él se detuvo. Quizá la magia del momento ya había pasado para él. Paula alzó la vista y lo encontró contemplando absorto la fuente. Echó a andar de nuevo, aparentemente queriendo alejarse del resto de los invitados que paseaban cerca de la casa.


Sin embargo, a medida que siguieron caminando y llegaron junto a la fuente, vio que no había nadie por allí y, aunque los jardines contaban con alumbrado nocturno, el cenador estaba en penumbra. Paula comprendió que él había estado buscando un lugar privado, pero parecía que incluso después de haberlo encontrado estuviera dudando. Se habían detenido y él, mirando en derredor, le indicó un banco con la mano.


–Por favor.


Paula tomó asiento, pero él se quedó de pie, apenas a un metro de ella. Su tensión era tan palpable que a la joven le fue imposible relajarse. Todos y cada uno de los músculos de su cuerpo parecían estar contraídos, esperando saber qué sucedería a continuación. Paula tuvo una sensación premonitoria de que iba a vivir un momento importante en su vida, pero se sintió incapaz de dar el primer paso.


El silencio se alargó durante segundos…, minutos…, mientras él parecía estar tratando de tomar una decisión, la cabeza gacha. Sin embargo, podía notar su mirada, fija en sus hombros desnudos, descender ansiosa hacia el escote. 


Paula se sintió enrojecer, como si aquella mirada la quemara.


–¿Puedo tutearla, Paula?


Ella asintió levemente.


–Gracias, hazlo tú también, por favor –le dijo él–. ¿Cuántos años tienes?


–Veintiséis –musitó ella. Sentía la boca totalmente seca.


–Yo tengo treinta y cuatro. Treinta y cuatro… –repitió como criticándose por su comportamiento.


La edad no tenía nada que ver con los sentimientos, se dijo Paula, pero, aun así, él estaba sacudiendo la cabeza como si los ochos años de diferencia supusieran un obstáculo insalvable. No podía entender cuál era el conflicto interior con el que parecía estar batallando por la expresión de su rostro. Pedro se alejó unos metros más de ella, y se quedó mirando los jardines, de perfil.


–Háblame de ti –le rogó, y, sin embargo, volvía a sonar como una orden. Ella no alcanzaba siquiera a imaginar qué esperaba obtener con sus respuestas.


–Me crié en una pequeña plantación de caña de azúcar, que aún poseen mis padres.


–¿De caña de azúcar?, ¿dónde?


–Cerca de Edmonton, justo al otro lado de Cairns.



–¿Cómo se llaman tus padres?


–Chaves, Francisco y Elena Chaves.


Pedro asintió con la cabeza:
–He oído hablar de tu padre.


–Mi hermano mayor, Juan, y su familia también viven en la plantación, y mi hermano pequeño, Dany, vive del turismo.


–Oh, el que hace las carreras de sapos…


–Sí –sonrió ella–, entre otras cosas.


–¿No tienes ninguna hermana?


–No –negó ella sacudiendo la cabeza–, solo nosotros tres.


–¿Y dónde estudiaste?


–Asistí a la escuela primaria de Edmonton, y luego mis padres me inscribieron en el instituto Saint Joseph en Cairns.


–Humm… Un colegio de monjas, ¿eh? –inquirió él con una sonrisa irónica en los labios.


Paula se mordió la lengua, sin saber muy bien cómo tomarse aquel comentario, pero inmediatamente él continuó con las preguntas:
–¿Trabajabas antes de casarte?


–Sí, trabajaba en una floristería. Siempre me han gustado mucho las flores –explicó. No es que fuera un trabajo fascinante, pero para ella siempre había sido suficiente, y no iba a excusarse por su falta de ambiciones.


–¿Y cuántos años tenías cuando te casaste?


–Veintidós.


–Vaya, eras muy joven –murmuró él.


–Estábamos muy enamorados –replicó Paula. Parecía absurdo tener que justificarse cuando aquella atracción estaba siendo tan repentina. Había querido a Angelo por muchas, muchísimas razones. En cambio, lo que sentía por aquel hombre no parecía tener ningún sentido, pero, con todo, era algo del todo imposible de ignorar.


Debería ser ella quien estuviera haciéndole preguntas. Claro que, ¿supondría alguna diferencia el saber más de él? Y, de cualquier modo, ¿por qué estaba haciéndole todas aquellas preguntas? ¿Tal vez estaba tratando de convencerse a sí mismo de que ella no le convenía, de que Marcela era un partido mucho mejor?


Aquel pensamiento hizo que se sintiera dolida y enfadada. 


Ella no había buscado aquello de ningún modo, no era ella quien andaba persiguiéndolo. Era él quien había tomado la iniciativa.


–¿Y seguiste trabajando cuándo te casaste? –continuó Pedro ajeno a las reflexiones de ella.


