viernes, 11 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 17




–Relájate –Pedro ayudaba a Paula a preparar los aperitivos. Detrás de ella, apretándose contra el sexy trasero, tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no arrastrarla a la despensa. Sin embargo, la presencia de Fer y Javier en el salón le hizo contenerse–. Vendrán.


–Ya, pero ¿y si no vienen? –Paula se reclinó sobre él–. ¿Cómo soportan no ver a las niñas? ¿Crees que debería acercarme a su casa y comprobar si todo va bien?


–Son adultos. Saben que están invitados –él la giró y la abrazó.


–Lo sé, pero duele. No entiendo cómo pueden perder a una hija y decidir darle la espalda a la única que les queda. Y eso por no hablar de sus nietas.


–Cielo, no será del todo así. Seguramente tu madre vendrá para Navidad –¿era imaginación suya, o Paula lo abrazaba con mucha fuerza, como si deseara su contacto tanto como él el suyo?


–Espero que tengas razón. Pase lo que pase, todo tiene una pinta estupenda, aunque es un milagro que lográramos prepararlo.


–¿Acaso te quejas?


–No, pero… –ella se sonrojó violentamente y Pedro la silenció con un beso–. No hagas eso cuando tenemos invitados. En realidad, no deberíamos hacerlo nunca.


Paula tenía razón, pero eso no le impidió a Pedro soltarle una palmada en el trasero.


El pavo estuvo listo y el puré de patatas también, pero Ana y Luis seguían sin dar señales de vida. Incluso había invitado a los padres de Alex, que estaban en Miami. Las manos ligeramente temblorosas alertaron a Pedro sobre el disgusto de Paula.


Ira ni siquiera se acercaba a describir lo que sentía por las dos parejas. Desde que habían conocido el contenido del testamento de Melisa, habían volcado su dolor en la persona que menos se lo merecía, Paula. Aunque no fuera objetivo, sabía que era una buena mujer que solo se merecía tener personas amorosas a su alrededor.


«¿Y en qué categoría encajas tú?».


Su propia reflexión lo golpeó con fuerza. Lo cierto era que, cuando regresara a Virginia, y dada la naturaleza que iba adquiriendo su relación, iba a hacerle más daño que nadie. 


Estaba casado con la marina y, aunque no lo estuviera, había visto lo que el matrimonio era capaz de hacerle. No estaba seguro de qué clase de relación buscaba Paula, pero sospechaba que una más estable.


Ignorando su propio papel en el dolor de Paula, se encerró en el baño y llamó a Luis.


El hijo de perra ni siquiera se molestó en contestar.


–¡La cena está lista! –Paula llamó desde la cocina.


–Qué bonita está la mesa –observó Fer con Vanesa en brazos–. Es muy llamativa.


–A mi hermana le encantaba causar buena impresión. Compró la cristalería y la vajilla en uno de los viajes de negocios de Alex a Los Ángeles.


Pedro le bastaba con platos y cubiertos de plástico. Si añadía una fogata, mucho mejor.


El comedor no era un sitio de la casa que hubiera frecuentado mucho y, de repente, se fijó en una serie de fotos enmarcadas. Eran fotos de Alex y Melisa. Sonriendo. 
Abrazándose. Besándose. Revolviéndole el estómago. 


¿Cómo era posible que siguieran lastimándolo así?


Quizás porque ellos eran la razón por la que era incapaz de mantener una relación. Porque le habían enseñado a desconfiar.


Las niñas fueron instaladas en sendas tronas y, aunque Paula había dispuesto la mesa para seis, únicamente cuatro se sentaron a ella.


Tras una breve oración se sirvieron. Salvo por el chocar de los cubiertos contra la porcelana y los ocasionales gruñidos de apreciación de las niñas al comer su puré de frutas, todo estaba en silencio.


En un par de ocasiones Pedro pilló a Paula mirando las dos sillas vacías.


–Yo no sé vosotros, pero a mí me gusta estar más ancho –harto de verla sufrir, él se echó hacia atrás y recogió los platos vacíos.


