viernes, 11 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 16




–Mamá, por favor –suplicó Paula–, al menos dime qué puedo hacer. Ya sé que la echas de menos, pero no puedes pasarte el resto de tu vida en la cama.


Tras confesarse ante Clementina, no le había apetecido quedarse en el bar. Sin embargo, pasar por casa de sus padres no estaba resultando muy buena idea tampoco.


–Estaré bien –le aseguró su madre.


–Pues demuéstramelo y ven a cenar para Acción de Gracias. ¿Sabes que es la semana que viene?


–Cariño, es demasiado pronto. No está bien celebrar nada con tu hermana recién muerta.


–El día de Acción de Gracias no es famoso precisamente por la música y los globos –Paula contó hasta cinco, pues no tuvo paciencia para llegar a diez–. Más bien se trata de reunir a la familia.


–A mí ya no me queda nada –su madre giró el rostro hacia la pared.


Paula quiso recordarle que aún tenía un marido, una hija y dos nietas que la amaban y la necesitaban, pero nada de lo que dijera conseguiría atravesar la densa niebla.


Tras tapar a su madre con la colcha tejida por su abuela, Paula abandonó la habitación.


Encontró a su padre atizando el fuego.


–Os he oído hablar –la saludó él–. ¿Ha sido una visita agradable?


–Pues no, lo cierto es que fue horrible. Tienes que conseguir que deje los sedantes.


–Lo sé –sentado junto al fuego, su padre parecía derrotado.


–Quítale las medicinas. No las ha tomado el tiempo suficiente para haberse convertido en una adicta, pero, si no las deja pronto, podría acabar siéndolo. Por favor, papá, no la dejes.


El hombre asintió.


–Quiero celebrar un gran día de Acción de Gracias –Paula le tomó las manos para asegurarse de que le prestara atención–. Lo haremos en el elegante comedor de Melisa y con la vajilla de porcelana. Y en lugar de estar mustios por haberla perdido, le rendiremos homenaje.


–Haces que suene muy sencillo –su padre suspiró–, pero para tu madre y para mí es diferente.


¿Qué podía contestar? Perder a Melisa también había convertido su vida en algo diferente, pero no se podía permitir el lujo de esconderse.


–Muy bien –Paula respiró hondo–, me marcho. Seguramente os veré antes de Acción de Gracias, pero por si acaso no es así, por favor, trae a mamá. Comeremos sobre las dos. ¿Te parece bien?


–Claro, allí estaremos.


Paula deseó de todo corazón poder creer a su padre.


Acababa de llegar al coche cuando vio aparecer a Pedro. 


Incluso verlo a través del parabrisas logró levantarle el ánimo.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó.


–He comprado estas flores en Shamrock’s –Pedro le mostró los ramos–. Pensé que a tu madre le gustaría uno para ponerle en un estado de ánimo más festivo.


–Eres muy amable por pensar en ella –el detalle agujereó la muralla que Paula había levantado alrededor del corazón–, pero está muerta para el mundo. Se las daré a papá.


–¿Estás segura? Quizás se sienta mejor si ve a las niñas.


–Sí, estoy segura –ella recordó la mirada perdida de su madre.


En el fondo sentía miedo por su madre, y por ella misma. Ya había perdido a Melisa, no soportaría perder también a su madre. Saber que la vida junto a Pedro estaba en el tiempo de descuento, ya era suficientemente doloroso.


–¿Sabe la marina que su duro y grandote SEAL es en realidad un osito de peluche?


–Paula, no puedes ir por ahí diciendo esas cosas. Vas a destrozar mi reputación masculina.


–Lo siento –ella le besó la mejilla–. Te prometo que no volverá a repetirse.


Una promesa más fácil de cumplir que la de mantenerse alejada de ese hombre.


Y como si el destino se hubiera aunado con su deseo de apartarse de él, el coche de Sofia se detuvo frente a la casa de sus padres. A juzgar por su expresión, había visto el beso



*****


–¿Estás seguro de que no me has dado una taza de sal en vez de azúcar? –la noche antes de Acción de Gracias, Paula intentaba preparar la tarta de calabaza de su abuela, con la ayuda de Pedro. La textura tenía algo raro que no acababa de convencerle.


–Estoy seguro –contestó él–. Pruébalo.


–Sabe a huevos podridos.


–He comido cosas peores –Pedro puso los ojos en blanco tras probar la mezcla.


–¿Y qué significa eso?


