martes, 15 de diciembre de 2015

UNA NOVIA EN UN MILLÓN: CAPITULO 8




Marcela se mostró encantada al ver a Patricio Owen dar un toque a su pareja de baile en el hombro.


–Mi turno, querido muchacho –le dijo enarcando una ceja con malicia–, por la vieja amistad que me une a la señorita.


Marcela no pudo evitar reírse. La amistad entre ellos era más «íntima» que «vieja».


–Discúlpame, Chris –le dijo al tipo con el que había estado bailando–, y gracias por bailar conmigo.


–Ha sido un placer, por ti haría lo que fuera –respondió el tal Chris sonriendo como un tonto.


Aquello era exactamente lo que debería haberle dicho Pedro en lugar de haberla cambiado por «su» cantante. ¡El modo en que la tenía agarrada mientras bailaban! Al menos la compañía de su querido Patricio la haría olvidar por unos momentos aquel ultraje. Dedicó a este una mirada lasciva mientras él la tomaba entre sus brazos, moviéndose inmediatamente al ritmo de la música. 


Decididamente era el bailarín más sexy que conocía, se dijo Marcela. Y no solo era bueno en la pista de baile, también en la cama.


–¿Te ha dejado abandonada tu maravilloso prometido, nena? –le preguntó Patricio burlón.


–¿Y tú?, ¿te ha dejado tirado tu acompañante en los dúos? –replicó ella con malicia.


–Bueno, las perspectivas son prometedoras, pero me temo que es… de las que quieren pasar por el altar. Por cierto, ándate con ojo con ella, querida, me parece que a Pedro le tiene comiendo de su mano.


–No te preocupes, las riendas las llevo yo, Patricio.


El pianista suspiró recorriéndola hambriento con la mirada.


–Es una lástima que Pedro no sea el hombre que te conviene. No te aprecia en lo que vales… Al contrario que yo. ¿No te apetece divertirte un rato entre los arbustos?


–Demasiado arriesgado –respondió ella entre risas.


Un brillo desafiante relumbró en los ojos de él.


–Ah, pero, ¿no es el peligro verdaderamente excitante?


–Me temo que el placer no compensa el peligro, Patricio –respondió ella. Sin embargo, parecía estar deleitándose con aquella posibilidad.


–Vamos, Marcela… –la instó Patricio. Siguiendo el ritmo de la música, movió las caderas hacia dentro y hacia fuera para enfatizar su propuesta–. Él ha ido fuera con la deliciosa Paula… ¿Ojo por ojo…?


–Por favor, Patricio… Dudo que se hayan ido a revolcarse entre los arbustos.


–Tienes razón, es más probable que se hayan ido a alguna habitación… –insistió él.


Pedro es demasiado puritano como para engañarme.


–¿Y no te resulta aburrido? De cualquier modo, sí que debe estar en una habitación –dijo. Ella enarcó las cejas extrañada–. Paula me dijo hace ya rato que quería subir a ver cómo estaba el niño. Parece ser que Isabella los ha invitado a ella y a su hijo a pernoctar aquí para que no viajen de noche… –explicó.


–¡Esa vieja bruja! –exclamó Marcela irritada–. Está tratando de crear problemas entre Pedro y yo.


Patricio no dudó en atizar las brasas:
–Sin duda tu prometido estará ahora inclinado sobre la camita del pequeño, emocionado por su dulce inocencia, pensando en cómo será cuando él tenga su primer hijo mientras…


–¡Cállate, Patricio!


El pianista se rio con la malicia del mismísimo diablo.


–…Mientras nosotros conspiramos.


Tomándola de la mano, ejecutó una complicada secuencia de pasos que acabó con ella entre sus brazos, casi tendida sobre el suelo de la pista de baile. Era un bailarín tan espectacular y divertido, pensó Marcela riéndose mientras él volvía a ponerla de pie. Echaba de menos aquella clase de diversión. Con Patricio no podía tomarse nada en serio, pero precisamente ahí radicaba su encanto. Pura diversión sin ningún compromiso, diversión y nada más.