–A mí también –su padre se levantó para ayudarlo.


–Paula, nunca había comido un pavo tan tierno –observó Fer.


–Gracias.


–Podría bañarme es ese puré de patatas –añadió Javier.


–Podrías bañarte en cualquier cosa –Fer se tapó la nariz.


–¡Ja, ja! –Javier repitió por tercera vez de todos los platos.


Pedro presentía que el estado de ánimo de Paula iba de mal en peor. Para cuando sirvieron el postre, apenas articulaba una palabra.


–¿Estás bien? –le preguntó él discretamente en la cocina.


Ella asintió.


–¿Quién quiere pastel de calabaza? –Pedro regresó al comedor.


–Demonios –exclamó su padre–. Yo quiero de todo.


–Yo también –Fer le acercó su plato–. Al ritmo al que come, no nos dejará nada a los demás.


Javier se metió un buen trozo de pastel en la boca, pero casi de inmediato lo escupió.


–No quisiera ofenderte, Paula, pero esta tarta sabe a sal.



*****

Pedro, tú la probaste y dijiste que estaba bien –Paula palideció.


–Aparte de tener las papilas gustativas destrozadas por la comida del ejército, yo no soy mucho de calabaza. Ni siquiera estoy seguro de cómo debería saber esa cosa –tomó un bocado y masticó hasta no poder disimular más–. De acuerdo, puede que esté un poco salada, pero, por lo demás, está bastante bien.


–Déjalo ya –Paula arrojó la servilleta sobre la mesa y corrió escaleras arriba.


–¡Cielo santo! –exclamó Fer–. ¿Dónde os habéis criado vosotros dos? ¿En una cuadra? Pobre chica. ¿No podíais haberle mentido? Yo me comí mi trozo entero.


–Porque estás chiflada –bufó Javier.


–No –protestó ella–. Porque tengo modales. Pedro, será mejor que vayas tras ella –tomó un trozo de pan de calabaza y lo untó de mantequilla–. Todo lo demás está realmente bueno.


Pedro siguió el consejo de Fer y subió a la habitación de invitados desde la que salían los sollozos de Paula, lo cual no le hizo sentirse mejor. Le había hecho daño.


–¿Pau? –él golpeó la puerta con los nudillos–. ¿Puedo pasar?


–¡No! Y deja de llamarme así.


–¿A qué vienen tantas lágrimas? –Pedro entró en la habitación y cerró la puerta–. No es más que un pastel. Papá y Fer se han comido hasta la última miga de todo lo demás que preparaste.


–Qué intuición la tuya. El pastel no era más que la guinda de un día horrible. Se suponía que todo iba a ser perfecto, pero todo ha ido mal.


–Qué raro –él se sentó a su lado en la cama–, porque hasta hace unos minutos, pensé que era un día estupendo. Estoy acompañado por ti y las niñas. Y mi padre y Fer. Siento que tus padres y los de Alex eligieran no venir, pero ellos se lo pierden.


–Lo dices por ser amable. Y ni te atrevas a decirme que no miraste las fotos de Melisa.


–Sí, ¿y qué? –Pedro no tenía ni idea de a qué se refería–. Hablas como Fer.


–No intentes fingir que no me entiendes. Anoche te acostaste conmigo y hoy te quedas mirando esas fotos con cara de carnero degollado.


–¿Bromeas? –él se cruzó de brazos–. Cierto que las he mirado, pero con asco. Si parecía enfermo, era porque así me sentía. Siento que murieran, y no me importa que me haga parecer la criatura más desalmada del universo, pero lo cierto es que para mí esos dos murieron el día que Melisa me abandonó para casarse con mi mejor amigo.


Pedro se levantó y se acercó a la ventana.


–Tienes que olvidar el pasado. No me refiero a borrar el recuerdo de tu hermana, sino el papel que yo jugué en su vida. Cualquier cosa que hubiera podido sentir por ella desapareció hace mucho. En cuanto a ti y a mí…


–¡Por Dios! ¿Es que nunca te callas? En cuanto me quiten la escayola te largarás a Virginia. Anoche, y lo sucedido en Valdez, fue divertido, pero ambos sabemos que no puede ir más allá.


