viernes, 11 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 18



Tras unos días relativamente amistosos, seguidos de sus noches ardientes, Pedro se sentía completamente confuso. 


El martes, en cuanto Paula se fue al bar, llamó a su amigo, Calder.


–Estábamos hablando de ti –al fondo se oía el llanto de uno de los hijos de Calder.


Pandora y él tenían un hijo de tres años, una hija de uno, y Julia, producto de un anterior matrimonio de Pandora. Si alguien podía ayudarle con todo ese lío, era Calder.


–Se ha organizado una apuesta sobre si vas a regresar o no.


–Por supuesto que voy a regresar. Aún le debo dos años a la marina.


–Conoces a gente importante que te podría liberar de eso si lo necesitas.


–No es mi estilo.


–No he dicho que lo sea, pero sé lo que es encontrarte de repente con una hija, y tú tienes dos.


–Ya no. Estoy cuidándolas hasta que se cure el brazo de Paula, pero he renunciado a la custodia.


–Cooper nos lo contó –el sonido del llanto se intensificó, acompañado de agudos chillidos.


–Parece que estás en el zoo.


–Pandora y los chicos me regalaron un cachorrito por mi cumpleaños. El maldito no deja de mearse por todas partes, pero es tan mono que no me puedo enfadar con él.


–Te pillo en mal momento. ¿Debería llamar más tarde?


–En absoluto. ¿Qué sucede?


–No sé muy bien por dónde empezar. Después de lo que me hizo Melisa, ni en un millón de años pensé que volvería a plantearme un compromiso, pero entre Paula y yo ha surgido algo…


–Espera un momento –Calder gritó algo al niño, o al perro–. Lo siento, se me descontrolan. Escucha, antes de saber que quería casarme con Pandora, mi padrastro me dio un consejo estupendo.


–Te escucho.


–Lo sabrás cuando lo sepas.


–¿Te importaría elaborarlo un poco más? –«¿eso era todo?».


–No hay nada más –alguien soltó un aullido–. Lo siento, tío, pero Pandora se ha ido de compras con una amiga y aquí tengo una crisis. En serio, piensa lo que te he dicho. Lo mejor que hice en mi vida fue confiar en mí lo suficiente para creer en lo que hacía.


Pedro colgó y consideró seriamente tirar el teléfono a la basura.


Era evidente que el amor había trastornado el cerebro de su amigo. Nada de lo que había dicho tenía sentido. Pedro se había casado con la idea de que fuera para siempre, pero la ilusión se había roto y, para él, el amor era una farsa.


En cuanto a lo que sentía por Paula, no tenía ni idea.



***


Faltaban tres semanas para Navidad y Paula se sentía invadida por una sensación de urgencia. Acción de Gracias había sido un desastre, al menos en lo concerniente a sus padres, pero estaba decidida a hacer de la Navidad un día especial.


La festividad siempre había sido muy importante en Conifer.


Los artículos de decoración que les llegaban eran limitados y los habitantes tenían que ser rápidos para llevárselos en cuanto llegaran a Shamrock’s.


El martes por la mañana, Pedro y ella instalaron a las niñas en el SUV de Melisa y se dirigieron a una granja de abetos. 


Paula iba a comprar el más grande que encontrara.


–¿Seguro que es por aquí? –Pedro conducía y las gemelas parloteaban incoherencias.


–Según el mapa está en la calle Owl Creek, y es esta, ¿no?


Pedro frenó el coche y la miró con gesto severo por encima de las gafas de sol.


–Estamos en Deer Creek, porque esa fue la calle que me dijiste.


–¡Uy! –Paula esperaba que su sonrisa mejorara el ánimo de Don Gruñón. Iban a ser las primeras Navidades de las niñas y todo debía salir perfecto. Paula siempre había querido ir a esa granja, pero sus padres compraban árboles artificiales–. Con toda esta nieve, parece la misma calle.


–Claro, salvo por la señal en la que pone Deer Creek.


–Lo siento. En cuanto lleguemos estarás de lo más contento de haber hecho el viaje. Clementina compró aquí el árbol el año pasado y era espectacular.