Se detuvieron al llegar al final del salón y, sin soltarle la mano, Patricio la condujo a los jardines susurrando en su oído:
–Ven, echaremos una caña al aire antes de que te pongan alrededor de ese precioso cuello la soga de la familia Alfonso…


Sabía que no debía ir con él, pero lo hizo.


****



Pedro sabía que debía regresar al salón de baile, aunque solo fuera por mantener las apariencias. Marcela estaría subiéndose por las paredes por su prolongada ausencia, y no quería que la gente comenzase a murmurar sobre su salida a los jardines con Paula. Sería un canalla si dejara que su buena reputación se mancillase por su culpa.


Sin embargo, la sola idea de volver a la fiesta y verse obligado a unirse a conversaciones insustanciales se le antojaba insoportable. No le sería difícil inventar alguna historia, pero tampoco quería tener que explicar nada. Lo cierto era que se sentía muy incómodo por lo que había hecho con Paula…, y por lo que había sentido.


El control que se había autoimpuesto parecía estar torturándolo físicamente. Era como si cada músculo de su cuerpo le doliera, como si estuvieran contraídos por una tensión que no hubiera logrado liberar. Lo mejor sería dar un paseo. Después de todo, necesitaba estar solo para pensar



*****

–Seguro que no llevas nada debajo de ese vestido –dijo Patricio con picardía. Deslizó su mano hacia la cintura de ella acariciándole la cadera, con la sensual maestría que lo caracterizaba.


–Para ya, ¿quieres? –le espetó Marcela. Sin embargo, no hizo nada por detener el sobeteo del pianista, cuya mano había descendido hasta las nalgas para comprobar si en efecto llevaba o no ropa interior.


A Marcela no la tomó por sorpresa que se tomara semejantes libertades. Solía hacerlo con todas las mujeres y, en cierto modo, siempre la excitaba ser el objeto de deseo de un hombre. Además, no había nadie por allí. La mayoría de la gente que salía para fumar o para tomar un poco de aire fresco se iban al cenador, al otro lado del salón de baile.


–Lo sabía, no llevas absolutamente nada –confirmó Patricio tras su somera exploración–, lo cual significa que estás totalmente dispuesta para mí.


Rodeando un frondoso seto de hibiscos en flor, le indicó un banco.


–¿Qué te parece? Excitante, ¿no crees? Tú te sientas, yo me agacho… El seto te cubre hasta la cintura, así que nadie me verá y, de todos modos, tú puedes vigilar por encima del seto por si sale alguien del salón de baile mientras jugamos un rato…


–Eres incorregible, Patricio –replicó ella. Sin embargo, el riesgo de ser descubiertos la excitó aún más.


–Lo sé, pero es que no sabes cómo me ponen las bodas…


–No te necesito para el sexo, Pedro es increíble en la cama –lo picó ella. No obstante, hizo lo que Patricio había sugerido, recostándose en el banco, los brazos extendidos sobre el respaldo, como si estuviera descansando. Fuera por el frío aire de la noche o por la excitación del juego, de pronto notó que se le habían endurecido los pezones.


Patricio también parecía haberlo advertido, y le acaricio los senos mientras le susurraba seductoramente:
–¿No hay nada como un poco de infidelidad, eh? –dejó caer las manos para levantarle la falda del vestido–. Apuesto a que por aquí abajo ya estás húmeda y calentita para mí…


–No debería hacer esto…


–Tú no vas a hacer nada, cariño. Simplemente, relájate y háblame. Será algo distinto para variar, un desafío, tener que estar a dos cosas a la vez –respondió Patricio sonriendo con malicia e introduciendo una mano entre sus muslos–. No sé cómo quieres casarte con Pedro Alfonso, es asquerosamente honrado.


Marcela tardó un buen rato en retomar el aliento para contestar:
–Ese es el problema, Patricio, que tú no eres nada honrado, ¿qué iba a hacer contigo si un día me encontrara en apuros?