Con la mandíbula encajada, Pedro se llevó un puño a la boca.


–Mi hermana era la soñadora. Yo siempre he sido realista. Soy la primera en reconocer que nuestro revolcón fue una agradable sorpresa, pero…


–Paula, para mí tú significas más que un simple revolcón. Espero que lo sepas, pero las circunstancias son las que son. No puedo ofrecerte nada más.


–Créeme, lo sé.











UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 16




–Mamá, por favor –suplicó Paula–, al menos dime qué puedo hacer. Ya sé que la echas de menos, pero no puedes pasarte el resto de tu vida en la cama.


Tras confesarse ante Clementina, no le había apetecido quedarse en el bar. Sin embargo, pasar por casa de sus padres no estaba resultando muy buena idea tampoco.


–Estaré bien –le aseguró su madre.


–Pues demuéstramelo y ven a cenar para Acción de Gracias. ¿Sabes que es la semana que viene?


–Cariño, es demasiado pronto. No está bien celebrar nada con tu hermana recién muerta.


–El día de Acción de Gracias no es famoso precisamente por la música y los globos –Paula contó hasta cinco, pues no tuvo paciencia para llegar a diez–. Más bien se trata de reunir a la familia.


–A mí ya no me queda nada –su madre giró el rostro hacia la pared.


Paula quiso recordarle que aún tenía un marido, una hija y dos nietas que la amaban y la necesitaban, pero nada de lo que dijera conseguiría atravesar la densa niebla.


Tras tapar a su madre con la colcha tejida por su abuela, Paula abandonó la habitación.


Encontró a su padre atizando el fuego.


–Os he oído hablar –la saludó él–. ¿Ha sido una visita agradable?


–Pues no, lo cierto es que fue horrible. Tienes que conseguir que deje los sedantes.


–Lo sé –sentado junto al fuego, su padre parecía derrotado.


–Quítale las medicinas. No las ha tomado el tiempo suficiente para haberse convertido en una adicta, pero, si no las deja pronto, podría acabar siéndolo. Por favor, papá, no la dejes.


El hombre asintió.


–Quiero celebrar un gran día de Acción de Gracias –Paula le tomó las manos para asegurarse de que le prestara atención–. Lo haremos en el elegante comedor de Melisa y con la vajilla de porcelana. Y en lugar de estar mustios por haberla perdido, le rendiremos homenaje.


–Haces que suene muy sencillo –su padre suspiró–, pero para tu madre y para mí es diferente.


¿Qué podía contestar? Perder a Melisa también había convertido su vida en algo diferente, pero no se podía permitir el lujo de esconderse.


–Muy bien –Paula respiró hondo–, me marcho. Seguramente os veré antes de Acción de Gracias, pero por si acaso no es así, por favor, trae a mamá. Comeremos sobre las dos. ¿Te parece bien?


–Claro, allí estaremos.


Paula deseó de todo corazón poder creer a su padre.


Acababa de llegar al coche cuando vio aparecer a Pedro. 


Incluso verlo a través del parabrisas logró levantarle el ánimo.


–¿Qué haces aquí? –le preguntó.


–He comprado estas flores en Shamrock’s –Pedro le mostró los ramos–. Pensé que a tu madre le gustaría uno para ponerle en un estado de ánimo más festivo.


–Eres muy amable por pensar en ella –el detalle agujereó la muralla que Paula había levantado alrededor del corazón–, pero está muerta para el mundo. Se las daré a papá.


–¿Estás segura? Quizás se sienta mejor si ve a las niñas.


–Sí, estoy segura –ella recordó la mirada perdida de su madre.


En el fondo sentía miedo por su madre, y por ella misma. Ya había perdido a Melisa, no soportaría perder también a su madre. Saber que la vida junto a Pedro estaba en el tiempo de descuento, ya era suficientemente doloroso.


–¿Sabe la marina que su duro y grandote SEAL es en realidad un osito de peluche?