Treinta minutos más tarde al fin llegaron a la granja Olde St. Nick’s. El trenecito turístico no funcionaba los días de diario, pero había muchos árboles y un pony negro, llamado Coal, para que las niñas pudieran montarse. El edificio en el que se alojaba Papá Noel, que también proporcionaba chocolate caliente y galletas, había sido decorado a semejanza de un poblado de Dickens. Miles de luces brillaban por todas partes, iluminando el nublado día. De los altavoces surgían villancicos y el aire estaba impregnado de un aroma de canela y pino. A Paula no se le ocurría mejor lugar para que Pedro recuperara su espíritu navideño.


–¿No te parece bonito? –le preguntó ella cuando se bajaron del coche–. ¿Hacemos una foto de las niñas montadas en pony o vamos primero a ver a Papá Noel?


–Yo creía que habíamos venido a comprar un árbol. Una incursión relámpago. Milimetrada.


–¿Qué te pasa a ti con las misiones? Será la primera vez que Vane y Vivi vean a ese tipo de rojo.


–Pensaba que le ibas a pedir a tu madre que te acompañara –Pedro cerró el coche.


–Lo hice, pero, como de costumbre, me rechazó.


–Lo siento.


–Es lo que hay –Paula fingió un tono casual. Estaba harta de sentirse dolida por su madre.


–¿Qué le ha pasado al sol? –Pedro se guardó las gafas en el bolsillo–. Tenía entendido que no iba a nevar hasta esta noche.


–Pues adelante con la nieve. Creará un ambiente todavía más festivo.


–¿Sabes que hablas como un elfo lunático? Por lo que he leído, dudo que las niñas recuerden siquiera esta Navidad.


–Pero tendrán fotos. ¿Quieres que sean las únicas del colegio que no hayan conocido a Papá Noel?


–Te voy a dar una noticia –Pedro abrió la puerta del corral del pony–. Aún les quedan unos añitos para ir al colegio.


–Tú calla.


Dado que no había casi nadie, las gemelas disfrutaron de una vuelta más larga. Mientras Pedro caminaba junto al pony, sujetando a ambas niñas sobre la silla, Paula tomaba fotos.


Al cabo de unos minutos, el pony soltó un bufido y Viviana se asustó, estallando en llanto.


–Ya está –Pedro las bajó de la silla–. Se acabó el paseo. Vamos a elegir el árbol antes de que empiece a nevar.


–De eso nada. Primero hay que ver a Papá Noel –Paula continuó haciendo fotos–. ¿Verdad que son la cosa más mona que hayas visto nunca?


–Apuesto a que estas niñas quieren sonajeros nuevos para Navidad –la estruendosa risa de Papá Noel aterrorizó a Vanesa.


–Y ahora que las dos han sido concienzudamente traumatizadas, ¿podemos acabar con esto?


–¿A ti qué te pasa? –susurró Paula para que Papá Noel no la oyera.


–No me gustan estas cosas, eso es todo.


–¿A qué te refieres? –ella tomó a Vanesa en brazos.


–Todo este numerito.


–No sabía que no te gustara la Navidad –Paula contempló el horizonte, cada vez más negro.


–No es nada personal, pero mamá murió una semana antes de Navidad y, desde entonces, el recuerdo anula todo lo demás.


–Espero que no me tomes por loca, pero ¿nunca se te ha ocurrido elaborar nuevos recuerdos? Pasaste unas cuantas Navidades con nosotros, y parecías muy contento.


–Porque Melisa siempre me estaba dando la lata para que sonriera –bufó él.


–Lo siento –lo cierto era que Paula recordaba al niño siempre triste. Ella le tomó una mano.


–¿Ves algo que te guste?


–Un cambio de tema muy hábil –Paula se puso de puntillas y lo besó–. ¿Qué te parece si estas Navidades recuerdas los momentos felices con tu madre? Mejor aún, ¿qué te parece si hacemos que estas sean tan perfectas que querrás volver a celebrarla una y otra vez?


–Eres demasiado buena –él la abrazó–. No te merezco.


–Es verdad –bromeó ella–, pero de momento estamos aquí los dos con esos adorables angelitos. ¿Qué tal si fingimos ser una familia?


–¿Eso te gustaría?


Paula tragó nerviosamente. No tenía ni idea de qué quería, aparte de estar con ese hombre. Si él la seguía en el estúpido juego, sería eso, un estúpido juego. Pasado Año Nuevo se marcharía. Y ni siquiera sería una ruptura verdadera. ¿Cómo reclamar a un hombre que jamás había sido suyo?