–Tú mételo en el horno. Estoy seguro de que saldrá bien.


–¿Pongo algo de música? –sugirió ella. Las gemelas dormían y la casa estaba en silencio.


–Claro –él fregó las cucharas medidoras–. ¿Qué más hay que preparar?


–Pan de calabaza. ¿Te importaría traer las nueces de la despensa?


Paula aprovechó para poner música en el moderno equipo de Alex y Melisa.


–¿Bailamos? –Pedro regresó de la despensa con una enorme sonrisa en los labios.


–No, gracias. Aunque es evidente que la otra noche había bebido demasiadas cervezas.


–Sí, claro…


Pedro se acercó a ella por detrás y la sujetó por las caderas, moviéndolas al ritmo de la música. Sus acciones, el calor de su cuerpo, el sensual aliento, hicieron que Paula se estremeciera.


–Para. Tenemos que preparar el pan –«y no puedo volver a caer en la misma trampa».


–¿En serio prefieres hornear pan?


–Sí –«no».


–¿Y si hago esto? –Pedro la giró y le besó el cuello.


–Tienes que parar –balbuceó ella sin aliento. «No pares nunca».


–De acuerdo, pero si hiciera esto sin querer… –él deslizó la lengua hasta el escote.


Y por si no fuera ya bastante tortura, hundió la mano bajo la camiseta.


Pedro –Paula lo deseaba desesperadamente, pero sabía que acostarse con él sería lo peor que podría hacer. Nada bueno surgiría de aquello–. Por favor…


–No hace falta que me supliques –bromeó él–. Estaré encantado de besarte.


Pedro le soltó la negra melena y la besó en los labios.


Casi sin darse cuenta, empezaron a arrancarse la ropa. La última vez habían estado a oscuras, o en la ducha cubiertos de jabón. Pedro no la había visto realmente desnuda. ¿Se echaría atrás al comprobar lo gorda que estaba?


–¿Vamos a mi cuarto? ¿Al menos apagamos la luz?


–¿Por qué? –él se detuvo y la observó detenidamente, mortificándola con su atención.


–Bueno –ella se humedeció los labios–. La penumbra, la oscuridad, siempre es mejor.


–Me gusta verte. ¿Tienes idea de lo hermosa que eres?


–No.


–Pues lo eres –Pedro le desabrochó el sujetador.


Los pezones de Paula se endurecieron al instante. 


Instintivamente, ella intentó cubrirse el pecho con los brazos, pero él se lo impidió.


–Podría mirarte así toda la noche.


¿Se trataba de un sueño? Paula no pudo comprobarlo, pues Pedro la besaba y acariciaba los pechos. Incapaz de aceptar que aquello estuviera sucediendo, se abandonó al puro placer.


Ayudada por Pedro, se quitó los vaqueros y las sencillas braguitas blancas. Y durante un instante estuvo ante él, completamente desnuda y estupefacta. Nadie la había visto jamás así. ¿La encontraría repugnante? Las caderas y los muslos eran mucho más grandes que los de cualquiera de las mujeres que salían en las revistas.


–No puedo hacerlo –insistió ella. Si la rechazara, no sabría qué hacer.


–Nena, no me hagas esto –gimió él. También se había desnudado por completo, disipando toda duda sobre su excitación.


Ella soltó una risita nerviosa y se cubrió la boca con la mano.


–¿Te parece divertido? –bromeó Pedro antes de besarla de nuevo–. Me estoy muriendo. Eres tan sexy que haces daño.


–No –Paula sacudió la cabeza.


–Mujer, ¿tú te has visto? –él la condujo hasta la ventana del salón, donde su imagen se reflejaba claramente. Se arrodilló frente a ella y le besó ese estómago que a ella le parecía demasiado voluminoso, y esas caderas que le parecían indignas de ser acariciadas–. Eres voluptuosa, sexy y suave –la tomó en brazos y la tumbó sobre la mesa de roble–. Quiero enterrarme en ti, hacer que me supliques más…


La sorpresa de la penetración pronto quedó anulada por un placer tan intenso que Paula perdió toda noción del tiempo y el espacio. En cada embestida, su cuerpo lo absorbía por completo. La presión aumentó hasta estallar en una sincronizada dicha.


–¿Cómo pude no haberme dado cuenta de lo que tenía delante? –Pedro la besó de nuevo, pero en esa ocasión con lentitud y ternura.


Ella no podía responder, pues él siempre había estado presente en su vida.















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