–Paula, no puedes ir por ahí diciendo esas cosas. Vas a destrozar mi reputación masculina.


–Lo siento –ella le besó la mejilla–. Te prometo que no volverá a repetirse.


Una promesa más fácil de cumplir que la de mantenerse alejada de ese hombre.


Y como si el destino se hubiera aunado con su deseo de apartarse de él, el coche de Sofia se detuvo frente a la casa de sus padres. A juzgar por su expresión, había visto el beso



*****


–¿Estás seguro de que no me has dado una taza de sal en vez de azúcar? –la noche antes de Acción de Gracias, Paula intentaba preparar la tarta de calabaza de su abuela, con la ayuda de Pedro. La textura tenía algo raro que no acababa de convencerle.


–Estoy seguro –contestó él–. Pruébalo.


–Sabe a huevos podridos.


–He comido cosas peores –Pedro puso los ojos en blanco tras probar la mezcla.


–¿Y qué significa eso?


–Tú mételo en el horno. Estoy seguro de que saldrá bien.


–¿Pongo algo de música? –sugirió ella. Las gemelas dormían y la casa estaba en silencio.


–Claro –él fregó las cucharas medidoras–. ¿Qué más hay que preparar?


–Pan de calabaza. ¿Te importaría traer las nueces de la despensa?


Paula aprovechó para poner música en el moderno equipo de Alex y Melisa.


–¿Bailamos? –Pedro regresó de la despensa con una enorme sonrisa en los labios.


–No, gracias. Aunque es evidente que la otra noche había bebido demasiadas cervezas.


–Sí, claro…


Pedro se acercó a ella por detrás y la sujetó por las caderas, moviéndolas al ritmo de la música. Sus acciones, el calor de su cuerpo, el sensual aliento, hicieron que Paula se estremeciera.


–Para. Tenemos que preparar el pan –«y no puedo volver a caer en la misma trampa».


–¿En serio prefieres hornear pan?


–Sí –«no».


–¿Y si hago esto? –Pedro la giró y le besó el cuello.


–Tienes que parar –balbuceó ella sin aliento. «No pares nunca».


–De acuerdo, pero si hiciera esto sin querer… –él deslizó la lengua hasta el escote.


Y por si no fuera ya bastante tortura, hundió la mano bajo la camiseta.


Pedro –Paula lo deseaba desesperadamente, pero sabía que acostarse con él sería lo peor que podría hacer. Nada bueno surgiría de aquello–. Por favor…


–No hace falta que me supliques –bromeó él–. Estaré encantado de besarte.


Pedro le soltó la negra melena y la besó en los labios.


Casi sin darse cuenta, empezaron a arrancarse la ropa. La última vez habían estado a oscuras, o en la ducha cubiertos de jabón. Pedro no la había visto realmente desnuda. ¿Se echaría atrás al comprobar lo gorda que estaba?


–¿Vamos a mi cuarto? ¿Al menos apagamos la luz?


–¿Por qué? –él se detuvo y la observó detenidamente, mortificándola con su atención.


–Bueno –ella se humedeció los labios–. La penumbra, la oscuridad, siempre es mejor.


–Me gusta verte. ¿Tienes idea de lo hermosa que eres?


–No.


–Pues lo eres –Pedro le desabrochó el sujetador.


Los pezones de Paula se endurecieron al instante. 


Instintivamente, ella intentó cubrirse el pecho con los brazos, pero él se lo impidió.


–Podría mirarte así toda la noche.


¿Se trataba de un sueño? Paula no pudo comprobarlo, pues Pedro la besaba y acariciaba los pechos. Incapaz de aceptar que aquello estuviera sucediendo, se abandonó al puro placer.


Ayudada por Pedro, se quitó los vaqueros y las sencillas braguitas blancas. Y durante un instante estuvo ante él, completamente desnuda y estupefacta. Nadie la había visto jamás así. ¿La encontraría repugnante? Las caderas y los muslos eran mucho más grandes que los de cualquiera de las mujeres que salían en las revistas.