–¿Estamos hablando de dinero? –inquirió él bajándose la cremallera de la abultada entrepierna del pantalón.


–Bueno, desde luego Pedro posee una sólida fortuna, y su familia tiene un estatus de prestigio que impulsaría mi carrera como diseñadora. Esas son cosas que tú no puedes darme, querido.


–Ah, pero puedo darte esto…



*****

Pedro no sabía cómo había aguantado a lo largo del resto de la fiesta. Los minutos pasaron inexorables y tortuosos hasta que finalmente llegó el momento en que los novios se despidieron.


Había estado conteniéndose hasta el límite de lo imposible teniendo que mantener cara de póquer ante la euforia de Marcela.


En cuanto el coche de los recién casados se alejó, arrastró a su prometida del brazo hasta su automóvil.


–¡Eh, la fiesta todavía no se ha acabado! –protestó ella.


–Pues nosotros nos vamos –contestó él con aspereza.


–¿Se puede saber qué es lo que te pasa, Pedro? –exclamó Marcela exasperada–. Has estado toda la noche de lo más aburrido. ¿Te encuentras mal o qué?


–Exactamente.


–Pues podrías habérmelo dicho antes.


–Ya te lo estoy diciendo ahora.


Marcela resopló con fastidio por el inesperado fin de la diversión.


Pedro no dijo nada mientras entraban en el coche, un Jaguar SL, prueba de su «sólida fortuna», ni mientras conducía camino del apartamento de Marcela.


–Entonces… ¿No vas a pasar la noche conmigo? –inquirió Marcela en un tono impaciente. Probablemente se arrepentía de no haber hecho un plan alternativo con Patricio Owen.


–No, no pasaré contigo esta noche…, ni ninguna otra –le espetó él deteniendo el coche frente al bloque de pisos de Marcela.


–¿Qué quieres decir con eso? –respondió Marcela lanzándole una mirada iracunda.


–Quiero decir, que rompo nuestro compromiso… En este mismo momento –respondió Pedro. Puso el motor en punto muerto y giró la cabeza hacia ella. La mirada en sus ojos era gélida–. Lo nuestro se acabó, Marcela. No estamos hechos el uno para el otro.


–¿Qué?, ¿y qué te ha hecho cambiar de opinión de repente? –replicó ella furiosa por aquel brusco anuncio.


–Muchas cosas, pero yo diría que la gota que ha colmado el vaso ha sido escuchar de tus labios cómo le explicabas a Patricio Owen que te ibas a casar conmigo por mi «sólida fortuna» y el prestigio de mi familia.


Marcela se quedó boquiabierta un instante por el shock, pero reaccionó rápidamente:
–Oh, vamos, Pedro… –balbució–, no estaba hablando en serio… Ya sabes lo superficial que es Patricio… Él no entiende de sentimientos –le aseguró alargando la mano para acariciarle el muslo–. Tú sabes que te quiero.


Pedro apartó aquella mano experta, que sabía cómo administrar las más enloquecedoras caricias, colocándola de nuevo en la falda de ella.


–Estaba dando un paseo por los jardines cuando, a través del silencio de la noche, llegaron a mis oídos no solo vuestras palabras, sino también otros sonidos… No quería montar una escena, así que volví a la fiesta.


No pudiendo negar aquello, Marcela alzó la barbilla desafiante.


–Patricio y yo éramos amantes antes de que te conociera, Pedro. No ha vuelto a haber nada entre nosotros desde entonces, ni lo volverá a haber. Solo fue…


–No me lo digas… Estabais rememorando los viejos tiempos, ¿o era una despedida un tanto cariñosa? –le espetó Pedro ásperamente.


–Ha sido solo sexo, no ha significado nada para mí –replicó ella.


–Oh, sí, claro, ¿qué más da? Un pequeño desliz de vez en cuando…, cuando te invade la necesidad de serme infiel –contestó él sacudiendo la cabeza–. Marcela, esa no es la clase de matrimonio que yo tenía en mente. Es mejor que a partir de ahora sigamos caminos separados.