–En la floristería no, hacía de cocinera cuando alquilaba el barco para pesca en alta mar –contestó. «Y le era de mucha más ayuda de la que Marcela Banks lo será nunca para ti», añadió para sí con airado resentimiento por cómo parecía estar juzgándola.


–¿Así que eras como una especie de anfitriona en el barco con él para los clientes?


–Sí, me gustaba hacerlo –respondió en un tono beligerante–. Pero cuando me quedé embarazada empecé a tener mareos y me quedé en casa, pero allí le preparaba las comidas y Angelo las llevaba al barco.


¿Qué había de malo en trabajar sirviendo a la gente?, se dijo a sí misma enfadada. Incluso los diseñadores de moda trabajaban con sus clientes en mente. El trabajo que había hecho entonces era tan digno como el que hacía su prometida. Evidentemente no ganaba tanto dinero como ella, pero no tenía nada de lo que avergonzarse.


–Así que desde que tuviste a Marcos… ¿Has dejado de trabajar?


–No exactamente.


Hubo un momento en que sí había dejado de trabajar, tras la muerte de Angelo, pero prefería no pensar en aquella época de vacío, en el duro golpe que había supuesto para ella, en el dolor…, en la sensación de aturdimiento constante. Era como estar en el limbo, ni con los vivos ni con la persona que la había dejado. Lo único que había quedado de los planes que habían hecho de formar una gran familia era el pequeño Marcos. Su maravilloso hijito era a la vez un consuelo y un constante recordatorio de lo que la muerte le había robado. Desde que falleciera su esposo no había querido planificar más, tal vez por miedo a tentar al destino.


Poco a poco había aprendido a vivir día a día, saliendo adelante más que buscando nuevas oportunidades para ella. 


Y, entonces, Isabella Alfonso le había abierto una puerta y era posible que Patricia Owen le abriese más aún, pero en aquel instante todo aquello no parecía importante. Pedro Alfonso se había convertido en el centro de su mundo y no podía pensar en otra cosa a pesar de no saber a qué atenerse con él. Debía de estar perdiendo la razón además del norte…


–Oh, te refieres a tus trabajos temporales como cantante –dijo él viendo que ella se quedaba callada.


–No, también trabajo en la floristería de mi tía –contestó Paula despacio. De pronto, al decir aquellas palabras, ella misma supo que, aunque le agradaba, el trabajo de ayudante en la floristería era algo provisional–. Está bien porque puedo llevar a Marcos allí y no tengo que dejarlo en una guardería –añadió.


–¿Lo has dejado a cargo de alguien esta noche?


Con tantas emociones se había olvidado de lo que iba a hacer, ir a ver a su pequeño.


–De Rosita, vuestra ama de llaves –respondió poniéndose de pie. Se sentía agitada, como si se hubiera comportado como una mala madre dejándose arrastrar por fantasías estúpidas en vez de mantener los pies firmes en el suelo, en la realidad, junto a su hijo–, y si me disculpas, voy a ver cómo se encuentra.


–¿Marcos está aquí?, ¿en Alfonso’s Castle? –la interrogó Pedro muy sorprendido.


Paula se volvió hacia él molesta. ¿Acaso le parecía que su hijo y ella no eran dignos de ser huéspedes de su abuela? 


Alzando la barbilla de forma instintiva, desafiando cualquier opinión negativa que él pudiera albergar de ella, le respondió:
–Tu abuela nos invitó amablemente a pasar la noche para que Marcos no tuviera que hacer el viaje de regreso de noche.


–¿Entonces tú también vas a dormir en la casa?


–Tu abuela me ha dejado la habitación de la niñera, junto al cuarto de los niños –contestó Paula. Y, casi al instante, deseó no habérselo dicho. Aunque a ella le había parecido perfecto, seguramente parecería como si no se merecieran el honor de dormir en una de las habitaciones de invitados. Todas aquellas preguntas empezaban a exasperarla sobremanera–. ¿Por qué estás haciéndome tantas preguntas?, ¿por qué no me dices qué es lo que estás pensando en realidad? –exclamó–, ¡esto no es justo!


–¡Sé que no lo es! –replicó él–. Yo solo quería que me ayudases a resolver el dilema interior que tengo, pero ahora veo que es imposible. Únicamente yo puedo decidir.


Aquello disparó todo el resentimiento que había estado conteniendo durante la conversación


–¡Oh, caray qué suerte tienes! –le espetó sarcástica–, tú puedes decidir, tienes varias opciones… Pues en cambio parece que yo no. Pero, tranquilo, me marcharé. Al menos eso sí puedo hacerlo.


Cuando echó a andar para volver dentro, fue como si estuviera tratando de arrastrar su cuerpo fuera de un campo magnético, fuera del inmenso poder de atracción que ejercía sobre ella.


–¡No, espera, Paula!