–No puedo hacerlo –insistió ella. Si la rechazara, no sabría qué hacer.


–Nena, no me hagas esto –gimió él. También se había desnudado por completo, disipando toda duda sobre su excitación.


Ella soltó una risita nerviosa y se cubrió la boca con la mano.


–¿Te parece divertido? –bromeó Pedro antes de besarla de nuevo–. Me estoy muriendo. Eres tan sexy que haces daño.


–No –Paula sacudió la cabeza.


–Mujer, ¿tú te has visto? –él la condujo hasta la ventana del salón, donde su imagen se reflejaba claramente. Se arrodilló frente a ella y le besó ese estómago que a ella le parecía demasiado voluminoso, y esas caderas que le parecían indignas de ser acariciadas–. Eres voluptuosa, sexy y suave –la tomó en brazos y la tumbó sobre la mesa de roble–. Quiero enterrarme en ti, hacer que me supliques más…


La sorpresa de la penetración pronto quedó anulada por un placer tan intenso que Paula perdió toda noción del tiempo y el espacio. En cada embestida, su cuerpo lo absorbía por completo. La presión aumentó hasta estallar en una sincronizada dicha.


–¿Cómo pude no haberme dado cuenta de lo que tenía delante? –Pedro la besó de nuevo, pero en esa ocasión con lentitud y ternura.


Ella no podía responder, pues él siempre había estado presente en su vida.















jueves, 10 de diciembre de 2015

UNA MISION PELIGROSA: CAPITULO 15




Casi dos semanas más tarde, una nevada y ocupada tarde de viernes, Paula se afanaba con la mano buena en colocar los víveres en la nevera del bar. Pedro se llevaba el monitor de los bebés cada noche y eso le permitía tomarse los analgésicos.


–¿Qué haces aquí? –preguntó Clementina–. Sabes de sobra que nos hemos organizado para cubrir tu turno el tiempo que haga falta.


–Gracias. Os quiero, pero estoy bien. Solo un poco más lenta. Además, necesitaba salir de casa –más concretamente, alejarse de Pedro.


Aparte de algún comentario con doble sentido, Pedro se había comportado como el perfecto caballero, sin siquiera darle un besito en la mejilla. Lo cual debería suponer un alivio. ¡Sí, ja!


–Menos mal que Pedro decidió quedarse. Tu padre me contó que no se marchará hasta que te quiten la escayola, o sea, ¿cuándo? ¿Justo después de Año Nuevo?


–Más o menos –Paula se incorporó y estiró la dolorida espalda.


–Menudo alivio.


–Supongo –por suerte, el frío de la nevera calmó sus ardientes mejillas.


–¿Es posible mostrarse más apática? Ese tipo no tiene ninguna obligación de estar aquí, pero ha puesto su vida entera patas arriba para estar a tu servicio noche y día.


–No es así. La mayor parte del tiempo compartimos el cuidado de las gemelas.


–Entonces tiene que haber otro motivo para que se haya quedado.


–Si me preguntas a mí –intervino el viejo Rufus Pendleton desde un extremo de la barra del bar–, ese tipo está colado por ti. Nada bueno, considerando el pasado.


–No te metas en esto –espetó Clementina.


–Yo solo digo… –el hombre apuró su copa y pidió otra–. No puede salir nada bueno de la unión entre esos dos. Para él, sería como vivir con un fantasma. Para ella, como meterse en los bonitos zapatos de su hermana.


–Solo para tu información, Rufus –intervino Paula–, no hay nada entre Pedro y yo.


Intentó volver a hundir la cabeza en la nevera, pero demasiado tarde. Su amiga ya le había visto utilizar un cartón como abanico.


–¡Madre mía! –exclamó la mujer con una amplia sonrisa–. ¡Lo habéis hecho!


–¡Cállate! –Paula miró a Rufus de reojo–. No seas tan explícita.


–Disculpa. Entonces, ¿habéis hecho el amor?


Paula se negó a contestar, pero las estúpidas e inflamadas mejillas hicieron el trabajo por ella.