–¿Para qué? ¿Para que puedas llevarte a Paula Chaves a la cama sin remordimientos? –se burló ella.


Pedro no respondió al instante. En el fondo, aunque no era esa la razón que lo había llevado a romper el compromiso, lo cierto era que sí deseaba a Paula. ¿Le había sido él también infiel aunque solo hubiera sido de pensamiento? Marcela interpretó su silencio según la máxima de «quien calla, otorga», y volvió a la carga:
–No seas estúpido, Pedro, hazle lo que quieras hacerle y quítatela de la cabeza.


–Y seguramente eso excusaría tu «pecadillo», ¿no es así? –la reprendió él. ¿Cómo podía haber sentido jamás algo por una mujer que no sabía lo que eran el honor ni la integridad?


–¡Oh, por amor de Dios! Es como cuando se te antoja algo dulce. Te tomas un chocolate en un momento dado porque caes en la tentación, pero una vez has satisfecho ese capricho, vuelves a comer cosas sanas, porque sabes que, a la larga, es lo que te conviene. Es solo una cuestión de perspectiva…


–Gracias por explicarme tu punto de vista –respondió él–. Perdona que no lo comparta –respondió él furioso. ¿Acaso no se daba cuenta de que con esa actitud despreocupada solo le daba más motivos para alejarse de ella?


–Al menos yo soy honesta –continuó pinchándolo–, yo dejé atrás a Patricio en el momento en que regresé dentro. Tú, en cambio, sigues muriéndote por esa cantante, y la frustración de no haber satisfecho tu deseo te está volviendo loco. Ahora quieres pagarlo conmigo solo porque yo he hecho lo que tú hubieras querido hacer.


¿Cómo podía…? Él no habría usado a Paula de esa manera…, jamás. Se desabrochó el cinturón de seguridad y salió del coche, dando la vuelta para abrir la puerta de Marcela. No quería seguir hablando ni un segundo más.


–No pienso salir hasta que hayamos aclarado esto –dijo ella furiosa al ver que sus pullas no tenían el efecto deseado.


–Hemos terminado, Marcela, no tengo nada más que decirte –la cortó él. No iba a darle opción a que siguiera tratando de hacerle ver que todo estaba bien, que era un mojigato.


Ella lo miró fijamente, como desafiándolo a obligarla a salir del automóvil, pero él se negó a picar el anzuelo.


Marcela comprendió finalmente que no tenía sentido esforzarse por convencerlo. Con un suspiro de mártir, se desabrochó el cinturón y salió del coche, poniéndose de pie con un ligero contoneo, como si quisiera recordarle lo sexy que podía ser con un pequeño incentivo.


–Pues no pienso devolverte la sortija de compromiso –ronroneó–, sé que reflexionarás sobre esto y te darás cuenta de que tengo razón.


–Quédatela –respondió él. ¡Cómo si eso le importara!–. Pero no pienses ni por un minuto que voy a darte otra oportunidad, esto se ha acabado –le aseguró él cerrando la puerta del coche.


–Ese estúpido orgullo tuyo no calentará tu cama por las noches, Pedro.


–Prefiero eso a toda una ristra de Patricio Owens –respondió él–. ¿Quieres que te acompañe hasta la puerta? –ofreció señalando el edificio.


–No, creo que me quedaré aquí para verte marchar –le dijo con una sonrisa burlona–. ¿Quién sabe?, puede que cambies de idea a mitad de camino y des media vuelta.


Era ella quien había rechazado aquel gesto de cortesía, y no iba a insistir. Pedro le hizo una fría inclinación de cabeza.


–Adiós –le dijo. Y, sin una palabra más, se metió en el coche, dejando a Marcela Banks fuera de su vida. Ni siquiera miró hacia atrás en el espejo retrovisor.


En ese momento no pensaba tampoco en Paula Chaves, que se había quedado en Alfonso’s Castle invitada por su abuela. Solo quería ir a casa.









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