Y para empeorarlo todo, como siempre sucedía en una pequeña ciudad, el abrazo tuvo testigos. El cliente habitual del bar, Rufus, al parecer trabajaba en la granja y recortaba un arbolito mientras la señalaba con un dedo.












UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 17




–Relájate –Pedro ayudaba a Paula a preparar los aperitivos. Detrás de ella, apretándose contra el sexy trasero, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no arrastrarla a la despensa. Sin embargo, la presencia de Fer y Javier en el salón le hizo contenerse–. Vendrán.


–Ya, pero ¿y si no vienen? –Paula se reclinó sobre él–. ¿Cómo soportan no ver a las niñas? ¿Crees que debería acercarme a su casa y comprobar si todo va bien?


–Son adultos. Saben que están invitados –él la giró y la abrazó.


–Lo sé, pero duele. No entiendo cómo pueden perder a una hija y decidir darle la espalda a la única que les queda. Y eso por no hablar de sus nietas.


–Cielo, no será del todo así. Seguramente tu madre vendrá para Navidad –¿era imaginación suya, o Paula lo abrazaba con mucha fuerza, como si deseara su contacto tanto como él el suyo?


–Espero que tengas razón. Pase lo que pase, todo tiene una pinta estupenda, aunque es un milagro que lográramos prepararlo.


–¿Acaso te quejas?


–No, pero… –ella se sonrojó violentamente y Pedro la silenció con un beso–. No hagas eso cuando tenemos invitados. En realidad, no deberíamos hacerlo nunca.


Paula tenía razón, pero eso no le impidió a Pedro soltarle una palmada en el trasero.


El pavo estuvo listo y el puré de patatas también, pero Ana y Luis seguían sin dar señales de vida. Incluso había invitado a los padres de Alex, que estaban en Miami. Las manos ligeramente temblorosas alertaron a Pedro sobre el disgusto de Paula.


Ira ni siquiera se acercaba a describir lo que sentía por las dos parejas. Desde que habían conocido el contenido del testamento de Melisa, habían volcado su dolor en la persona que menos se lo merecía, Paula. Aunque no fuera objetivo, sabía que era una buena mujer que solo se merecía tener personas amorosas a su alrededor.


«¿Y en qué categoría encajas tú?».


Su propia reflexión lo golpeó con fuerza. Lo cierto era que, cuando regresara a Virginia, y dada la naturaleza que iba adquiriendo su relación, iba a hacerle más daño que nadie. 


Estaba casado con la marina y, aunque no lo estuviera, había visto lo que el matrimonio era capaz de hacerle. No estaba seguro de qué clase de relación buscaba Paula, pero sospechaba que una más estable.


Ignorando su propio papel en el dolor de Paula, se encerró en el baño y llamó a Luis.


El hijo de perra ni siquiera se molestó en contestar.


–¡La cena está lista! –Paula llamó desde la cocina.


–Qué bonita está la mesa –observó Fer con Vanesa en brazos–. Es muy llamativa.


–A mi hermana le encantaba causar buena impresión. Compró la cristalería y la vajilla en uno de los viajes de negocios de Alex a Los Ángeles.


Pedro le bastaba con platos y cubiertos de plástico. Si añadía una fogata, mucho mejor.


El comedor no era un sitio de la casa que hubiera frecuentado mucho y, de repente, se fijó en una serie de fotos enmarcadas. Eran fotos de Alex y Melisa. Sonriendo. 
Abrazándose. Besándose. Revolviéndole el estómago. 


¿Cómo era posible que siguieran lastimándolo así?


Quizás porque ellos eran la razón por la que era incapaz de mantener una relación. Porque le habían enseñado a desconfiar.


Las niñas fueron instaladas en sendas tronas y, aunque Paula había dispuesto la mesa para seis, únicamente cuatro se sentaron a ella.


Tras una breve oración se sirvieron. Salvo por el chocar de los cubiertos contra la porcelana y los ocasionales gruñidos de apreciación de las niñas al comer su puré de frutas, todo estaba en silencio.


En un par de ocasiones Pedro pilló a Paula mirando las dos sillas vacías.


–Yo no sé vosotros, pero a mí me gusta estar más ancho –harto de verla sufrir, él se echó hacia atrás y recogió los platos vacíos.


–A mí también –su padre se levantó para ayudarlo.


–Paula, nunca había comido un pavo tan tierno –observó Fer.


–Gracias.


–Podría bañarme es ese puré de patatas –añadió Javier.


–Podrías bañarte en cualquier cosa –Fer se tapó la nariz.