–Siempre te ha gustado, pero debes de sentirte aterrada. Tu madre ya lleva bastante mal lo de Melisa. Si se enterara de que te acuestas con su ex…


–Gracias por recordármelo –aliviada al ver que Rufus y sus amigos se alejaban de la barra, Paula suspiró–. Y para que lo sepas, solo fue una noche. Y no volverá a suceder.


–¿Es eso lo que realmente deseas?


–Ya no sé qué quiero –ella se sentó en una banqueta–, aparte de que todo vuelva a la normalidad.


–Cariño –su amiga apoyó una mano en su brazo–. No soy ninguna experta, pero después de la pérdida que has sufrido, vas a tener que esforzarte por encontrar una nueva normalidad. Pronto será Acción de Gracias, y luego Navidad. Tienes que recuperar a la familia, por el bien de esos bebés. Y si eso implica meter a Pedro en la cama, tu madre tendrá que aguantarse con ello.


–Sí…



****

–Mentiría si dijera que no lamento que no estés aquí en Navidad –Pedro hacía la compra en Shamrock’s mientras hablaba por teléfono con su amigo SEAL, «Cowboy», Cooper–. Te juro por Dios que, si te enganchan, como a Calder y a Heath, perderás el poco respeto que te tengo.


–Tranquilo –contestó Pedro–. En cuanto le quiten la escayola a Paula, regresaré a la base.


–Es la hermana de tu ex, ¿verdad?


–Sí, pero solo somos amigos. Nada importante –siempre y cuando no contara el número de veces que recordaba cada día la noche salvaje.


–Me alegra oírlo. Gracias por tranquilizarme, tío.


–No hay de qué.


Continuaron charlando unos minutos más. Pedro le contó el susto de Viviana en Halloween y Cooper le describió su última noche salvaje con una rubia. Cómo había cambiado todo. Normalmente hablaban de armas, videojuegos y mujeres. Pero jamás habían incluido un bebé, salvo para quejarse de lo nauseabundo que resultaba oír a sus amigos casados hablar de eso.


Tras colgar, Pedro buscó unas bombillas y revistas para Paula. Ella aseguraba no leerlas, pero había devorado las que Fer había dejado. Por último tomó otra caja de mezcla para brownies.


–¿Se os ocurre algo más que nos haga falta? –le preguntó a las pequeñas.


–Ahhh –murmuró Viviana mientras agitaba su sonajero.


Vanesa soltó unos pequeños gorjeos con la vista fija en los fluorescentes de la tienda.


–¿Todo eso?


A ambos lados de la caja había expositores con ramos para el día de Acción de Gracias. Pedro eligió uno para Paula, pero también otro para Ana y para Fer. Paula nunca hablaba de lo mucho que le afectaba el distanciamiento con su madre, pero en las dos ocasiones en que había ido a verla la semana anterior, había regresado a casa llorando.


Hacía mucho que no celebraba un día de Acción de Gracias tradicional. Ni siquiera recordaba la última vez que lo había celebrado con su padre. Seguramente el año que Melisa lo abandonó.


–¿Flores? –lamentablemente, la única caja abierta era la de Sofia.


–Para Paula y su mamá. Y para Fer.


–Supongo que sabes que la gente habla –la vieja bruja tuvo la audacia de bufar–. No es normal que estés con la hermana de tu exmujer.


–Gracias por tu opinión, Sofia. La próxima vez que tenga ganas de amargarme el día, vendré directamente aquí.


Pedro hizo caso omiso del nudo que se había instalado en el estómago y, tras acomodar a las niñas en el coche y meter la compra, se dirigió hacia la casa de los padres de Paula.


–¿Os apetece ver a la abuela Ana, chicas?


Viviana dio un saltito de alegría, pero Vanesa se frotó los ojos.


–Señoras, será una visita rápida. Le daremos las flores a la abuela y le recordaremos que puede que Melisa esté muerta, pero vosotras seguís aquí.


Y por favor, Dios, que Ana se mostrara más amable que Sofia, porque empezaba a agotársele la paciencia con los entrometidos.