Pedro la había agarrado por la muñeca para detenerla y hacer que se girara hacia él, pero, al hacerlo, ella se tambaleó y perdió el equilibrio, yendo a caer entre sus brazos. Él le rodeó la cintura con firmeza, pero Paula interpuso una distancia de seguridad entre ambos colocando las manos sobre su tórax.


–¡No juegues conmigo! –le gritó alzando los ojos hacia su rostro.


Los ojos azules de Pedro brillaban de un modo apasionado:
–¿Crees que estoy jugando contigo, Paula? –masculló entre dientes, como tratando de contener un torbellino de emociones–, ¿crees que estaba jugando contigo mientras bailábamos?


La joven sintió de pronto que sus defensas flaqueaban. No quería luchar, no podía… La intensidad de los sentimientos que él parecía estar proyectando estaba reavivando el fuego del deseo en su interior. Quería más, no le bastaba con estar entre sus brazos. Aquella proximidad era un horrible tormento, una prolongación cruel de la zozobra que ambos sentían y que exigía una decisión…


Con uno de sus musculosos brazos, Pedro la atrajo más hacia sí mientras que levantaba el otro para acariciarle el rostro. 


Las puntas de sus dedos apartaron con delicadeza un mechón de la frente de Paula y descendieron por la mejilla, trazando el contorno de la boca, para deslizarse hacia la barbilla, el cuello, introducirse por debajo del suave cabello y llegar a la nuca. Aquel contacto de piel contra piel era tan hipnotizador, que Paula no podía pensar con claridad. 


Quería más, mucho más…


De pronto sintió que Pedro respiraba agitadamente, su tórax subía y bajaba apretado contra su pecho.


–Perdóname, Paula, pero tengo que hacer esto –murmuró. 


Aquellas palabras susurradas cargadas de imperiosa necesidad hicieron que el corazón de la joven se desbocara.


Y entonces vino el beso, repentino y arrollador, como si la pasión que habían estado reprimiendo estallara de pronto, urgiéndoles a saborear al otro, a dejar a un lado toda inhibición. Pronto se convirtió en un desenfrenado intercambio de emociones que parecía estar fusionándolos en una sola alma, absorbiendo todas sus energías.


Sin saber cómo, Paula de repente se encontró echándole los brazos al cuello y arqueando su cuerpo hacia él, deleitándose en la masculinidad de sus duras formas. 


Ansiaba alcanzar una intimidad absoluta con él.


Era tan extraño… Era como si nunca hubiera sabido que alguien pudiera despertar semejantes sensaciones en ella, y de repente, sin previo aviso, estaban inundándola, aturdiéndola… Era el resultado de una química perfecta. Se lo decía el latido acelerado de su corazón, y los mensajes constantes de sus neuronas al cerebro de que lo necesitaba, lo necesitaba…


Aun cuando él puso fin al beso, aquella química increíble seguía allí, flotando en el ambiente. Descansó la mejilla contra su cabello, manteniéndola abrazada con tal presión, que parecía que no quisiera soltarla nunca.


–Créeme, Paula, esto no es ningún juego –dijo con voz áspera–, pero tenemos que detenerlo porque tienes razón… No es justo.


Aquellas palabras devolvieron a la joven bruscamente a la realidad, como si alguien la hubiera despertado, zarandeándola, de un sueño maravilloso. Sintió el cuerpo de él tensarse, y apartarse de ella, obligándola a retirar los brazos de sus hombros. Entonces el significado de sus palabras la golpeó, como si la hubieran abofeteado. ¿Que tenían que detenerlo?, ¿que no era justo?


Pedro había dado un paso atrás, y se había quedado mirándola preocupado, los brazos caídos junto a los costados, viendo cómo ella se tambaleaba ligeramente al quedarse sin su apoyo.


Tratando de controlar el temblor que la agitaba, Paula se rodeó el cuerpo con los brazos, sintiendo que todo el calor que había generado aquel beso se había disipado de pronto.


Se quedó mirándolo fijamente, paralizada por la incredulidad, incapaz de comprender cómo podía pretender detener aquello. La promesa implícita de satisfacción, de plenitud, se había roto. Era como estar cayendo en una especie de agujero negro donde solo había vacío y oscuridad.


¿Qué vio él en los ojos de ella? ¿Acaso la herida abierta por el rechazo?, ¿un corazón destrozado?, ¿una verdad que no quería afrontar?


Fuera lo que fuera, Pedro frunció el ceño como si se sintiera culpable y murmuró un «lo siento» que la dejó aún más aturdida.


¿Que lo sentía? Aquello era insoportable… La furia la sacudió de tal modo en aquel instante que de algún modo le dio fuerzas para girarse sobre los talones y salir corriendo hacia la entrada de Alfonso’s Castle, la vista borrosa por las lágrimas en sus ojos.


Entonces pensó en Marcos. Él era lo único que tenía, y la quería incondicionalmente. Había una gran diferencia, una diferencia enorme entre el amor y el deseo sexual. Haría bien en quedarse al lado de su hijo y dejarse de fantasías.











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