–¡Ja, ja! –Javier repitió por tercera vez de todos los platos.


Pedro presentía que el estado de ánimo de Paula iba de mal en peor. Para cuando sirvieron el postre, apenas articulaba una palabra.


–¿Estás bien? –le preguntó él discretamente en la cocina.


Ella asintió.


–¿Quién quiere pastel de calabaza? –Pedro regresó al comedor.


–Demonios –exclamó su padre–. Yo quiero de todo.


–Yo también –Fer le acercó su plato–. Al ritmo al que come, no nos dejará nada a los demás.


Javier se metió un buen trozo de pastel en la boca, pero casi de inmediato lo escupió.


–No quisiera ofenderte, Paula, pero esta tarta sabe a sal.



*****

Pedro, tú la probaste y dijiste que estaba bien –Paula palideció.


–Aparte de tener las papilas gustativas destrozadas por la comida del ejército, yo no soy mucho de calabaza. Ni siquiera estoy seguro de cómo debería saber esa cosa –tomó un bocado y masticó hasta no poder disimular más–. De acuerdo, puede que esté un poco salada, pero, por lo demás, está bastante bien.


–Déjalo ya –Paula arrojó la servilleta sobre la mesa y corrió escaleras arriba.


–¡Cielo santo! –exclamó Fer–. ¿Dónde os habéis criado vosotros dos? ¿En una cuadra? Pobre chica. ¿No podíais haberle mentido? Yo me comí mi trozo entero.


–Porque estás chiflada –bufó Javier.


–No –protestó ella–. Porque tengo modales. Pedro, será mejor que vayas tras ella –tomó un trozo de pan de calabaza y lo untó de mantequilla–. Todo lo demás está realmente bueno.


Pedro siguió el consejo de Fer y subió a la habitación de invitados desde la que salían los sollozos de Paula, lo cual no le hizo sentirse mejor. Le había hecho daño.


–¿Pau? –él golpeó la puerta con los nudillos–. ¿Puedo pasar?


–¡No! Y deja de llamarme así.


–¿A qué vienen tantas lágrimas? –Pedro entró en la habitación y cerró la puerta–. No es más que un pastel. Papá y Fer se han comido hasta la última miga de todo lo demás que preparaste.


–Qué intuición la tuya. El pastel no era más que la guinda de un día horrible. Se suponía que todo iba a ser perfecto, pero todo ha ido mal.


–Qué raro –él se sentó a su lado en la cama–, porque hasta hace unos minutos, pensé que era un día estupendo. Estoy acompañado por ti y las niñas. Y mi padre y Fer. Siento que tus padres y los de Alex eligieran no venir, pero ellos se lo pierden.


–Lo dices por ser amable. Y ni te atrevas a decirme que no miraste las fotos de Melisa.


–Sí, ¿y qué? –Pedro no tenía ni idea de a qué se refería–. Hablas como Fer.


–No intentes fingir que no me entiendes. Anoche te acostaste conmigo y hoy te quedas mirando esas fotos con cara de carnero degollado.


–¿Bromeas? –él se cruzó de brazos–. Cierto que las he mirado, pero con asco. Si parecía enfermo, era porque así me sentía. Siento que murieran, y no me importa que me haga parecer la criatura más desalmada del universo, pero lo cierto es que para mí esos dos murieron el día que Melisa me abandonó para casarse con mi mejor amigo.


Pedro se levantó y se acercó a la ventana.


–Tienes que olvidar el pasado. No me refiero a borrar el recuerdo de tu hermana, sino el papel que yo jugué en su vida. Cualquier cosa que hubiera podido sentir por ella desapareció hace mucho. En cuanto a ti y a mí…


–¡Por Dios! ¿Es que nunca te callas? En cuanto me quiten la escayola te largarás a Virginia. Anoche, y lo sucedido en Valdez, fue divertido, pero ambos sabemos que no puede ir más allá.


Con la mandíbula encajada, Pedro se llevó un puño a la boca.


–Mi hermana era la soñadora. Yo siempre he sido realista. Soy la primera en reconocer que nuestro revolcón fue una agradable sorpresa, pero…


–Paula, para mí tú significas más que un simple revolcón. Espero que lo sepas, pero las circunstancias son las que son. No puedo ofrecerte nada más.


–Créeme, lo sé.











UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 16




–Mamá, por favor –suplicó Paula–, al menos dime qué puedo hacer. Ya sé que la echas de menos, pero no puedes pasarte el resto de tu vida en la cama.


Tras confesarse ante Clementina, no le había apetecido quedarse en el bar. Sin embargo, pasar por casa de sus padres no estaba resultando muy buena idea tampoco.


–Estaré bien –le aseguró su madre.


–Pues demuéstramelo y ven a cenar para Acción de Gracias. ¿Sabes que es la semana que viene?


–Cariño, es demasiado pronto. No está bien celebrar nada con tu hermana recién muerta.


–El día de Acción de Gracias no es famoso precisamente por la música y los globos –Paula contó hasta cinco, pues no tuvo paciencia para llegar a diez–. Más bien se trata de reunir a la familia.


–A mí ya no me queda nada –su madre giró el rostro hacia la pared.


Paula quiso recordarle que aún tenía un marido, una hija y dos nietas que la amaban y la necesitaban, pero nada de lo que dijera conseguiría atravesar la densa niebla.


Tras tapar a su madre con la colcha tejida por su abuela, Paula abandonó la habitación.


Encontró a su padre atizando el fuego.


–Os he oído hablar –la saludó él–. ¿Ha sido una visita agradable?


–Pues no, lo cierto es que fue horrible. Tienes que conseguir que deje los sedantes.


–Lo sé –sentado junto al fuego, su padre parecía derrotado.


–Quítale las medicinas. No las ha tomado el tiempo suficiente para haberse convertido en una adicta, pero, si no las deja pronto, podría acabar siéndolo. Por favor, papá, no la dejes.


El hombre asintió.


–Quiero celebrar un gran día de Acción de Gracias –Paula le tomó las manos para asegurarse de que le prestara atención–. Lo haremos en el elegante comedor de Melisa y con la vajilla de porcelana. Y en lugar de estar mustios por haberla perdido, le rendiremos homenaje.


–Haces que suene muy sencillo –su padre suspiró–, pero para tu madre y para mí es diferente.


¿Qué podía contestar? Perder a Melisa también había convertido su vida en algo diferente, pero no se podía permitir el lujo de esconderse.


–Muy bien –Paula respiró hondo–, me marcho. Seguramente os veré antes de Acción de Gracias, pero por si acaso no es así, por favor, trae a mamá. Comeremos sobre las dos. ¿Te parece bien?


–Claro, allí estaremos.


Paula deseó de todo corazón poder creer a su padre.


Acababa de llegar al coche cuando vio aparecer a Pedro. 


Incluso verlo a través del parabrisas logró levantarle el ánimo.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó.


–He comprado estas flores en Shamrock’s –Pedro le mostró los ramos–. Pensé que a tu madre le gustaría uno para ponerle en un estado de ánimo más festivo.


–Eres muy amable por pensar en ella –el detalle agujereó la muralla que Paula había levantado alrededor del corazón–, pero está muerta para el mundo. Se las daré a papá.


–¿Estás segura? Quizás se sienta mejor si ve a las niñas.


–Sí, estoy segura –ella recordó la mirada perdida de su madre.


En el fondo sentía miedo por su madre, y por ella misma. Ya había perdido a Melisa, no soportaría perder también a su madre. Saber que la vida junto a Pedro estaba en el tiempo de descuento, ya era suficientemente doloroso.


–¿Sabe la marina que su duro y grandote SEAL es en realidad un osito de peluche?


–Paula, no puedes ir por ahí diciendo esas cosas. Vas a destrozar mi reputación masculina.


–Lo siento –ella le besó la mejilla–. Te prometo que no volverá a repetirse.


Una promesa más fácil de cumplir que la de mantenerse alejada de ese hombre.


Y como si el destino se hubiera aunado con su deseo de apartarse de él, el coche de Sofia se detuvo frente a la casa de sus padres. A juzgar por su expresión, había visto el beso



*****


–¿Estás seguro de que no me has dado una taza de sal en vez de azúcar? –la noche antes de Acción de Gracias, Paula intentaba preparar la tarta de calabaza de su abuela, con la ayuda de Pedro. La textura tenía algo raro que no acababa de convencerle.


–Estoy seguro –contestó él–. Pruébalo.


–Sabe a huevos podridos.


–He comido cosas peores –Pedro puso los ojos en blanco tras probar la mezcla.


–¿Y qué significa eso?


–Tú mételo en el horno. Estoy seguro de que saldrá bien.


–¿Pongo algo de música? –sugirió ella. Las gemelas dormían y la casa estaba en silencio.


–Claro –él fregó las cucharas medidoras–. ¿Qué más hay que preparar?


–Pan de calabaza. ¿Te importaría traer las nueces de la despensa?


Paula aprovechó para poner música en el moderno equipo de Alex y Melisa.


–¿Bailamos? –Pedro regresó de la despensa con una enorme sonrisa en los labios.


–No, gracias. Aunque es evidente que la otra noche había bebido demasiadas cervezas.


–Sí, claro…


Pedro se acercó a ella por detrás y la sujetó por las caderas, moviéndolas al ritmo de la música. Sus acciones, el calor de su cuerpo, el sensual aliento, hicieron que Paula se estremeciera.


–Para. Tenemos que preparar el pan –«y no puedo volver a caer en la misma trampa».


–¿En serio prefieres hornear pan?


–Sí –«no».


–¿Y si hago esto? –Pedro la giró y le besó el cuello.


–Tienes que parar –balbuceó ella sin aliento. «No pares nunca».


–De acuerdo, pero si hiciera esto sin querer… –él deslizó la lengua hasta el escote.


Y por si no fuera ya bastante tortura, hundió la mano bajo la camiseta.


Pedro –Paula lo deseaba desesperadamente, pero sabía que acostarse con él sería lo peor que podría hacer. Nada bueno surgiría de aquello–. Por favor…


–No hace falta que me supliques –bromeó él–. Estaré encantado de besarte.


Pedro le soltó la negra melena y la besó en los labios.


Casi sin darse cuenta, empezaron a arrancarse la ropa. La última vez habían estado a oscuras, o en la ducha cubiertos de jabón. Pedro no la había visto realmente desnuda. ¿Se echaría atrás al comprobar lo gorda que estaba?


–¿Vamos a mi cuarto? ¿Al menos apagamos la luz?


–¿Por qué? –él se detuvo y la observó detenidamente, mortificándola con su atención.


–Bueno –ella se humedeció los labios–. La penumbra, la oscuridad, siempre es mejor.


–Me gusta verte. ¿Tienes idea de lo hermosa que eres?


–No.


–Pues lo eres –Pedro le desabrochó el sujetador.


Los pezones de Paula se endurecieron al instante. 


Instintivamente, ella intentó cubrirse el pecho con los brazos, pero él se lo impidió.


–Podría mirarte así toda la noche.


¿Se trataba de un sueño? Paula no pudo comprobarlo, pues Pedro la besaba y acariciaba los pechos. Incapaz de aceptar que aquello estuviera sucediendo, se abandonó al puro placer.


Ayudada por Pedro, se quitó los vaqueros y las sencillas braguitas blancas. Y durante un instante estuvo ante él, completamente desnuda y estupefacta. Nadie la había visto jamás así. ¿La encontraría repugnante? Las caderas y los muslos eran mucho más grandes que los de cualquiera de las mujeres que salían en las revistas.


–No puedo hacerlo –insistió ella. Si la rechazara, no sabría qué hacer.


–Nena, no me hagas esto –gimió él. También se había desnudado por completo, disipando toda duda sobre su excitación.


Ella soltó una risita nerviosa y se cubrió la boca con la mano.


–¿Te parece divertido? –bromeó Pedro antes de besarla de nuevo–. Me estoy muriendo. Eres tan sexy que haces daño.


–No –Paula sacudió la cabeza.


–Mujer, ¿tú te has visto? –él la condujo hasta la ventana del salón, donde su imagen se reflejaba claramente. Se arrodilló frente a ella y le besó ese estómago que a ella le parecía demasiado voluminoso, y esas caderas que le parecían indignas de ser acariciadas–. Eres voluptuosa, sexy y suave –la tomó en brazos y la tumbó sobre la mesa de roble–. Quiero enterrarme en ti, hacer que me supliques más…


La sorpresa de la penetración pronto quedó anulada por un placer tan intenso que Paula perdió toda noción del tiempo y el espacio. En cada embestida, su cuerpo lo absorbía por completo. La presión aumentó hasta estallar en una sincronizada dicha.


–¿Cómo pude no haberme dado cuenta de lo que tenía delante? –Pedro la besó de nuevo, pero en esa ocasión con lentitud y ternura.


Ella no podía responder, pues él siempre había estado presente en su vida.